El solsticio de invierno sella el día más corto del año. Un mismo evento astronómico trae consigo un sinnúmero de celebraciones ancestrales, como el We Tripantu para el pueblo mapuche y el Inti Raymi y el Machaq Mara en la región andina, entre muchas otras que se suceden entre el 21 y el 24 de junio en nuestro hemisferio. Mucho más tarde, el cristianismo adoptó esta celebración para conmemorar el natalicio de san Juan Bautista, el 24 de junio. De esta mixtura nace la Noche de San Juan, que usualmente se celebra el 23. Es cierto que entre las celebraciones hay denominadores comunes. El festejo, el encuentro, las ceremonias, la música, la danza. Los cuerpos que se reúnen junto a un fuego que quema, renueva y da fuerza al sol cansado del invierno.
Estos últimos diez años, en la ciudad de Aiguá del departamento de Maldonado, las fogatas se han encendido cada junio de forma ininterrumpida. Este 2024, sin embargo, una fuerte tormenta eléctrica disolvió la celebración. Elecciones internas y partido de Uruguay de por medio, el encendido de las hogueras se postergó hasta el 6 de julio, cuando finalmente un gran fuego ardió en la calle.
“Yo iría si fuera como era antes, que cuando terminaba la fogata tiraban las brasas en el piso y los creyentes caminaban por arriba. Ahora no y ya no le hallo gracia”, dice Cacho, un vecino de Aiguá. Se ríe de que ya nadie quiera caminar descalzo por los restos del fuego y cuenta que hoy hay mucho movimiento de gente por las fogatas. Camino hacia la plaza. Los niños ya juegan en los dispositivos de cuerdas, obstáculos y arte montados allí. Los artesanos armaron sus puestos hace horas. Este año son 82 emprendedores. Vino caliente con canela, vino con frutilla, tortas fritas, ánforas de cerámica, duendes, chocolates, mermeladas y conservas, prendas tejidas y mucha más comida. Cada puesto tiene a su júas, un muñeco de trapo, papel y cartón que espera sentado de cara a la calle ocupada por la celebración para ser quemado. Pregunto cuándo se queman y nadie sabe, porque esta es la primera vez que hay júas en Aiguá.
La hoguera principal está armada en la mitad de la calle. Debajo de los palos, que están apilados y apuntalados para evitar que al arder se derrumben sobre la gente, hay un colchón de tierra que va a servir para que las brasas no caigan a la calle. Más acá y más allá hay fogatas periféricas, pequeñas, que distribuyen el calor a lo largo de la calle Rivera. En una esquina, la parroquia cierra la hilera de puestos de comida. Allí, en la calle, los tambores de la comparsa rodean un fuego improvisado. Se calientan las lonjas. En la otra esquina, la escuela 9, y más acá el escenario en el que canta Andrés Rodríguez. Después de varias canciones el sonido falla y la cuerda de tambores que lo acompañaba en el fondo va hacia adelante y toca hasta que el encargado técnico vuelve a hacer funcionar los micrófonos y los parlantes.
Lo feo, lo malo, lo triste
Hay demora en la grilla de espectáculos. La hoguera debía encenderse, según el programa, a las 17.50, la misma hora a la que se oculta el sol. Nos quedamos con el resplandor naranja porque hoy, por primera vez en días, está más o menos despejado. La gente se acerca a la hoguera y dos artistas subidos a zancos caminan entre ella y piden espacio. “Un pasito para atrás, uno más, hasta que no haya lugar no se puede prender”, dicen. También Luis Barragán, uno de los organizadores de la celebración, pide a través de un megáfono que las personas se retiren. Así permanecemos, dando pasitos hacia atrás, viendo cómo se ensancha el espacio entre la hoguera y la multitud. Se oyen los tambores. Están acercándose. Mientras, en el centro se reparten las antorchas con combustible para el encendido y unos chiquilines, en la primera fila, gritan: “¡Que la prendan! ¡Que la prendan!”. Hay olor a kerosene. Los artistas en zancos acompañan a los tambores haciendo palmas en clave de candombe, y para cuando la comparsa entra al círculo junto a la hoguera todos y todas golpeamos las manos acompañando el ritmo. Se hacen las 18.08. Está más oscuro. Tres palmadas, pausa, dos palmadas. La hoguera empieza a arder.
