A Claudio y Elenita
“Todo principio no es más que una continuación,
y el libro de los acontecimientos se encuentra siempre abierto”.
Wisława Szymborska
Cuando entraron, antes de que los abordara el conserje, él bajó los ojos hacia la pequeña valija, casi un maletín, tan fuera de lugar. También la ropa fuera de lugar, el pantalón, los zapatos, el corte de pelo, a juzgar por la elegancia de los dos señores que esperaban en el hall. Ella, en cambio, estaba muy bien, el vestido sobre los pantalones bombilla, negros, clásicos; un echarpe, los zapatitos. El trabajo la llevaba desde hacía años a lugares como ese, cadenas de hoteles en los que, a pesar de cierta costumbre que se había instalado, se sentía extraña. No tan extraña como él, que no sabe por dónde avanzar, hasta que ella sugiere que, terminado el congreso, podrían quedarse unos días en la ciudad, en este hotel donde se aloja ella. De ese modo ha resuelto la incomodidad de quien no quisiera registrarse a su nombre, porque está casado, porque no está acostumbrado.
Él recuerda la última vez, la única, la mañana del día en que ella salió hacia Marsella. Un edificio deslucido, de varias plantas, con paredes de estucado, sobre una calle concurrida; no había una plaza cerca ni un bar bonito, ni un parque ni un café para arrimarse después. Ella iba a Francia a casarse, a tener hijos, y ese día —esa mañana justamente— se acostaron juntos en aquel hotelito del Once. Así lo había guardado él en la memoria; también de ese modo lo recuerda ella, que treinta años atrás está poniéndose las medias, los zapatos, la camperita, después de hacer el amor. Llevaba un vestido beige tipo Courrèges y un pañuelo rojo pequeño atado al cuello. Una mujer elegante siempre lleva medias, solía decir su madre y ella va a subir al Eugenio C. con sus medias de nailon y el pañuelo al cuello; le hace gracia recordarlo, el pañuelo y sus manos delicadas como las patitas de un gato. Ella sabe que de ciertos viajes no hay regreso, que no se puede volver ni siquiera volviendo. Así de irreversible. De eso se nutre esta memoria; nada de qué quejarse, lo ha decidido ella, aunque después no resulte.
En el crucero aquel viajaba Norma, buscando un poco de glamur. Cuando cruzaron el ecuador y se hizo aquella fiesta, la vio por primera vez: una mujer unos diez años mayor que ella, que también viaja sola, que en “La fiesta ecuatorial”, con mascaritas todos y con disfraces, explota, ríe a carcajadas. Elena comprende que es una de las suyas. Viaje de placer, dice Norma, y ríen las dos de lo que dicen y de lo que todavía no se han dicho. Después, en París, casualidades, un encuentro en una librería, luego en la cola de un teatro y finalmente una tarde completa en los Jardines de Luxemburgo. Suficiente para hacerse amigas. Muy amigas.
Elena es pequeña, estilizada, de pelo lacio; esconde lo que piensa y lo que siente, incluso se lo ha escondido a él, pero a Norma cree que puede decírselo. En el crucero hay un puñado de indeseables, copias humanas de una misma historia, mentirosos que se trasladan desde Buenos Aires hacia Europa. Camouflage, dice Norma entre carcajadas.
Navegan las dos como los otros, entre el miedo y la vigilia; inevitable la nostalgia, como si todo hubiera sucedido hace tiempo o como si nada nunca hubiera ocurrido del todo. Simulacros rumbo a Marsella, en un barco llamado Eugenio.
Esta es una historia de dolor. Una historia que se hizo con apenas dos palabras: denuncias, desarraigo.
También la madre de ella, en su día, viajó sola desde Génova hacia Buenos Aires, viajó en un cacharro que la vomitó en un hotel para inmigrantes y después en uno de esos trenes que atraviesan la llanura; supo lo que hacía esa madre, aunque fingiera no saberlo. Ahora, la vida de la hija se arma en el vaivén de una travesía en la que se inventan historias, motivos de traslado, compañeros de viaje. Hombres y mujeres imaginan lugares donde situar sus cuerpos, se convencen de que no estuvieron con nadie; ninguno los busca, no corren peligro, son turistas, viajan porque quieren.
