Del otro lado de Andes, el que arranca cruzando la avenida 18 de Julio y termina en la calle Galicia, cerca del puerto y la terminal de ómnibus, encontré un enfriador de computadora baratísimo. En las últimas semanas el ruido de la máquina se volvió insoportable, aunque solo le presté atención cuando se empezó a apagar de golpe. El coolerpad (así se llama el aparato que compré) mejoró un poco las cosas y la máquina no se volvió a apagar. El nuevo ventilador, que incluye una luz azul alucinante, gira a toda velocidad indicando que todo marcha bien y se mantiene fresco.

La madrugada sigue siendo el mejor momento para escribir. Ahora mismo no sé qué haría sin el coolerpad, pero podría prescindir completamente de la botella de refresco Guaraná.

De este lado de Andes, el que arranca en la rambla y termina en 18 de Julio, conseguir bebidas refrescantes no puede ser más fácil. A la vuelta tengo el minimercado aséptico del edificio nuevo de la calle Mini; a media cuadra el venezolano de Maldonado; a dos cuadras El Baratillo de Florida y la panadería; a pocos metros la pizzería de Andes y Maldonado que las vende apenas un poco más caras. Cuando quiero ir a lo seguro, marcho directo al chino.

El chino se llama Guan y atiende junto a su señora. La pareja se complementa formidablemente. Cerca de la caja nunca falta una lata con ramas de perejil. Nadie diría que Guan ofrece unos superprecios, pero ha sabido sacar ventaja con grandes lotes de mercaderías y una selección especial de productos que se pueden adquirir con muy pocas monedas, como los ojitos de diez pesos. También vende unos snacks mexicanos que no hay en ningún otro lado, gran variedad de golosinas, algunas frutas y verduras, y fue el primero en incorporar el Nissin Ramen de pollo de 20 pesos que ahora se consigue hasta en la farmacia, también en sus versiones de marcas nacionales.

Sus clientes vienen de dos o tres pensiones cercanas y de una escuela de salsa, del montón de edificios nuevos de monoambientes salidos de una creciente burbuja inmobiliaria, de los hoteles que suelen ocupar los brasileños y de todas las esquinas de Andes donde paran y trabajan personas en situación de calle.

Cuando salga ya sé que me voy a cruzar con Líber. Lo conocí un día, volviendo a mi casa. Con notables habilidades sociales quiso saber cómo había sido mi día, vestido con un canguro y con las manos en los bolsillos. Ya lo había visto por Convención, golpeando las varillas de una reja con un palo. Durante algunas semanas el saludo se volvió ritual, pero también demasiado frecuente en un solo día; posibilidad habilitada por la cantidad innumerable de veces en las que salgo a comprar algo en el barrio. En algún momento pensé en no volver a salir solo para evitar el cruce. Entonces no le hablé más. Con el tiempo me di cuenta de que me enojaba conmigo mismo. A veces me sigue los pasos y sube por Andes atrás mío, en la vereda de enfrente o en un zigzag desconcertante. Líber, como otros hombres del barrio, tiene el aspecto de un fósforo quemado. De madrugada, tipo cuatro, lo veo por el balcón como un auto de Fórmula 1: gira por la manzana de casa como lo hace durante el día, una y otra vez, y repite la maniobra por Convención hasta que me voy a dormir. A veces prende unas pequeñas fogatas sobre el pasto de la rambla, también puede bailar o quedarse mirando los detalles de uno de los autos estacionados alrededor de los edificios. Los vecinos le tienen confianza, cuida sus pertenencias y entre sus habilidades está la de empatizar con las abuelas del barrio: les carga el carro de la feria o las bolsas de basura.

Lunes

De este lado, cada mañana, Andes despierta en la forma de un centro comercial. El paisaje que gana la vista hacia arriba, rumbo al Centro, es el de un pasillo de asfalto acondicionado en gran medida por los árboles plantados en las dos aceras y que entrelazan sus ramas para formar, en verano, una cúpula de hojas verdes que mantiene la temperatura templada y la iluminación nunca demasiado exaltada.

Solo por Andes te vas a cruzar con clases de karate, rotiserías, una iglesia evangélica, dos lavaderos, una cerrajería, un restaurante peruano, dos academias de música, una tienda de antigüedades, muchas pensiones y mercerías, la mayoría de ellas actualmente tapiadas o con las cortinas bajas, en testimonio de otra época igualmente efervescente.

A la altura de San José sobrevive con éxito la última botonería de la cuadra, un negocio familiar que vende todo tipo de cintas decorativas, apliques, brillantes y cristales para ropa de fiesta o carnaval. Cuando se agotó el elástico para hacer tapabocas, previsor, el hijo de Montelongo desenvolvió un cargamento guardado con elástico chino que agotó en pocas semanas.

