El novelista Karl Ove Knausgård se hizo famoso por prestarle una atención extraordinaria a la textura de la experiencia cotidiana, y sin embargo siempre se mantuvo conectado con lo que puede acontecer un poco más allá. Su segunda novela, Un tiempo para todo (2004), trata sobre los ángeles. En Un hombre enamorado (2009), la segunda entrega de su obra autobiográfica Mi lucha, describe el bautismo de su primera hija, Vanja. Tras la ceremonia, el cura se dispone a ofrecer la comunión. Para sorpresa de todos, incluido él mismo, Karl Ove avanza hacia el altar, se arrodilla, bebe el vino y recibe la hostia sobre la lengua. “¿Por qué lo había hecho?”, escribe. “¿Me había vuelto cristiano?”.

Entonces ahí estaba eso en lo que yo había estado trabajando el último año. No lo que escribía, sino lo que de a poco me iba dando cuenta de que quería explorar: lo sagrado... Estaba vinculado con la carne y la sangre, con el nacimiento y la muerte, y nuestra conexión con eso venía por el lado del cuerpo y de la sangre, de aquellos que engendramos y aquellos que enterramos, constantemente, sin pausa, era una tormenta que se cernía sobre nuestro mundo como lo había hecho siempre, y el único lugar que yo conocía donde se formulaba algo semejante, las cosas más extremas y sin embargo las más simples, era en esas sagradas escrituras.

Él no cree —en eso es claro—, y aun así el ritual ejerce su gravitación: “De todas formas, lo sagrado. La carne y la sangre. Todo lo que cambia y es igual”. Ese deseo por unirse con lo eterno —una conexión que no supone un espíritu incorpóreo, sino más bien, como en un culto vikingo, la materia ósea y el sacrificio— logra explicar, en parte, el poder de algunos pasajes indelebles de Mi lucha, sobre todo aquellos referidos al deceso alcohólico del padre y el momento en que la esposa de Karl Ove, Linda, da a luz a Vanja, y desciende “como un animal” al dolor de las contracciones repetidas y seriadas. Los críticos quedaron maravillados con la destreza de Knausgård para cautivar la atención de los lectores durante cientos de páginas superficiales, para transformar el tedio en obsesión, pero no era algo que el autor lograra sencillamente encadenando observaciones triviales; había un núcleo primordial que latía bajo las fiestas de cumpleaños infantiles, la ansiedad literaria y las disputas matrimoniales. Este hombre ávido por dar cuenta de cada momento de la vida estaba siempre apuntando hacia la muerte.

Cuatro años atrás, Knausgård —que se especializa en las novelas en serie, como si esa relación peculiar entre la parte y el todo, o lo que les exige a los lectores, encerrara la clave del sentido— publicó el primer libro de un nuevo ciclo. La estrella de la mañana explora la aparición, en el cielo noruego, de un astro hasta entonces desconocido y de los sucesos milagrosos y aterradores que se desatan a partir de ese momento. Después llegó Los lobos de la eternidad (2021), que retrocede 40 años para contar la historia de un noruego errante devenido empresario fúnebre y la de su hermanastra, una bióloga rusa, perdida durante mucho tiempo; cerca del final del texto damos un salto hacia el presente y la estrella asciende. El último volumen traducido al inglés, El tercer reino (2022), relata los días del reinado de la estrella y termina con su desaparición: “Y entonces cesó de brillar”.

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Todas estas novelas (¡larguísimas!) proponen un caleidoscopio de vidas y de voces entretejidas, y están contadas desde múltiples puntos de vista por numerosos narradores en primera persona. Hay un profesor de literatura, una enfermera, un periodista y un policía. Un arquitecto que lucha con un bloqueo creativo. Una pastora religiosa que brinda asesoramiento en un proyecto de traducción al noruego de la Biblia (tal como hizo el propio Knausgård en 2011) y que además está embarazada aunque no se acuesta con su marido desde hace meses. Cada volumen contiene, también, un ensayo o fragmento del libro escrito por uno de los personajes. Hay uno que analiza distintas tradiciones culturales en torno a la muerte y la agonía; otro que se presenta como una reflexión sobre Nikolai Fiódorov, el filósofo ruso que proponía la resurrección de los muertos a través de medios científicos.