Elena navega en un barquito aventurero con centenares de hombres y mujeres que han perdido la brújula, gente sin lugar fijo que va y que viene; cuando los corren de un lugar, van para el otro, son de ninguna parte. Entonces se inventa también ella una patria, la parisina. Estamos en 1977, un día soleado de marzo, ella es hija de italianos y se va a vivir a París; que haya nacido en Argentina no tiene mayor importancia. Está de novia con un hijo de franceses, un muchacho que ha tenido un problema —un malentendido que sus padres y el gobierno francés ya han resuelto—, y ahora viaja a encontrarse con él. Por eso ha permanecido estos meses en Buenos Aires bajo otro nombre, bajo otra historia; una novela construida a partir de tres palabras, secreto, sospecha, simulación. Nada de eso va a decirle al hombre con el que se acostó esta mañana; por mucho que le guste —lo ha descubierto tarde—, la suerte está echada.
Una casa, una mujer que viaja para perderse y un hombre que se queda para encontrarla. Cerca de la casa, la clínica en la que los dos trabajan, él es médico, es residente, hace guardias. Ella es una suerte de secretaria, una chica que está de paso; alguien ha arreglado las cosas para que permanezca ahí por unos meses, forma parte de la salida, forma parte del viaje. Al novio francés lo buscaron en medio de la noche y se lo llevaron. Por el tono de voz que usaron para decir su nombre, supo que ni tiempo tendría de levantar sus cosas, de avisarle a ella. Con un arma en la nuca, le dijeron que avanzara sin dar pasos en falso hacia el furgón que estaba en la calle. Mientras él oía esas voces comenzó a balancearse el barco que iba a sacar a Elena del país.
En un principio el verbo fue deportarse, aunque bien hubiera podido ser distraerse, disolverse, despintarse. Después vino el verbo olvidar. Después, ya para siempre, recordar.
¿Y qué recuerda Elena?
El olor de la habitación en ese hotelito del Once después de haber hecho el amor. El olor y los ruidos de la calle, las ofertas, el griterío...
Sólo una vez se tiene veinte años y ella, que acaba de cumplir veintiuno, transita el verano del 77 con la fuerza de quien desobedece algo que aún no sabe qué es y con la resignación de quien se deja llevar por lo que ya se ha hecho. Tocar esos recuerdos lejanos es también abrir la memoria sobre sus miserias, sobre los olores de la noche.
Hay una lente que empaña el aire del último atardecer antes del viaje. Una daga, una lanza alejándola de la mano que la sostiene. Ella le ha dicho a él que no, que no está enamorada del francés, pero que igual se va. Se va en un crucero, como si fuera de vacaciones, y no piensa salirse del camino; como quiera que sea, es tarde para otra cosa, en algún sitio ya han tocado diana. O tal vez no se trata del francés sino de Francia, de París más bien se diría, de no ser ya una chica de provincia, de convertirse en parisina.
Una parisina y un provinciano no van de acuerdo, dijo él aquella vez; herida dulzona. Qué resignado sonó eso, qué poco exigente; tal vez si se hubiera enojado, si hubiera dicho algo, una palabra, si la hubiera retenido... pero no la retuvo, más bien contuvo la corbata al cuello, las emociones. Cuánto por aprender en el silencio de la época... Él la despide entonces, sin ilusiones, sin esperanzas, poco a poco se rescata del ardor, se anestesia bien y reingresa a la casa vieja, a la clínica, a su mundo.
Contar la historia de uno es contar la historia de todos.
En el crucero la mayoría bebe jerez, aunque algunos prefieren whisky y algunas toman un coctel de moda hecho con vodka y jugo de naranja. Bandejas con mousse de atún, ciruelas con panceta, tartas saladas y dulces, fiambres, frutas secas y quesos, arreglos de servilletas, copas de caña larga, jarrones con flores… ¿quién ha pagado todo eso?, ¿la familia del novio, la embajada? Ella no. Aun así, no logra imaginar el lugar a donde va, las delicias o las torturas de la vida que le espera; envuelta en una fe que tiene el tamaño de su ignorancia, Elena viaja en el Eugenio C.
Dejan el hotelito del Once. Antes de salir, ella se detuvo a mirarlo una vez más, porque aquella mañana lo vio verdaderamente por primera vez, por última vez. El pelo corto, oscuro, los hombros anchos, los brazos, una sonrisa encantadora. Se llamaba Jorge, antes y ahora él siempre se ha llamado Jorge. Ella usaba por aquel tiempo otro nombre, otro apellido; él no hubiera sabido cómo buscarla.