Daiana Ramírez aparece para hacer su show de fuego. De cada mano le cuelga una cadena y en el extremo de cada cadena lo que parece un trapito hecho un bollo, que al ser encendido se transforma en una bola de fuego. De nuevo hay pedidos de los artistas en zancos y de la organización. Hay que retirarse. Sobre todo los niños, dicen. Que no se acerquen tanto, que es peligroso y que hay que hacer espacio para la danza de fuego. Daiana parece no darse cuenta de su cercanía con el público. Sonríe y baila acompañada por los tambores. Sus brazos hacen movimientos circulares y el fuego en sus manos dibuja figuras en el aire, delante de su cuerpo, en su espalda. Está vestida de negro y descalza, a pesar de los siete grados que hay junto a la hoguera recién encendida. Me hipnotiza la velocidad con la que se mueven sus manos y sus brazos y cómo ninguna de las cadenas se choca, cómo ninguno de los dos fuegos se apaga.
Cuando el candombe y el fuego en movimiento se detienen, varias personas se acercan a quemar sus papeles con aquello que ya no quieren. Ritual. En cada puesto hay papeles y lapiceras para que todos puedan quemar en la hoguera lo viejo, lo malo, lo triste. El fuego purifica. “Estos eran mis deseos del año pasado y como ya fueron, los quemo”, le explica una mujer a su amiga mientras se acercan a la fogata. Una niña intenta tirar dos papeles, pero el viento se los vuela y corre detrás de ellos para volver a intentar.
Somos uno
Andrea Iglesias focaliza desde hace años las danzas circulares alrededor del fuego de san Juan. A través de un micrófono que tiene enganchado detrás de la oreja, convoca a quienes quieran bailar. Invita a ponerse al costado del fuego, porque este año la hoguera es más grande y no entramos todos en una ronda alrededor. Nos agarramos de las manos. Se arman tres rondas. Una pequeña, en el centro, desde donde Andrea guía la danza, y dos más que se abren, grandes, en la calle y sobre el cordón de la vereda. A mis espaldas el fuego arde y calienta el aire.
Andrea guía. Apenas la escuchamos. Tomadas de las manos la imitamos. Dos pasos hacia la derecha, uno hacia la izquierda, girar hacia un lado y luego hacia el otro. Dejarse llevar por la música, que empieza a sonar. Hay risas, varios “no me sale”, aplausos orgullosos en cada final. Aplausos que dicen: “Bailamos, nosotros que juntos no bailamos nunca, bailamos y fue divertido”. Andrea introduce una canción en inglés pero dice que no entiende el idioma y que la idea era tener a alguien para traducir, pero que más o menos la letra dice que somos uno con la naturaleza, una conexión profunda que implica herida y sanación mutua. Suena “As One”, de Denean. Con cada danza se arman y desarman los enlaces entre las manos mientras más personas se unen a las rondas. La última canción, “Omuzdan Kesilmiş”, de Fuat Saka, requiere una cercanía mayor con las personas que están a mis costados. Hay que entrelazar los brazos en una especie de semiabrazo para movernos en un balanceo mínimo. Al final de la danza se agradece a quienes nos acompañaron. Todavía tomados de las manos, un muchacho que dice su nombre, Benja, le da un beso en la mano izquierda a quien está a su derecha. “Mirándose a los ojos se agradece”, indica Andrea. Hay risas mientras el beso viaja de mano en mano. Pasa por mí, lo recibo y luego beso la mano siguiente. Cuando el beso vuelve a Benja, hace el camino inverso: ahora las besadas serán las manos derechas. Quienes están en la ronda del medio terminan antes con sus besos y miran hacia afuera cómo viaja el agradecimiento hasta que llega el final y ahora sí, un aplauso arrullador.
Mientras la gente se rearma alrededor del fuego para buscar calor o en torno al escenario para escuchar a Viejo Nilo, busco a Daiana entre la gente. Nos encontramos en su stand, junto a otras artesanas. Me cuenta que vino a Aiguá a vivir hace casi 11 años y que participa en las hogueras desde el inicio. “Aprendí a hacer malabares con fuego mucho antes, hace 20 años, viajando por Brasil. Después fui mezclando los malabares con la danza. Siempre han estado conmigo. No sólo los traigo a las hogueras, los llevo siempre a donde vaya”.
Ni cristianos ni paganos
No queda rato sin espectáculo. Hay más malabares y música en camino. Luis Barragán termina de saludar a los y las artistas de Nikkoartmusic, que acaban de terminar su espectáculo ritual con fuego, y me acerco para conversar. Me cuenta que las primeras hogueras surgieron de un plan de trabajo que empezó a realizar la Dirección de Turismo a partir del año 2010, que incluía varios proyectos. Uno tenía que ver con el desarrollo de las fiestas tradicionales. Se les ocurrió retomar algo que a nivel municipal se había abandonado: “La primera hoguera de san Juan fue una hoguerita chiquita que prendimos en un tacho, con 100 personas como mucho, allá en la esquina. A la gente le gustó, a los emprendedores también y así repetimos. Llegamos a las décimas con esta fiesta que me parece que ha estado muy bien, redondita”.
