Domingo 26 de mayo
Ayer le conté a Noe que quería escribir sobre Diario de una soledad, de May Sarton,1 y ella me dio la idea de hacerlo de la misma manera, es decir, en forma de diario. No sé si va a salir algo que valga la pena pero es domingo, una tarde fría de otoño, y no tengo nada mejor que hacer. El diario de Sarton empieza en el otoño del hemisferio norte, la estación de lo que se cae, pero también de lo que muta. Mientras caminábamos por los senderos del Botánico no dejábamos de asombrarnos con los rayos de sol que iluminaban como reflectores las copas de los árboles. Todo lo verde parecía deslucido, desubicado. Me la imagino a Sarton caminando por los senderos que rodeaban su casa, encandilada con los naranjas, los rojos y los amarillos como nosotras. Me gusta el título del libro, que se refiera a una soledad habla de que hay muchas diferentes en los demás y en uno mismo. Diario de la soledad hubiese sonado, aparte de pretencioso, demasiado abstracto y absoluto.
May Sarton vivía en una casa de campo en Nelson, un pueblo de Maine. Ahí escribió el ensayo Anhelo de raíces, que es una oda al encuentro con la naturaleza y la construcción de un hogar. Ya separada de su última pareja, aunque apoyada por ella, dejó la ciudad por ese viejo caserón al que debía hacerle cantidad de refacciones y revivir el jardín que lo rodeaba. Pasó momentos duros pero con la ayuda de sus vecinos, una comunidad que fue descubriendo de a poco, salió adelante. Ese ensayo le dio popularidad y, según Sarton, también sembró el equívoco de que ella era una viejita equilibrada, amante de las plantas, que vivía pacíficamente y a gusto consigo misma en su paraíso terrenal. Entonces decidió escribir el lado B de la casa de Nelson, para desmitificarse, para mostrar sus depresiones, miedos y desbordes, para contarse a sí misma cómo la va llevando y para desahogarse de un amor que la tiene a mal traer. Ella se puso el plazo de un año, yo me pongo el plazo de un mes.
Lunes 27 de mayo
Un día por vez. ¿Fuiste alcohólica?, pregunta el tano cuando ve el cartelito pegado en el perchero del cuarto. Me río, no de mí sino de su risa tentadora. En ciertos momentos vale todo, hasta los cartelitos con máximas de autoayuda. También acostarse con un amigo. Hacer real el sexo fantasmal y salir de las catacumbas. Una noche dulce en medio de este frío de invierno. Me gustaría salir a rastrillar hojas secas, cortar el pasto, armar ramos de flores, como hace Sarton para ejercitar la paciencia y poner la cabeza en otra cosa, pero tengo un balcón con cactus y suculentas que se arreglan solos. Tampoco hay mapaches y gatos salvajes que se metan en mi cocina a robar comida. Hace unas semanas entró un murciélago a picotear peras y manzanas de la frutera que tengo sobre la mesa del living. Yo no lo vi pero hay pruebas de que en medio de la noche entró y salió por la rendija de la puerta ventana, una alumna me dijo que podían plegarse con facilidad. Me asusta y me intriga. Lo hizo varias veces seguidas. Una noche para despistarlo cambié de lugar la frutera y la tapé con un repasador, a la mañana encontré el repasador corrido con delicadeza y la fruta picoteada. También encontré excrementos sobre la mesa y en el balcón.
Martes 28 de mayo
“Ha llegado el momento de que, al menos por unas horas, deje a un lado el mundo que fluye a raudales en el exterior y reanude mi vida en este convento donde medita una mujer sola”. Estos son los ratos sosegados y célibes de Sarton, cuando la casa y la soledad están de su lado y ruega que no suene el teléfono ni caiga nadie a molestarla. El retiro hacia el interior del interior cual monja de clausura.
Miércoles 29 de mayo
La comodidad está desprestigiada. Sarton dice que una casa que no tiene ni una sola silla hecha pedazos, pero cómoda, es una casa sin alma. Me acuerdo de un profesor que conocí cuando trabajaba de secretaria de una maestría, debía tener cincuenta y pico, lo identificaban el mostacho marmolado (castaño en el centro y canoso en las puntas) y la facha de bohemio y científico loco. Venía más temprano a mi oficina, se sentaba del otro lado del escritorio, fumábamos los dos y charlábamos largo; entre otras cosas, me contaba de sus padres, sus hermanos y su novia, que creo que iba cambiando. Una vez me dijo que yo era un pulóver viejo, así de cómodo era estar conmigo. Es el piropo más extraño que me hicieron pero no me disgustó. Creo que las mejores versiones de la soledad son un pulóver viejo.
