Se acercaba a mi cuna para gruñirme. El perro de mis padres y hermanos era un vizsla húngaro o magyar vizsla. Se llamaba Tigre. Cuerpo mediano, tonificado, pelo corto, casi dorado, ojos color miel y finas orejas largas. Una belleza hegemónica. Era “de caza” y “guardián”, según describen su raza los criaderos que otorgan certificado de nacimiento con constancia de quiénes son los progenitores y le tatúan a cada perro un número en el interior de la oreja que garantiza su pedigrí. Tigre tenía el número 2.333 y un año menos que mi hermana (¿cómo hicieron mis padres para criar a dos cachorros en simultáneo teniendo, además, dos hijos mayores?).
Dice la leyenda familiar —chequeada con diversas fuentes— que mi madre, asustada porque Tigre me gruñía, no le aplicó ningún castigo. Con suma paciencia, me hizo upa, me acercó al posible agresor y le contó varias veces que yo no significaba un peligro, a pesar de mi aspecto de monstruito y mis gritos. A partir de aquel momento Tigre durmió bajo mi moisés y más tarde, cuando yo ya tenía las patas cortas de una niña, a los pies de mi cama.
A los 3 años, me subía al lomo de Tigre como si fuera un caballo y le agarraba las orejas como si fueran riendas. Él, quizá demasiado tolerante, sumiso o compinche, se dejaba. Tigre sabía el horario en que volvía del preescolar, luego de la escuela, y me esperaba con el hocico entre las rejas de la puerta de calle. El oficio de paseador no existía. Tampoco hoy en las ciudades chicas. Igual, si hubiera existido no lo hubiésemos necesitado. Teníamos patio. Y a unos kilómetros un campo seco con vacas, caballos, ovejas, perros, gatos y diversas especies no reconocidas como mascotas. Tigre viajaba feliz en la caja de la camioneta y a veces nos complicaba la vida. Su idiosincrasia de “guardián” hacía que les tirara un tarascón a los ciclistas desprevenidos que, en el semáforo, se apoyaban contra el vehículo; la misma reacción tenía ante un desconocido si quería entrar a casa. En esos casos, ya adiestrados los miembros de la familia, realizábamos el procedimiento: “Tigre (acariciábamos a Tigre), él es Jorge, el plomero (tocábamos al plomero, lo cual resultaba algo incómodo), no nos va a hacer nada, es amigo”. Nos quedábamos unos segundos en contacto con ambos. Recién ahí podíamos entrar todos en paz.
Convivían con nosotros varios gatos, cada cual con determinada jerarquía social y familiar. Algunos, oficialmente nuestros, tenían nombre y se les permitía andar por todos lados y hasta dormir en mi cama; los otros iban y venían a su antojo. A los de afuera los alimentábamos en el patio. A los de adentro, en la cocina. Algunas gatas atorrantas elegían como sala de partos el galpón del fondo, que había funcionado como gallinero. A veces las madres abandonaban a sus cachorros. Aprendí a armar mamaderas con leche de vaca y azúcar (alguien me dijo que era la fórmula) y pasaba mucho tiempo arropándolos e intentando alimentarlos; su cuero no revestía pelo sino pelusa; los ojitos, cerrados; las patitas se arrastraban, no podían erguirse. Ninguno sobrevivió. Los enterraba en el patio bajo la vigilancia de Tigre, que los olfateaba pero no quería morderlos, como a mí de bebé. Sobre la tumba les armaba una cruz con las ramitas del ciruelo y cortaba jazmines estrella y les dejaba flores seguido, hasta que me olvidaba. Tigre me acompañaba en ese ritual. Imitaba, quizá, mis gestos de tristeza y solemnidad. O yo los suyos.
