Si hay algo que caracteriza a la naturaleza —incluyendo a nuestra naturaleza en tanto seres humanos— es el cambio. En el reino no humano, a medida que pasa el tiempo las semillas se convierten en plantas, las flores se marchitan, el potrillo se hace caballo, las piedras se erosionan y si dejamos algo expuesto al sol por un buen tiempo, pierde su color. En el ámbito humano, a medida que crecemos cambian nuestro cuerpo, nuestros gustos e intereses, el lugar donde vivimos, nuestros amigos y parejas y nuestras motivaciones y actitudes ante la vida.
¿Cómo conceptualizar el cambio desde las ciencias sociales y humanas? Como proceso, el cambio supone siempre una discontinuidad, es decir, una ruptura que genera una diferencia perceptible entre dos estados de cosas. Esta diferencia implica un pasaje de algo (un estado, un objeto, un sentimiento, etcétera) anterior o viejo a otro posterior, diferente, nuevo. De un estado A se pasa a uno B y ese pasaje es el cambio.
Si lo nuevo es el estado que se genera en un proceso de cambio, ¿cómo definir conceptualmente lo nuevo? ¿Cuáles son sus propiedades básicas como concepto? ¿Cuáles son los sentidos que le atribuimos en tanto seres con una necesidad de que nuestra experiencia en el mundo sea una con sentido? Propongo detenernos a pensar en la naturaleza de lo nuevo y los sentidos que le atribuimos. Al hacerlo, atenderemos también el cambio como proceso, así como las actitudes que este genera.
En términos lógicos, podemos definir lo nuevo por oposición a lo que no es nuevo, es decir, como una negación de lo ya conocido, siguiendo una lógica en la que A se define a partir de lo que no es. Si podemos decir de algo que es nuevo, es porque lo reconocemos como algo distinto de aquello que ya es, que ya conocemos, lo existente, lo viejo. De este modo, lo nuevo implica siempre establecer una relación con lo que no es nuevo, a lo que se opone, gracias al establecimiento de una diferencia y una discontinuidad.
Lo nuevo supone algo distinto, diferente y, por eso, un cambio respecto de lo existente, aunque eso existente sea algo temporal. Podríamos afirmar entonces que lo nuevo es el resultado de un cambio de estado, que aparece ante nuestra experiencia sensorial como una discontinuidad, como una ruptura que podemos identificar y a partir de la que somos capaces de comparar un antes con un después, un viejo con un nuevo, dándole al cambio un sentido. La continuidad es insignificante por naturaleza, porque es lo que damos por hecho. En este sentido, de alguna manera el cambio sacude la naturalidad de las cosas dadas.
Conservadores versus progresistas
El tema del cambio ha ocupado a la humanidad desde la época presocrática y sigue siendo de interés para quienes se dedican a las ciencias sociales y humanas, como politólogos, antropólogos y filósofos, entre otros. Al estudiar los procesos del cambio cultural, el semiotista soviético Yuri Lotman (1922-1993) propuso una distinción entre dos formas en que los cambios ocurren: una gradual y otra explosiva.
Mientras que el primer tipo de cambio ocurre de a poco, manifestándose en signos que nos permiten darnos cuenta de que algo está cambiando, el cambio explosivo ocurre de manera repentina, sin demasiado tiempo para la preparación. Si el envejecimiento del cuerpo —a través de las primeras arrugas y las primeras canas— funciona como un ejemplo del primer tipo de cambio, la pandemia de covid-19 es un caso prototípico del segundo tipo: de un día para el otro, nuestra vida cotidiana se vio modificada drásticamente, sin darnos demasiado tiempo para asimilar el cambio que se vendría. Lo que cambia en un caso y en otro es la forma en que lo nuevo se nos aparece.
Por eso ocurre que el cambio gradual nos es muchas veces invisible. Cambios graduales como el envejecimiento ilustran un tipo de cambio que el filósofo francés François Jullien (nacido en 1951) denominó “transformaciones silenciosas”, esto es, transformaciones que ocurren sin que seamos conscientes de ellas a no ser que nos detengamos a pensarlas, como cuando miramos una foto nuestra de niños. Para notar el cambio, algo debe transformarse ante nuestros sentidos: se debe percibir la discontinuidad entre dos estados de cosas.
Para quienes nos interesamos en estudiar el funcionamiento de la sociedad en alguna de sus dimensiones, lo más interesante respecto del cambio son las dinámicas y las reacciones que genera, más que su naturaleza. Gracias a las formas en que un individuo, un grupo o una sociedad en su totalidad responden al cambio, podemos clasificarlos, por ejemplo, en conservadores o progresistas. Estas son dos etiquetas que ordenan desde hace décadas —incluso siglos— el espectro de actitudes en el campo político, así como también en el de la innovación tecnológica.