Al comienzo, el ciclo de La estrella de la mañana parece ser una exploración de lo sagrado y lo sobrenatural, una suerte de relato de horror bíblico —en la Biblia, la “estrella de la mañana” hace referencia a Lucifer (“¡Cómo caíste del cielo, oh, Lucifer, estrella de la mañana! Has sido arrojado a la tierra, tú que debilitabas a las naciones”) y también al propio Cristo—. Sin embargo, la serie es también una exploración de la conciencia, de los hábitos y la sintaxis del pensamiento. Muy a menudo los personajes de Knausgård se dedican a pensar sobre el pensamiento mismo. Una bióloga investiga la conciencia de los bosques y las redes de comunicación que existen entre los árboles y los hongos. Un neurocientífico se pregunta si la gente en estado vegetativo piensa o recuerda cosas que no aparecen en las tomografías cerebrales. En otros momentos las circunstancias de la trama nos llevan a los límites de la cognición racional. Un artista en pleno brote psicótico escucha una voz sarcástica que parece ser la de Dios o la del diablo. Un adolescente tiene pesadillas que bien podrían ser apariciones. Los sonidos caóticos y atronadores de la banda Domen, cultora del black metal, generan en sus oyentes estados de éxtasis. Cuando un paciente psiquiátrico grita que “viene el Diablo”, el personal de la institución no le cree, pero los lectores sí que deberían hacerlo. En sus mejores momentos los libros de esta serie plantean preguntas profundas y difíciles acerca de los límites del conocimiento humano y generan un clima muy potente de inquietud y nerviosismo. Sus peores pasajes, sin embargo, resultan desmesurados y torpes, tan llenos de referencias y de diálogos tediosos que terminan por caer en la banalidad. A lo largo de casi 2.000 páginas (sin contar el último libro, aún sin traducción), generan un suspenso cuya resolución se demora, algo que podría ser interesante, pero que en la práctica termina siendo al mismo tiempo cansador y enojoso. Knausgård posee el don del encantamiento, casi como si fuera un hipnotista, pero Los lobos de la eternidad es uno de los pantanos más densos que me tocó atravesar en toda mi vida. Tuve muchas ganas de abandonar. Hacia el final de El tercer reino me sentía como asfixiada por la holgura monstruosa de semejante empresa. Era demasiado libro, en todo sentido. Estoy completamente a favor de esa literatura que rechaza el mandato del entretenimiento, esa que se ocupa de lo inútil, de las sobras, la que desdeña la concisión y la eficacia. Pero una cosa es el dispendio producto del exceso gozoso y de la extravagancia y otra muy distinta es el dispendio que se hace del tiempo ajeno.

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El comienzo de la serie es intenso. Ya que la forma de Knausgård tiene una interioridad implacable, su desafío radica no tanto en convencer a los lectores de que el mundo que creó es real, como haría un escritor de ciencia ficción, sino más bien en lograr que se interesen por las reacciones de sus personajes ante este acontecimiento inverosímil. Cada capítulo de La estrella de la mañana establece de inmediato una realidad cotidiana que se quiebra ante la aparición en el cielo de esa curiosa incandescencia. Muchos de los personajes tratan de lidiar con sus compulsiones, en general vinculadas con el alcohol, aunque en ocasiones también con la comida y las drogas recetadas. Varios tienen matrimonios infelices. Sus devaneos mentales terminan casi siempre enredados en racionalizaciones, lo que da paso, de un modo sutil, a la cuestión de cómo sería racionalizar lo milagroso en caso de que ocurriera. ¿Qué haríamos si algo cruzara los límites de la experiencia prevista y aceptada? ¿Estaríamos en condiciones de reconocer un hecho verdaderamente extraordinario en caso de que se produjera?