En el campo, mi padre me llevaba a cazar con ellos. Caminaba entre pajas vizcacheras, cardos y piquillines, rifle en mano, tras el perro, que avanzaba olfateando el suelo y los yuyos. De pronto Tigre se detenía. Quedaba rígido: el hocico hacia el frente, el seño fruncido, la cola —se la habían dejado corta en el criadero por cuestiones estéticas— derecha en línea recta con su columna, una pata delantera levantada. Era la señal: había una perdiz oculta que pronto, si la puntería no la beneficiaba, moriría. Mi padre hacía un ruido mínimo y el perro un movimiento que, como dice el dicho campero, “levantaba la perdiz”. Apenas sucedía, el cazador disparaba. El ave caía. Tigre desmontaba su pose elegante y, ágil, corría hacia el cadáver. Lo tomaba con la boca suavemente, para no dañarlo, y se lo entregaba en la mano a mi padre. También fui testigo de la cacería de liebres, lo más parecido a un fusilamiento que vi en mi vida. Pero en eso Tigre no intervenía (para la tranquilidad del lector, al poco tiempo mi familia prohibió la caza en el campo).
Animales de peluche
Cuando mi papá se enfermó, Tigre y yo pasábamos mucho tiempo solos. Durante el día, casi todos los días, el viento golpeaba las persianas. Al anochecer era peor y las cerrábamos para protegernos del frío. El aire se embolsaba. Los ruidos me hacían temer que un ladrón se hubiera metido en la casa. Agarraba una escoba o un lampazo como arma de defensa. Tigre me tomaba la otra mano con el hocico sin lastimarme, como a la perdiz muerta. Así recorríamos la casa, abríamos placares y habitaciones y, juntos, nos asegurábamos de que no hubiera intrusos.
Tuvimos otras mascotas o, mejor dicho, animales que pretendimos domesticar. Pocas veces puedo contarlo sin sentirme culpable, cruel, sádica. Mis amigas de la primaria decían: “Tu casa es un zoológico”. Supimos tener, además de conejos —especie aceptada como mascota—, otros animales traídos del campo a la ciudad, robados de su entorno. Dos lechuzas, un búho blanco, teros y aguiluchos a los que les cortábamos las alas, lauchas de laboratorio, un zorrino en una jaula y en otra, un jabalí que duró poco porque creció demasiado rápido, lo cual lo salvó del cautiverio. Hoy a nadie de la ciudad se le ocurriría hacer algo así.
El recuerdo me lleva al título del libro Nosotros somos los otros animales, de Dominique Lestel. Lo leo pero con signos de pregunta. Allí dice que en los años noventa el autor pasaba por excéntrico a causa de su objeto o sujeto de estudio. Ya no.
“Hoy, el animal se ha convertido en un tema de sociedad. Nos preocupamos por su bienestar. Nos inquieta su desaparición programada. Nos indignan las violencias que el ser humano perpetra contra él”. El autor dice que en el siglo XXI cambió el paradigma cultural en Occidente: se pasó del “animal máquina” al “animal peluche”, que es “demasiado lindo” y al que podemos acariciar y debemos proteger. “Es una quimera que oscila entre el animal kitsch y el animal víctima”. En el primer capítulo, Lestel se pregunta por la domesticación. Dice que dicho fenómeno, en apariencia clásico, se entiende muy mal. “¿Qué significa domesticar a un animal y cuáles son sus desafíos? ¿Hay todavía animales que no estén domesticados de un modo u otro?”. En varias películas de la serie El planeta de los simios, iniciada en 1968 y cuyo film más reciente se estrenó en 2024, los primates son la “civilización” evolucionada. Los humanos, los primitivos. No tienen capacidad de habla. En una escena, una niña mona pide que le regalen una niña humana como mascota. La monita, feliz, la guarda en una jaula en su habitación. La cuida, la alimenta, la acaricia. Algunas veces la deja dormir en su cama. En otras escenas, los simios llevan a los humanos con collar y correa.