Justo al lado de Divinísima, un centro de belleza, cosméticos y cuidado personal, se ubica una boutique de frutas y verduras con una pecera en la vidriera, que cerca de la Noche de la Nostalgia se convierte en una especie de discoteca con bolas de espejos.

Su dueño es extremadamente cuidadoso con la imagen de su negocio y también con su pulcritud, conservada a base de baños de hipoclorito esparcido con agua y escoba. A pocos metros de su vereda el olor a orina se vuelve intensísimo y se mezcla con el agridulce de los contenedores desbordados o con su basura tirada en el piso.

Después de la fruta podrida, los envases de plástico, la pasta seca hervida y las bolsas de leche, los ejemplares de la revista Selecciones Readers Digest se ubican entre los descartes más recurrentes y vistosos en la escenografía habitual del barrio.

Esa es la esquina con Canelones. Otro negocio fundido propicia un emporio de cajas de cartón ideales para dormir. La misma combinación se repite mientras se avanza hacia 18 de Julio, intercalando colchones, telas plásticas, frazadas, con las que se cubren los que duermen en la vereda, junto a sus ropas, radios, viandas de comida y botellas de bebida, salvo a la altura del liceo de educación secundaria, donde vive, desde hace años, una bandada de palomas que asustan a los vecinos con sus vuelos rasos de vereda a vereda.

Andes de este lado es, sin competencia, la calle más sucia de todo el Barrio Sur y el Centro de Montevideo. Para nada comparte la fama con su vecina Convención, y eso que Jaime Roos alguna vez se tomó una copa en un barcito que ahora es una frutería, al lado del quiosco de Mauro.

Acá hubo cines, salas de baile y antes de 1930 fue El Bajo: un barrio de Montevideo en el que se concentraban los prostíbulos y otros negocios sin habilitación municipal. La última vez que Andes obtuvo notoriedad en la prensa1 fue en 2014 por el desalojo del edificio Royal, alguna vez conocido como “El palacio de la pasta base”, donde era fácil conseguir alquiler por 3.000 pesos, pero sin luz y sin agua.

A pocos metros de allí, a partir de las seis de la tarde, se arma un barullo de gente alrededor del puesto de pizzas de Constantino: “Empecé en Colonia, con empanadas y pizzas, pero allá no había la cantidad de gente que hay acá”, cuenta el joven comerciante. “Al ser un pueblo chico, la venta quedaba bastante reducida a los mismos vecinos y entonces me mudé a Montevideo”.

Constantino Centonzio.

Constantino Centonzio.

Pensando en su posible seguridad personal, algo temeroso de la vida en la ciudad, primero se instaló frente a la tienda de Tata de 18 de Julio, pero en poco tiempo el éxito de su producto afectó las ventas del gigante de origen argentino y tuvo que irse de ahí.

“Mi clientela es muy diversa, tengo gente en situación de calle hasta un hombre que se baja de un Mercedes”, cuenta. Sus pizzas, elaboradas en el horno de su casa desde temprano a la mañana, vienen en variedad de 14 gustos que a la vez combina en una misma pizzeta hasta llegar a los 40, pero el número con el que encontró la suerte fue 200 (pesos), un valor notoriamente inferior a las que se consiguen en las cadenas de supermercados.

“En Colonia es muy normal que la gente se salude, acá la gente va muy tensa y al principio era difícil conectar”, reconoce sobre los primeros días en Montevideo. “Ahora, después de que me dieron una oportunidad, socializo con cientos de personas diferentes”, dice con orgullo, y explica: “Yo nunca apuro una venta. Lo primero es generar confianza en el cliente. Cuando alguien viene por primera vez, siempre digo: ‘Estamos acá toda la semana, vení cuando quieras’”.

El dragón y el boxeador

“Los ves que van de un lado para el otro”, dice Rodrigo, empleado nocturno en Drakos, un almacén que antes fue bar con hostal y la sede de una compañía teatral con un dragón gigante del que sobrevive su cabeza sobre las heladeras de bebidas refrescantes. Con algo de cansancio y los valores de un estudiante de educación física criado en Tacuarembó, admite que lo más vendido son los cigarros, en particular los viejos Coronado y Nevada.

Al contrario de otros despachantes del negocio de pasaje breve, Rodrigo se mantiene al frente de las noches de Drakos desde hace cuatro años. Antes trabajó en un depósito hasta que se aburrió y también de portero. En un brazo tiene tatuados los nombres de su familia con tipografía vikinga en el contorno de unas vendas de guerra.

