¿Por qué son tan lindos los caballos? ¿Por qué hay tanta belleza en el mundo? ¿Por qué lo olvidamos a veces? Pues yo no lo olvido. Diario de Sari

Un animal demasiado solitario se come a sí mismo. Sara Gallardo, Eisejuaz

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Últimamente tengo la cabeza plana, como la tierra. La que guarda los recuerdos de esta familia perdió la memoria y desde entonces nos encontramos todos en una especie de pausa que es como una meseta o una pared blanca.

En realidad, debería decir: "Nos perdemos".

Antes que recordar, como si pudiera, me pongo a transcribir frases sobre la memoria que escucho de casualidad o que busco impaciente alguna noche en mi computadora. Anoto anécdotas imprecisas, apenas inventadas. Las frases nuevas. Junto todo.

¿Para qué?

Es como un recuerdo en tiempo presente.

Claro que el recuerdo es presente.

Para hacer algo.

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Sari nació el 2 de enero de 1963 en Buenos Aires. Ahora tiene 61 años y un diagnóstico de demencia. Su nombre completo es Sara María Marta, muy común en esta familia católica y tradicional que nombró a generaciones de mujeres Marta y Sara, como en la Biblia. Como dos piernas largas de A que avanzaron en el siglo sin interrupción.

Pero Sari siempre fue Sari. Nada de Sara, menos aún María. Y desde los 26 años es también mi mamá.

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Un nombre extenso, con apellido doble, que le gustaba resumir en dos: Sari López. Más fácil de escribir, que no daba lugar a preguntas, que no hacía falta deletrear. Y una firma que, con los años y la voluntad de hacer todo lo menos trabajoso posible, había logrado reducir a un triángulo. Una ese cursiva estirada que no tuve que esforzarme en aprender a falsificar.

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Estoy admirada de los que escriben sobre su vida, sus tragedias. Yo siento desesperanza, agotamiento y tristeza, y mis apuntes son raquíticos. Pero quiero hacerlo. Voy lento pero insisto. Tomo apuntes, junto partes, hago el esfuerzo. Algo tengo que hacer. No la llevo mucho a la plaza, no la baño.

No la miro achicarse, no la saco a caminar, no le lavo la cabeza, no le corto las uñas ni la carne del plato y se la llevo a la boca.

O sí lo hago.

No es suficiente.

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Mientras ella empezó el proceso de desarmar su mente y separarla de las palabras, yo empecé un proceso de desconfianza en las palabras, desconfianza que siento como una traición. Sari era graciosa, ocurrente, filosa, mordaz. Pero sobre todo jugaba con las palabras, las intercambiaba, las daba vuelta y contaba los mejores cuentos, chistes, anécdotas, disparates.

Además anotó cada detalle de cada día durante más de cuarenta años. Encuentro cuadernos por toda la casa con sus anotaciones y dibujos en algunos márgenes. Su letra es clara y linda. Cuadernos de muchos tamaños y formas que arrancan sin solemnidad con un año y una aclaración: "Sigue del cuaderno tal".

¿Cómo nos van a dar la espalda a nosotras, las palabras, si siempre nos habíamos sentido preferidas?

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En los cuadernos cuenta sobre: la frecuencia de la lluvia y los milímetros caídos, noticias sacadas de la tele, historias sacadas de esas noticias, los movimientos de sus hijos, las charlas con los vecinos, descripciones del campo, de pájaros, comentarios sobre libros, los partidos de River, los paseos a Théo, nuestro perro. Secretos.

Sus diarios llegan hasta el 5 de octubre del 2020. Sus mensajes de WhatsApp también.

Nacimientos, colores, paseos y toda la alegría de conocer a los caballos.

"Llamé a mamá para contarle novedades de perros, personas y caballos".

¿Qué pasó el 5 de octubre de 2020?

Voy a escribir sobre eso un poco más adelante.

Es posible que tanto material me ayudara a escribir unas memorias, pero no lo voy a hacer. Lo que quiero es tratar de entender cómo puede ser que una persona que anotó durante tantos años detalles precisos, observaciones singulares, ahora no sume veinte frases coherentes en un día.

¿Qué se rompió?

Es tan largo un día.

A veces no llegan a diez.

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Trato de dejar un registro de cómo se fue apagando, cómo fue perdiendo las palabras, cómo su cuerpo se fue achicando y volviendo duro y económico y justo y quieto. Como raíces nudosas.

Cómo fue perdiendo todo lo que la volvía Sari pero siguió siendo Sari también al final.

Cómo se reinventa una familia cuando cambia el centro.

No.

El centro sigue siendo el centro.