El salvajismo romántico
Siguiendo la tradición de las representaciones deudoras de Disney, hoy en las redes sociales gatitos, perros y pájaros son estrellas con millones de réplicas y seguidores. Otras cuentas muestran el lado salvaje, como cuando animales domésticos o salvajes y domesticados atacan a sus dueños. ¿Dónde nos situamos quienes convivimos con ellos? Hace tiempo que nuestra relación con los animales cambió social y filosóficamente, así como en prácticas concretas. Las organizaciones proteccionistas y ecológicas venían creciendo y sumando adherentes en campañas publicitarias, junto con el veganismo y el activismo animal. Y surgió el interrogante sobre si los no humanos, incluidas las plantas, son “seres sintientes”. Con su correlación en la sociedad de consumo: creció la tendencia de lo pet friendly en nichos de mercado antes impensados. Ya en 2014, la revista The New Yorker publicaba la nota “Pets allowed: why are so many animals now in places where they shouldn't be?” (Mascotas permitidas: ¿por qué ahora hay tantos animales donde no debería?), escrita por Patricia Marx, que analiza las tensiones de la convivencia mascotera en lugares públicos.
Diez años más tarde, en América Latina, la demanda habilita peluquerías, centros de estética y hasta hoteles. Aplicaciones de pago como SportyFanPet, para asociar a nuestros animales al club del que seamos hinchas y promover que sigan a “otros fanáticos de cuatro patas”. En sus promos, esta app asegura que “logra que los amigos más fieles obtengan su carnet digital de forma rápida, sencilla y 100% online” y que por un módico precio pueden formar parte de una comunidad en la cual podrían interactuar, reunirse y formar parejas, dado que, además, funciona por geolocalización.
Los bares permiten a los humanos asistir con sus compañeros y proporcionan ganchos para correas, agua y recipientes para alimentos. Y hay otros, los he visto en Shanghái, en los que los reyes del lugar son los gatos: se suben no sólo a las mesas, sino a nuestras piernas. Vamos allí a tomar café pero sobre todo a buscar sus mimos, a admirar su belleza. En 2022, el gasto total en la industria de las mascotas en Estados Unidos fue de aproximadamente 136.800 millones de dólares, un aumento de 10,8% con respecto al año anterior. La tendencia global muestra una suba continua en la cantidad de mascotas, por los cambios demográficos y el aumento de los niveles de ingresos en ciertos países. Además, cada vez más personas viven solas. Ya hace diez años que los hogares unipersonales pasaron de 30% a 35% en Alemania, de 13% a 23% en España y de 13% a 27% en Estados Unidos. En Japón, 40% de los hogares está habitado por una sola persona. En Argentina, pasaron de 10% en 2000 a 18% en el censo de 2010. En la ciudad de Buenos Aires llegaban a 30%, según un informe citado por José Natanson en Le Monde diplomatique. Y para 2022 los últimos registros oficiales del gobierno de la ciudad indican que los espacios en los que vive sólo una persona llegaron a 39,3%, más de un tercio del total de los hogares.
Ministerio de la Soledad
El aislamiento no buscado produce efectos negativos. Por eso, la Organización Mundial de la Salud define la soledad como una “epidemia contemporánea” que provoca angustia, ansiedad y depresión, así como trastornos de sueño, baja autoestima, afectación del sistema inmunológico y consumo de sustancias narcóticas. Ya en 2018, en el Reino Unido, se creó un Ministerio de la Soledad. Japón siguió el ejemplo en 2021, acuciado por los suicidios sucedidos durante la pandemia. La soledad pasó a ser un tema de salud pública que se agravó por el confinamiento. Científicos de distintas especialidades coinciden en que los animales alivian esa angustia. Y los humanos parecen haber tomado buenas decisiones durante la cuarentena, aunque sólo sea en relación a esto. Según Health for Animals y la American Pet Products Association, en el Reino Unido, por ejemplo, se adoptaron más de dos millones de mascotas, en tanto que en Australia fueron más de un millón. En China, entre 2014 y 2019 este fenómeno había aumentado 113% y se estima que en 2024 se llegue a la mayor cantidad de mascotas en el mundo. En Estados Unidos, aproximadamente 66% de los hogares —casi 87 millones— aloja al menos a una mascota. Cada vez es más común oír sobre familias multiespecie y animales a los que se les dice “hijos de cuatro patas”.
