Es 10 de octubre de 2015 y los relojes de Skopie venden las dos de la tarde y monedas. Media hora de retraso. No es que me importe, sólo lo constato. El conductor ha dejado de fustigar su celular y vuelve a bajar del ómnibus con un cigarrillo en la mano. Otro pende sobre su oreja derecha, la única que puedo observarle en este momento. Es una oreja extraña, pero no parece por ello equivocada, aunque él no sea extraño en absoluto. Su falta de santidad está a la vista y eso es tranquilizador en este contexto. Fumar en los Balcanes no sabe como en ninguna otra parte y es un rito de otro calado, me digo y me bajo yo también. Rodeo, fumando, el vehículo que me alojará por más de medio día y transportará mi cuerpo y parte de mi alma por tres países. Ha sido pintado hace poco tiempo con colores fuertes, acordes a nuestros tiempos. La palabra que lo designa genéricamente es la misma en macedonio, serbio, croata y esloveno, aunque la que designa estación no lo sea. Pienso en la legendaria tarea de los primeros constructores de autobuses y en su deuda con arcaicos diseñadores de carros, carruajes y carretas. Remontar cualquier proceso de diseño lleva a gestos simples que intuyeron las leyes de la física. Todo sería distinto si los autobuses fueran esferas y no prismas y si los pasajeros se sentaran en círculos concéntricos. Este tipo de reflexiones inútiles ocupa mis días. No tengo apuro alguno, pero me pregunto qué estamos esperando. Y me arrepiento de haberme apresurado y no haber dedicado más tiempo a buscar por el bazar cordones de zapatos rojos, ropa interior de mujer dorada, hoces de Transnistria, pimientos de Abjasia. Cuando todos suben subo también yo, y ocupo mi puesto en el cuarto asiento junto a la ventanilla del lado izquierdo, mientras pienso en Katja y el puesto de las kalashnikov. No olvidaré la mirada del hombre que pareció reconocer a Katja de una vida anterior. La vida de Katja se titula La elegida. Es una novela breve.

Delante de mí se sienta una joven de cierta elegancia despreocupada. Le pregunto, en una mezcla rara de idiomas yugoslavos, si sabe por qué hemos tardado tanto en salir. Me responde en inglés. Es de Skopie y piensa mudarse a Eslovenia. Va a Liubliana para reunirse con un grupo de personas dedicadas a proyectos sociales en Macedonia. Quiere mediar. Es amable y tiene buenas intenciones, pero su conversación se detiene en la frontera del diagnóstico. No es audaz. Me aburre un poco y regreso a mi libro.

Termino el diario final de Márai —leo en mi cuaderno de notas— en la frontera serbia. Tras esperar una hora de más en Skopie a que otro bus nos alcanzara con otros viajeros, me entero de que el recorrido de este no termina en Liubliana, sino en Mestre. ¿Por qué? En Kumanovo atisbé otra Macedonia, no la de la turística y mística Ohrid ni la de la dolorida y grotesca capital, sino la de pequeña ciudad de provincias sin tragedia ni magia. Pobres negocios, rumorosos y tristes gitanos. Grupos de al menos treinta personas bloquean y desbloquean lentamente, por turnos, la calle que transitamos, comentando un accidente que ha ocurrido hace muy poco (sangre). El embotellamiento convierte nuestra salida de la estación local en un trastocante [sic] delirio.

No recordaba eso, pero puedo reconstruirlo trabajosamente como una emoción, no como una serie de imágenes. El “delirio” estaba conformado por un número siempre creciente de fragmentos de tiempo irresolubles, momentos que parecían indicar un sentido (un paisaje, una dirección, un suceso) y que se hundían intempestivamente, uno tras otro, como piedras en un río crecido. Sentíamos (al menos yo lo sentía, pero este tipo de estados alterados sólo puede construirse en grupo, aunque sea de modo inconsciente) que se aproximaba la frontera. Las fronteras actuales de Europa son cosa tenebrosa y tremenda, y me gustaría conversar sobre ello con un docto en murallas. En la frontera hay edificios, hombres y procedimientos que proyectan sombras muy largas. El aire vibra debido a la tensión de miles de cuerpos, y se carga de una estática específica cuya explicación debe buscarse en las teorías de la sinapsis masiva.

