Una mañana calurosa de noviembre oí el griterío de las nenas y el splash de los chapuzones. Me asomé al balcón y las vi saltando desde los parantes de la pelopincho que alguien había armado y llenado la noche anterior. Desde este palco privilegiado, veo y escucho a mis nuevas vecinas desde que llegaron hace unos meses. Ellas, la mujer joven que supongo que es la madre, un perro salchicha que se deja ver poco y un perro grande que toma sol echado en un almohadón mullido mientras mira con desinterés las acrobacias de sus dueñas. La terraza parece un gimnasio en miniatura, hay pesas, una cama elástica, una colchoneta y una barra regulable para colgarse, las nenas ponen música y practican coreografías. También cantan y andan en patines. Pero la estrella ahora es la pileta y el set de pelotas y aros salvavidas que flotan en el agua. Todo se ve reluciente, como recién comprado. Me las imagino viviendo entre cuatro paredes y estrenando una vida al aire libre. ¿Tanto entusiasmo debería tener una razón? La más grande le da instrucciones a la menor de cómo hacer las cosas pero la menor no la escucha o hace lo que quiere, se gritan como si estuviesen muy lejos la una de la otra, se alientan para animarse a más. La madre es una actriz de reparto que entra y sale de escena ejerciendo su autoridad con discreción, o más bien con sumisión: tiende la ropa, levanta la caca de perro, ordena los juguetes que quedan desparramados, aplaude cuando le toca hacer de público. Las nenas reciben visitas, la mujer no, aunque da la impresión de que no le interesa relacionarse con otras personas y que está absorbida por las actividades y los deseos de las hijas. Puede que sea de esas madres que se aburren con la gente de su edad y, en medio de una reunión, se acercan sigilosas al cuarto donde están los chicos con la esperanza de que las dejen ser una más. Cuando las hijas no están, hace ejercicio o descansa en la reposera mirando el celular, como una intrusa que se mete en un lugar que no le pertenece. El único que se da cuenta de mi presencia es el perro salchicha, que cada vez que sale levanta la cabeza y me ladra con un ladrido chillón como si me estuviese retando por ser tan chismosa. Debe de haber existido alguien como yo espiándonos desde un edificio vecino.

Noviembre era el mes bisagra. El mes de los cumpleaños que nos festejaban por adelantado para que entraran en el calendario escolar, de tardes sin tareas, de puertas abiertas al jardín que nos devolvía el olor dulce de los jazmines. Ir a la escuela era como ir de paseo, se respiraba el jolgorio de la despedida, miraba el aula que me iba a tocar al año siguiente con un sentimiento contradictorio de indiferencia y superioridad, pero era demasiado pronto como para pensar en eso. Antes venía el verano, todo el tiempo para nosotras. Ese tiempo lento, sin urgencia, que parecía no tener fin. Como dice el poema de Fabio Morábito: “Estábamos de vacaciones hasta el vértigo, teníamos entre manos un viaje sin regreso”. Hay un último verano del que quedan cuatro o cinco fotos, estamos en la terraza metidas en la pileta, lo singular es que también están metidos nuestros padres. Tiene que ser domingo, detrás del tanque de agua se ve el cielo de un blanco sucio, no hay viento y se adivina sofocante, mi hermana y yo hacemos pavadas que nos hacen reír y que parecen destinadas a hacerlos reír a ellos, una satisfacción que no se conseguía fácilmente. Nosotras nos reímos de forma exagerada mirando a cámara, mamá sonríe condescendiente pero en ninguna mira el objetivo, cierra los ojos o los desvía, diría que lo esquiva, se lo saca de encima. Que ellos se hubieran metido con nosotras era tan excepcional como que papá se dejara fotografiar, adentro del agua, con los brazos relajados sobre los parantes. El álbum familiar es una galería repetida de viajes, cumpleaños, escenas de juego y paseos de fin de semana, las protagonistas somos nosotras tres, eventualmente estamos rodeadas por un elenco de ocasión: abuelos, tíos, amigas de la playa, compañeros de escuela. Después están las fotos anteriores a nuestros nacimientos, la mayoría en blanco y negro. Ahí mamá es la modelo exclusiva, una veinteañera a gusto con su juventud o a gusto con lo que le devuelve la mirada de su admirador, siempre dispuesta (la disponibilidad que da el enamoramiento), incansable, desenvuelta y hasta gimnástica en su repertorio de poses con fondo marítimo, de montaña, de calles porteñas. El volumen de fotos es apabullante, muchas se repiten o varían apenas en un cambio de posición (sentada y de pie, de frente y de perfil). No hay nadie que la haya retratado con tanta devoción y al que ella se haya entregado con tanta serenidad. Son las fotos de un aficionado, de un amateur con alma de descubridor, de amante, de derroche. Con el correr de los años se va viendo la sombra de la mujer, que envejece criando a sus hijas, la mirada extrovertida y aventurera se vuelve para dentro, se pierde en sus nubes pensativas.

