Tres cucharadas de azúcar, ese no es Gerónimo. Me doy vuelta para que el gesto de aprensión no me delate y lo miro en el reflejo de la ventana: echa la cabeza atrás y se baja la taza de un sorbo. ¡Mmm!, exclama, y me busca la mirada en el reflejo como si supiera que sospecho. Me sonríe torcido. Sus movimientos son bruscos y erráticos, como los de una marioneta manejada por un niño.
Más café, grita, ¡y otra tostada!
Gerónimo siempre habló con la boca cerrada y para adentro. Más que a los demás, parecía decirse las cosas a sí mismo, me llevó años aprender a descifrarlo. Pero su voz, ahora, se proyecta, me envuelve, se me mete adentro. Tiene algo hipnótico y contundente que me hace saltar de la silla como si tuviera un resorte debajo. Tropiezo con la pata y me agarro del respaldo. Me tiemblan las piernas. ¿No preferís una fruta?, sugiero, ¿no te dijo el médico que menos harinas? Se lo pregunto para medirlo y para fingir naturalidad, es lo que le habría preguntado a Gerónimo, pero también para escucharlo de nuevo: para volver a sentir eso que me hace.
Bah, qué sabe el médico, dice él. Golpea la mesada con la palma de la mano y la taza tambalea. Eso parece divertirlo y golpea de nuevo. ¡Ja! ¡El médico!
Mientras me doy vuelta para entrar a la cocina, mis labios, los siento, se retuercen en una sonrisa, mitad pánico, mitad morbo, que oculto rascándome el borde de la boca, un viejo tic que en otra época no podía controlar y hacía que siempre tuviera las comisuras lastimadas. Sirvo otra taza de café, aunque temo que eso lo excite aún más, y pongo otra rodaja de pan en la tostadora. Gerónimo respeta a los médicos, les teme. Su abuelo y su padre fueron cardiólogos de renombre, en la facultad de medicina hay un aula que lleva su apellido. Él empezó la carrera, pero no pasó de primer año: reprobó dos o tres exámenes, entró a trabajar en la agencia de viajes, y el resto es historia. Siempre supe, aunque nunca me lo haya confesado, que su negativa rotunda a tener hijos tenía que ver con la veneración que sentía por sus mayores: nunca se creyó capaz de llenar esos zapatos.
Desde la cocina, le mando un mensaje a Nora. Tengo las manos transpiradas y me cuesta escribir, me las seco en la remera. Le pido que venga y me toque el timbre, que invente alguna excusa. Anoche estuve a punto de llamarla, pero a último momento me convencí de que estaba loca. Ahora, a la luz del día, es innegable. Tres cucharadas de azúcar.
¿Estás bien?, responde Nora, ¿pasó algo?
Le digo que sí, todo bien: es una pavada, vení un momento y te explico.
¡Tengohambre!, grita Gerónimo con ese vozarrón grave y cantarín. ¿Es un chiste?, ¿una amenaza?
Voy, digo. Pero antes apoyo ambas manos sobre la mesada. Siento el mármol frío bajo mis dedos y cierro los ojos. Palpo la solidez, la certeza de la piedra. La tostada se dispara hacia arriba y me sobresalta. La pongo sobre un plato y se la alcanzo con el café. Él hunde un dedo directamente en la manteca y la unta con la mano.
¡Manteca!, exclama. Cuando levanta la cabeza y ve cómo lo miro, porque ya ni atino a disimular, sonríe con los ojos achinados como un niño que sabe que está haciendo una travesura. Le sostengo la mirada mientras mete el mismo dedo en el frasco de mermelada. No digo nada, me concentro en no temblar. Entonces suena el timbre y el que se sobresalta es él. No debe saber qué esperar, pero tiene capacidad de improvisación: tras el primer respingo se acomoda en la silla, afloja el rictus, levanta la cabeza con un gesto bastante natural, un gesto parecido al que habría puesto Gerónimo. Tan parecido que vuelvo a dudar. ¿Debería llevarlo al médico? El timbre suena otra vez y voy hacia la puerta.
Nora, digo, es Nora. ¿Cómo estás?
Bien, querida, ¿vos?, ¿ustedes? Habla con normalidad, pero a la vez me mira como preguntándome qué pasa.
Bien, acá, terminando el desayuno, le digo y señalo con los ojos hacia adentro.