Según esta dicotomía, los conservadores serían aquellos individuos, grupos y sociedades que se oponen a un cambio, normalmente por considerarlo un riesgo para el statu quo, mientras que los progresistas serían aquellos que lo abrazan, normalmente por considerarlo una forma de avanzar en el desarrollo humano (sea como sea que se conciba el desarrollo humano). Algunos acontecimientos recientes nos servirán para ejemplificar las reacciones al cambio y a lo nuevo.
En los últimos años, la Intendencia de Montevideo decidió implementar en la ciudad un ambicioso plan de ciclovías de manera activa, ocupando espacios que generaron gran debate público, como la avenida 18 de Julio y la Rambla Sur de la ciudad. Si bien Montevideo —así como otras ciudades del país— ya contaba con algunas ciclovías para que quienes se desplazan en bicicleta lo puedan hacer de una manera un poco más segura, en los últimos años hubo una clara decisión tomada desde la administración departamental de dar un espacio propio a las ciclovías y, con ellas, a los ciclistas de la ciudad. Así, a partir de un cambio visible se creó un estado de cosas nuevo, que supone una discontinuidad respecto de lo anterior.
Distintos actores sociales criticaron el proyecto, desde su gestión hasta el resultado final, para lo que usaron diferentes argumentos. ¿Qué es lo que genera resistencia a este cambio concreto? ¿Se trata del hecho de que los ciclistas ganen más espacio en el uso de la vía pública? Racionalmente no parecería tener mucho sentido oponerse a esta idea, si tomamos en consideración que el ideal a alcanzar en una ciudad compartida por individuos con distintos intereses y recursos debería ser una planificación de la vía pública en la que todos quienes la utilizan —peatones, ciclistas, quienes usan el transporte público y quienes conducen su propio auto— puedan hacerlo de manera más o menos equitativa y segura.
¿La resistencia al cambio en este caso se basa en un desacuerdo con la importancia de reducir la circulación de autos y fomentar un mayor uso de medios de transporte que no sean perjudiciales para el medioambiente? Tampoco parece ser esta una respuesta justificada, porque la base de esta medida es una que países a lo largo y ancho del mundo han adoptado como forma de reducir las emisiones de dióxido de carbono. ¿Será que lo que genera ansiedad es el cambio en sí mismo, como posibilidad de que las cosas sean distintas? ¿O quizá sea la forma en que este fue implementado desde la administración?
Pensemos en otros cambios de gestión urbana relacionados con la circulación en la vía pública que en algún momento llegarán a nuestro país. En muchos países europeos, en años recientes los límites de velocidad para circular en la ciudad fueron fijados en 30 kilómetros por hora, con algunas excepciones en avenidas en las que se puede circular a una velocidad máxima de 50 kilómetros por hora. El día que esta medida sea introducida en Uruguay —por razones de seguridad, de polución sonora, de cuidado del medioambiente, etcétera— es esperable que un nuevo debate surja, en el que encontraremos actitudes favorables y resistentes. Aunque es muy difícil que alguien pueda estar en desacuerdo con los argumentos a favor de esa reducción de la velocidad de circulación, habrá quienes, por apego a lo que es conocido y ya parte del hábito, opongan resistencia a lo nuevo.
Bicho de costumbres
El concepto de hábito es importante para entender las actitudes respecto del cambio y lo nuevo. Para poder ser operativos, los individuos necesitamos marcos de referencia que nos ayuden a darle sentido a la realidad en que vivimos. Desde tareas insignificantes del día a día como lavarse los dientes, ducharse y tender la cama después de levantarse hasta grandes momentos de la semana como hacer el surtido del supermercado o los planes que nos gusta repetir durante el fin de semana, en todas estas actividades podemos utilizar el concepto de hábito para entender la importancia que tienen en nuestras vidas.
Tanto desde la sociología (el caso más concreto es el del sociólogo francés Pierre Bourdieu) como desde la semiótica (la referencia clave es el estadounidense Charles Sanders Peirce), el hábito es considerado una forma de hacer que tenemos incorporada, muchas veces sin darnos cuenta, a través de la repetición, que nos predispone a actuar de una manera determinada en el futuro.
