Había ido para eso, pero no sabía que sucedería tan pronto. Ni mucho menos podía imaginar la forma que acabaría teniendo ni el grado de implicación que supuso. No hacía ni tres meses que estaba en Barcelona con una beca de posgrado. Primera vez en Europa. La idea era estudiar, caminar, salir de fiesta, viajar, leer, buscar historias para escribirlas. Y la más insólita de todas me encontró por puro azar. Buscando una habitación para vivir, en la ciudad de los pisos compartidos, cerré el trato con una madre y una hija que, a la semana de mudarme, no diría que me confesaron, sino más bien me mostraron que trabajaban de prostitutas: una mañana, día de semana, Sonia, la hija, se preparaba con una tanga roja, portaligas y un disfraz muy ajustado de mucama para recibir a un cliente. No es menor el dato de que fuera un día soleado y despejado, cualquier día laboral de la semana. Durante los horarios de oficina, lo supe allí, es cuando está el cardumen más nutrido de machos que buscan desagotar tensiones en la infidelidad contratada. Y, lógico, el horario en el que mis compañeras de piso trabajaban.

Fueron nueve meses de convivencia y entrevistas con ambas que acabaron en un libro que titulé Casa de nadie (Candaya, 2022) y que transita por dos vertientes: por qué una madre y una hija de la clase alta chilena acaban de prostitutas a finales de la primera década del segundo milenio en el sur de Europa; y la experiencia directa como testigo de los secretos poco conocidos y frecuentados de la prostitución doméstica, lo que llamé en su momento «el camerino de la prostitución», todo lo que no tiene que ver con el sexo implícito, lo que lo antecede y procede.

Ese camerino, entonces, transcurría de día. Y no fue hasta hace muy poco que me di cuenta de que no abundan las escenas nocturnas en la novela y las que hay tienen un marcado carácter elíptico. Casi todas son de violencias, insomnios y silencios pesados en situaciones de vigilia, como si la casa negara la noche en su descanso y la asumiera como espera. Una casa insomne y muda que, por momentos, deviene protagonista de una historia íntima, de interiores y, sobre todo, diurna.

Los puntos de giro, los clímax, las confesiones más interesantes de las protagonistas, las escenas más tensas y memorables transcurren de día. A veces en la pesadilla de Midsommar, la película de terror diurno de Ari Aster, a veces en las madrugadas o tardes serenas y sororas de L'Apollonide: Souvenirs de la maison close, donde Bertrand Bonello se propone narrar el camerino de una casa de tolerancia de la Francia del siglo XIX.

He vuelto sin querer tantas veces a esa casa. Todavía lo hago. Pero muy pocas de noche. Y ahora que me toca volver por encargo me quedaré un poco más, como una sombra que viaja en el tiempo, para volver a vivir y recrear algunos detalles de todas esas elipsis.

Dos elipsis antagónicas

Toda noche, todo sueño nocturno, se construye como una elipsis. La casa de las bellas durmientes, de Yasunari Kawabata, una de las novelas fundamentales del siglo XX sobre prostitución, se basa en eso. El trabajo del lector consiste en completar quiénes son y qué les pasa a esas misteriosas mujeres dopadas que duermen con ancianos solitarios en ese hotel tan aséptico.

En la casa de Sonia y Jimena, la noche representa dos elipsis opuestas: el sueño profundo o caótico de Sonia y la fiesta bacanal de su madre en donde quiera que esté pero seguro rodeada de luces y de cuerpos transpirando. Una encerrada, a veces durmiendo mucho o nada, y la otra suelta siempre dándolo todo.

Jimena, después de cinco hijas, un marido golpeador, privaciones de cualquier atisbo de vida más o menos libre, a los 50 años se encuentra en Barcelona con la posibilidad de ganar dinero rápido y de gastarlo en lo que quiera, y probando todo lo que no había probado, saciando todas sus viejas curiosidades y creando nuevas.