Las frases de Knausgård son briosas, los pensamientos de sus narradores avanzan con un ritmo fracturado, fragmentario. Muchos párrafos son breves, algunos tienen solo una o dos oraciones. Los pensamientos progresan, giran, retroceden, toman una nueva dirección. Algunas páginas parecen listas de tareas pendientes y sin embargo Knausgård les concede a casi todos sus personajes una vida interior atractiva: escuchan música y tienen algo que decir al respecto; otros son observadores muy agudos, como la enfermera que cierra las puertas del auto y nota que “los espejos retrovisores laterales se despliegan despacio, como las orejas de un animal que de pronto hubiera percibido algo”, o el profesor que piensa que “las dos ventanas abiertas de la cocina parecían alas... como si la casa acabara de aterrizar y estuviera por volver a despegar para salir volando”. En el libro palpita una enorme sensibilidad hacia el mundo natural, y es interesante ver cómo los narradores, valiéndose de metáforas, les insuflan vida biológica a ciertos objetos inanimados.

De todas formas, esas imágenes rara vez duran mucho. Los pensamientos tienden hacia la acción, hacia lo que hay que hacer o decir después. Los objetos no se abren para dar paso a la remembranza, como es tan habitual en la ficción literaria. En cierto momento, una enfermera llamada Solveig está de guardia en el hospital cuando ingresan a una joven que acaba de tener un accidente terrible en el transporte público. La chica tiene hemorragia cerebral y torácica y, sin embargo, cosa curiosa, su corazón sigue latiendo. En el quirófano, la enfermera nota que “tenía un collarcito, parecía que lo hubiera hecho ella misma, abalorios de plástico de todos colores, con letras cuadradas y diminutas que formaban el nombre Alice”.

No es difícil imaginar, en cualquier otra novela, cómo esto podría disparar los recuerdos de Solveig sobre su propia infancia, o sobre la de su hija, los vínculos con algún collar parecido que una de ellas había hecho o usado. Pero aquí el collar de Alice no es más que el collar de Alice, un signo algo sensiblero para señalar su inocencia, un primer plano destinado a que los lectores experimenten un poco más de emoción o de apremio por el estado de la joven. Y se trata de una descripción genérica; la única especificidad es el nombre. Acaso darle más particularidades al objeto sería una falta de tacto; la vida de la chica se está apagando y Solveig no tiene ni tiempo de identificar los colores exactos del adorno. Solo importa de qué tipo de collar se trata. Ser más específico sería arriesgarse al lirismo. De modo que sin mucho más preámbulo pasamos a las partes más importantes, la sangre y el cuerpo, la tensión por saber si Alice va a sobrevivir. La primera persona autobiográfica, que Knausgård usó en Mi lucha y en el cuarteto de las estaciones que vino después, puede crear en un texto una suerte de energía nuclear. Amplía las posibilidades, crea un personaje que vibra entre el arte y la vida, alguien que es ambas cosas y ninguna a la vez. Escribir desde la primera persona de un personaje de ficción es un desafío de otro orden. Los movimientos que puede hacer el autor son limitados. En ocasiones es como si Knausgård perdiera la fe en esa primera persona, o como si no supiera con certeza si alcanza para transmitirles a los lectores todo lo que él quiere. En Los lobos de la eternidad, cuando conocemos al personaje de Alevtina, ella está mirando desde una ventana alta a la gente que pasa por la vereda:

Desde arriba parecían trilobites en el fondo del mar. Era la clase de reflexión que solo haría alguien que se dedica a lo mismo que yo, pensé con una sonrisa mientras echaba un poco de café instantáneo en la taza y ponía agua hirviendo.