Nora se asoma, apenas un paso, y su cuerpo se crispa como el de un gato. Se toca las pulseras de la muñeca izquierda. No quiero interrumpir, dice.
No te preocupes, respondo, no molestás, ¿necesitás algo?
Ella me mira, lo mira de nuevo a él. Buenos días, Gerónimo.
Buenos días, Nora. Su voz volvió a cambiar: ahora es neutra, bien modulada, como la de un locutor dando el pronóstico del tiempo.
Necesito un huevo, dice Nora. Estaba por hacer un omelette y me queda uno solo. ¿Tenés?
Sí, claro, pasá.
Pero sigue sin moverse. No quiero interrumpir, repite después de un segundo: es el instinto de supervivencia.
Para que él no sospeche, me muevo yo. Te traigo, digo, quedate acá. La dejo con la puerta abierta, voy hasta la cocina y vuelvo.
Gracias, dice ella, y recibe el huevo que le alcanzo con una mano en cuenco, como si fuera un pollito recién nacido. Ya que estamos, agrega, ¿me acompañás un momento a casa y te muestro el vestido que me prestaron para el casamiento de mi sobrina? No me convence, no sé si tengo edad.
Siento la mirada de Gerónimo en mi espalda. Ya vengo, digo sin darme vuelta.
Ajá, dice él.
Agarro la llave, empujo a Nora hacia el pasillo y cierro rápido antes de que diga algo más. Se me eriza la piel de la nuca. ¿Ajá?
Sigo a Nora por el pasillo a oscuras, de repente camina rapidísimo, como si se hubiera olvidado del dolor en las rodillas. Vivimos en el mismo piso, nuestro departamento está en un extremo y el de ella en el otro. Su puerta está abierta, apenas entornada. Cuando ya estamos adentro, cierra y pone la traba. Exhala con una mano en el pecho, eructa dos veces. El olor a incienso me pica en la nariz.
¿Viste?, pregunto.
Nora se estremece y el huevo que aún tenía en la mano se le cae y se rompe: adentro no hay clara ni yema, sólo un líquido negro, espeso como un coágulo. Las dos nos quedamos mirándolo mientras la mancha se expande por el piso. Ella toma aire una vez más y lo suelta con fuerza, como si quisiera sacarse algo de adentro. Le veo una gota de transpiración que le baja desde la sien.
Nora, digo.
No me responde. Va hacia el altar del rincón y besa las estatuas de la virgencita y el gauchito gil. Susurra algo para sí misma como si cantara, parece guaraní. Lo repite varias veces. Después de un momento me mira. Ese no es Gerónimo, dice.
Yo asiento y suspiro. Esperaba estar equivocada, que el problema fuera otro. Por eso mismo te pedí que vinieras, le explico. No dije nada para no condicionarte.
Ahora mira la puerta como si temiera que en cualquier momento fuera a abrirse sola.
Nora, por favor. No tengo mucho tiempo.
Nunca vi algo así, dice.
¿Así cómo? ¿Qué le hiciste?
Yo no le hice nada, Elena, la que intencionó fuiste vos.
Me dijiste que era una pavada, una limpieza para cambiar el aire. Sabés que no creo en esas cosas.
No sé qué pudo haber pasado.
Nora, calmate y explicame.
Ella asiente. Se le metió un demonio, dice.
Me quedo esperando una explicación o una aclaración con la boca entreabierta. Primero pienso que es algún tipo de broma, el humor de Nora es raro, pero la seriedad de su gesto es contundente. Me mira fijo mientras se abanica con las manos.
¿No puede ser un derrame?, digo.
Ojalá, Elena. Cien por ciento demonio, estoy segura: el olor, la estática, ¿te diste cuenta? Está todo cargadísimo. Gira la cabeza a ambos lados como si olisqueara el aire. Sigue transpirando. ¿Vos no tenés calor?, pregunta.
Algunos de los síntomas se parecen, digo. La pérdida de la memoria, los cambios de humor, los movimientos espásticos.
Traeme un poco de agua, por favor, dice ella, ahí en la cocina. Se sienta en una silla y le busco un vaso. Le veo varios lamparones de sudor en la camisa. ¿Hace cuánto lo empezaste a notar raro?, pregunta.
No sé, unos días, eran cosas aisladas que se fueron sumando de a poco: la forma de caminar con los brazos caídos, como si le pesaran las manos; el sentido del humor; la forma de hablar. Gerónimo nunca usaría palabras como estornino, antediluviano, despampanante.