Su hija huye de la noche, todo el tiempo. Solo una vez la vi en un bar de noche, tan incómoda. Su debut sexual fue nocturno: un bosque marplatense, una carpa, los sonidos indiscernibles, sus 15 años y un amigo de su padre con el que se había escapado arremetiendo contra su cuerpo. Las llegadas alcohólicas de su padre también eran nocturnas, seguidas de las golpizas a su madre. En esa casa de Chile parecía que todo era amor y cuidados hasta la llegada del monstruo, de la que nadie la defendía.

Lola & Alessandra

Lola y Alessandra fueron algo así como mis primeros grandes amores durante mi primer año en Barcelona. Las dos estudiaban conmigo un máster en creación literaria. Y conocieron a Sonia y a Jimena, cenaron con ellas, durmieron conmigo en ese piso, fueron parte del camerino nocturno. Dos mujeres de las que estuve bastante enamorado, que no me correspondieron como novias pero sí como amigas y amantes, a las que les encantaba ir a la cama conmigo pero no querían nada nada más. A veces imagino la ucronía de una relación larga con alguna de ellas, cómo habrían sido las escapadas de fin de semana a Lisboa o a Nápoles en vuelos baratos, compartir el mismo gimnasio, alquilar un piso en el Raval e intentar una convivencia, ir al cine y descubrir nuevos restaurantes.

Pero no es solo por haber conocido esa casa o por afán de imaginarme una vida con ellas que Lola y Alessandra están en el libro. Y ni siquiera por haber pasado por la casa: pasó tanta gente por esa casa que ni siquiera fue mencionada. Lola y Alessandra están porque cada una representa una reacción femenina muy concreta y antagónica en relación con la prostitución. Lola viene de Girona, de familia trabajadora, muy catalana y defensora de la causa palestina ya desde aquel 2010. Durante ese año se encontraba probando experiencias sexuales de todo tipo. Y al enterarse de que yo vivía con dos prostitutas, se quedó fascinada, las quiso conocer al instante, conoció a Sonia de noche, podrían haber sido amigas si Lola no se hubiese fascinado vaya a saber con cuántas otras cosas más después de que dejamos de vernos y si Sonia hubiese salido de casa alguna noche para otra cosa más que no sea ir al gimnasio o a la carnicería.

Alessandra venía del Le Marche, entre los Apeninos y el Adriático, y trabajaba de camarera en un restaurante italiano del Barrio Gótico, pero su pasión, además de la escritura, era la danza. Era de esas italianas que se negaban a traer queso a una mesa de turistas norteamericanos que habían pedido unos spaghetti frutti di mare. Prefería que la echaran a ser cómplice de semejante sacrilegio. Tenía sus convicciones muy claras, sin fisuras, y durante una cena con Sonia (tampoco conoció a Jimena) los silencios nocturnos de la casa se abultaron de tal manera que no hubo posibilidad alguna de que ambas mujeres no se detestaran. Alessandra estaba horrorizada con el trabajo de las chicas y no dejó de indignarse durante toda la noche hasta que nos quedamos solos en mi cama; ella se sentó y se relajó y yo me perdí en sus piernas perfectas de bailarina en reposo.

Si con Alessandra el sexo fue algo más suave, lleno de besos y de juegos, con Lola era más directo y espontáneo, con un toque de sabor artificial propio de la izquierda de la noche: antes del orgasmo decidió gritar muy fuerte, sobreactuar el grito, porque creía, le habían dicho o había leído por ahí que el placer era mayor. Eso me acarreó una fama inmerecida entre mis profesionales compañeras de piso y una noche de insomnio para Sonia que después de semejantes alaridos ya no se pudo volver a dormir.

Un encierro

Sonia era la que mandaba en la casa, la que controlaba a su madre. De hecho, fue ella quien empezó con el negocio de la prostitución, después se sumó Jimena por cuestiones bastante complejas que se muestran en el libro (explicar no sería la palabra) y otras quedan para que las complete quien lo lea. No es justo decir que la hija metió a la madre porque sé que Sonia hizo todo lo posible para que Jimena no participara en este mundo, pero no lo consiguió. Quizás por eso, entonces, es que la controlaba de manera constante, panóptica. Y, quizás por eso, cuando se hartó de sus salidas nocturnas y de que pasaran días sin que volviera a casa, la echó de manera definitiva y le prohibió la entrada (no aguantaba más el peso de esa responsabilidad antinatura).