Jueves 30 de mayo
Pensaba ponerme antes con este diario pero justamente estuve armando el programa de un taller que voy a dar sobre diarios. Va a ser un experimento con lecturas, escritura y actividades prácticas, vengo cebada con los documentales de Agnès Varda y quiero hacer una instalación o un collage colectivo, veremos si sale. Por lo pronto me entusiasma. La noche con el tano fue vivificante.
Qué voz tiene Varda, es una caricia en el momento justo, la escucho y ya me siento bien. Podría decir que es el efecto de estar muchas horas sin mirar el celular ni hablar con nadie, pero no es eso. Su voz en off tiene una dimensión tan íntima que la pantalla, como la página de un libro en el que estamos sumergidos, desaparece.
Sábado 1º de junio
Hace un rato, mientras desayunaba, me vino a la cabeza una expresión que había leído de chica, “fulano o mengana tuvo una vida disoluta”; no tenía idea de lo que quería decir disoluta, pero intuía algo excitante. Me acuerdo de la librería de usados del papá de Hernán, era un local enorme sobre la avenida Corrientes con varios corredores de mesas atestadas de libros, en el fondo había una pared de madera a modo de biombo y detrás estaban las bateas de revistas porno. Desde el mostrador de la caja podía ver de refilón a los clientes revolviendo las revistas envueltas en plástico transparente, me hubiese podido asomar un poco más pero sentía el pudor de entrar a un vestuario de varones.
En realidad el recuerdo me vino después de leer lo que cuenta Sarton del grupo Bloomsbury, Virginia Woolf y compañía, su hermana Vanessa, su cuñado Clive Bell, Keynes, Lytton Strachey, Dora Carrington (hay una película con Emma Thompson en la que ella hace de esta pintora que se suicida muerta de amor por Strachey, su amigo gay. Salí del cine llorando). Sarton admiraba “la fantástica honestidad que mostraron con respecto a sus vidas personales. Aceptaron que tendremos muchas relaciones complejas capaces de nutrirnos a lo largo de nuestra vida, y muchas clases de amor. Aceptaron que casi todos aquellos atraídos por el arte asumirán una ambivalencia sexual”. Por supuesto, también hablaba de ella misma. A fines de los años treinta vivió en Europa y fue amante de Elizabeth Bowen. Bowen se codeaba con los Bloomsbury y posiblemente la llevó a casa de los Woolf. Virginia dijo alguna maldad pero después fue amable y hasta se encontraban a tomar el té cada vez que la joven poeta norteamericana pasaba por Inglaterra. Sarton era una lesbiana sin aspavientos, no comulgaba con el feminismo militante y, aunque fue una escritora prolífica, estaba lejos de ser una estrella literaria. Leí algunos de sus poemas. Hubiese querido que me gustaran más, por la sensibilidad y la lucidez con la que escribe sobre el proceso creativo, pero no me llegaron especialmente, salvo uno que bien podría ser una entrada de su diario:
A veces
quiero morirme
para acabar con todo
de una vez,
no volver a hacer mi cama nunca,
no contestar otra carta nunca
ni regar las plantas,
ningún esfuerzo
de esos que hay que hacer
todos los días
para seguir viva.
Pero después
no me quiero morir.
Las hojas cambian
y tengo que ver
el rojo y el dorado
una vez más,
una sola hoja amarilla
cayendo
por última vez
bajo el sol.
Creo que hay un precipicio adentro de las mujeres. Una altura que podría ser la de un balcón o la de un pozo que llama a tirarse o dejarse caer. A todas en algún momento les pasa. Como una conciencia pesada de las cosas, del paso del tiempo, que las arrastra al fondo oscuro y doloroso de la melancolía. Nos arrastra.