Por el camino él renuncia a hablar. Ella suelta lo primero que le viene a la cabeza, una novela intentando explicar lo que no tiene explicación. Lo que dice suena pretencioso, incoherente, pero aun convencida de que no resulta, de que está abrumándolo, es incapaz de detenerse. Desconcierto de estar con ese hombre que no es todavía un amante, que no va a ser su marido. Nada de eso, pero los une un sentimiento que no quiere irse y es dolorosa la intemperie que se avecina, ese abandono cuando apenas si ha sucedido algo entre los dos.
Si se hubieran conocido antes, si hubieran compartido calles, camas, bares...; después de todo, hace meses que ella trabaja en la clínica, que podrían haber cruzado al hotelito, y ha tenido que ser esta mañana, la mañana del día en que se va.
Antes del encuentro en aquel hotel del Once ha habido señales, momentos en los que una mano se demoró sobre la mano del otro, en los que la mirada de él no pudo retirarse a tiempo... finalmente todo principio no es más que una continuación y el libro de los acontecimientos está siempre abierto. Los signos siguieron después en su memoria, alimentándola, siguieron por años, como un juego o una obsesión, la de preguntarse cómo hubiera sido la vida de haber tomado otro camino, pero cuál.
A Norma se le ocurre rastrearlo en Facebook, le pide amistad y cuando finalmente él la acepta, le escribe por privado que es amiga de una amiga suya que en marzo del 77 viajó desde Buenos Aires a Marsella. La amiga se llama Elena, ese es su verdadero nombre, viaja por trabajo a Buenos Aires y adoraría verlo.
Es la primera vez que duermen juntos desde aquella noche única. Él ha hecho a lo largo de estos años escasas incursiones fuera del matrimonio y se ha decidido finalmente por la modorra: cada mañana al hospital, cada tarde a la clínica, más que un médico en acción, un administrador que regresa a casa a la hora de la cena, los hijos ya grandes, y mastica su comida frente al televisor o se mete de cabeza en el periódico, doblegándose algunas veces ante el director del hospital y otras veces ante los reproches de su mujer; sosteniendo a paso redoblado la familia.
Ella ha sido en los hechos fiel al marido, aunque siempre haya estado con la cabeza en otra parte. Así vivimos, en la ignorancia o en la fe sorda, pensando que, si no nombramos lo que hay que nombrar, si no hacemos ningún movimiento, todo va a quedarse quieto. Hasta ahora, ni él ni ella habían tenido coraje.
Ella lo vio como la primera vez, más allá de los kilos que había agregado y de las canas. Treinta años atrás, en la clínica en la que trabajaba, uno de los médicos —un residente— había tomado su mano, la había apretado sin necesidad y con un suspiro, como quien se da por derrotado de antemano, le había preguntado si podían verse fuera de ahí. Así comenzó eso que hubo entre los dos, eso que terminó antes de empezar. Ni una aventura siquiera, tampoco un juego, más bien un ritual de despedida.
Cuando salieron del hotel hacia la calle, hacía un calor agobiante, de verano.
—Imposible quedarte... —dijo él.
A Elena le temblaban todavía las piernas cuando la atrajo, a la vista de todos, en la vocinglería del Once para besarla. ¿Y si se hubiera quedado?, ¿qué hubiera pasado con ella, con él, si se hubiera quedado?, ¿en qué sitio recóndito, en qué pueblito de provincia hubieran tenido que vivir? No sabe si hubiera resultado, ella quería vivir en París.
Esos días de marzo, ay, tan tristes. Un resplandor en el cielo y la silueta del barco y entonces ella se sumó a los zombis que subían por las rampas, hasta su camarote, hasta la cucheta. Horas después, cuanto el barco hubo zarpado, la gente se puso a hablar y sirvieron cócteles en los salones y en la cubierta, porque al fin y al cabo se trataba de un viaje de placer. Un crucero.
No puede olvidar lo sucedido, repasa cada gesto, cada detalle, porque sabe que va a guardarlos con ella siempre. Va a guardarlos bien, va a acomodarlos en algún sitio y se va a casar con el francés. El matrimonio está armado, novio y suegro la esperan en Marsella y de ahí en auto hacia París. En lo que a ella le compete, hará lo que sea necesario para que todo transcurra sin problemas.
Increíble la cantidad de detalles que puede recordar de esas pocas horas compartidas. Un lunar en la espalda de Jorge puesto ahí, en un sitio inapropiado; una palabra que él dijo que no se condecía con la boca que la pronunciaba, palabra por demás grosera y a la vez tan pertinente. Una mirada, especialmente una, que él le había dedicado. La humedad algo grasosa de su piel, una cicatriz en la muñeca, el vello en el pecho, demasiado ralo para su gusto. Había sentido su presencia con tal fuerza que enseguida supo que no iba a olvidarlo; menos iba a olvidar los cuerpos de los dos sacudidos por el deseo, respondiendo contra la voluntad.
