Teníamos un objetivo modesto, acorde a dos hombres de mediana edad. No esperábamos encontrarnos con un puma, sobrevivir a la caída de una cascada o ni siquiera escapar mucho rato de la solapada muerte espiritual que depara la vida moderna en las ciudades. Tan sólo pretendíamos que, por primera vez en nuestra incipiente carrera de aficionados a los viajes en canoa, no lloviera.

Cada vez que recordaba un momento de nuestras incursiones náuticas, en especial los más dramáticos, sólo lograba evocar con claridad la lluvia. Cuando nadamos detrás de nuestras provisiones en un tumultuoso río Queguay, cuando la canoa se nos dio vuelta en los rápidos del Santa Lucía, cuando la tarde caía bajo el centenario puente de tablas Andrés Pérez en Paysandú y no encontrábamos lugar donde acampar tuvimos la lluvia como telón de fondo, igual que en las escenas sentimentales de una mala película de un sábado a la tarde.

Para cambiar la historia, reprogramamos una y otra vez la fecha de nuestra travesía de cuatro días por el río Cebollatí, una tarea ardua en un país en el que la meteorología se ha transformado en una continua sinopsis de cine catástrofe. Dos veces cambiamos los planes por los anuncios de ciclogénesis explosivas y otras amenazas lingüísticas de naturaleza ominosa, hasta que, envalentonados por un pronóstico relativamente favorable, salimos al fin a buscar una canoa que nos esperaba en Treinta y Tres.

Parecía que lo lograríamos. Durante el viaje en auto desde Montevideo hasta esa ciudad, mi hermano Lechu y yo evitamos mencionar en voz alta nuestros propósitos y nos cuidamos especialmente de pronunciar la palabra canoa, igual que un avión que vuela con perfil bajo para no ser detectado por los radares. A falta de 40 kilómetros para llegar al destino, el tiempo, de alguna manera, lo supo. Comenzó a llover. No con las gotitas chispeantes que el pronóstico del tiempo preveía, sino con la furia de un dios que se siente engañado, con determinación malévola e incansable, con un sonido de risa histérica de meteorólogo.

Cuando canta el gallo azul

Nos habíamos propuesto hacer en canoa un tramo de unos 80 kilómetros por el río Cebollatí, desde Paraje Averías (entre Rocha y Lavalleja) hasta la Picada de Techera, en Treinta y Tres. Nuestro objetivo original era alcanzar la laguna Merín y visitar de paso la Isla del Padre, un relicto uruguayo de la mata atlántica brasileña, pero lo modificamos luego de que navegantes con más experiencia nos advirtieran que la Prefectura no nos dejaría pasar y que las olas en la entrada de la laguna probablemente hundirían la canoa, una perspectiva desafiante considerando que ya no estábamos en condiciones de tentar a más divinidades acuáticas. Que uno de los recodos de ese tramo final se llamara Vuelta del Infierno no nos inspiraba tampoco demasiada confianza. El último tramo de los 235 kilómetros del Cebollatí es famoso también por las historias de ahogados que vuelven en forma de fantasmas, como el de la mujer de blanco que según la leyenda se muestra frente a las embarcaciones antes de llegar a la laguna Merín. Nosotros no deseábamos socializar con ningún ser humano, fuera etéreo o de carne y hueso.

Nuestra primera misión, en realidad, era encontrar en Treinta y Tres al señor Lladó, un veterano amable al que le encomendamos la tarea de trasladarnos junto con una canoa alquilada hasta el punto de salida. Resultó estar en un bar de su propiedad, en el que también resistían dos o tres paisanos con aspecto de no haber salido de allí en mucho tiempo.

En aventuras anteriores debimos cruzar ríos con corrientes traicioneras, perseguir bidones escapistas durante cientos de metros y completar 60 kilómetros con una canoa agujereada, entre muchas otras peripecias, pero nada me produjo tanta adrenalina como cruzar ese bar vestido con mi short turquesa hipercorto y mi camiseta gris brillante, que es mi extraño y poco discreto uniforme de remero. Intuí en las miradas de los parroquianos que nadie con tan poca ropa había entrado jamás a ese bar, aunque guardaron un silencio respetuoso mientras cargábamos todo en la camioneta.