Los viernes y los sábados abre hasta las cuatro de la mañana. Una radio que casi siempre sintoniza música reggae, a tono con los estantes de alfajores bajoneros, es su gran compañía. “En este local tenemos el vino La Estancia, que es el que más lleva la gente en situación de calle, bah, la gente en general”, relata Rodrigo “Si te ponés ahí un rato de noche”, dice, y mira por la ventana que da al cruce con Soriano, “empezás a ver cómo pasan de un lado hacia el otro”.

Gonzalo Balsa, propietario del bar Oxford, en Andes esquina Paysandú.

Gonzalo Balsa, propietario del bar Oxford, en Andes esquina Paysandú.

A esa altura, la calle es propiedad de un albino que cuida coches con oficio. Jesús y otro chino, un fanático de los auriculares y los lentes de sol con armazón blanco, son personajes que conozco menos.

Todo el mundo coincide en el buen corazón del boxeador. Antes de la pandemia trabajó como cuidacoches de Ciudad Vieja. Cuando ve la oportunidad, cuenta su historia deportiva inconclusa. Se lamenta, llora un poco por la injusticia del talento que no pudo terminar de vender, pero que todavía mantiene intacto.

El boxeador hace guiñadas. Lo del choque de puños le vino al pelo, cuando el saludo, que es también su gracia, se volvió conveniente y el único admitido durante los meses más bravos de la pandemia. Leyó revistas de cómics y siempre menciona a Ironman y el Capitán América. Cruza la calle sin cuidado. Vivió varios meses descalzo con los tobillos hinchados y cortados. Gritaba que se iba a morir y luego mejoró. Creo que mantenerse en permanente movimiento le hace bien. Como Líber, cuando se aburre de andar en esta vuelta del Centro, se va un rato hacia Ciudad Vieja.

La última opción

Hay días en los que el chino Gua cierra más temprano. No sé por qué, y aunque guardo el dato en el cerebro, siempre resulta una sorpresa desagradable cuando me topo con la cortina baja. La derrota anímica no tiene que ver solo con la guaraná impedida y los efectos menos simpáticos de una posible adicción. También hay algo de la visita a ese lugar familiar y cálido que queda anulado, por lo menos hasta el otro día. Detrás de ese metal arrugado hasta el piso existe un mundo caóticamente ordenado y colorido, fundado en una tradición ancestral que mueve a Guan y a su esposa a trabajar de sol a sol, no sé exactamente hasta qué edad, y a atender los caprichos más incomprensibles de una clientela como la de cualquier otro barrio: velas para macumbas, petacas de whisky, panceta, broches para el pelo, preservativos, pilas doble A, vainilla, morrones, hojas de afeitar, memorias USB, medialunas, espirales para los mosquitos, desodorantes, helados, masas secas, medias can can.

Entonces solo queda llegar hasta el quiosco de Mauro —a quien también le pertenece Drakos y algún otro negocio de la zona—. A la altura de su local, Andes casi se pega con 18 de Julio.

Mauro anda siempre en chancletas y se pone sandalias para atender el quiosco. Vende alfajores, refrescos, cigarros, vino y, además de las galletitas wafles de 35 pesos —oficialmente las más baratas del mercado—, ostenta con otras que no se consiguen en todos lados: las galletitas wafles de 20 pesos.

Cuando está libre sé que le compra al aséptico de la calle Mini y a otros colegas, para su consumo personal, mientras hace una de sus caminatas habituales por el barrio. “También me convertí en guía turístico”, dice, sentado en la puerta del quiosco con el infaltable pucho en la boca. El lugar coincide con la parada de varias líneas de ómnibus, entre ellas el 125 con destino al Cerro.

Rodrigo Midón en Dracos.

Rodrigo Midón en Dracos.

Su madre arrancó en el comercio con una lavandería, pero ni bien él pudo decidir dejó saber que prefería otro rubro. Su padre es Julio César Jiménez, una gloria del Club Atlético Peñarol, que también jugó en España, Argentina y Perú.

“Cambió bastante acá”, dice con un tono despreocupado que a veces puede confundirse con soberbia o malhumor. “Antes si ibas para abajo [hacia la Rambla] estaba bravo, pero ahora no hay ningún problema”. La charla es de a puchos porque la gente entra a su negocio todo el tiempo. Mauro conoce a todos los personajes de la zona. “Para serte sincero, al principio era una lucha constante. Porque no querés cruzarte todos los días con tal o cual persona”, dice. “Hasta que asumís que va a ser así, y pensás: ‘Bueno, vamos a tratar de tener una buena relación, de respeto y empatía’. Y así se dio que conocí a muy buenas personas. A veces las podés ayudar, pero hay días que podés ser vos el que necesite algo”, razona. “Las carencias que tienen son un poco las de todos. Hay días que derrapan y se van de mambo, como te puede pasar a vos. Por suerte, en ese vínculo encontré algo más, y yo me siento seguro”, dice.