Los que no seguimos siendo los mismos somos nosotros.

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¿Estamos en el final o en el principio?

2

La comida por delivery.

Un cumpleaños.

Un pago pendiente.

Un turno médico.

El día martes.

Todo lo que sucede en el futuro, la perspectiva de que pase, se convierte en crisis. Llanto desconsolado. ¿Dónde están? ¿Cuánto falta? ¿Qué día es? ¿Cuándo, cuándo y cuándo? Enemigas las palabras que no le dan una respuesta y enemigos también nosotros.

El 2 de julio fue el 2 de julio por unos diez días. Llega el 3 y se vuelve 7. El 7 es 7, ¿es 7? Es 7.

"El día 7, a partir de las 10 horas, retirar los estudios en el laboratorio".

Va al laboratorio, la rechazan, vuelve a su casa. Va al laboratorio, no la atienden, vuelve a su casa. Va al laboratorio a las tres de la mañana y no entiende por qué está cerrado (si es 7).

—El 7, ¿qué día es?

Diez llamadas con esa pregunta como tema.

—El martes.

Veinte llamadas más.

—¿Para el martes cuánto falta?

—Cinco días.

—¿Y en minutos?

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Hace dos meses que estamos con las ideas fijas. Se pierde por la calle, duerme quince horas por día. Vamos al médico, nos piden estudios. Parece que puede ser una especie de demencia. Yo no sé si tiene que ver con eso, porque mucho del asunto no sé. Todavía. No me parece que sea un desorden del lenguaje, sino del tiempo.

Aunque conversar era lo de antes.

Ahora repite algunas frases:

"Salí a pasear con Théo".

"Voy a ver El hormiguero".

“¿Qué pasa con la calefacción?”.

Quedan ahí; antes empezaban conversaciones. Ahora son como tuits. Como aforismos. Parecen tajos.

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Según una superstición familiar, su mamá era la mujer más mona y elegante de la ciudad, y la medida de todas las cosas. ¿Su papá? Era un hombre. A veces tengo que pensar un momento para acordarme de cómo se llamaba. Murió cuando ella tenía veintitrés años y le dejó algunas hectáreas en el sur de la provincia. Los que saben de campos dicen que es una zona árida, demasiado ventosa, mala. A ella no le sirvió para vivir, pero sí para no ocuparse de trabajar, y le dejó el eco de una personalidad filosa. Él murió solo en un hotel en circunstancias misteriosas para nosotros, que no lo llegamos a conocer.

Cuando mamá tenía cinco años, su mamá, la mujer monísima, se la llevó junto a su hermana de cuatro a vivir a Madrid. Para escaparse de aquel marido, porque no existía el divorcio. O aunque no existía.

***

De esto hablamos mucho ahora. De su pasado en general, pero sobre todo de cuando era chica y vivía en España. El hormiguero es un programa del canal español que dan de lunes a viernes a las 16:45. Los fines de semana lo repiten. Lo mira todos los días.

Le hace acordar a su infancia: la manera de hablar, los temas, el mismo humor. A las 12 prende la tele a ver si por alguna razón está, y no. Se pone contenta si justo agarra una propaganda y aparece el presentador, Pablo Motos. Me avisa por mensaje. A las 15 la ansiedad ya pasó al cuerpo y camina por la casa. Sale a comprar unas facturas. Lo vuelve a pasear a Théo. La tarde es lo más largo del día.

A las 16 prende la tele. A veces se desanima y me dice que no va a llegar. Que se va a acostar a dormir y es una lástima porque El hormiguero es lo único que le da felicidad. Finalmente llegan las 16:45 —llegan todos los días— y mira el programa completo. Se escuchan las carcajadas por toda la casa.

Cuando termina se acuesta a dormir. No son las seis de la tarde. A la mañana siguiente, temprano, a veces a las cinco, a veces un poco antes, me cuenta por mensaje lo que más le gustó.

Una vez que se levanta empieza otra vez la carrera hacia la tarde.

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Nos vemos poco. Es el año de la pandemia y estamos encerradas por la cuarentena, nosotras y todos los demás. Sari no cree mucho en "el pandevirus", como lo llama, hasta que se enferma una de las chicas de la panadería de la vuelta de su casa. Va todas las mañanas a comprar facturas, a la tarde pasa con Théo a saludar. Me llama para contarme y me dice: "Hay que cuidarse". Ya van dos meses de aislamiento, así que me alivia un poco el resultado positivo de la pobre panadera.