Llevábamos dos tarrinas y unas cuantas bolsas estancas con el equipaje, la comida justa para cuatro días, una serie de elementos vanguardistas de camping provistos por mi hermano —heredero de todo el pragmatismo familiar—, seis galletas cuadradas compradas en, según críticas en Google, "la mejor panadería del mundo, sin exagerar", y un bidón de agua que se convertiría en motivo de discusión, porque los bidones siempre parecen adquirir un protagonismo inusitado en estos viajes.

Propiedades terapéuticas del río

Paraje Averías, con su poco prometedor nombre para iniciar un viaje en canoa, no es la mejor carta de presentación para el Cebollatí. En los alrededores de la bajada nos topamos con basura, bolsas de nailon y hasta electrodomésticos oxidados entre la vegetación, pero desde allí hasta la Picada Techera, tramo en el que no hay pueblos ni paradas con bajadas para vehículos, no volvimos a ver más desperdicios humanos. O prácticamente humanos, pero ya llegaremos a eso.

Bajo un cielo nublado de mediodía, que se apiadó lo suficiente como para pausar las lluvias, el río parecía una cinta ancha de color cobrizo, tan crecido por las lluvias de las semanas anteriores que devoraba las orillas y hurgaba indecorosamente entre la vegetación espesa. Visto así conformaba una postal posapocalíptica hermosa, sensación que se acentuó cuando dejamos atrás el puente de la ruta 14 y el río nos tragó, aislándonos de todo lo que ocurría fuera de él.

Ese es el mayor encanto de navegar en canoa por un río en el que no hay casi rastros de presencia humana: las preocupaciones del mundo exterior se diluyen y desaparecen. Sólo importan las urgencias que dicta el río, como intentar que la canoa no se dé vuelta, buscar un lugar donde acampar y pensar un sitio para ir con la palita cuando la naturaleza apremia. Es muy superior a la meditación si uno busca paz mental y muy inferior si uno aspira a mantener su salud lumbar.

Cuando está crecido, el Cebollatí es ancho y tranquilo, pero corre con bastante fuerza. Está flanqueado por bosques ribereños de aspecto selvático, salpicados de palmeras y una mezcla de especies nativas y exóticas que no permiten adivinar nada de lo que hay detrás. Los únicos compañeros del río son los biguás que carretean nerviosos sobre el agua en cada curva, las garzas moras indignadas ante la continua invasión de su privacidad, golondrinas azules y pardas que se lanzan en picada a beber del río y un etcétera largo de aves. Parece intocado por la mano humana, aunque eso, claro, es sólo una bella ilusión.

El Cebollatí está en una zona de actividad agrícola y ganadera intensa, como se nota si uno presta suficiente atención. Cada tanto se escucha el sonido de las avionetas fumigadoras y las únicas construcciones humanas que se ven en las orillas, al menos en ese tramo, son tres o cuatro tomas de agua para riego, principalmente para el arroz (además de un caño de vertido de aguas). Fertilizantes y agroquímicos se escurren desde los campos hasta llegar al Cebollatí, igual que a otros ríos de la cuenca de la laguna Merín. Estudios de impacto ambiental del período 2015-2019 mostraron valores elevados de fósforo en el río, por encima de los límites máximos que prevé el Ministerio de Ambiente, incluso en la estación de monitoreo cerca de Paraje Averías.

Un hombre se baña dos veces en el mismo río

Conociendo estos desafíos ambientales, mi hermano había preparado varias soluciones ecológicas para no colaborar con el impacto ambiental acumulado de la región. Llevó un repelente natural que causó gran excitación en los mosquitos de la región. Cada vez que se lo aplicaba sobre la piel, se revolcaban gozosos en él, como si estuvieran al tanto de las bondades ambientales del producto y consustanciados con la causa. El objetivo ecológico lo cumplía con creces, pero el calificativo de repelente se veía desafiado por la cualidad magnética que parecía ejercer sobre los mosquitos.