Almodóvar sabe contar el vértigo de las mujeres. Y no porque sea gay, o no sólo. Anoche vi La voz humana, el corto con Tilda Swinton que es una adaptación de la obra de Jean Cocteau, y volví a comprobarlo. El miedo a la vejez, la soledad, el desamor, las ganas de matar y matarse, todo está ahí. En un largo monólogo (los diarios también son un largo monólogo), una mujer habla por teléfono con el hombre que la dejó mientras va y viene desquiciada por el departamento que compartieron los cuatro años que fueron amantes; primero le hace creer que está todo bien, pero enseguida le vomita cómo se siente mientras espera que él pase a buscar las valijas y al perro que también abandonó.
En el edificio somos varias las que vivimos solas. Las jóvenes entran y salen todo el tiempo, las veteranas estamos más acovachadas. Mi vecina de arriba es profesora de piano y en el último tiempo nos hicimos amigas. Mi vecina de abajo no sé qué hace aparte de hablar por teléfono con un vozarrón que retumba en el pulmón de manzana, ver la tele con volumen para sordos y tomar sol con su perra salchicha en la vereda. Otra vivía con su dálmata, al que sacaba todas las noches; los perros acompañan y son la excusa perfecta para conversar. Un tiempo tuvo un romance con el violinista del tercero; me gustaba oírlo ensayar, también me gustó que defendiera los plátanos cuando se habló de sacarlos. El empedrado y los plátanos son lo más hermoso que tiene esta calle, aparte de la sombra que dan en verano.
Domingo 2 de junio
Mi ánimo va y viene como el otoño. Hoy es un día helado. Tengo una manta escocesa sobre las piernas, el aire prendido (no quiero pensar cuánto va a venir de luz el mes que viene), una pierna cruzada encima de la otra haciendo un poco de presión. Siento un despecho personal con el frío, como si lo hiciera a propósito para hacerme sufrir. Necesito el calor, la poca ropa, los poros dilatados, las noches sudorosas. En esta época del año estoy barranca abajo.
Dice Sarton en su diario: “La casa alberga un ambiente festivo, como de liberación. La casa y yo somos una, y estoy contenta de estar sola: tengo tiempo para pensar, tiempo para ser”.
Quince páginas después: “Fue terrible regresar a esta casa vacía, donde aún quedan tantas cosas por hacer. [...] Sólo el aire que me rodea ya me hace sentir que estoy muerta. [...] Se me ocurre que el aburrimiento y el pánico son dos demonios que deben combatir las personas solitarias. Cuando he intentado echarme un rato esta tarde, no he podido descansar, y al final me he levantado porque estaba sumida en un pánico sudoroso por ningún motivo concreto, supongo que era pánico a la soledad. Ahora mismo mi vida aquí me aburre mucho. No hay alimento suficiente en ella. A veces, la falta de una buena conversación, teatros, conciertos y museos de arte —es decir, la falta de vida cultural—, de lo cual adolece este lugar, crea un vacío de aburrimiento. Como le he dicho a X tantas veces, el verdadero problema es que la aventura de venir sola a Nelson ya se ha terminado y ahora, sencillamente, me dedico a mantener lo que antes estaba tan ocupada en crear”.
Miércoles 5 de junio
El año pasado tuve un arranque de leer poesía de forma desesperada, me producía un efecto tranquilizador como la voz de Agnès Varda, como el clonazepam. Hace tiempo que empiezo y dejo novelas, o ni siquiera las empiezo, a lo sumo leo algún cuento cada tanto. No sé si me gusta la literatura como me gustaba antes. Leo poesía y esos textos que suelen llamarse híbridos o no literarios: ensayos autobiográficos, relatos de viaje, cartas, diarios, cuadernos, entrevistas, notas de internet. Ahora estoy con los diarios de Iñaki Uriarte (¿qué voy a hacer cuando termine?). Él los llama archivos, ahí mezcla un poco de todo, cosas que recuerda, lecturas, viajes, retazos de charlas, comentarios sobre las noticias del día. Empezó a escribirlos a los cincuenta y dos años, cuando se enfermó de diabetes y tuvo que dejar los bares y el alcohol, es decir, su vida de siempre. Al principio se los daba para leer a los amigos, después se animó a publicarlos, terminaron siendo más de quinientas páginas en tres volúmenes. Según apunta, vive de la renta de un departamento heredado y haciendo reseñas de libros para un diario de Bilbao; alaba el ocio, los ensayos de Montaigne y las playas de Benidorm (una mini-Miami española con más rascacielos que habitantes), adoptó un gato al que bautizó Borges y tiene una esposa que se llama María, no tiene hijos y nunca le interesó ser padre. Hoy leí: “La poesía es para usarla, no para contemplarla y menos para estudiarla”.