Antes hablaba también con el colombiano del bar de enfrente y el uruguayo que vendía libros en la plaza. Y el portero de al lado, y el que atiende el supermercado chino de la misma cuadra, y con quien le hubiera tocado en suerte antes que ella en la cola del Coto. Con todos, conversaciones largas o cortas, divertidas. Después lo convertía en cuentos, en chismes, en personajes. Se acordaba de todo. Con la pandemia eso se terminó. En los locales no puede quedarse hablando, muchos cerraron, en el resto la apuran, del uruguayo no supimos más. Se quedó sin conversaciones.

Entonces chateamos nosotras todo el día y si no estoy en un Zoom —y si ella no duerme— hacemos videollamada.

***

En algún momento de junio me doy cuenta de que en las videollamadas piensa que estoy ahí. Primero me da gracia. Llega uno de mis hermanos, deja el celular apoyado y después cuando vuelve al cuarto se oye:

—Boli, ¿a dónde te fuiste?

Boli soy yo. Cuando era bebé parecía una bola y me empezó a decir boliña; como si fuera una bolinha brasilera, pero de acá. Ahora que me estiré, el nombre queda gracioso pero funciona. Me busca por los distintos cuartos. Corto, la vuelvo a llamar, atiende:

—¿Bajaste? ¡Pero si estabas acá!

Le explico que no, que estábamos hablando por teléfono. Entiende, pero apenas; desconfía. No me termina de creer.

También me hace reproches. ¿Por qué lo hice? Un minuto estaba con ella y después desaparecí. Estaba feliz porque íbamos a tomar un café juntas y resulta que estoy en mi casa. No entiende cuando le explico la confusión. No sé por qué pero no me termina de parecer grave.

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La contraseña del Wi-Fi.

La dirección de mi casa.

Alain Delon.

El nombre de la ginecóloga.

Fechas.

Palabras en pedazos.

Más números.

Todo escrito en cuadernos, en papeles sueltos, en el borde de una remera, atrás de una foto, en los márgenes de libros, en la pared al lado de su cama. Le cuesta leer. Ya no se concentra, dice que le perdió el gusto. Pero sigue escribiendo sus diarios y anota todo a cachitos en lo que tiene cerca. Veo mi dirección y algunas palabras borroneadas en la palma de su mano.

***

Me despierto a la mañana con catorce llamadas perdidas y varios mensajes de desesperación creciente:

—¿Dónde estás?

—En mi casa, dormía.

—Estaba preocupada.

Se despierta a las cinco. A veces antes. A la hora se impacienta y me empieza a llamar. Son las seis de la mañana. Sale de la casa, vuelve, yo sigo sin responder. Se cocina un bife, prende la tele, yo sigo sin responder. Con mensajes llorosos me pregunta dónde estoy y por qué le estoy haciendo esto.

Pero cuando finalmente me despierto, me perdona. Estoy bien, en mi casa, qué alivio. Me manda audios con risas.

***

Nació en la ciudad de Buenos Aires en uno de los años más fríos de los que se tenga registro. Dice Simenon, uno de sus escritores favoritos, que sólo se conoce de verdad a alguien si se ha conocido su infancia. Yo sé poco de su infancia, pero algo sé. Repetía algunos cuentos que armaban sin fisuras el mito de origen de su personalidad: cómo se agarraba a trompadas con los chicos del colegio para defender a su hermana. Cómo nunca extrañaba a su mamá. Cómo lo que más le importaba en el mundo era ir al campo y estar con los caballos. Cómo gritaba y pataleaba y se divertía. Cómo la llevaron a hacerse un test de coeficiente intelectual porque daba muchos problemas y, como le dio muy alto, siempre se sintió especial. Algo especial era.

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Ella decía: “¡Soy así, soy así! ¡Siempre fui así!”. Y para mí significaba algo fascinante y terrible. Era una fuerza de la naturaleza. Un fuego que de repente se apagaba y no podía salir de la cama. Se emocionaba con un color, una canción, un potrillo, hasta ponerse a llorar.

"Qué boba me pongo", decía.

Y otras veces parecía que sólo le importaba ella. Ni un poquito por afuera de sí misma.

***

Le encantaba contar cuentos de su infancia, pero también estaban sus diarios. Como un resumen o un comienzo de historia. ¿Se pensaba escritora? ¿Quería que la leyeran? Yo creo que sí.

En nuestra familia hay una relación muy estrecha con la literatura, aunque es una manera fea de decirlo. ¿Un destino? Eso nos gustaría pensar.

Un romance.

Su mamá, mi abuela, tuvo una editorial y una librería. Su tía había sido una escritora brillante y admirada y en el último tiempo, además, muy famosa. Después había abuelos, tíos, tíos abuelos, tatarabuelos escritores, poetas, periodistas, cantantes de ópera. Sari pintaba, leía muchísimo. Y escribía, claro.