Cuando nuestro único bidón de agua potable iba por la mitad, a mi hermano se le ocurrió rellenarlo con agua de río filtrada, como llama en forma optimista al agua procesada por un tubito que gotea como la sonda de un moribundo. Luego, al modo de un MacGyver que supo pasar un par de años en la Facultad de Química, puso dentro del bidón unas rodajas de limón y lo colocó al sol. "La radiación solar mata las bacterias si la dejás actuar varias horas, pero el proceso se acelera si interviene un medio ácido como el limón", me dijo. Al poco rato el agua adquirió el color de un bidón de nafta y un sabor apenas superior, probablemente la verdadera causa del suicidio en masa de las bacterias.

Llevó también jabón biodegradable para los dos. Más tarde comprobaría lo difícil que es bañarse desnudo en un río con un frasquito de jabón biodegradable en la mano: no hay dónde poner el frasco, naturalmente —sin sugerencias, por favor—, lo que obliga a uno a ejercer fricción donde puede con una sola mano mientras lucha contra la corriente. El resultado es higiénicamente discutible pero graciosísimo de ver a la distancia.

Bastante antes de eso, cuando aún faltaba para que el sol se ocultara, teníamos preocupaciones más urgentes que llegar con una mano a los rincones más recónditos de nuestro cuerpo. El Cebollatí estaba tan crecido que todas las playitas que habíamos visto en Google Maps estaban sumergidas. No encontrábamos ningún sitio donde bajar y pasar la noche.

Nuestro plan era hacer 15 o 20 kilómetros la primera tarde y remar más intensamente al día siguiente, pero la espesura exuberante de las márgenes tenía otros planes, consistentes en mantenerse impenetrable para vehículos náuticos y sus tripulantes. Para peor, comenzó a llover de vuelta, como para enfatizar el tenor acuático del inconveniente.

Cuando ya estábamos dispuestos a parar donde fuera, incluso en dos metros cuadrados de tierra fangosa, el río hizo una gran curva a la derecha y vimos un grupo de biguás posados en una playita de arena con un lugar perfecto para acampar. Habíamos remado 32 kilómetros en unas pocas horas, poseídos por la amenaza de pasar la noche embarcados sobre el río. Las nubes se despejaron, un cielo furiosamente estrellado se abrió sobre nosotros y el río nos arrulló como si estuviéramos solos en el mundo.

Foto del artículo 'Dos hermanos en el Cebollatí'

Más tarde, metido ya en la carpa, tarareé mentalmente la canción "Gallo azul". "Yo acampé en el Cebollatí”, canturreé, con la diferencia de que no me acompañaba una brasileña sino mi hermano, que seguro ronca mucho más fuerte. A la noche siguiente acamparíamos en un nuevo lugar del Cebollatí, mucho mejor que el primero, pero tendríamos visitas extrañas.

La luz mala

Un hermano menor tiene siempre 10 años, sin importar si ya es un hombre canoso que ha cruzado la mitad de su vida. Es imposible escapar a la dinámica familiar forjada en la fragua invencible de la infancia, para bien o para mal. El que fue ocurrente será siempre ocurrente, el distraído será distraído, el que tiene fama de torpe se sentirá torpe y así sucesivamente cada vez que las piezas de la familia se unan, como si el cerebro pudiera reprogramarse para cumplir la función seteada por defecto.

En eso pensaba en la mañana de nuestro segundo día en el Cebollatí al observar en acción la practicidad de mi hermano mayor, que hacía y deshacía nudos corredizos, desenterraba las estacas fabricadas por él mismo el día anterior y desarmaba el sistema de cuerdas para el toldo de las carpas, tareas que yo entorpecía ocasionalmente con buena voluntad. Pese a mi entusiasmo por la naturaleza y los campamentos en lugares remotos, mi cerebro no quedó configurado para aprender con eficacia ese tipo de cosas, carentes de interés para mí durante mi infancia ya remota.

