El encuentro no se iba a poder hacer en la Amazonia, pero, aun así, Araquém Alcântara encontró la manera de que fuera en un rincón de la naturaleza que respira acorralado en San Pablo. En el parque Burle Marx, en la zona sur de la capital de San Pablo, sobreviven algunos ejemplares que quedaron de la mata atlántica y al menos 164 especies de animales. Al principio de la charla con Sumaúma, el fotógrafo que desde hace casi cinco décadas registra la Amazonia brasileña, vestido con bermuda, sombrero, chaleco, camiseta camuflada y su antigua compañera Leica colgada al cuello, hace una ofrenda a Oshosi con la frente apoyada en el tronco de un árbol.
La escena es un retrato verosímil de Araquém y su trabajo. En el candomblé, la religión que le presentó su padre, Oshosi es el orisha que enaltece la naturaleza. “Recién supe que era hijo de Oshosi y todo lo que yo tenía que ver con la selva mucho después de ya estar en la selva. Como mi padre era del candomblé, empecé a ocuparme más de eso. Cada vez que entro al bosque hago una pequeña oración a Oshosi y Obatalá”.
Este ritual obligatorio para quienes respetan la grandeza de la selva y de las vidas más que humanas forma parte de una larga carrera que le ha valido numerosos premios, 61 libros publicados y reconocimiento nacional e internacional como uno de los fotógrafos de la naturaleza más importantes de Brasil. Araquém, que hoy tiene 73 años, es un contador de historias.
De forma frenética y superlativa —“soy exagerado y mentiroso”—, dice que casi se murió cinco veces: una canoa fuera de control, una casi caída de avión, un secuestro, el rifle de un hacendado en la cara y el paso por un “precipicio” en el pico de la Neblina. Pero a los animales a los que logra capturarles el alma nunca les ha tenido miedo. Les tiene respeto. Interacción. El fotógrafo, que se considera “completamente desequilibrado”, afirma que tiene una conexión mística y centrada cuando entra en el bosque. La selva. La Amazonia. La oración antes de iniciar cualquier jornada por los biomas brasileños enclaustra un mensaje de respeto hacia les más que humanes: “Estoy aquí, trabajando, así que aparezcan”.
Visiones de Dios
En el contacto con los animales, dice, se puede ver a Dios. “Veo el tao. Veo el alma. Y tomo fotos”. En 2006, el libro Amazônia de Araquém obtuvo el segundo puesto del Premio Jabuti en la categoría fotografía. Años después, en 2020, la publicación Brasileiros, en la que retrata a los humanos que protegen y viven en simbiosis con la selva, también fue finalista de ese premio en la categoría ensayos/artes. En 2012, el libro Araquém Alcântara: fotografias le dio el premio conocido como Benny, el Premier PRINT Award, en Chicago.
A las enseñanzas religiosas de su padre se sumaron cuatro años de estudio en una escuela católica de la orden carmelita en Itu, estado de San Pablo. La espiritualidad y la intuición son, por lo tanto, características distintivas de la personalidad del fotógrafo, que dice haber desarrollado la capacidad de meditar y el respeto por lo divino. “Mi predilección es ver”.
El viaje a Manaos no tenía ninguna relación con la fotografía de la naturaleza. Araquém había sido contratado para documentar un evento corporativo, la inauguración de una revendedora de llantas Goodyear en la capital del estado de Amazonas. Sin embargo, escuchó una conversación de un mesero, en un bar, sobre un yaguareté que aparecía diariamente en el arroyo que llamaban Igarapé do Guedes. Era lo que hacía falta para que el fotógrafo cambiara radicalmente sus planes.
La primera foto de la naturaleza la tomó en 1979, “con una Pentax de rosca, teleobjetivo 300”, en la isla Xiborena, entre los ríos Negro y Solimões, cuando descubrió a un yaguareté que jugaba en un arroyo. “La primera foto de un yaguareté o la primera foto realmente de la naturaleza en la Amazonia fue esa, en 1979. Allí sentí un encantamiento, la seguridad de que iba a hacer muchos yaguaretés, la seguridad de que iba a ser fotógrafo. Allí se consagró”.