Según un relevamiento realizado por la empresa de datos y consultoría Kantar en noviembre de 2023, ocho de cada diez argentinos viven con al menos un animal. La mayoría los considera parte de la familia y destina un gran presupuesto para darles alimentos de calidad. Un tercio de los dueños de mascotas, especialmente los jóvenes de 25 a 34 años (41%), gasta también en juguetes y ropa. Y más durante la época de fiestas: 46% les compra regalos.
Viviendo en la estadística
El cambio de época y de mi vida personal me hace parte de las estadísticas. Pasé de una locación campestre y una casa gigante de ciudad chica a un departamento chico en la gran ciudad. Ya no tengo perros porque no tengo patio, pero llegué a tener tres gatos de departamento (la especie más elegida en las ciudades).
Sigamos con los números: en la revista Forbes leemos que en 2023 80% de los poseedores de mascotas tienen perro y 53% tienen gato (el chiste es común: que en realidad nosotros somos las mascotas humanas, que ellos nos “tienen” a nosotros). Estos números muestran una baja en la tenencia de perros y un crecimiento en la adopción de gatos en Argentina. Para seguir con estadísticas comprobables en la cotidiana vida amorosa y capitalista, la planificación de las vacaciones es una variable fundamental: a 89% de los dueños les preocupa. Y por eso 64% elige el destino según si acepta mascotas o no.
Quienes no pueden viajar con ellas necesitan otras opciones. La soledad contemporánea genera una soledad al cuadrado: ya no resulta tan fácil pedirle a la vecina o al pariente —si lo hubiera— que cuide a nuestras mascotas. No sólo la migración aleja a las familias; el trabajo y las distancias complican incluso los antes sagrados encuentros de amigos. Por eso surgen servicios de hospedaje para distintos tipos de presupuesto, tal como sucede con los viajeros humanos: del mochilero que busca hostales con habitaciones y baños compartidos y paseos de bajo presupuesto a quienes desean hoteles boutique o cinco estrellas. Mezcla de Tinder sin objetivos sexuales sino colaborativos con tiempo compartido, la app Meowtel posibilita acuerdos de intercambio: quienes viajan cuidan al animal de otro y viceversa. Algo similar a Couch Surfing.
Las soluciones para el turismo gatuno o los modos de supervivencia para humanos que se ausentan de su hogar abarcan distintos tipos de hogares, “hoteles” y “spas”.
Un hotel anuncia en su web: “Queremos ofrecer hoteles únicos en los que se asegure confort, relax y bienestar para los huéspedes gatunos”. Tiene varias sucursales y habitaciones con nombres temáticos (Cataratas del Iguazú, Selva, Costa Argentina, La Jungla). La cantidad de huéspedes por cuarto se especifica como en Booking. Al estilo ofertas de viajes al Caribe, también ofrece “paquete all inclusive: todo pensado para la felicidad y la comodidad de tu gatito”. Enumero los beneficios que incluye: “cat rooms multinivel”; escondites, puentes, juguetes, rascadores, balcones y fuentes de agua; “ambiente ronroneante”; música zen y temperatura cálida para asegurar el confort gatuno; “regalo de bienvenida”; “delicioso mousse ‘creamy’ de pollo, salmón o atún de bienvenida, ¡miam!”; “pensión completa premium”; croquetas y sobres de Pro Plan; “cepillado y pesaje semanal”; “siempre que el huésped nos lo permita, fotos y videos diarios, para seguir de cerca las actividades de tu felino”.
El costo es, en agosto de 2024, algo así como 20 dólares por día. Tuve que investigar todas estas opciones. Existen departamentos de personas que destinan un ambiente a alojar a huéspedes. Como los hoteles que ofrecen la opción de incluir el desayuno en la tarifa, algunos exigen llevar el alimento que consuma la mascota; otros, al contrario, pecado capital, no lo permiten.