Lo comprobaría más gráficamente unas horas más tarde, cuando mi hermano me dio una navaja suiza y me dejó a cargo de abrir una lata de salchichas mientras preparaba el resto del almuerzo. Cuando, unos minutos después, atinó a ver qué tal iba el asunto, la lata y yo estábamos en tablas tras un breve pero feroz combate. Yo sangraba en una mano, producto de un corte recibido en un ataque cobarde e inesperado, pero me había defendido con valentía y la lata no se encontraba en mucho mejor estado. Estaba parcialmente abierta y deformada, exhausta por los esfuerzos hechos al negarse a entregar su contenido. Mi hermano quedó impactado al ver el carácter dramático que le había dado a la preparación del almuerzo y se hizo cargo de usar el abrelatas de la navaja en forma correcta, mientras yo descansaba con una mano vendada y pensaba que era inútil explicarle que no era yo, que mi cerebro de hermano menor se obnubilaba y se resistía a escapar del rol asignado por estructuras formativas muy poderosas. O pensaba que era inútil. Punto.

El río empezaba a bajar y estaba cambiando. Las playitas, tan ausentes en nuestro primer día de canotaje, aparecían ahora en cada recodo, porque la abundancia rara vez viene de la mano de la necesidad. Mirábamos con deseo y melancolía los excelentes lugares de acampada que no teníamos más remedio que dejar pasar y que probablemente desaparecerían cuando el sol cayera y se hiciera imperioso parar en algún sitio.

El Cebollatí seguía ancho y exuberante, fácil de navegar pese a los obstáculos que formaban algunos árboles hundidos en medio del cauce y unas islitas de vegetación que cada tanto separaban el curso de agua en dos. A diferencia del tramo que va desde la ruta 8 a Paraje Averías, más sinuoso y con algunas curvas traicioneras, el que nosotros navegamos se puede hacer con tranquilidad y casi sin riesgos de darse vuelta cuando el río está crecido.

Si uno recorre el río sin hacer demasiado ruido, dejándose llevar por la corriente, tiene posibilidades de apreciar otros animales además de las aves. Vimos huir jabalíes entre la vegetación de las orillas y también nos cruzamos con una familia de carpinchos, que se sumergió aterrada en el agua ni bien aparecieron nuestros discretos chalecos fluorescentes, una desconfianza que más tarde encontraríamos muy justificada.

Siento clarito

En esa segunda jornada, el Cebollatí parecía tan cerrado al exterior como en el primer día y nos hizo creer, al menos hasta la noche, que estábamos desconectados de los ruidos y las vicisitudes del mundo civilizado. Sólo se escuchaba el sonido del agua y el graznido indignado de una garza mora que desarrolló un trastorno persecutorio durante la travesía, al ver que la seguíamos con constancia sin importar cuánto se alejara.

La única construcción humana que observamos, además de un par de tomas de agua, fue una extraña chimenea de ladrillos adosada a lo que parecía una fábrica cerrada. Mi hermano aprovechó para recordar una anécdota extraña de su único antecedente en ríos en Treinta y Tres: una travesía que hizo casi 30 años atrás por el río Olimar junto con tres amigos, con preparación nula y sin saber exactamente de dónde saldrían y hasta dónde llegarían. Mi hermano siempre tiene historias estrambóticas de juventud sobre aventuras mal planificadas en ríos, caracterizadas por una temeraria indiferencia en aspectos de seguridad, como cuando se lanzó al Santa Lucía con tres amigos en dos canoas sin chalecos salvavidas, carpas, abrigo adecuado o suficiente comida, a tal punto que intentaron cómicamente cazar un pato usando un remo para tener algo sustancioso que cenar.