“Fui con el tipo, no llegábamos nunca a la isla... Porque allí nunca se llega. En la Amazonia siempre estás al borde de lo inalcanzable, de la utopía total. Las distancias son impresionantes”, recuerda. El yaguareté no apareció el primer día. Hubo que tener persistencia, resiliencia y paciencia. Y, finalmente, después de horas de espera y búsqueda, lo vieron: “De repente, veo una cabeza enorme en el arroyo. Agarra una rama, la levanta y la muerde. Felicidad”.
Cuando la esperada foto se produce, Araquém dice que siente “un raro e indefinido placer”. “Yo la llamo fotanga, que es una foto alucinante. Tarda en pasar, pero te das cuenta en el momento, es impresionante”. En la profunda conexión con la selva, añade el fotógrafo, se puede comprender que la naturaleza se presenta como un regalo. “De repente escucho un sonido, miro y es un ballet de una hoja que cae, mucho más que [el bailarín letón Mikhail Nikolaevich] Baryshnikov. Estoy seguro de que eso se está haciendo para mí, es para ti toda esta belleza, y entonces comulgas”.
Pájaro que no duerme
Araquém camina por los bosques y los senderos del parque Burle Marx con un vigor que impresiona. Identifica los cantos de los pájaros, explica su fascinación por los árboles y por la luz del atardecer —“el cielo plomizo, esa cosa doradita, ese azul fantástico”— y cuenta cómo siempre obedece a su intuición. Ve una puntita de luz que atraviesa las ramas de los árboles y señala: “Mira eso qué bonito, una luz perfecta para el fotógrafo; ahora imagínate allí una arpía, dos tucanes, y yo con mi [teleobjetivo] 600 aquí. Hago un lío con esta luz. Vas aprendiendo a entender la luz con el tiempo”.
No hay lugar para el sosiego en el alma de Araquém. Inquieto, ya prepara el libro “seminal” que pretende lanzar en 2030 para celebrar los 60 años de su carrera y más de medio siglo de cobertura fotográfica de la Amazonia. Inexplicablemente, ya sabe incluso el número de páginas: 432. “Tengo esto en mente y uno de los nombres de mi próximo libro puede ser Amazonia en trance”.
“Agradezco todos los días haber encontrado la selva y la fotografía. Pero no me digas que soy un tipo realizado”. Ante tanto desasosiego, su propio nombre —Araquém es una palabra de origen indígena que significa ‘pájaro que duerme’— es un contrasentido. “No me gusta dormir, lo mío es estar en movimiento. Hay que vivir. Esta sed de vivir me acompaña, este es mi ritmo vital”. Su padre le puso este nombre inspirado en la novela Iracema, de José de Alencar, en la que Araquém es el padre del protagonista.
La sociedad perfecta
Araquém nació en Florianópolis, pero empezó a trabajar como periodista y fotógrafo en Santos, en el estado de San Pablo. Eligió la ciudad en la que comenzó su carrera para la exposición “50 años de fotografía“, abierta hasta el 21 de julio en la pinacoteca Benedicto Calixto. Su padre, un grumete nacido en Araranguá, estado de Santa Catarina, y su madre, que trabajaba en la cosecha en la región serrana de Vacaria, en Río Grande del Sur, se conocieron en Florianópolis. La fuerte relación con su figura paterna, Manoel Alcântara Pereira, tiene intersecciones profundas con la carrera que siguió Araquém.
“Recuerdo que navegué con él —mira lo que hizo por mí— cuando tenía 4 o 5 años. Hicimos un viaje largo, de dos meses, hasta la costa de João Pessoa, en Paraíba. Esos peces enormes que saltaban y que ellos pescaban atrás. Me llevó a la proa. Y esa bola de sol... es el encantamiento surgiendo en mí, esa bola de sol y esos pájaros que le pasaban por adentro. Después vi eso en el Pantanal, pero empezó allí, con mi padre, estoy seguro, este encantamiento por la grandiosidad, por lo sagrado”.