En papá también hay una distancia en su estar siempre detrás de la cámara, más que el afán de guardar ciertos momentos, el gesto voluntario o no de vernos de lejos. La insistencia es mutua. Él de alejarse y yo de tenerlo cerca. Creo que estaba trazando los límites de nuestra relación, una forma del desapego que no podía soportar. Estar juntos significaba aceptar esa distancia, papá detrás de la lente y yo delante, impaciente mientras él encuadraba y me pedía que no hiciera caras.

La pileta era una pelopincho nueva color verde con los sobrinos del Pato Donald estampados en el interior, regalo de mis abuelos. Puede ser que el estreno haya sido el motivo de esa atípica reunión familiar. La luz filtrada tiñe las fotos de una película verdosa y nos hace ver más antiguos de lo que somos. En una me acurruco contra el pecho de papá; en otra me pego a la cara de mamá. Reconozco esa forma aniñada de estar con ellos, insegura y asustadiza. Mis padres no van a volver a meterse pero nosotras sí, hasta que la lona se pudra y los caños de su estructura se oxiden y queden arrumbados en el cuarto de los cachivaches.

La frase caía de golpe, sin anuncio, con un ligero fastidio o, peor, con ese lamento que va acompañado del puchero infantil. En mí tenía el impacto de una confesión impúdica, las cosas que los padres no deberían contarles a los hijos. En los relatos de iniciación que narran la pérdida de la inocencia deberían incluirse estas confesiones. Aunque jamás aceptara su debilidad, ser una madre sola le daba investidura de mártir, su vida estaba regada de injusticias y aburrirse era una más en la lista. La frase se deslizaba, por ejemplo, a la hora de la siesta y en voz baja, no por vergüenza, sino para que llegue a los oídos que tenía que llegar. Con mi hermana no tenía ningún efecto, conmigo no fallaba nunca. Estoy aburrida. Decía mamá y yo sentía que algo tenía que hacer, trabajar de hija mayor tiene más encargos que privilegios. Y algo hacía. Escuchar y escuchar hasta que el aburrimiento se disipara a riesgo de caer en mi propio fastidio y aburrimiento, ser la figurante que daba los pies para que en su largo monólogo, que versaba sobre temas diversos aunque tenía predilección por analizar y diagnosticar el comportamiento de quienes la rodeaban, volviera a encontrar el entusiasmo perdido. Era un sacrificio que tenía su recompensa. Traerla de vuelta al mundo de los vivos, salvarla o salvarme, como si estuviera parada al borde de un precipicio y dijera: Voy a saltar. Y yo gritara ¡no! y corriera a atajarla.

