Puedo entender por qué la gente adora Días perfectos, la nueva película de Wim Wenders, sobre un limpiador de baños japonés llamado Hirayama (Kōji Yakusho) que vive una vida tranquila y solitaria de apreciación estética expresada a través de su amor por la música, la fotografía y la jardinería. Es una fantasía frecuente en nuestros tiempos que de alguna manera podríamos escapar a través de opciones ascéticas de los peores efectos de nuestras vidas bajo el capitalismo, que tienden a ser brutales y caóticas, ruidosas y descuidadas, abarrotadas con demasiadas cosas y cacofónicas gracias a una inmensa cantidad de discurso público aullante.

La fantasía es que, de alguna manera, podríamos estar allí pero sin ser parte de ello, viviendo de forma sencilla y hermosa, poseyendo muy poco pero cuidando profundamente nuestras pocas posesiones. Y no gobernados por la tecnología. Sólo eso bastaría para que volviéramos a apreciar con atención, como Hirayama, los detalles más bellos de la naturaleza y el arte que aún perduran en espacios posindustriales generalmente feos y en decadencia.

Hirayama tiene incluso un “árbol amigo” en un pequeño parque que fotografía a diario a la hora de comer. ¿Ustedes tienen un árbol amigo? Por supuesto que no. Eso demuestra que no están viviendo bien.

¿Recuerdan la versión de esta fantasía que dio lugar a la reciente manía de Marie Kondo, surgida en torno a la idea de deshacerte de todas tus pertenencias sobrantes excepto de aquellas que “despiertan alegría”? ¿Y luego cuidar con esmero las pocas posesiones que te quedan para que toda tu vida se desarrolle en algo parecido a un Museo Tú, con un jersey favorito hábilmente doblado en una estantería y un pequeño número de libros perfectamente alineados en otra, todos de la misma altura y con los títulos mirando hacia fuera? ¿Y tal vez una pequeña planta de adorno perfectamente cuidada como para reafirmar la vida?

Gran parte del efecto de esta película es así. Y me produjo un profundo malestar. Conozco bien esta fantasía y siempre la asocié con la riqueza.

La gente rica puede permitirse tener ese jersey perfecto que siempre tiene un aspecto maravilloso, entre sus otros objetos bien hechos y mantenidos con cariño, que tienen un estatus estético además de una funcionalidad duradera. La gente de clase trabajadora suele vivir en espacios más reducidos y tener un montón de basura amontonada por todas partes. Sus pertenencias tienden a ser baratas y siempre se estropean o desgastan rápidamente y tienen que ser sustituidas por más basura, y hay tanta presión para ganarse la vida que mantener las cosas en orden es difícil. Nadie se sienta a cuidar amorosamente su único objeto precioso por estantería.

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Aunque nunca he intentado vivir esa fantasía, la imagen de una vida imposiblemente ascética sigue ensombreciendo la desordenada vida que llevo en la realidad. Y en esta película es un trabajador de clase baja el que vive el sueño.

Al ver una escena tras otra de la rutina diaria de Hirayama, que se despierta en su apartamento de una sola habitación tumbado en un delgado colchón en el suelo, con una colcha y una almohada plana, ropa de cama que inmediatamente dobla y apila en un rincón al levantarse, me encogí ante el reproche implícito. Fíjense en la pulcritud con la que vive este humilde trabajador.

Lleva un mameluco azul, su uniforme oficial, que cuelga solo de una percha en la pared. Lo adorna con una pequeña toalla blanca que lleva alrededor del cuello y que está tan ingeniosamente metida en el cuello del uniforme, que tiene el efecto de un pañuelo. Cuando sale para ir a trabajar, pasa junto a una estrecha estantería en el pasillo que conduce a la puerta, en la que sólo hay los objetos necesarios, cuidadosamente separados, como la cartera, las llaves y un reloj de pulsera pasado de moda. Aunque lleva un teléfono móvil, casi nunca lo usa —para empezar, casi nunca habla— y sigue ignorando el mundo de internet, que le come el tiempo. Cree que Spotify es una tienda física.

La furgoneta que conduce es del mismo color azul de su uniforme y está repleta de utensilios y material de limpieza que él mismo ha mejorado y ampliado, de modo que sus utensilios y materiales son mejores que los de sus compañeros. Está claro que es el mejor limpiador de baños de Tokio, o quizá de cualquier otro lugar. Cuando conocemos a su compañero de trabajo, Takashi (Tokio Emoto), queda claro por qué Hirayama lo supera jerárquicamente. Takashi es deliberadamente bobalicón y payaso, siempre parloteando sin sentido, calificando a todos y a todo en una escala de diez, así como flojo en su trabajo, suspirando por una joven ultraelegante Aya (Aoi Yamada), que está muy fuera de su alcance. Ella responde mucho más a Hirayama y a su colección de cintas de casete favoritas que escucha en su furgoneta.

Takashi intenta convencer a Hirayama de que venda algunas de sus cintas, porque “lo analógico está muy de moda ahora”. Takashi quiere pedir prestado el dinero para cortejar a Aya, pero Hirayama no quiere vender las cintas. En lugar de eso, le da a Takashi todo el dinero que tiene en la cartera. Hirayama ama su rara cinta de Lou Reed, valorada en 120 dólares, más de lo que podría amar el dinero. Y no es que quiera comprar nada más.