Entonces, Jimena decidió que una noche, en la oscura y cerrada madrugada, volvería igual. Se encontró con la llave metida desde adentro y no pudo abrir con la suya. Pero no se rindió: bajó a la calle, encontró un palo de madera (quizás alguna rama caída) y empezó a golpear la puerta, a bramar como un fantasma borracho y drogado, a pedir clemencia, cobijo y techo. Fueron algunos minutos dilatados de una tensión que se resolvió con la policía y batones de ancianas en los pasillos del edificio.

Hasta esa noche, las familias catalanas que teníamos de vecinas (éramos los únicos migrantes del edificio) o no sospechaban demasiado o sabían pero callaban sobre la actividad de las chicas. Después del ataque, no es que se inició una caza ni hubo denuncias, pero la actitud cambió, las miradas en los pasillos se volvieron torvas y las medidas de seguridad en la casa se extremaron. Y, como la letra de ese tango de Melingo, el "claro rostro del día" fue mucho más antípoda aún "de la oscuridad y del aullido".

Los días en la casa siguieron siendo un desfile más o menos nutrido de clientes, pero ahora con mensajes de autoayuda transmitidos desde El secreto de la ley de la atracción, un video surgido de un libro que fue best seller en ese 2010, pura basura pretenciosa de cómo conseguir cualquier cosa con solo imaginarla. Sonia era adicta a ese mensaje y lo escuchaba a diario, días enteros el mismo video en loop. Y creyó que serviría para retener a su madre y alejarla de los vicios inoculándole otro. Pero Jimena siguió prefiriendo la cocaína, ahora cada vez más en el silencio insomne de su habitación cerrada, a veces hablando durante horas con sus pequeñas en Chile, otras quién sabe haciendo qué cosa, pero otra vez en un encierro doméstico, en una cárcel familiar. Abandonó la noche, las risas y los cuerpos, los cócteles y los chistes malos, las lenguas en el cuello, el azaroso peligro de los clubes de intercambio. Ahogó todo eso en la soledad encerrada de su habitación, que a veces rompía para arrastrarse como un fantasma hacia la cocina, siempre en línea recta, ida y vuelta, sin registrar nada más que el propio trayecto.

Dos silencios

No hay noche sin silencios. Y el camerino nocturno de la prostitución estuvo lleno de ellos. Uno fue constante durante los dos últimos meses, cuando pasamos de tres a seis personas conviviendo en el mismo piso. Giselle, la hermana del medio, el último tramo de adultez antes de las dos hermanas pequeñas, tuvo que lidiar con la tarea de abandonar a su novio, su trabajo y su vida en Santiago para traer a las dos menores, dos niñas de 8 y 11 años, a que vivan con su madre. Jimena las había dejado en Chile con su exmarido pero la que las cuidaba era Giselle. Su llegada coincidió con la merma de clientes, así que la hermana del medio, la más bella de la familia, también tuvo que aportar su cuerpo al negocio (varias personas comentaron o escribieron que Sonia y Jimena hicieron trata con su propia familia).

A Giselle me la cruzaba seguido en la penumbra del piso, nunca de día, siempre en noches en las que jamás demostró interés alguno en nada de lo que la rodeara: Barcelona en cualquiera de sus caras, su familia, yo mismo, por supuesto. Ni siquiera el patio del convento de monjas que vemos desde el balcón interno de nuestra casa y donde nos cruzábamos silencios y humo de cigarrillos.