Vidas y muertes dignas
Cuando me separé y volví a vivir sola adopté a Shera, una pantera en miniatura. Pero cada vez que debía viajar a ver a mi familia o me iba de vacaciones el estrés era —y sigue siendo— enorme. Un vecino amigo venía a cuidarla, pero ella pasaba la mayor parte del tiempo sola. Así que adopté a Ema, para que se hicieran compañía mutua durante mis ausencias. Más tarde llegó Lana, una peludota redonda, siamesa de ojos celestes, que rescaté de la calle. Quise encontrar a sus dueños pero fue imposible. Imaginé una pareja de ancianos recién fallecidos y a Lana huyendo de ese hogar vacío. Al año nos mudamos. No me consta que los gatos prefieran un lugar a una persona, como suele decirse. A ninguna le costó mucho la adaptación. Aunque un día Shera hizo lo de siempre: salió a pasear desde el lavadero de nuestro segundo piso hacia otros tejados. No volvió. La busqué con desesperación: carteles en la calle, avisos en la web, recorridos por el barrio gritando su nombre. Semanas más tarde la encontré en un garaje, maltrecha. No podía ni pararse. Maullaba con dolor. La interné en una clínica veterinaria; había horarios de visita inflexibles e igual de rígidos eran los informes de los profesionales. Su daño neurológico era irreversible. Lo mejor sería sacrificarla para evitar el sufrimiento. Me ofrecieron cremarla. Dije que sí pero nunca me animé a buscar sus cenizas. Hace unos días circuló la noticia de que la inglesa Antonya Cooper confesó haber realizado, hace 40 años, una muerte asistida a su hijo de 7, quien sufría un cáncer terminal. Recién ahora, que ella misma padece esa enfermedad, pudo hacerlo público, en defensa de la causa del “derecho a morir”. En su testimonio invierte la carga de la prueba. “No dejamos sufrir a nuestras mascotas, ¿por qué habríamos de hacerlo con los seres humanos?”.
Al año siguiente Lana adelgazó de golpe, su piel de pompón se volvió cuero sobre huesos. Le hice radiografías y otros estudios en la misma clínica. Le diagnosticaron, como a mi padre, cáncer de pulmón. La última vez que la llevé me acompañó mi prima médica. La veterinaria dijo que no sería reversible. Y que volviéramos un mes más tarde a sacarle otra radiografía. Lana tenía un carácter tranquilo y seductor, pero esas intervenciones, con cintas en las patas y placas de hierro en la panza, la hacían gritar y rasguñar. Mi prima dijo: “¿Para qué la vas a someter a ese estrés si ya no hay vuelta atrás?”. Un veterinario a domicilio le inyectó corticoides y analgésicos. Lana murió tranquila en mi departamento, en su casa. No supe qué hacer con el cadáver. Ya no tengo patio para honrar a mis amigos con un entierro digno.
Especies sí, animales no
El documental dirigido por el italiano Fabrizio Terranova Donna Haraway: contar historias para sobrevivir en la Tierra —se puede ver en línea gratis— narra un perfil de la autora de Manifiesto cíborg, entre otros, a partir de charlas, discusiones y escenas en la casa de Los Ángeles en la cual vive la bióloga y filósofa estadounidense. En un momento muestra a su perra Cayenne y dice que está envejeciendo junto a ella. A partir de la relación entre ambas explora temas que le preocupan. Desde el amor y el cuidado hasta el envejecimiento y la muerte. Con Cayenne ilustra sus teorías sobre las relaciones interespecie y la coevolución entre animales y humanos. “Los perros no están supliendo una teoría; no están aquí sólo para pensar con ellos. Están aquí para vivir con ellos. Cómplices en el crimen de la evolución humana, están en el jardín desde el principio, astutos como el coyote”, leemos en su libro The Companion Species Manifesto: Dogs, People, and Significant Otherness (El manifiesto de las especies de compañía: perros, personas y otredad significativa). Allí Haraway se despega de las categorías de sumisión y dominación y aboga, sin ingenuidad, por una coexistencia (y notemos que no habla de “animales” sino de “especies”). Considera que los animales son los “otros significativos” con quienes construimos una visión del mundo. “Tanto el determinismo biológico como el cultural son ejemplos de una concreción errónea —es decir, en primer lugar, el error de aplicar categorías abstractas provisorias y locales como ‘naturaleza’ y ‘cultura’ a todo el mundo y, en segundo lugar, confundir las potenciales consecuencias con los fundamentos preexistentes—”. Haraway dice que no hay sujetos ni objetos preconstituidos, ni fuentes únicas, ni actores unitarios ni finales definitivos. Y rescata lo dicho por Judith Butler: “Sólo hay ‘fundamentos contingentes’; el resultado son cuerpos que importan. Un bestiario de agencias, tipos de relaciones, que muchas veces superan todas las fantasías, incluso las de los cosmólogos más barrocos. Para mí, eso es lo que significa especies de compañía”, dice Haraway.