La frontera entre Macedonia y Serbia se llama Tabanovce. La frontera entre Serbia y Macedonia se llama Preševo. Allí, un agente de policía subió al vehículo, recuerdo, y recolectó todos los pasaportes. Se fue. Regresó. Devolvió un puñado de documentos al conductor. Se dirigió al fondo, donde se sentaban siete hombres jóvenes que viajaban juntos, y les exigió a cinco de ellos que bajaran. Los hombres fueron introducidos en un edificio mientras el vehículo se adelantaba. Aguardamos en una especie de margen. Mientras tanto, el conductor le entregó los pasaportes a un hombre que se sentaba en la segunda fila de la derecha, a quien parecía conocer (un viajero habitual, pensé). El hombre fue coreando nuestros nombres, pronunciándolos mal y a veces (como en mi caso) haciendo un esfuerzo inaudito para leerlos siquiera. Me asombré un poco y decidí moverme a otro sitio, del otro lado del coche y con vista a la aduana.

El grupo de contritos y humillados regresó al cabo de una media hora. No he hablado aún del resto del pasaje y esto es extraño, porque nunca hice un viaje tan largo en compañía tan escasa. Además del conductor, la socióloga y el cliente habitual que repartió los pasaportes, cuyos rasgos no recuerdo, viajaban, más o menos reunidos en torno al centro del coche: dos mujeres de aire adusto y similar aspecto (el cabello corto, rulos grises, vestidos estampados); un hombre calvo de rostro común, tejanos y camisa crema, perdidamente borracho; una joven algo sexy y algo distante: largo cabello lacio y negro, vestido negro corto, medias negras. Y el grupo de hombres jóvenes al fondo: todos calzaban zapatos deportivos nuevos, de color blanco con listas rojas o azules. Y el chico sentado ahora junto a la ventanilla opuesta a la mía, que me observa intensamente cuando leo y escribo (tiene ojos grandes). Anochece. El autobús abandona la autopista y se detiene frente a un complejo de restaurantes y hoteles. Štiri deset minuti, grita el conductor, cuarenta minutos. El lóbulo de su oreja rara aloja dos cigarrillos.

***

En la noche, que nos hace hermosos, observo a los jóvenes que viajan juntos y a quienes el resto de los pasajeros parece despreciar, temer o juzgar un poco. He visto en las fronteras a muchos viajeros que, en lugar de escandalizarse de la policía o las políticas migratorias, se enojan con aquellos a quienes se les registra u obstaculiza más que a otros. Realmente viajan juntos. Son obreros medianamente calificados, muchachos decentes de ciudad. Son ingenuos: nadie emprendería un viaje como este tan escandalosamente limpio. Son albaneses, ahora lo sé: los oigo hablar junto al autobús, fumando cigarrillos a la manera balcánica: expeditiva, compulsiva y absorta. Luego entran al local. Yo, bajo una luz insana, he armado un cigarrillo con tabaco macedonio, que se compra en el bazar en paquetes de un quilo. Pero no encuentro mi encendedor ni los fósforos ni en mi mochila ni en los bolsillos. El joven que se sienta junto a la ventanilla opuesta a la mía y me mira intensamente cuando escribo y leo (tiene ojos grandes) está de pronto a mi lado.

Se llama Semir Fetai. Me habla en inglés. Yo chapurreo macedonio y él sonríe, condescendiente. Me pregunta de dónde soy. Dudo un segundo. Le respondo, más o menos. Enciende su cigarrillo. Sonríe. ¿Eres escritor?, pregunta. Me da gracia. Le digo que escribo, que es mi trabajo (I write, it's my work). Me pregunta qué escribo. Le pido fuego. Me ofrece un encendedor, luego lo describiré. Enciendo mi cigarrillo. Le explico. Sonríe. ¿Con qué pasaporte viajas?, le pregunto. Macedonio. Por eso no me molestaron en la frontera. Serbian border guards hate Albanians, agrega, los guardias de frontera serbios odian a los albaneses. ¿Qué sucedió con esos chicos? Son de Tirana, responde Semir. Viajan a Italia a trabajar. No sé mucho más. Si uno observa un mapa de Europa, comprende que la distancia entre el sur de Italia y la costa de Albania es ínfima. ¿No es este un rodeo curioso? Semir parece feliz o algo parecido. ¿Y tú?, pregunto de pronto. Yo también voy a Italia, dice, a Bolonia. Visito a mi padre. Él trabaja allí. ¿Hablas italiano? Escribí un libro en italiano, dice Semir. Mi autobiografía. Semir Fetai tenía veinte años entonces; ese es su nombre real, y si alguien lee esta historia y da con él, le ruego que le dé mis saludos y le diga que aún guardo, hecho pedazos e inútil, el yesquero de la chancleta.