Quizá cada vez que una científica tiene un pensamiento científico reflexiona sobre la idea de que se trata de su propia profesión, pero aquí parecería más bien que Knausgård quiere estar seguro de que entendimos la referencia de Alevtina y sacamos las conclusiones adecuadas. En general, sin embargo, ese encapsulamiento en la primera persona le permite al autor crear mucho suspenso, especialmente en La estrella de la mañana, donde la periferia se llena de bestias infernales: entes terroríficos, especies de pájaros con rostros de persona, una criatura humana con cabeza como de buey y ojos amarillos (por no mencionar a los fantasmas). Los lectores, que saben más que los personajes, sienten un miedo creciente a medida que van pasando las páginas.

En uno de los últimos capítulos, Jostein, un periodista alcohólico, sufre un derrame cerebral y termina vagando por una especie de limbo en el que busca a su hijo muerto para devolverle la vida. Esas páginas me resultaron angustiantes, de hecho me dejaron al borde del pánico. Es que Knausgård, ha quedado claro, es muy diestro a la hora de reinterpretar a Stephen King. Para cuando terminé de leer La estrella de la mañana, esa puerta que el libro mantiene abierta entre la tierra y el más allá se había convertido en una hendija en mi cabeza entre el mundo ficcional y el mío propio. La muerte me empezó a generar una ansiedad casi obsesiva, el más allá me daba miedo, y también me aterrorizaba la idea de empezar a escuchar, como en el libro, ese llamado, esa revelación —kalilkalilkalilkalil— proveniente de los bosques.

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Hacia el final de La estrella de la mañana, Viktor, hijo de Egil, ve por la ventana a una persona que, según anuncia al borde de la histeria, no es humana. “¿Acaso se abrieron las puertas del infierno?”, se pregunta Egil, curiosamente impasible ante la idea. Un tiempo después, otro personaje va a buscar a Viktor y a Egil a su casa, y no los encuentra por ningún lado. ¿Qué les pasó? En el último capítulo accedemos al ensayo de Egil, que alcanza el clímax con un relato atrapante y sobrecogedor acerca de su encuentro en un tren con un hombre destrozado por la pena, el camino que emprende junto a él para acompañarlo al entierro de su hija y el posterior hallazgo del cuerpo ensangrentado de la niña en un parque. La novela termina sin que sepamos qué ha pasado con esos personajes ni dónde están; los lectores, expectantes, tal vez estén a punto de enterarse de algo terrible. ¿Por qué, entonces, Los lobos de la eternidad retrocede 40 años y durante 800 páginas se aleja de esa historia para desarrollar un relato con dos personajes nuevos? ¿Eso qué es: sadismo o vanguardia? ¿O se trata tan solo de esa creencia errónea según la cual más —más personajes, más páginas, más historias secundarias, más ideas— consigue que una obra tenga mayor sentido?

La primera mitad le pertenece a Syvert. Lo vemos por primera vez en los años ochenta, cuando es un adolescente que acaba de volver del servicio militar. Su padre, también llamado Syvert, murió varios años antes al caer en el auto desde un puente. (Aparentemente, un personaje de La estrella de la mañana, Helge, fue testigo del accidente, pero en aquella época era un niño y el miedo le impidió informar el hecho). Mientras está en casa, Syvert se enamora de una chica del pueblo y juega al fútbol con sus amigos de la infancia. También tiene sueños muy extraños en los que aparece su padre y además descubre, escondidas, varias cartas de él, escritas en ruso. Las manda a traducir (a cambio, el traductor le pide que lea Crimen y castigo), y se entera así de que su padre, al momento de morir, tenía un romance con una mujer de Moscú y estaba a punto de dejar a su madre. Tanto empeño pone Knausgård en aplazar el regocijo de los lectores que cuando el objeto de los deseos de Syvert por fin va a su casa, se queda a pasar la noche, pero él ni siquiera la besa. (Más adelante se va a casar con ella, por si a alguien le importa).