Retomo lo que dijo Luis junto a la hoguera al momento de encenderla. Las palabras pagano, cristiano y familia vibrando en su megáfono. Él sonríe. “La gente siempre les da una connotación a las cosas mirándolas desde un solo lugar. Por eso aclaré cuando estábamos prendiendo la hoguera que esto no es una fiesta cristiana ni es una fiesta pagana, es un poco de todo y se trata de celebrar la vida. Es eso lo que buscamos”.
Pienso en la extraña combinación entre planificación turística y celebración ritual. También en el recuerdo que antes compartió conmigo Cacho de las fogatas encendidas en el campo y las brasas en el suelo. Y en esta hoguera a la que hay que darle la espalda de a ratos, porque su calor abrasa la piel fina de la cara.
A Andrea la encuentro cerca del fuego, frotándose las manos. Más temprano ya nos habíamos cruzado, pero por los nervios de las danzas no habíamos podido conversar. Me cuenta que ayuna antes de danzar, así que ahora está intentando que su cuerpo vuelva a sentirse como un cuerpo. Nos alejamos de los parlantes que amplifican el espectáculo de cumbia de Los Sabrosos para poder escucharnos. Nos sentamos en uno de los bancos de la plaza, que ya están húmedos por el sereno. Le pregunto cómo fue que llegó a las danzas circulares y a San Juan. Ella hace el ejercicio de acordarse: “En realidad, las danzas llegaron a mí. Vienen de la niñez, cuando bailamos ‘A la rueda rueda’... Claro, no con el nombre danza circular. Así las conozco recién desde 2014, cuando arrancan las hogueras en Aiguá. Ese fuego fue muy sagrado porque tenía todo semillas de maíz alrededor y un montón de cosas, una especie de San Juan con Inti Raymi, una mezcla muy nuestra. San Juan se celebraba siempre en el campo. Nos contaban los vecinos que prendían hogueras en San Juan, y si no prendías igual salías a mirar cómo se veían en la noche los fuegos de los vecinos”.
Me cuenta sobre la emoción, la alegría, la sensación en el cuerpo que sintió en esa primera danza, el deseo de seguir bailando y, sobre todo, las ganas de aprender.
“Dije: ‘Esto tiene que seguir sucediendo’. Al año siguiente falleció Graciela Amino, que fue quien las trajo, y Rosa González, que las hacía con ella, le hizo como un homenaje a Graciela en esas hogueras. A partir de ahí fui aprendiendo cada vez más. En cada cultura, cada danza transmite algo. Tiene una simbología, un contenido, un mensaje. Y a veces sólo bailándola lo llegás a entender”.
“La clave es pasar la música por el cuerpo”, dice Andrea. Lo dijo también mientras bailábamos, porque la preocupación de seguir sus indicaciones puede opacar la sensación que provocan el movimiento y la música.
Hablamos de cuán infrecuente es agarrarnos de las manos con personas que no conocemos para bailar, confiando en esa danza y en quienes participan en ella. Y reírnos todos de la torpeza, del sudor de las palmas, del frío.
Los júas caen a través de la abertura superior de la estructura de la hoguera, la boca por donde se escapa el fuego. Caen y se incendian en segundos. Con cada muñeco, un sonido de asombro recorre a quienes están lo suficientemente cerca como para sentir la onda expansiva del calor. Me da la impresión de que son la culminación de la celebración. Faltan 20 minutos para que comience el partido de Uruguay contra Brasil, que van a transmitir en una pantalla grande junto a la hoguera. Hay tres grados. Me despido de Marcelo Casacuberta, que parece contento porque acaba de conseguir una foto de uno de los júas en el aire y ya planea irse. También yo me preparo para partir. Ya no se puede aguantar esta intemperie serrana lejos del fuego. Los artesanos se van. Se va la gente, se van los perros que acompañan a la gente. Se desarman los juegos infantiles. Por los parlantes escucho los minutos previos del partido. No quedan ya, a esta hora, en este frío, deseos viejos ni males que quemar.
Tamara Silva Bernaschina es escritora y estudia Letras en la Universidad de la República. Es autora de Desastres naturales (Estuario, 2023) y de Temporada de ballenas (Estuario, de próxima aparición).