Como Guan, Mauro abre cada 25 de diciembre y los primeros de enero, y no cerró ni un solo día durante la pandemia. Con todos los gestos y la palabra afirma el gusto por su trabajo. Acá dice haber encontrado su barrio, del que rara vez se aleja, y aprendió “con los gallegos” que la única manera de sostener un comercio es sin pausas.

En la vereda un cliente que llevó latas de la cerveza en oferta (2 x 100) arranca de la nada una tertulia sobre el vecino de enfrente. “Pensé que ya estaban terminadas las reformas”. Son las diez de la noche y miramos el primer piso del Palacio Salvo, la joya más preciada de Andes. Mauro sonríe y vuelve al negocio a atender a otro cliente.

Otros tiempos

Del otro lado de Andes, el que arranca cruzando la avenida 18 de Julio y concluye en la calle Galicia, cerca del puerto y la terminal de ómnibus, hay una cuadra de tiendas que solo venden ropa masculina: camisas, corbatas y zapatos se lucen en vidrieras impecables, de modelos muy exclusivos, en una armonía de formas y ángulos tan inquietante como agradable a la vista.

La bajada de este lado es más pronunciada y la afección de los sentidos tiende hacia los descensos. Debe ser por lo aburrido de las oficinas, como la del Ministerio del Interior o la esquina de la caja de jubilaciones de los profesionales universitarios. Acá se pierden alguna farmacia humilde y una florería, todo es más gris, aunque en verdad la pintura más vigente es de un ocre espantoso. El sol pega sin barreras y las dos veredas guardan una distancia mucho más grande que del otro lado.

Mauro Giménez en su salón de Andes casi 18 de Julio.

Mauro Giménez en su salón de Andes casi 18 de Julio.

Detrás de un semáforo se esconde la embajada de Francia y no se escucha ni una bocina. Unas cuadras más abajo, a la altura de Paysandú, el bar Oxford ofrece un poco de sombra y una milanesa al pan por 150 pesos.

Según Gonzalo, ahora en el mostrador, su padre compró el negocio en 1959, “el año de las inundaciones”. Superada la sobredosis de pintura celeste, cuatro clientes ocupan la barra como si fuera el living de su casa, mientras uno de ellos explica al resto sobre gigas de internet. En la pared más fresca del lugar ahora esperan todavía apagadas las máquinas tragamonedas, una de ellas con dibujos de la película Excalibur.

Una mujer rubia levanta su voz con un comentario gracioso entre un mar de gestos vencidos. A puro instinto, Gonzalo apura sus pasos cerca de la hora del almuerzo y, de todos modos, con una cercanía gentil de otro siglo nos cuenta pinceladas de su esquina heredada.

El de la foto cerca de la fila de botellas, vestido de boina y camisa de frisa a cuadros, es Francisco, su padre: “Llegó a Uruguay como todos los gallegos: pelado y a laburar. Fue mozo en los bares de la Plaza Independencia hasta que un día compró acá. Imaginate si sería diferente la época que con lo que ahorró en tres años le alcanzó para abrir su propio negocio”, relata, al tiempo que, casi resignado, escupe: “Se me están muriendo los clientes, las nuevas generaciones no tienen el hábito de juntarse a conversar mientras se toman una copa. Vos pensá que acá en un momento, de rambla norte y rambla sur, tenías 20 bares para elegir. Ahora el gobierno te come, tenés que pagar para abrir”, dice.

En una mesa del fondo un hombre inmóvil recibe la luz que entra por una ventana de la calle Paysandú. Tiene una camisa azul y sobre el cuello un adorno colgante con la apariencia de un cortauñas. Los rulos, entre blancos y grises y de abundante volumen, no pueden ser los de alguien que supere los 70 años, el cuerpo robusto no corresponde a ningún tipo de anemia.

El boxeador, un personaje de la calle Andes.

El boxeador, un personaje de la calle Andes.

Sobre el mármol de su mesa en soledad lo único encima es un gorro de sol, con motivos de Peñarol, cuyo detalle más simpático lo teje una vuelta de estrellas negras sobre amarillo.

Su esqueleto no bosteza ni baja la cabeza, no se encorva ni se inclina hacia atrás. No mira hacia un punto fijo ni se detiene en ningún detalle del lugar, no dice ni una sola palabra.

Federico Medina es cronista y periodista cultural en la diaria y el portal de la librería Escaramuza.


  1. Andes volvió a la prensa de la mano de su cambio de nombre hacia rambla sur. En setiembre de 2024 pasó a llamarse Germán Araújo, en homenaje al periodista y fundador de CX 30. Sin embargo, el periodista a cargo de esta crónica prefirió manejarse con la antigua nomenclatura, todavía demasiado ligada a la historia del lugar.