La segunda mitad del libro da un salto hacia el presente. Ahí conocemos a la media hermana de Syvert, Alevtina, una bióloga. Es amiga de una poeta que solo existe en esta novela a fin de que Knausgård tenga una excusa para incluir su ensayo “Los lobos de la eternidad”, que habla sobre Fiódorov, la criogenia y el sueño de la resurrección. (El título parece el nombre de una banda adolescente, pero en realidad viene de un ensayo de Marina Tsvetaeva). Las secciones dedicadas a Syvert y a Alevtina están interrumpidas por una trama menor en la que participa un camionero que entrega contenedores destinados al proceso de congelación criogénica. Hacia el final del libro, para la época de la estrella, escuchamos unos golpes que vienen del interior de los contenedores.

Personajes interdependientes cuyas acciones del pasado salen a la luz, destinos unidos en una trama de consecuencias: he ahí la materia prima del realismo literario. Pero me da la sensación de que Knausgård intenta otra cosa con esa urdimbre; parece menos interesado en los vínculos entre las vidas que en la idea de que el pensamiento en sí mismo puede adquirir una forma colectiva, ser una suerte de organismo que excede cualquier existencia individual.

En su posgrado, la joven Alevtina quiere estudiar la micorriza, la simbiosis entre los árboles y los hongos. Le atraen los bosques porque le parecen muy alejados de la vida humana: “Silenciosos y parcos, con una presencia que yo llegaba a percibir pero en la que era incapaz de entrar”. Alevtina no es una persona religiosa y sin embargo es a través de ella que Knausgård ofrece una alternativa a la “carne y la sangre” de lo divino. A bordo de un tren que la lleva hacia un centro de investigación remoto, ahí donde planea escribir una propuesta de tesis, mira por la ventana y ve “vida sobre vida que se pierde en la distancia”. Una vez en el centro de investigación, recolecta hongos alucinógenos y se los come. Tal como es de esperar, experimenta tanto el summum de la conexión —“No existían más que patrones, remolinos, corrientes. Y yo era uno de ellos”— como el máximo terror.

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El gesto más amable que podemos tener respecto de Los lobos de la eternidad es leerlo como el intento de Knausgård por crear una estructura novelística similar a ese entramado forestal que está investigando Alevtina. Si cada personaje fuera un árbol cuyo sentido crece cuando forma parte de una comunidad, entonces tal vez esta segunda entrega pretenda ser una suerte de hongo que le aporta nutrientes —historia, relatos secundarios— al organismo literario. Lo que importa, entonces, no son los personajes individuales ni alguna línea argumental en particular —vayan las disculpas del caso para Egin y Viktor, perdidos en un bosque lleno de demonios terribles—, sino el sistema en el que se ubican. “¿Podemos siquiera imaginar otro idioma?”, pregunta Alevtina. “¿Un idioma no humano? ¿Un pensamiento no humano? ¿Otra forma de existir en el mundo que no sea la nuestra?”. Por desgracia no lo consigue. Por momentos me descubría con ganas de estar leyendo esos libros de no ficción en los que Knausgård había encontrado los datos sobre los árboles, y no una versión procesada por Alevtina. Gran parte de lo que cuenta el personaje tiene algo como de paráfrasis. Puede que esos pensamientos sean verosímiles —los científicos piensan sobre las cosas que investigan—, pero la ejecución resulta ardua. No alcanza con que una novela de ideas se limite a exponer ideas que resultan, en sí mismas, interesantes. No basta con que alguno de los personajes plantee una pregunta interesante o tenga una idea desafiante. “¿Qué son, en definitiva, los pensamientos? Nos abordan no como imágenes ni como sonidos, sino como otra cosa, una suerte de presencia que es en parte lingüística y en parte... bueno, ¿qué?”, se pregunta un neurocientífico en El tercer reino. No alcanza con estos devaneos de fumón para que el material se ponga en movimiento. Y reiterar el proceso en decenas de personajes es casi como convertirlos en marionetas.