Por eso, al enfrentarnos a una novedad, de lo que se trataría sería de identificar los hábitos que nos hacen reaccionar de manera positiva o negativa ante el cambio e intentar desnaturalizar los hábitos que tenemos incorporados. ¿Qué genera el cambio en nosotros? ¿Cuál es el criterio que estamos usando como base para esa actitud? Retomando los ejemplos mencionados antes, ante la modificación de la circulación por la creación de nuevas ciclovías o la eventual reducción de los límites de velocidad de circulación en auto por la ciudad, el primer paso sería identificar estas medidas como cambios y, el segundo, detectar cuáles son los hábitos que nos llevan a tomar una posición actitudinal ante ellos.
Como ya señalamos, en muchos casos la resistencia a lo nuevo no tiene por qué estar basada en un hábito, sino que puede apoyarse en la forma en que el cambio es gestionado por quien tiene la potestad de hacerlo. Así, una estrategia de difusión de la introducción de una novedad que se apoye en lo gradual probablemente será mejor recibida que una que se apoye en lo explosivo, lo inesperado y lo que sorprende, desestabilizando los marcos de referencia que tenemos incorporados. Sería difícil pensar en una reforma impositiva que se introdujera de un mes para el otro, sin tiempo de adaptación y ajuste, pero no es difícil identificar una novedad tecnológica que haya sido lanzada al mercado como una absoluta novedad, con secretismo acerca de su diseño.
En otras palabras: ante cualquier cambio que se planee o considere introducir, quizá lo conveniente sea invertir recursos en una comunicación buena, planificada, transparente, clara y gradual, para acompañar el proceso de incorporación de la novedad en los marcos de referencia habituales que los individuos que experimentarán ese cambio tienen incorporados. De esta manera, la discontinuidad que supone todo cambio estará apoyada por un trabajo de redefinición de los marcos de referencia y, con ello, del sentido que le atribuimos.
Otros ejemplos de la vida cotidiana son útiles para ver estas dinámicas en juego. Pensemos en el de la clasificación de los residuos. En algunos países, un hogar debe obligatoriamente separar sus residuos en cinco categorías: papel, vidrio, plásticos y metales, residuos orgánicos y residuos generales. Cada una de estas categorías requiere un tacho de basura y, por lo tanto, más espacio de la casa, lo que genera algunas complicaciones logísticas. Además, dado que los residuos son recolectados por camiones distintos, los días para llevar la basura a la vía pública están fijados, por lo que no es posible hacerlo cuando se llena el tacho.
El día en el que esta medida se introduzca en Uruguay, seguramente generará críticas y resistencia por parte de muchos. ¿En qué se basarán estas críticas? ¿En un desacuerdo con la necesidad de clasificar los residuos? ¿En un desacuerdo con el hecho de que la clasificación sea obligatoria y no voluntaria, tal como es hoy en día? ¿En la complicación logística que implica organizar cinco espacios diferentes en casa para tirar los residuos o mantener bolsas de basura llenas en casa hasta que llegue el día de poder sacarlas a la calle? ¿En el desafío para el aprendizaje que implica aprender qué tirar dónde y en qué condiciones? Ante situaciones como estas, que generan una focalización en el sentido de la vida cotidiana, por lo que no es llamativo que podamos reconocer en nosotros una cierta resistencia a lo nuevo, el examen de las razones y los criterios que nos llevan al desacuerdo sólo puede ser algo positivo.
Dinámicas como las que estamos describiendo pueden verse en distintos campos de la sociedad, que abarcan desde la vida cotidiana hasta producciones más complejas como las artísticas. Basta pensar en el ejemplo histórico del rechazo que la pintura impresionista generó en muchos salones y espacios de arte parisinos en el pasaje del siglo XIX al XX o en las críticas al arte de vanguardia o el conceptual.
Si nos detenemos en el campo musical y prestamos atención a los géneros que están de moda actualmente en nuestro país, podemos encontrar una dinámica similar. Consultar la lista de las 50 canciones más escuchadas de Uruguay puede aterrorizar a quienes hayan desarrollado sus gustos y criterios musicales en otra época, lo que evidencia una resistencia generalizada al cambio musical que se vive hoy en día, sobre todo en lo que atañe al consumo juvenil. Se trata de un cambio en el que, en muchos casos, la calidad de la composición musical queda relegada a un segundo plano, para privilegiar la apoyatura que supone el espectáculo: la estética, la personalidad y la forma de vida del artista, los bailes replicables en plataformas como TikTok, la letra y el ritmo fáciles de recordar, etcétera. Todos estos son elementos de una cultura pop hecha para circular en la mayor cantidad de espacios posibles, orientada a un consumo masivo, en la que el conocimiento musical (saber tocar un instrumento, la originalidad creativa en la composición, lograr afinar al cantar, etcétera) ya no es lo que define la calidad del producto musical. Si generarán resistencia algunos artistas que hacen trap, cumbia o reguetón.