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Si los cigarrillos durasen horas Yugoslavia aún existiría, pero hasta los conductores de autobús de la línea Skopie-Liubliana dejan de fumar de a ratos. Desde que la noche ha caído nos detenemos a veces en estaciones de servicio y cantinas de camioneros. Estiramos las piernas, nos adentramos en los servicios. Recuerdo el baño de un gran restaurante junto a la autopista donde cuatro o cinco hombres de dudoso aspecto fumaban y bebían aguardiente de ciruela ocupando dos de las docenas de mesas del lugar, todas incongruentemente blancas e iguales, la cubertería lista bajo la luz azulada. Los lavabos estaban desastrados e inmundos de un modo extraño, casi sofisticado de tan barroco y brutal. He hecho este viaje en tres ocasiones y no puedo evitar pensar, cada vez, que el conductor, que jamás se molesta en contar a los pasajeros, ha de perder a algunos de ellos a lo largo de los quinientos kilómetros que separan los confines de las tierras serbias que atravesamos. A veces parece que algunos pasajeros se quedarán, con los ojos en blanco y un vasito en la mano, en esos bares de ruta en medio de la nada y nunca volverán. Semir y yo fumamos juntos en cada una de estas estaciones oscuras sin decir mucho. Él me ofrece cada vez su adminículo llameante. Todos saben cómo es un encendedor de nuestros tiempos, pero el lector del futuro, y el del pasado, necesitará imágenes para hacerse una idea. Aquí no hay imágenes, o sólo las imágenes mentales que las palabras producen, ese misterio. Un encendedor de nuestros tiempos es un objeto pequeño que produce una llama de fuego utilizando una chispa (producida mecánicamente) y combustible. El depósito de combustible conforma el cuerpo del encendedor y el mecanismo que produce la chispa se encuentra en la parte superior. Se toma el encendedor con una mano, se lo sostiene fuerte y se presiona con el pulgar un botón o se hace girar con un solo movimiento veloz una ruedita. Y to je to, como se dice por estos lares, eso es todo. Este encendedor en particular tiene unos ocho centímetros de largo, tres de ancho, medio de grosor. El depósito de combustible está hecho de plástico de color blanco. En él se ha estampado un dibujo que al principio no discierno, una forma ovoide de color rosado. Con un vaso de café en la mano, rodeado de montañosa penumbra, comprendo a la luz de esa llama que se trata de una sandalia plástica de playa, una ojota, como se las llama en Argentina, una chinela, una havaiana en el sur de Brasil, una chola, una romanita, una chancleta. Y me río, me río mucho, hasta que Semir se preocupa. Ya dormiremos un poco, dice.

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La frontera entre Serbia y Croacia se llama Batrovci y la frontera entre Croacia y Serbia se llama Bajakovo. En la primera se repiten los ritos conocidos, en la segunda debemos bajar del autobús. Hacemos una fila en el exterior del edificio, que ha sido pintado de amarillo y ocre recientemente. Es noche cerrada y una niebla más bien pestilente nos anda rondando. Soy de los primeros. Semir es el último y está preocupado, ya sé yo por qué. Pero las estrellas son los albaneses, los demás somos viajeros de segunda categoría en el escalafón invertido del aduanero aplicado y no nos prestan casi atención. A tres de los jóvenes se les impide continuar, y mientras todo el pasaje atraviesa el mostrador y la ventanilla, esperan en un rincón iluminadísimo. Los que hemos atravesado la puerta esperamos fuera. Media hora transcurre. Cincuenta minutos. Semir habla ahora con los albaneses que zafaron. El conductor fuma. Las mujeres están rígidas, la mirada fija. El rostro blanquísimo de la joven gótica. La nariz antigua de la aldeana macedonia. Esa seriedad me mata. Y el frío. De pronto comprendo que el vehículo está del otro lado de la frontera y que no podrá pasar hasta que todos los pasajeros sean autorizados a hacerlo. Es como una persona. Los tres que habían sido retenidos regresan. Hay un alivio y hay un insulto. Yo escucho mi cabeza. Mi cabeza dice: no hay nada fuera de aquí. Es una melodía troceada en el recuerdo. Semir se acerca. Dice que dos de los muchachos no tienen los papeles en regla. O, mejor dicho: no tienen dos papeles que los demás sí. Uno de ellos no tiene dos papeles que los demás sí. Otro de ellos no tiene uno de esos papeles que los demás sí. Ellos dos tendrán problemas para entrar a Italia, dice. Inquiero por la naturaleza de esos papeles. Semir no la conoce, nadie lo sabe a ciencia cierta, son permisos de trabajo o algo así. Viajan a Milán a trabajar todos en una misma empresa de aviación. Semir no se compromete con ellos, los observa con la distancia colgando de las pestañas. Pero comprende su lengua. Durante dos segundos, el autobús rueda sobre tres países al mismo tiempo. Suzana me acaba de enviar un correo electrónico, en el que escribe: “... hacíamos ese recorrido en tren, cuando aún era posible, para visitar la Bienal de Venecia. Recuerdo que una vez escuché a un turista comentar con otro: Yugoslavia debe ser el país más grande de Europa”.