Se reproducen varias canciones para representar la vida emocional de Hirayama, que de otro modo pasaría desapercibida, como “Perfect Day”, de Reed, “House of the Rising Sun”, de The Animals, “(Sittin' On) The Dock of the Bay”, de Otis Redding, “Redondo Beach”, de Patti Smith, “Sunny Afternoon”, de The Kinks, “Brown Eyed Girl”, de Van Morrison, y “Feeling Good”, de Nina Simone. Más adelante en la película se nos dan indicios sobre el curso de la vida anterior de Hirayama, que llegan principalmente a través de sus incómodos encuentros con miembros de su familia. Su sobrina adolescente Niko (Arisa Nakano) aparece en su puerta, tras haberse escapado de casa, y él se muda a su furgoneta para darle un lugar donde quedarse durante un tiempo. A ella le intriga el estilo de vida alternativo que él representa, lo que queda claro cuando su madre, la hermana de Hirayama, Keiko (Yumi Asō), llega en un elegante coche con chofer para recoger a Niko y llevarla a casa.

Hermano y hermana se miran a través de un gran abismo, separados por elecciones opuestas en la vida. “¿Es verdad que te dedicas a limpiar baños?”, pregunta Keiko en voz baja, horrorizada.

Y sus intentos de que visite a su padre, ahora enfermo de demencia, son en vano. “Es muy diferente de lo que era”, dice Keiko, lo que podría haber sido una advertencia a otro tipo de hermano para prepararlo para los cambios en las funciones cognitivas de su padre. Pero aquí se trata más bien de tranquilizar a Hirayama, para persuadirlo de que haga una visita obediente. Él sigue negándose con la cabeza y, cuando ella se marcha, llora. Las implicaciones de una infancia infeliz explican por qué este sofisticado esteta ha acabado viviendo como vive.

Es inevitable que la vida más limpia se convierta en un lío en algún momento y, a medida que avanza la película, la gente y las circunstancias se entrometen cada vez más en la metódica vida de Hirayama y complican su rutina. Incluso los libros que lee cada noche, todos ellos eruditos, se acumulan hasta el punto de desbordar sus escasas estanterías y se guardan en ordenadas pilas en el suelo, junto a los estantes.

“Eres un intelectual”, le dice la dueña de su restaurante favorito, que se llama Mama (Sayuri Ishikawa).

“Yo no diría eso”, responde modestamente, aunque parece satisfecho.

Otra parte de la fantasía es que puede permitirse cenar fuera todas las noches. No parece tener cocina y para ducharse va a unos baños públicos. La combinación de la vida del trabajador pobre viviendo sin lo que muchos considerarían necesidades pero de alguna manera con los lujos de los ricos es en gran medida la forma en que funciona la fantasía. Hirayama es como un príncipe en el exilio. Se ve “reducido” a limpiar baños —aunque sean los baños públicos más bonitos jamás construidos—, pero convirtió ese modo de vida en una forma superior, incluso real, de vivir.

Por decirlo suavemente, esta película no tiene nada que criticar de un sistema que se está desmoronando hasta tal punto que pronto envidiaremos al limpiador de baños no porque esta única representación del esteticismo de un individuo le permita trascender esa vida de trabajo, sino porque realmente tiene un trabajo, un salario, un lugar donde vivir y comida que comer.

El catalizador de la película fue en realidad una celebración de los aseos públicos de Tokio. Wim Wenders fue invitado a realizar un cortometraje o una serie de cortometrajes sobre el fabuloso nuevo Tokyo Toilet Project. En lugar de eso, optó por hacer un largometraje narrativo en el que se muestran algunos de los aseos de diseño espectacular de la ciudad.

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Kōji Yakusho —quien ganó el premio al mejor actor en el Festival de Cannes por esta interpretación— tiene un rostro tan dulce y es tan expresivo que hace mucho por llevarte a través de la película. Su lentitud es una parte inevitable de la narración. Hirayama ha recortado su vida hasta tal punto y se ha vuelto tan consciente de los elementos de esa vida, que hay que ir más despacio para seguir su ritmo. Pero también son una lentitud y una atención a la rutina que asociamos con el cine de arte y ensayo. Si alguno de ustedes sufrió la experiencia del cine de arte y ensayo, puede que gruña un poco al ver que la duración de la película supera ligeramente las dos horas. La película está dedicada a Yasujirō Ozu, uno de los más grandes directores japoneses, que se especializó en representar la vida cotidiana ordinaria no sólo como conmovedora y significativa, sino a menudo también como emocionalmente cataclísmica.

Al final, la vida de Hirayama, con todas sus dificultades, se afirma plenamente. Como tiene tiempo y ganas de ocuparse del mundo, puede permanecer con las personas que entran en su vida el tiempo suficiente para establecer conexiones genuinas. Su soledad, que es elegida, habilita interacciones más significativas con la gente que las que la mayoría de nosotros experimentamos.

Si abrazáramos nuestra soledad para leer a William Faulkner, cuidar las plantas con cariño, limpiar y organizar nuestros espacios vitales y dedicarnos a la fotografía, paradójicamente, pronto encontraríamos a nuestra comunidad. Hirayama encontró la felicidad limpiando baños, ¿por qué tú no has sido capaz de hacer lo mismo? ¡Qué vergüenza!

Eileen Jones es crítica de cine y periodista. Este artículo se publicó originalmente bajo el título “Días Perfectos celebra la evasión consciente y sin prisas”. Se reproduce por un convenio con Jacobin. Traducción: Pedro Perucca.