En medio de aquel viaje por el Olimar, uno de sus amigos decidió abandonar repentinamente el bote, como si hubiera experimentado una revelación súbita, igual que san Pablo después de ser alcanzado por la luz cegadora que lo convirtió al cristianismo. Había sido invadido por una urgente necesidad de volver a Montevideo y nada de lo que dijeran podía hacerle cambiar de opinión; por ejemplo, que le insistieran en su total ignorancia sobre el sitio en el que estaba, la espesura de los montes que se veían en ambas márgenes o el trecho que debía caminar para llegar a un lugar desde donde pudiera regresar a la capital. Hay que recordar que esto ocurrió en una época sin celulares, en la que la incertidumbre era parte de la vida diaria y las personas no estaban imbuidas de la falsa sensación de seguridad de los tiempos modernos. El amigo de mi hermano pidió que lo bajaran en la orilla y se perdió entre los montes, con la esperanza de dar con una ruta o con alguien que le permitiera volver a Montevideo.

Podríamos decir que nunca más se supo de él, porque sería atrayente para este relato y dejaría una moraleja conveniente para desaprensivos, pero lo cierto es que unos días después lo encontraron en Montevideo, donde llegó después de caminar unos kilómetros y conseguir que lo llevaran a la estación de buses.

El periplo que derivó en aquella situación era muy distinto a nuestro plan de viaje marcado en GPS. No teníamos señal en los teléfonos, pero sí un mapa satelital con puntos de posibles lugares para acampar, cuyo objetivo era no excedernos en los trayectos por culpa de nuestro entusiasmo con los remos.

Sabíamos que cuando viéramos el "campamento Tarán" —así figuraba en el mapa— deberíamos buscar un lugar para quedarnos, porque nos indicaría que habíamos hecho ya casi 65 kilómetros en total y que era hora de parar y descansar un par de días en el mismo sitio, antes de llegar al destino. Por supuesto que no lo vimos. No lo sabíamos entonces, pero del campamento Tarán quedaba poco y nada y nada de ese poco era visible desde la canoa. Cuando quisimos chequear dónde estábamos, descubrimos que habíamos remado 33 kilómetros en el segundo día. Nos faltaban sólo 14 para llegar al destino.

Fuera, máscara

Paramos en una playa enorme, con un árbol que daba mucha sombra, un sitio plano para poner las carpas, muchas huellas de carpinchos y un par de gaviotines chicos que estaban dispuestos a echarnos de su territorio a como diera lugar. Armamos el campamento, hicimos un fuego modesto sobre la arena al caer la noche y escuchamos bajo las estrellas el gorgoteo incesante del Cebollatí.

No hablamos demasiado aquella noche. Una de las ventajas de viajar entre hermanos es que no existen silencios incómodos, ansiedad social o necesidad alguna de colmar expectativas o de que las colmen; después de dormir más de 20 años juntos en una habitación de cuatro metros por cuatro, se adquiere una suerte de ritmo compartido que se estabiliza pasada la adolescencia y no cambia ya demasiado el resto de la vida.

Un aleteo misterioso nos reveló pronto que no estábamos solos. Cuando iluminamos el cielo con las linternas, vimos encenderse dos pares de ojos brillantes, que luego fueron tres. Ambos conocíamos bien a los dueños de esos ojos, ejemplares de una de las aves más extrañas y bellas del país: los dormilones tijeretas, que en las noches salen a cazar insectos y vuelan con un resplandor blanquecino, como si fueran fantasmas.

Otro tipo de fantasmas se materializaron más tarde. Un resplandor intermitente comenzó a asomar a lo lejos, sobre los árboles altos que se inclinaban en la orilla opuesta del río. Pensé al comienzo en relámpagos distantes, pero si eran relámpagos estaban demostrando un patrón metódico nunca visto en la historia de los fenómenos atmosféricos. Se acercaban cada vez más, con la regularidad de la luz de un faro. Nos quedamos quietos al lado del fuego, preguntándonos qué clase de luz mala osaba interrumpir nuestro descanso y la ilusión de estar perdidos en la naturaleza, hasta que el causante de la perturbación dobló un recodo del río y pudimos ver de qué se trataba. Cazadores de carpinchos.