Jueves 6 de junio
Fuimos con Ceci y Caíto a ver la última de Nanni Moretti. Siempre me dan ganas de ver sus películas apenas se estrenan pero esta tenía el plus del título, acá se tradujo como Lo mejor está por venir (en italiano: Il sol dell´avvenire) y me pareció de buen augurio ir a verla. Como si me hubiese salido en el papelito de la galleta de la fortuna. Lo que más me atrapó fue el meollo conyugal contado desde el punto de vista de la esposa. La mujer quiere separarse pero le da miedo que su marido se suicide, después de cuarenta años no lo soporta pero le tiene cariño. Me pareció mezquino del guion que ella se negara a hablar de su vida sexual con su analista y dejaran el tema afuera. Me hubiese gustado saber qué tenía para decir Moretti sobre el deseo de esa mujer que ya pasó los sesenta.
Viernes 7 de junio
Caíto es experto en cactus. Yo no soy experta en nada, sé puchitos de algunas cosas. Le mandé un audio a Ceci para que le consulte por uno que tengo en el balcón. Es una familia de cactus altos y robustos que comparten un macetero grande de cemento, eran dos cuando me los dio mi exsuegra, hace veinte años, y no medían más de quince centímetros, después hicieron hijos. Uno tiene la parte de arriba marrón y se me ocurrió que podía serrucharlo y sacarle lo feo. Me llegó por Ceci el mensaje de Caíto: que no le haga nada, que es así, las cosas vivas se mueren.
Sábado 8 de junio
Ni gato ni perro ni hijos ni marido. Sólo mis plantas del balcón, que se cuidan solas.
Domingo 9 de junio
Tenemos unos días de veranito. Yo feliz. Abro todas las ventanas, limpio los pisos, los vidrios, el baño, ¡plancho! Pongo los dos discos que más he escuchado en el último mes: Carmen McRae y The Life Aquatic de Seu Jorge, el tipo solo con su guitarra suena mejor que las canciones originales de Bowie. Desde la ventana de mi cuarto le saco fotos a la ropa colgada en la terraza vecina, el cielo gris intensifica los colores: naranjas, rojo, ocres, rosa viejo. Me gusta sacarle fotos a la ropa tendida, cambia de color a medida que se seca, como el otoño.
Viernes 14 de junio
Sarton tiene cincuenta y ocho cuando empieza a escribir el diario y cincuenta y nueve cuando lo termina. Está preparando una antología de sesenta poemas a modo de autohomenaje. Se sorprende cuando una vecina le cuenta que consiguió que el periódico local no publicara su verdadera edad y tenía treinta y nueve: “Yo estoy orgullosa de tener cincuenta y ocho, bien vivita y coleando, enamorada y más creativa, equilibrada y más poderosa que nunca. El deterioro físico me preocupa un poco, pero no mucho [...]. Las arrugas aquí y allá carecen de importancia comparadas con la configuración de todos los aspectos de la persona en que me he convertido este último año”. Tengo ocho menos que Sarton y siento algo parecido, pero cuando estoy con una persona un poco mayor que yo la cosa cambia, me veo lejos, desde una edad que no tengo. Soy una veinteañera en el cuerpo de una mujer de cincuenta.
Detesto posar para las fotos, siempre salgo con cara de buena y si la quiero evitar es peor, me sale cara de amargada. Un novio fotógrafo me dijo que el problema es que no pienso en nada y estoy pendiente de la cámara, puede ser. No puedo pensar en otra cosa mientras me están apuntando, quiero que termine y se me nota. Las mejores son cuando me canso y me olvido de que hay una cámara o cuando estoy enamorada de quien está del otro lado.