El aburrimiento siempre estuvo ahí, como un fantasma sin forma, una amenaza, antes de pronunciarlo en voz alta, antes de quedarse sola con sus dos hijas. Lo puedo ver en fotos, lo puedo leer en la agenda perpetua que papá le regaló. Tiene el tamaño de un libro grande, tapa dura y cubierta sedosa color verde inglés, el canto de las hojas está teñido de un verde casi fosforescente y, pegada al lomo, una cinta bebé (también verde) sobresale de señalador. La encontré en un cajón y no debería tenerla yo, pero en el reparto de una mudanza urgente me la quedé. Me cuesta reconocer su letra inclinada hacia la derecha, más escolar y menos expansiva de lo que será después; la tinta azul enverdecida por el tiempo o por el papel amarillento. A primera vista, se trata de una paradoja. Una agenda se rige por el tiempo del calendario, en sus páginas los días y los meses se van sucediendo unos a otros, indefectiblemente, linealmente. En una agenda perpetua, en cambio, no se especifica ni día ni fecha ni año. Aunque impreciso, el registro sigue un orden sucesivo: Enero 1, Enero 2, Enero 3, etcétera. Podría ser el día de un año cualquiera, por eso mamá escribió a mano “1976” o “Miércoles”. La estrenó con un elogio tibio para un regalo que parecía pesarle, apenas unas semanas antes había parido a su segunda hija. Aun así, se prometió escribir todos los días una hoja con las impresiones de lo que le pasaba interior y exteriormente. Puedo verla un día pegajoso de humedad, sentada en un escritorio o mesa que no recuerdo, puedo ver los otros ambientes en penumbras para hacer más soportable el calor de la siesta, sus dos hijas lejos de ella, una dormida en el moisés y la otra al cuidado de sus abuelos. La agenda sería un diario donde registrar estados de ánimo, pensamientos y los procesos mentales que motorizaban su vida. No sé qué quiso decir con esto último. Usó las páginas al tuntún, salteando hojas en blanco. Casi toda la agenda está sin usar. No hay ninguna mención a lo que pasa fuera de la casa, ni siquiera hay tanto de lo que pasa adentro. Solo dos entradas personales acaparadas por el tedio de la maternidad. Me produce extrañeza y familiaridad esa mujer que siente marchitarse en los días del puerperio. Subtitulo las fotos de esa época con sus palabras, a ver si coinciden: pelo castaño oscuro recogido en una cola desprolija, piel lechosa, cara de sueño, ropa liviana y cómoda para desenfundar la teta que daba de mamar. Quizás papá eligió ese regalo porque en el fondo creía que daba lo mismo. Lo dice ella: los días se parecen unos a otros, todo es igual y no pasa nada importante. ¿Compararía la agenda repleta de reuniones de su marido con el limbo de hojas en blanco? La conversión de agenda a diario no funcionó, o solo en parte, quizás se sentía demasiado cansada como para agregarse una tarea más, quizás lo que hubiese podido escribir en vez de aliviarla la enfrentaría a un vacío que no se podía permitir. Se prometió escribir pero no lo hizo, guardó la agenda en el cajón como guardó todo, absolutamente todo. Como el anorak verde de su exmarido, como la caja de madera con las piezas incompletas de ajedrez, como los dos estuches con compases y otros instrumentos de medición de cuando él era estudiante de ingeniería. Nunca la vi tirar ni regalar nada. Tenía una casa grande y espacio suficiente.

Mis vecinas no salen a jugar y la terraza tiene un aire de llevar mucho tiempo deshabitada. La madre cuelga la ropa y vuelve para dentro, tampoco parece tener un buen motivo para salir. Los días se pusieron frescos, otoñales, como si el verano se hubiese arrepentido y postergara su llegada. La pelopincho está tapada con un plástico azul, un poco al descuido porque desde mi balcón puedo ver un triángulo de agua opaca. Algunas moscas vuelan alrededor. Arriba del plástico están apiladas las pelotas y los aros salvavidas. Pienso que se apuraron en estrenarla, cuando vuelva el calor van a tener que vaciarla y cambiar el agua sin haberla usado casi nada. El perro grande es viejo o perezoso y no asoma el hocico. El único que sale, como si hubiese estado esperando este momento, es el salchicha, que inspecciona la terraza con su trote de patas cortas a ver si está todo en orden. Todavía no sé cómo se da cuenta de que estoy ahí, apoyada en la baranda del quinto piso, y antes de volver a entrar levanta la cabeza y me mira como solo miran los animales, a los ojos y sin una pizca de falsedad. Me mira y me ladra.

Alejandra Zina nació y vive en Buenos Aires. Sus últimos libros son Íntima distancia (2021) y Hay gente que no sabe lo que hace (2016). Codirige la revista digital La forma breve.