Cuando en 2014 Sheila Heti reseñó Un hombre enamorado, advirtió la forma en que Knausgård va envolviendo un pensamiento con otro, de modo que el lector pierde de vista el punto de origen, “como si todo pensamiento fuera una digresión dentro de otra digresión: hasta nuestras vidas son digresiones dentro de una historia más amplia que hemos perdido de vista, e imaginamos que nuestra propia historia conforma la trama central, algo que al mismo tiempo es y no es cierto”. Una estructura semejante, tan digresiva, funcionaba de maravillas con un único narrador. El problema aquí es que cuando Knausgård usa la digresión más allá de los límites del yo, cuando la novela entera parece una digresión, la paciencia de los lectores se dobla tanto que termina por quebrarse. La falta de límites se convierte en un torbellino de arbitrariedades.

Quizás este desvío hacia las historias de Syvert y Alevtina habría funcionado si Los lobos de la eternidad incluyera más de aquellos ensimismamientos que Knausgård iba tejiendo tan hipnóticamente en los primeros libros de Mi lucha. Pero aquí se nos enfrenta al tedio de la conciencia sin muestras de reflexión o de perspicacia. Un personaje es bastante insípido, el otro habla irreflexivamente. Tuve la sensación de que el libro no iba a terminar nunca, algo que durante un buen rato fue así. ¿Perderíamos algo si el relato no se adentrara en todos los callejones sin salida hacia donde conduce la investigación de Alevtina? ¿Necesitamos saber tantos detalles sobre el vínculo que tiene con su padre adoptivo? La vastedad del ser puede llegar a brillar con una potencia cegadora —cada pequeño individuo con sus pasiones y sus apegos, sus minucias, siempre con la certeza de que somos algo inmenso, pleno, cuando nuestra existencia no es más que un parpadeo fugaz y minúsculo que avanza hacia una muerte sobre la que nada sabemos y para la que no estamos listos—, pero solo si los lectores no deben luchar a cada página con el deseo irrefrenable de cerrar el libro para no volver a abrirlo jamás.

El tercer reino retoma donde se había quedado La estrella de la mañana, como si fuera el relanzamiento de una serie de TV después de una segunda temporada que ha sido un fracaso. Y, también como en una serie de televisión, se nos ofrecen los puntos de vista de ciertos personajes secundarios del primer libro: un cónyuge, un chico, personas que conocíamos solo de pasada. Hay dos líneas narrativas centrales. Una se enfoca en Ramsvik, un hombre que en La estrella de la mañana es declarado muerto, pero que luego, mientras los médicos le abren el pecho para donar los órganos, empieza a mostrar signos vitales. En El tercer reino hay también un capítulo desde la perspectiva de Ramsvik en el que recuerda episodios de su vida como si se tratara de una espiral de la que no consigue huir. Los diálogos que tienen los médicos de Ramsvik sobre el tema de la conciencia carecen de toda tensión dramática —leer un diario podría causar el mismo entusiasmo—, pero poder estar dentro de su cabeza es una experiencia angustiosa e impactante. Es como si Knausgård se acordara demasiado tarde de que es un escritor de ficción y que puede hacer cosas dignas de un escritor de ficción.

En sus mejores partes, El tercer reino profundiza una línea narrativa de La estrella de la mañana que incluye el mundillo noruego del black metal y una investigación policial en torno a un espantoso asesinato triple, durante la que el detective a cargo del caso, un hombre curtido, llega a convencerse de que el mismísimo diablo está involucrado en el asunto. Las víctimas son tres integrantes de una banda de black metal anticapitalista llamada Domen. En cierto momento, el detective entrevista a un historiador de la música, lo que le permite a Knausgård ofrecer a los lectores, de un modo algo artificioso, cierto trasfondo cultural, sin quebrantar el marco de la primera persona.