No tengo aire, dice Nora. Tiene las mejillas muy rojas, los ojos inyectados en sangre. Me pongo en cuclillas frente a ella.
¿Querés que llame a un médico o algo?
Debe ser la menopausia, escuchame: lo que tenés que hacer ahora es seguir fingiendo mientras yo averiguo qué hacer. Vos, como si nada. Si querés mantenerlo contento y ganar tiempo, llevalo a la playa. Les gustan los casinos y el olor a pescado. ¿Me abrís esa ventana?
Me acerco y abro de par en par. El cielo, afuera, está cargado de nubes pesadas. Se escucha un taladro mecánico en la obra de la esquina. Me aturde.
Te juro que es la primera vez que veo algo así en treinta años, dice Nora. Vení, dame una mano, por favor.
Me acerco y la ayudo a levantarse. Vamos hasta la ventana. Parece haber perdido por completo la agilidad de hace un momento. ¿Pero Gerónimo va a volver?, pregunto, ¿sigue ahí adentro?
No te quiero prometer nada, dice Nora.
La agarro del brazo. No te asomes tanto, cuidado.
Vos andá, dice ella, que te debe estar esperando. Ahora mismo llamo a un par de colegas. Ni bien sepa algo te aviso. Llevate una de esas, la azul. Me señala un estante lleno de velas de colores junto a la mesa en la que trabaja. Prendela de noche, cuando esté dormido. Apagala antes del amanecer sin falta, es importante. Es como un faro: para que el alma de Gerónimo se pueda guiar.
Me la guardo en el bolsillo de atrás del jean y dejo a Nora abanicándose junto a la ventana. Esquivo el huevo negro, roto en el piso, y salgo. Me quedo a oscuras en el pasillo, no prendo la luz. Avanzo con una mano sobre el salpicré y siento la rugosidad con la yema de los dedos; hay olor a insecticida y se oye una radio por lo bajo, el motor del ascensor, una voz gangosa que grita algo como pan o Juan. Me detengo junto a la escalera y me quedo quieta un momento. ¿Qué estoy haciendo? Debería correr hacia abajo, pero en el instante en que lo pienso se abre la puerta de casa y el pasillo se ilumina con la luz de nuestra ventana, que se refleja en los azulejos negros del piso. Veo su silueta oscura centrada en el marco, a contraluz. Parece más alto, sus manos parecen más grandes.
¿Qué hacés ahí a oscuras?
Nada, digo, y evito mirarlo. Él se corre a un lado para dejarme pasar y voy directo a la cocina. Hay un cuchillo sobre la mesada. Lo oigo acercarse por detrás.
¿Qué pasa, Elena?
Lavo el cuchillo y lo seco con un repasador, me doy vuelta, lo miro a los ojos. Nada, no me pasa nada.
Él insinúa una sonrisa. Se acerca. Dale, decime. Tiene aliento a carne cruda.
Veo sobre su hombro una foto de nuestro último viaje, fijada a la heladera con un imán. Estamos los dos abrazados con las cataratas detrás. Esa misma tarde me resbalé en una escalera mojada y me golpeé la cadera, rengueé durante un mes. Vuelvo a hacer foco en sus ojos. Lo tengo muy encima. No pasa nada, repito. Aprieto el mango del cuchillo y le miro el cuello. Me pregunto de qué color será su sangre. Negra. Celeste.
Él me arrincona y retrocedo hasta tocar la mesada. La vela que tengo en el bolsillo se parte con un crac que suena a hueso. ¿Es un juego?, pregunta, ¿estamos jugando?
Un juego, sí.
En medio del silencio que sigue escucho, lejano, pero claro, un cuerpo que cae desde lo alto, el ruido de la chapa de un auto aplastada bajo su peso, los vidrios que estallan, una alarma, varios gritos.
Él da un paso más. Su cuerpo está caliente, sus ojos brillan como si hubiera un fuego ardiendo en el interior de su cabeza. Entonces juguemos, dice, y con una agilidad y un arrojo que en Gerónimo serían imposibles me saca el cuchillo de la mano, me corta una de las tiras de la camiseta.
Yo soy Othaloth, me susurra al oído, ¿vos quién querés ser?
Tomás Downey (Buenos Aires, 1984) es guionista, traductor y narrador. Publicó los libros Acá el tiempo es otra cosa (2013), El lugar donde mueren los pájaros (2017) y Flores que se abren de noche.