Otro gran silencio nocturno ocurrió en otras bambalinas diferentes, después de una noche de danza en el teatro Romea del Raval, la compañía de María Rovira, que presentaba dos obras: Paso distinto y Tierra de nadie. Fuimos Sonia, Jimena y el anfitrión, Cholo, un extaxista marplatense que coqueteaba con Jimena y que trabajaba en un garaje donde estacionaba su auto cada día la famosa coreógrafa catalana. Cada uno de nosotros se sintió interpelado por diferentes motivos en ambas puestas, desde sus mismos nombres hasta algunos movimientos inefables de una disciplina que trabaja con algo tan empático y mimético como es el cuerpo y que, a la vez, cuesta tanto poner en palabras.

Salimos del teatro en un silencio compartido e inquietante. Fuimos a tomar algo al bar que está justo enfrente y allí estaban casi todas las chicas del elenco después del arduo trabajo en escena. Comían grasas, fumaban, bebían gintonics con sus cuerpos trabajados y menudos, se relajaban por completo. La única que mantuvo el silencio fue Sonia, que no dejó de mirarlas en ningún momento, fue siguiéndolas con la mirada a todas y en los diferentes espacios que ocupaban. Las miraba sin pestañear siquiera, como solemos mirar todos, de vez en cuando, algún escenario del que nos gustaría ser parte, no estar donde estamos, sino exactamente en el extremo opuesto, en ese lugar al que solo podemos mirar en silencio. A través de los ojos silenciosos de Sonia, uno podía preguntarse cómo habría sido si nuestros cuerpos en vez de hacer lo que hacen hubiesen hecho otra cosa.

La extimidad

Durante la escritura del libro volví tantas veces a merodear por el barrio. Incluso después de su publicación, en estos momentos de literatura expandida, con alguna ruta para algún festival que tuvo como una de sus paradas el portal del edificio donde viví esta historia. Y que está situado a pocas cuadras de la casa de la infancia de Carmen Laforet, que aparece en Nada y Muntaner 38 de Antonio Garriga Vela, otras dos novelas de espacios domésticos y de intimidades que, de alguna manera, también reflejan la ciudad en su reverso, en este caso, Barcelona, la "Madame Bobary de las ciudades europeas", según Vila-Matas, la que está eternamente insatisfecha consigo misma.

Diseñando estas rutas, buscando un antónimo de intimidad, di con el concepto lacaniano de extimidad, que si bien tiene una construcción lingüística por oposición a intimidad, en realidad no es su opuesto. O al menos no lo es en el sentido estricto. Este neologismo representa una formulación paradójica: no es lo contrario a lo íntimo porque lo éxtimo es precisamente lo más íntimo. Solo que esta palabra indica que lo más íntimo está en el exterior, que es como un cuerpo extraño, algo que desconocemos de nosotros mismos, una suerte de otro interior, una otredad interna. No hace falta explicar las analogías con el acto de escribir, de leer, de indagarnos y de buscarnos dentro de la literatura de la manera que sea.

En estas rutas también parábamos en el Museu Tàpies, otro museo muy cercano a la casa que compartimos con Sonia y Jimena. Allí, dos cuadros de la etapa de indagación matérica de Antoni Tàpies, dos obras que parecen el reverso de un cuadro y que están hechas con texturas densas y colores neutros. En Gran materia amb papers laterals el lienzo se convierte en un muro con incisiones, surcos, grietas y garabatos, como si fueran las huellas de las reacciones espontáneas que han intentado romper con el presente oscuro y ocre que propone la obra (o quizás saltar el muro, ver lo que hay del otro lado). El espectador se siente encerrado dentro del cuadro, pero no de lo que está pintado, sino detrás, en sus bastidores, en las bambalinas. Algo que se refuerza en Pintura-bastidor, donde el cuadro invertido ya es explícito y también nos recuerda a una ventana tapiada vista desde adentro de una casa, como si el espectador fuese el que estuviera tabicado, con una flecha dibujada en blanco hacia arriba, insinuando una vía de escape a ese entorno claustrofóbico. Y, quizás, oscuro.

Laureano Debat nació en Lobería, vivió en La Plata y en Barcelona. Es periodista cultural, cronista de viajes y escritor. Casa de nadie (Candaya, 2022) es su primera novela.