El autor nos presenta a Domen desde el punto de vista de Line, una chica un poco cándida que mantiene un vínculo amoroso con el cantante principal, Valdemar, una figura misteriosa, casi de culto, que se expresa por medio de koans, grita sobre el escenario y flirtea con el nacionalsocialismo. (Valdemar sostiene que hay tres períodos históricos —el reino de Dios, el reino del espíritu y el reino del hombre— y que ahora estamos, sí, en el tercer reino). La mayor parte del tiempo el relato de Line es sencillo, incluso banal. Cuando llega al concierto —al que solo se puede entrar con una invitación especial y que tiene lugar en una granja sueca donde de inmediato le confiscan el teléfono—, se da cuenta de que todos van vestidos a la vieja usanza: sombreros negros, chalecos, tiradores, faldas blancas. Ella tiene puestos unos pantalones de gimnasia Adidas, negros, que de pronto ya no le parecen tan adecuados:

¿Y si le pedía prestado un vestido a esa chica de pelo fino?
Ja ja.
Volví a recostarme y me dieron ganas de llorar.
Pero no había razón. ¿Me tenía que derrumbar solo porque me sentía fuera de lugar?
Tal vez los inadaptados eran ellos, no yo.

La música de Domen no solo transforma lo que piensa Line (el metal “le llega”), sino también cómo lo piensa:

De a poco la música empezaba a cambiar de forma, y en brevísimas ocasiones, cada tanto, el ruido amorfo cesaba, y esto se repetía, y se iba transformando en un ritmo hecho de franjas sonoras, que se extendía durante largas secciones, o bien descendía en golpes agudos y reiterativos, y era como si cada músico estuviera inmerso en su propio pandemonio, hasta que después, en raptos fugaces, se unían, como elementos de un sistema más amplio que ahora se encontraban, para un segundo después volver a separarse.

A lo largo de toda esta serie de libros, los estados alterados —inducidos por el alcohol, las drogas lisérgicas, la música— le ofrecen un respiro a la rutina incesante de la conciencia. A medida que la mente de Line se expande ante la potencia caótica del sonido —y ella se va conectando con una dimensión de la sensibilidad menos egoísta—, también cambia el estilo de la prosa, adquiere nuevas ondulaciones. Me habría encantado que Knausgård escribiera una novela aparte dedicada solo a Domen. Su destreza para prestarle atención a la veta de la experiencia me resulta más valiosa cuando se trata de una experiencia primordial, cuando se acerca a la dimensión sagrada de “la carne y el hueso”.

No debe de ser fácil escribir algo después de Mi lucha. Como señaló Tim Parks hace una década en estas mismas páginas, ni siquiera fue fácil terminar la serie1.

El Knausgård que escribió los últimos tomos era un Knausgård distinto: la fama y las presiones para que publicara y hablara, para dejarse celebrar como un genio, estaban destinadas a transformar la vida del artista y de su proyecto. Hay que reconocer que se animó a aventurarse en nuevos territorios. Y sin embargo, a pesar de las diferencias aparentes entre las sagas La estrella de la mañana y Mi lucha, el problema podría ser que no se ha aventurado lo suficiente, que no ha profundizado lo necesario en esos horrores a los que se asoma antes de dar media vuelta.

Tal vez todo se revele a su debido tiempo. No tengo intenciones de averiguarlo. Puede que los libros de La estrella de la mañana sean víctima de sus logros previos: el primer volumen tuvo tanto éxito a la hora de hacerme pensar en mi propia muerte que me molestó tener que pasar tiempo de vida con lo que vino después. Knausgård parece creer que los lectores lo van a seguir por todos los caminos habidos y por haber, por cualquier desvío que elija tomar, y que están dispuestos a viajar indefinidamente sin un destino claro. Un escritor que espera una fe semejante ya no está interesado en Dios sino más bien en ser Dios.

Publicado originalmente como “As I Lay Dying”, The New York Review of Books, 7 de noviembre de 2024. Copyright © 2024 Christine Smallwood. Christine Smallwood es autora de la novela The Life of the Mind y de La Captive, un estudio sobre la película homónima de Chantal Akerman (noviembre de 2024).


  1. “Stifled by Success” [Asfixiado por el éxito], nybooks.com, 12 de marzo de 2015.