En los años que siguieron, los treinta años con su marido, hubo francamente de todo, pero, aunque nunca dudó de lo que había vivido, supo reprimirlo con eficacia. De no haber podido, ¿hubiera buscado antes a ese hombre, ya que él no podía buscarla a ella, ya que él no sabía su nombre? De cualquier modo, se decidió por la prudencia, por el recato y, todo hay que decirlo, por el confort, hasta que el confort se le volvió insoportable.
Había tenido que salir del país, las circunstancias la habían obligado a casarse con el francés o tal vez, de un modo difícil de precisar, eso es lo que había buscado ella. Sola como la luna en el cielo de aquel barco, se había lanzado a un mundo desconocido; tan expuesta como oculta en ese viaje de crucero, haciendo un borrón con el pasado, tejiendo los lazos de algún futuro. ¡Qué manera de subirse a un barco, de tomarse el buque!
Ahí mismo, bebiendo en la cubierta junto a la amiga nueva, habían tenido el tiempo suficiente para explicarse las cosas sin tener que nombrarlas, sin pronunciarse del todo ni una sola vez. Bamboleándose las dos entre verdades y mentiras y el mar como una pampa allá abajo, hasta el horizonte. Pero sabe Dios que Jorge no quiso retirarse, que la siguió visitando en sueños, que no la dejó tranquila, detenido en aquel momento, siempre joven, a expensas de ella, que iba envejeciendo. Se le aparecía en las noches, más allá de lo que le ofreciera la vida; hasta que se cansó de soñar, porque siempre llega el momento en que decimos basta. Reverdecieron entonces de un modo real, posible todavía pese a todo, el hotel, la despedida, el barco, todo aquello que había guardado intacto, esas horas compartidas, el triste camino que terminaba en el Eugenio C.
En treinta años, de todo.
Un matrimonio que nunca terminó de cuajar, una suegra que no termina de tragarla, una hija con la que no termina de entenderse. No hemos logrado que lo nuestro fluya, le ha dicho esa hija, que ahora es una mujer. Más han fluido, si se quiere, las cuestiones profesionales: trabaja para un laboratorio, un cargo directivo, viaja a menudo a congresos, gana bien, circula por muchas ciudades, pero no había regresado a su país, al que ahora vuelve por cuestiones de trabajo.
Es una de las razones por las que acaba de aterrizar en Buenos Aires, después de tantos años, para un congreso médico. Nomás enterarse de que iba a viajar, le ha contado a Norma que le gustaría verlo, saber qué ha pasado con aquel hombre, y Norma lo ha buscado en las redes. Desde que contactaron, han hablado por teléfono casi todos los días y es ella quien le ha pedido que se inscriba en el congreso, aunque no se trate de su especialidad.
Él ha vivido dormido hasta que ella lo encontró, no tan igual al que había sido y sin embargo el mismo. Para comprobarlo, Elena regresa. Si antes, alguna vez, había viajado en barco, ahora lo hace atravesando el aire. Sus vecinos de asiento duermen o, tal vez como ella, recuerdan con los ojos cerrados. Lo único cierto es que en este barco de Air France no hay máscaras ni disfraces ni fiesta ecuatorial; aquí ella vuelve con su propia cara y con su verdadero nombre.
Él se ha bajado hace un momento del tren, viene desde su provincia, desde un pueblo pequeño con una entrada de álamos. Apoyado a una columna, cerca de los andenes, nomás con verla así de lejos se puso nervioso, encendió un cigarrillo, se acomodó el pelo, aunque lo lleva tan corto que no necesita acomodo. Ahí donde está, recién llegado, la ve barrer con los ojos los andenes, la cabeza hacia un lado y hacia otro, como un pájaro a punto de posarse en un cableado de alta tensión.
Supo que lo había reconocido cuando la vio detenerse, recomponer la falda y caminar hacia él, tan campante, ¿cómo estuvo el viaje?, un beso y otro beso, la parisina.
María Teresa Andruetto es narradora, poeta, ensayista y docente argentina. Por su labor en literatura infantil y juvenil recibió el premio Hans Christian Andersen, considerado “el pequeño Nobel de la literatura”.