En su canción “Perra”, la española Rigoberta Bandini se acerca más a esta filosofía que a la noción de perreo o de ser perra de los géneros de música urbana latinos.
“Me gustaría ser el perro de un perro / Que fuera él quien me sacara a pasear / Que me comprara pienso caro sin complejos / Y en un cazo me sirviera agua mineral [...] Que si yo ahora fuera perra / Juguetona y muy amable / No tendría estos problemas de ansiedad / Que si yo ahora fuera perra / No estaría aquí llorando / Que saldría al patio rápido a saltar / Sin embargo soy humana y me he quedado aquí encerrada / Componiendo cancioncillas sin parar / Aunque si yo fuera perra / También compondría mis temas / Porque nadie me puede prohibir ladrar”.
Cuando mi padre murió, mis hermanos, mis gatos y Tigre rebotábamos entre nosotros, confundidos y sin saber qué hacer para que mi madre mejorase, para saber cómo seguir. Hacía meses que la piel dorada de Tigre se había vuelto un marmolado blanco de canas, igual que su preciosa nariz húmeda. A los tres días de enterrar a mi papá, Tigre se derrumbó. De golpe. Se quedaba tirado debajo de la mesa enorme de cuando éramos una gran familia y él entraba apenas por la cantidad de piernas y pies que los comensales apoyábamos en el piso. Me miraba con ojos de vergüenza porque no llegaba a salir para hacer sus necesidades. Yo le acercaba agua y comida, pero no le apetecían.
Solos, confundidos, percutíamos como autitos chocadores lerdos y llorosos. En ese juego tenebroso de parque de diversiones desquiciado, las máquinas dan vueltas sin una dirección, hasta que otro las toca, las empuja, las evade y se redireccionan y son pura defensa, o encaran otro auto, ataque sin rumbo claro, sin teleología, sin finalidad.
Dice Dominique Lestel: “Yo tenía una hermana menor que quería animales de compañía. El problema es que mis padres se mostraban totalmente alérgicos a la idea [...]. Pero la muchachita estaba tan decidida a tenerlos que llegaba a la altura de un genio para persuadir a los padres de ceder a ese deseo. ¿Qué quiere decir el hecho de que tener tantas ganas de compartir nuestra vida con animales nos lleve a adquirir una inteligencia superior? A fin de cuentas, el humano se vuelve verdaderamente humano con el animal”. Cuando extraño a Tigre y me siento abandonada por él, me viene esa frase del cuento “Cachorros” de Horacio Quiroga que usé para mi libro de cuentos Animales de compañía. “Le dieron pan, uvas, chocolate, carne, langostas, huevos, riquísimos huevos de gallina. Lograron que en un solo día se dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las criaturas, que al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre que tan alegres y buenos eran”.
Sonia Budassi es escritora, periodista y docente. Fue editora de Anfibia y elDiarioAR. Sus últimos libros son Animales de compañía y Donde nada se detiene. Literatura y resto del mundo.