En el reverso de algunos diarios encuentro textos escritos con otro tono, que podrían ser cuentos o crónicas. Posibles autobiografías. Algunas descripciones de personajes, algunas escenas. Y también:

La realidad es:
deprimente
excesiva
aburrida
inestable
evitable
fascinante
cruel
ridícula
obvia
desagradable.

La ciudad es:
sucia
repugnante
llena de mierda
ruidosa - ensordecedora
amenazante
peligrosa
llena de gente horrible
cargada de informaciones sin sentido
impúdica
acosadora
maligna
innecesaria
superflua
estridente
violenta
dura
inhóspita.

Tengo que:
ir al baño
bañarme
lavarme la cabeza
lavarme los dientes
peinarme
sacarme el camisón
ponerme la bombacha
ponerme el corpiño
elegir ropa limpia y planchada delinearme los ojos
estar contenta
hacer las compras
hacer los cuartos
hacer la comida
atender el teléfono
mirar los mails
sacar la basura
sacar el perro a pasear
ser amable.

***

Sari.

***

Me llama para contarme que se murió Francesca, una amiga vecina de Chascomús. Era hija de Luchi, que era a su vez amiga de mi abuela y de mi bisabuelo. Vivían en una estancia grande con una laguna fascinante en donde se habían filmado algunas películas. Conversamos un rato largo como antes. Susana Sánchez, otra vecina, tuvo cáncer. Hacemos un repaso por las desgracias ajenas para terminar diciendo, como siempre:

—Qué horror.

—Pobre.

—De partir.

Me cuenta también algunas pavadas. Me prueba a ver si me acuerdo de los nombres, a ver si le estoy prestando atención. Se ríe contando una historia que escucho por encima. Chusmeamos.

Un poco después, me vuelve a llamar pero con otro tono. Está tensa. Me reta porque no pagó OSDE y trata de pagar y no puede. ¿Y yo qué tengo que ver? Se obsesiona con el tema. Insiste. Por mensajito no le hacen caso. Le mandan al celular y después no la ayudan.

—¿Quiénes?

—¡Los de OSDE! Me mandan al celular videos, fotos, pero no me ayudan.

Está ofuscada. Empieza a llorar. No lo puede resolver pero es sábado, mejor el lunes. ¿Dale?

No entiende las cosas. Las cosas son cada vez más. Está distinta. Hace menos de dos horas habíamos conversado tan bien.

Ahora es al mismo tiempo una chiquita frágil y desamparada y una vieja que se puso mañosa y tiene ideas fijas.

***

Así son las charlas ahora. Un péndulo entre cosas de antes e irritaciones. Suyas y mías, que también estoy en cuarentena y agobiada y con mucho trabajo, ¿y qué? Los días se le hacen eternos. Al mediodía le prometo que podemos vernos si está en su casa; que podemos salir, si estamos juntas. En los audios que quedaron como un archivo en mi celular habla como una bebita y llora. Escribe mucho: soy Sari. Quiero hablar con Juli. Hablame. Ablame. Anulame. Estoy fundida. Confundida.

Me pide autorización para todo. Me dice estoy triste. Estoy sola. Debo estar loca. No doy más. Perdón. Y cada dos mensajes, uno que no se entiende.

***

Comprar comida, facturas en la panadería de la vuelta, leer el diario La Nación, acumular deudas, pasear a Théo en la plaza Houssay, comprar un Subway para almorzar, ver El hormiguero, dormir. Escribir cada vez menos. Darse cuenta de a poco de que su cabeza no está funcionando como antes. No entender del todo.

Ese cronograma diario queda registrado en sus cuadernos y en mensajes de WhatsApp. Algunas palabras empiezan a aparecer partidas. Lo que antes era por momentos un registro divertido y ocurrente y por otros oscuro y doloroso, ahora es un círculo. Una serie de postas para llegar al otro día y al otro día y al otro día y finalmente pasar la pandemia y quizás curarse, "ponerse bien".

***

Me siento rara, descolocada. Hago pequeños trucos para no desanimarme.
Estoy en baja, sin rumbo.
Llegamos a la conclusión de volver a incluir psiquiatra.
Necesito ayuda para recuperarme.
Rezo para salir de esta.
Soledad, qué fea eres.
Me siento como una paseadora en el tiempo.
Estoy llorando casi cada hora por una calefacción.
Triste sin saber por qué.
Sola y aislada.

Julieta Correa nació en Buenos Aires en enero de 1989. ¿Por qué son tan lindos los caballos? (Rosa Iceberg, 2024) es su primer libro.