En el espejo del baño voy siguiendo los cambios. Una mañana me descubrí una pequeña cicatriz debajo de la comisura izquierda del labio, pensé que era una marca de la almohada pero pasaron los días y me di cuenta de que se trataba de una arruga, oficialmente mi primera arruga. El crecimiento de las raíces cuando dejé de teñirme, el paréntesis entre la nariz y la boca que las publicidades de cremas antiage llaman líneas de expresión, mis tetas aplanadas, la cara angulosa que se va pareciendo a la de papá (viejo); cuando me agarra de sorpresa me miro en el espejo y lo veo a él.
Sábado 22 de junio
Segundo encuentro del taller sobre diarios. Me alegra haber mandado ese mail porque se armó un grupo hermoso. Somos ocho, todas mujeres (fue involuntario pero no me sorprendió, se ve que había una necesidad compartida). Antes del primer encuentro les propuse que llevaran un cuaderno el tiempo que duraba el taller en el que tenían que escribir una anotación por día. Me encanta escuchar lo que comentan y lo que leen. Entrar en sus intimidades, que se abren como cajones. También traen objetos de la casa, de la calle, fotos. Estamos juntando material para el collage.
Jueves 27 de junio
Nuestro rato a solas era un mediodía o una tarde de la semana, yo pasaba a buscarlo por la oficina y bajábamos a Corrientes. Almuerzo fastuoso en Pepito y El Palacio de la Papa Frita, almuerzo plebeyo en algún bar grasiento de Rodríguez Peña o Montevideo. Café en el Ramos, el Pernambuco, el Ouro Preto, El Gato Negro cuando pusieron unas mesitas parisinas que combinaban con el perfume exótico de las especias.
El Ouro Preto se transformó en otro bar de luces dicroicas, iluminación tilinga de los noventa, pero antes era penumbroso y se tomaba el café de parado alrededor de una gran barra con forma de herradura. Me acuerdo de eso y de que era el único bar que vendía los alfajores de membrillo Estancia El Rosario. Yo no llegaba a la barra y papá tenía que darme la taza en la mano; me gustaba esa precariedad de estar de paso, ser parte de la ronda de hombres, comer el alfajor mientras daba pasos de baile por el salón sin asientos. El amor por los bares lo heredé de él y ese legado palpable y temprano le daba orgullo. Papá era un sibarita que disfrutaba el buen cortado (con espuma de leche), la buena repostería, el buen jerez. Esos bares eran parte de su intimidad, lo veo ahora. Adonde iba solo, con socios y amigos y con nosotras, sus dos hijas mayores, las de su primer matrimonio. Le gustaba contar que en mi media lengua ya exigía un ba, un ba y él me daba el gusto (se lo daba): para mí una Crush de naranja, para él un negroni, que venía con el famoso triolé de papas, palitos y maníes que compartía conmigo. De eso me acuerdo bien. Mi deseo de bar era deseo de triolé.
Miércoles 3 de julio
Después de pasar una semana congelada (hacía más frío adentro de mi casa que en la calle), esta mañana vino el técnico a arreglar el aire. Cuando terminó y me dijo cuánto costaba me atraganté. Mi cara de shock debió ser muy evidente porque enseguida empezó a explicarme cosas, comparar su servicio con lo que cuesta un aparato nuevo y dejarme seca pero con la conciencia tranquila.
Sarton termina su diario contemplando desde el interior de su casa las flores de azafrán, las margaritas color lavanda y las campanillas de invierno. Hace un balance del año que pasó escribiéndolo; lo más importante es que decidió terminar la relación con X, no es un final feliz pero sí tranquilo. Y eso es mucho decir.
¿Cuál es tu sueño?, me preguntó el lindo desconocido que me vino a hablar mientras esperaba en una esquina a mis amigos. La charla fue larga y empezó con una pregunta elocuente, si sabía dónde conseguir un buen salamín.
¿Cuál es mi sueño? Estar acá, tranquila como estoy.
Alejandra Zina nació y vive en Buenos Aires. Sus últimos libros son Íntima distancia (2021) y Hay gente que no sabe lo que hace (2016). Codirige la revista digital La Forma Breve.
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Eleanore Marie Sarton (Wondelgem, Bélgica, 1912-York, Estados Unidos, 1995). Escribió poesía, novelas, ensayos, diarios, memorias, libros infantiles y una obra de teatro. Diario de una soledad, Gallo Nero, 2021. Traducción de Blanca Gago Domínguez. ↩