Avanzaban por el Cebollatí a contracorriente en una lancha e iluminaban con un foco potentísimo las dos orillas en un paneo regular, en busca de alguna cabecita despistada a la que acertarle. Nos dimos cuenta de que las cabecitas despistadas bien podían ser las nuestras, si nuestro physique du rôle daba suficiente idea de carpincho a los ojos de un cazador entusiasmado. A mí me preocupaba el aire a Mario Bergara que mi hermano adquiere en ciertos ángulos y bajo una luz deficiente.

Prendimos una lucecita para evitar confusiones y fuimos respondidos con un foco cegador en la cara. Los cazadores pasaron sin decir palabra y felizmente también sin disparar. No tuvieron tampoco mucha suerte más adelante, aparentemente, porque no sentimos ningún ruido en el resto de la noche, que dedicamos a investigar cómo las arañas lobo cazaban polillas a la orilla del río y a buscar infructuosamente un grupo de ranas que cantaban con frenesí frente a nuestras narices en un estanque cercano.

Los carpinchos, sin embargo, estaban allí, muy cerca de nosotros. Lo sabemos porque colocamos una cámara trampa esa noche y comprobamos a la mañana siguiente que habían pasado no demasiado lejos de la carpa.

La llegada de los cazadores no auguraba nada bueno, porque suponíamos que al día siguiente —sábado— tendríamos más visitas por el estilo. Sin embargo, en todo el día y la noche siguientes ni una sola embarcación pasó por el río, ni se escucharon sonidos de disparos ni ladridos de perros. El sitio era solamente nuestro. Y de los gaviotines chicos, por supuesto, que decidieron dejarnos tranquilos y derivar su atención a un chimango que sobrevolaba su territorio.

Era fiesta familiar

El cuarto día amaneció más fresco y bastante nublado. Nos bañamos en el río, que lucía más límpido y correntoso que a nuestra salida, y desarmamos el campamento, para alegría de los chorlitos de collar que patrullaban las orillas como blandengues nerviosos.

Queríamos quedarnos allí muchos días más, como un Robinson Crusoe y un Viernes de agua dulce, pero el mundo exterior ya estaba empezando a ejercer presión psicológica y a resquebrajar la burbuja ficticia en la que nos encontrábamos. Al mediodía del domingo debíamos llegar a la Picada Techera, donde nos esperaba el señor Lladó para llevarnos de regreso a Treinta y Tres. Nos quedaban unas tres horas de remo.

En ese tramo final nos encontramos por única vez con otros seres humanos acampando. Una pareja que había anclado su lanchita en un recodo del río nos observó con curiosidad y debió juzgar como lamentable nuestro aspecto, porque nos ofreció una tira de asado para sobrevivir el resto del viaje.

El encanto del Cebollatí se apaga un poco al llegar a la Picada Techera, como ocurre en todos los puntos que muestran huellas intensas de la actividad humana. Nos esperaban allí un par de botes despanzurrados en medio del barro y una familia numerosa que pescaba a orillas del río, contrariada por la hiperactividad de nuestra llegada.

Descendimos de nuestra canoa con melancolía, desatamos el equipaje y dejamos atrás los biguás, las garzas, los gaviotines, los bosques densos, la calma del río, la soledad y, sobre todo, el silencio, que se escurrió definitivamente como arena entre los dedos cuando nos sumamos al tránsito de la ruta 19. Mi hermano y yo callamos durante buena parte del viaje de retorno, como si pensáramos que así podríamos llevar al Cebollatí con nosotros hasta Montevideo.

Martín Otheguy es periodista de la sección Ciencia y la publicación infantil Gigantes de la diaria. Es también escritor y autor de obras de divulgación. Su novela más reciente es Al final de todas las cosas (Fin de Siglo, 2025).