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Amanece. Traqueteo, murmullo, suspiros, toses. Los ojos se abren a un mundo sumergido. No hay poblaciones cercanas a la frontera que atravesaremos pronto. La niebla me hace pensar en películas griegas, en ejércitos fantasmales. Me pregunto cuántos ojos ocultos nos observan. Esta vez no debemos bajarnos; un policía croata sube al coche y me mira muy fijo por varios segundos. Los albaneses deben acompañarlo. Nada nuevo, todo está bien, podríamos seguir así, día tras día, país tras país. Cuarenta y tres minutos después cruzamos Bregana y nos adentramos en Obrežje. El autobús es un punto entre dos líneas muy reales de límite alambrado nuevecito, de altura ridícula y alto precio. Razor blade fence, repito como un mantra, razor blade fence, con melodía de una canción de nuestros tiempos. La policía eslovena ha regresado y nos entrega los pasaportes. Los jóvenes albaneses regresan uno tras otro. El último de ellos ha subido al autobús sólo para volver a bajar enseguida, con su mochila. El sol sale mientras nos dispersamos por la plataforma, el estacionamiento y las instalaciones de un supermercado adosado a otro restaurante de carretera, el último. Algo sucede. El conductor deja el vehículo un poco más lejos, como si quisiera asegurarlo al continente conquistado. Habrá otra pausa. Semir ha comprado un paquete de cigarrillos eslovenos y me ofrece uno. Fumamos con la boca seca, aliviados. Los jóvenes albaneses están cerca de nosotros; farfullan, rebuscan en sus bolsos. Interrogo a Semir con la mirada. De pronto vemos que casi corren hacia las oficinas de migración. Su compañero ha salido, sin la mochila, y conversan. Le entregan algo y le dan la mano unos, lo abrazan dos. Ahora entiendo que de esta no saldremos enteros. Nuestro conductor maldice al modo serbio, no me pregunten qué significa eso. Se llama Aco.1 Él considera esto una afrenta personal. Semir habla con los chicos. Aco se ha internado en las oficinas. Ahora regresa y enciende el motor del vehículo. Semir dice que el hombre que abandonamos se tendrá que quedar aquí a firmar papeles, pero que podrá continuar cuando terminen con él. Eso me resulta insólito. ¿Qué dijeron los otros?, pregunto. Los otros toman otro bus en Liubliana a las diez, van juntos a Venecia, responde Semir. Dijeron que lo esperarán. Pero son más de las seis, digo yo. Le dieron un mapa, me explica. Le dijeron que no pierda tiempo en la autopista. En el mapa trazaron una línea recta entre Liubliana y aquí. Miro a Semir, que no parece bromear ni asombrarse. No hay más de una hora y media a Liubliana por autopista, pero esa línea recta más corta, que atraviesa en el mapa tonos verdes y ocres, cruza trigales idílicos y vides y maizales, sí, pero también montañas y bosques arcaicos en los que los últimos osos salvajes de Europa se ocupan de sus pardos asuntos. Jamás va a llegar a Liubliana a las diez, Semir. ¿Les has dicho? Sí, les he dicho, responde Semir.

—¿Y?

—Me respondieron que yo no tengo idea de lo rápido que puede llegar a correr ese hombre.

***

Alguien espera a Semir en Liubliana. Es un hombre mayor que lo abraza y yo los saludo de lejos. Mientras espero que Aco abra la bodega, observo a los tiraneses y pienso en esa ciudad de ellos ya muy lejana como en otro tiempo: de a pedazos, mezclando ropas y lenguas y edificios y nombres. Se reúnen en la breve escalera de la estación de trenes, discuten, luego entran. Esperarán allí, pienso. Creo que yo también esperaré.


  1. Se pronuncia Atso. Normalmente es un diminutivo del nombre Aleksandar. Francisco Tomsich es un artista plástico y autor nacido en Uruguay en 1981. Actualmente vive en Eslovenia y ha cofundado e integrado numerosas asociaciones no disciplinarias de trabajadores culturales en Sudamérica y Europa.