Elles critican
Si el arte no es suficiente para nutrirnos de decenas de ejemplos de novedad, cambio y las actitudes humanas que surgen ante ellos, pensemos en el tan debatido lenguaje inclusivo, que desde hace varios años divide opiniones en la sociedad uruguaya. ¿Quién puede en principio estar en desacuerdo con que el lenguaje incluya y contemple a la mayor cantidad posible de individuos? Sin embargo, la división entre quienes lo utilizan y promueven y quienes no es clara. El problema acá, nuevamente, parecería estar no tanto en el cambio, sino en cómo se implementa. Porque un lenguaje inclusivo no implica necesariamente la modificación de la gramática de una lengua, como cuando sustituimos el plural los por les, lxs o l@s. A modo de ejemplo, en inglés, la inclusividad pasa por sustituir palabras como spokesman o chairman por spokesperson y chairperson, respectivamente. A través de elecciones léxicas, podemos ser más inclusivos en el uso del lenguaje sin meternos con la gramática de la lengua. Ciertas elecciones o estrategias de cambio apuntan a subrayar la discontinuidad que toda novedad supone, muchas veces como forma de criticar el statu quo mediante el uso de lo que choca y provoca.
Un último campo que nos permite visualizar las actitudes ante el cambio y lo nuevo es el de la innovación tecnológica. Si nos detenemos un momento a observar la cantidad de dispositivos y herramientas que nos rodean (a modo de ejemplo, aplicaciones de inteligencia artificial como ChatGPT), identificaremos algunos como emergentes, otros como ya más o menos asentados y otros como pertenecientes a otra época. Toda innovación tecnológica fue, en algún momento de su historia, una novedad, por lo que supuso una ruptura respecto de las innovaciones del pasado y, así, fue motivo de entusiasmo por parte de algunos y escepticismo por parte de otros. Los debates actuales en torno al lugar que se les debería dar a herramientas de inteligencia artificial en la educación formal ilustran esta tensión.
Sin embargo, a diferencia de los casos anteriores, en los que asumimos que, al menos en principio, el desacuerdo con el cambio es difícil de aceptar normativamente, por lo que la resistencia se generaría por otros motivos, en el caso de la innovación tecnológica también puede darse una resistencia en relación con la pregunta de hasta qué punto el ser humano puede trascender los límites de su naturaleza, por ejemplo en términos de espacio, tiempo, memoria, acumulación e, incluso, las funciones básicas del organismo.
Cultura de masas
En la década del 60, el semiotista italiano Umberto Eco publicaba el libro Apocalípticos e integrados, en el que identificaba y presentaba dos actitudes ante la emergente cultura de masas, que son las que dan nombre al título del libro. Mientras que los apocalípticos eran aquellos intelectuales que consideraban que la masificación de la cultura era un signo de decadencia porque el contenido de los productos culturales se empobrecía, los integrados la celebraban, porque ahora más sectores de la población, normalmente los menos privilegiados en términos socioculturales, podrían tener acceso al consumo cultural, independientemente de la calidad de lo que consumieran. Una vez más, ante una novedad, dos actitudes contrapuestas. Esta parecería ser la dinámica básica que lo nuevo, en cuanto manifestación de una discontinuidad respecto de lo conocido, despierta en el ser humano, quizá hasta de manera instintiva.
Por eso, no es irrelevante detenerse a pensar sobre en qué consiste lo nuevo, cuáles son su naturaleza y sus dinámicas y cómo se relaciona con lo ya existente. No está mal de por sí oponerse a una novedad: se trata de una actitud legítima. Pero quizá la oposición sea más sólida y certera cuando tenemos claro qué es aquello con lo que no estamos de acuerdo: ¿la novedad en sí?, ¿la forma en que fue implementada?, ¿su relación con lo anterior?, ¿sus posibles consecuencias?
Evidentemente, lo que está en juego en este proceso de autoconciencia son los criterios de legitimidad que usamos para evaluar lo que aparece ante nuestra experiencia como nuevo. Siempre que tomamos una postura ante un evento, lo hacemos desde un marco de referencia evaluativo a través del que le damos un sentido. Esos marcos de referencia pueden oscilar entre lo racional y lo afectivo, por lo que sólo podemos subrayar —una vez más— la importancia de identificar desde dónde estamos posicionándonos en relación con ese evento.
Así, aunque en el imaginario y los discursos sociales lo nuevo y la novedad suelan venir cargados de connotaciones positivas, no están libres de cuestiones vinculadas con cómo percibimos, interpretamos, valoramos y le damos un sentido a nuestra experiencia en el mundo.
Sebastián Moreno es semiotista, profesor universitario y consultor en comunicación estratégica.