Un retrato de su padre que hizo en 1980, durante una protesta contra la instalación de centrales nucleares en Iguape, San Pablo, también es una de las referencias de la carrera de Araquém. “Aceptó caminar conmigo unos 33 kilómetros en una peregrinación en contra de la instalación de las plantas. Él iba llevando el cuadro [con los esqueletos insepultos de Hiroshima], nos turnábamos, parecía el pagador de promesas. Todos los niños de la zona salían corriendo, porque él tenía esa barba y esa melena enorme y yo era un ‘hippie’. Cómo me gustaría tener una foto con él de ese día...”. Antes de fotografiarlo, Araquém le pidió a su padre que se quedara desnudo sosteniendo el cuadro. “Sólo tomé tres o cuatro fotos. Esa imagen representa mi carrera. Creo que es una de las más significativas, más que las de animales. Nos abrazamos y mi padre dijo: ‘Aquí no van a construir nada’”.
Uno de los hitos de la “búsqueda obsesiva, apasionada, incansable de interpretar Brasil” fue el libro TerraBrasil (1997), la publicación de fotografía más vendida en el país. “Ya tenía 15 años de documentación de la Amazonia, la pampa, el Cerrado, la caatinga... Mi aporte a la fotografía brasileña es unir los ecosistemas en el libro y su gente, aunque fragmentadamente, superficialmente, porque Brasil, como dice Tom [Jobim], es para profesionales. La biodiversidad de este país es una locura”, afirma.
La experiencia le hizo creer que “la selva es realmente una sociedad perfecta”, cuenta Araquém. “Te sientes presente cuando eres la tierra. Yo soy muy loco. A veces estoy caminando por el bosque y siento que estoy caminando con la tierra”. Hay anécdotas para cada encuentro con los animales que fotografió, yaguaretés, lobos, tamanduás, serpientes, zarigüeyas, cucos. El fotógrafo dice que siente una magia cuando el animal que quiere fotografiar acepta su presencia.
Por la utopía
Como sabe leer el alma de la selva, Araquém se rebela ante la destrucción instantánea de lo que tarda siglos en construirse. En 2020 pasó semanas en el Pantanal registrando la destrucción del bioma por los incendios. Le preocupaba especialmente registrar el sentimiento de desesperación de los animales mientras huían tratando de escapar del fuego abrasador. En ese momento dijo que había visto “la cara del horror” y no se cansó de denunciar la “brutalidad y la ignorancia” de los humanos. “Aquí no merecemos ser huéspedes. Deberíamos tratar al árbol como un ser sagrado y punto. Y está ahí en la Constitución. El nombre de este país es Palo Brasil”.
Araquém Alcântara se reconoce, hoy, como dos paisajes: “el poético y el político”. Como hijo de Oshosi, un combatiente, sigue indignado por lo que ve y documenta en la Amazonia, especialmente porque ha acompañado la destrucción gradual de la selva a lo largo de sus 50 años de carrera. Insiste en creer en una reversión de este escenario. Dice que pone esperanzas en las generaciones futuras y cree en la posibilidad de una vida más feliz y más sana, a pesar de los eventos extremos y de estos cataclismos. “Es la utopía lo que me mantiene como fotógrafo. Porque ¿cómo pueden en tan poco tiempo destruir tantas cosas? Si no fuera por esta utopía, no seguiría fotografiando. Pero voy a fotografiar hasta morir, si puedo”.
Este perfil fue publicado originalmente en la revista brasileña Sumaúma con el título “La selva es realmente una sociedad perfecta” y se reproduce aquí por un convenio con la diaria. Traducción: Julieta Sueldo Boedo.
Malu Delgado es periodista brasileña con más de 25 años de experiencia en cobertura política. Es especialista en gestión de políticas públicas. Vive en San Pablo.