La historia del insomnio está escrita (como dicen los talmudistas de las Tablas de la Ley) con “fuego blanco sobre fuego negro”. En su diario, Jules Supervielle describe a la perfección una noche en vela en el campo uruguayo. Dice “¡Hay que ser paciente para soportar una noche de insomnio!” y agrega “en este país en el que el viento cambia todos los días y a veces más de una vez por día soy muy frecuentemente sacado del sueño por un demonio atmosférico: aquí se está siempre a las órdenes abruptas, contradictorias, del Norte, del Sur, del Este y del Oeste”.

De ese viento, después, uno se pregunta dónde está. Es algo que se nota casi enseguida de abandonar el país. Me decía un amigo, que vivió algunos años en Madrid, que lo único que extrañaba eran las tormentas. Esas noches de truenos oraculares y lluvias bíblicas, el estruendo que hace temblar los vidrios, la perfección de esa escritura (fuego blanco) que se inscribe en el cielo como una huella en el agua, solo para desaparecer.

Nosotros mirábamos ansiosos ese espectáculo en la casa de Valizas (siempre le dijimos el rancho), desde las ventanas chicas de la parte más alta, porque sabíamos que al otro día saldríamos a buscar fulguritas, el resto que deja el rayo en la arena. Salíamos temprano y caminábamos las dunas que parecían infinitas, mirando todo el tiempo hacia abajo. Yo soñaba con la arena de Egipto, con el paso del desierto, pero el mundo insistía en llamarme: había rastros de cosas de indios (boleadoras, a veces, y dudosas puntas de flecha que guardábamos como tesoros y como talismanes), osteodermos de gliptodonte y los cilindros de sílice vitrificada, las fulguritas, sobresaliendo algunos centímetros de la arena como tornados estáticos o raíces de piedra. La composición de esas cosas —el hueso fosilizado, negro, poroso; la piedra trabajada por manos antiguas, pulida, el surco y la curva; la fragilidad de esa arena que supo hervir y conjugarse en formas de nácar— de eso está armado también el espacio que se abre ante mí en la noche cuando no se duerme.

Sigue Supervielle: “Durante las noches de insomnio soy víctima de pronto de una falsa clarividencia, de una iluminación tramposa. No me siento nunca indiferente (eso que prepara tan bien al sueño). Me felicito o me insulto, me hago reproches o me aplaudo, pero sería tan bueno olvidarlo todo sobre la almohada, borrar el cuerpo y el alma para dormir. Pienso en la oscuridad en lo que podría escribir. Me vienen ideas o versos. Los ahuyento. ¡No es el momento! No se trata de otra cosa que de dormir, pero surge otra idea, otro verso en medio de todo este negro, agradablemente coloreado por la luz difusa del cerebro despierto. ¡Silencio! Cuanto más quiero hacer callar a mis nervios más los azuzo, más los fustigo al vacío del precipicio nocturno. Mi cerebro, en su caja con algo de pelo, mis nervios, el largo de mi cuerpo, hacen tanto ruido en la oscuridad que no hay manera de oírse, aunque todo ese ruido se mantenga perfectamente subjetivo, clandestino”.

Supervielle usa una serie de verbos muy físicos —“éperonner”, “cravacher”— y, aunque no nombra al caballo, lo está invocando. Cuando los leo se me hace presente otra vez mi entusiasmo al encontrar estos verbos, mientras traducía, en el fin del verano de 2018, recién llegado a Francia y con la ayuda de diccionarios y de amigos: el “éperon” es la espuela; la “cravache”, la fusta. La idea no es rara ni nueva: Supervielle mismo tiene un poema en el que toma la imagen de los caballos (“Insomnio”, incluido en el libro Nacimientos), tal vez escrito con el recuerdo de Victor Hugo, que en una célebre pieza de Les Contemplations ya unía la escritura y la falta de sueño e invocaba, en su verso final, al “negro caballo al galope bajo el negro caballero”.

“Mi razón”, sigue Supervielle en su diario, encerrado en su insomnio, “como una pobre celadora de la que los estudiantes mayores o de su edad se burlan con crueldad, tiene a bien gritar: ¡Silencio! Hay un bullicio terrible en este dormitorio interno en el que nadie puede dormir, donde todos —corazón, hígado, nervios, riñones, pulmones y el aparato digestivo en toda su extensión— se sublevan y es un auténtico motín, en un lenguaje sin fórmula o siquiera vocabulario”. Él se sirve mucho de esa metáfora: del cuerpo como casa, de la mente como habitación y en la noche, en la noche americana, le llegan imágenes de París, de los edificios de París, su caliza característica, sus monumentos. Porque el insomnio es una cosa del cuerpo: en un poema que empieza con los inolvidables versos “De fierro / de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la noche”, Borges escribe que en vano quiere distraerse del cuerpo, porque en la noche están siempre las cosas del cuerpo hablando un lenguaje sin palabras, reclamándonos existencia. Entonces, sigue Supervielle, “encendamos la luz, escribamos no importa qué”.

Uno podría escribir, por ejemplo, lo que escribe Darío en su “Nocturno” incluido en El canto errante, un poema del insomnio:

Silencio de la noche, doloroso silencio nocturno...
¿Por qué el alma tiembla de tal manera?
Oigo el zumbido de mi sangre,
dentro de mi cráneo pasa una suave tormenta.
¡Insomnio! No poder dormir, y, sin embargo,
soñar. Ser la auto-pieza de disección espiritual, ¡el auto-Hamlet!
Diluir mi tristeza
en un vino de noche
en el maravilloso cristal de las tinieblas...
Y me digo: ¿a qué hora vendrá el alba?
Se ha cerrado una puerta...
Ha pasado un transeúnte...
Ha dado el reloj trece horas... ¡Si será Ella!...

El yo en el poema espera: ¿vendrá? Es una noche que se abre hasta contener una hora más, hora supernumeraria de la extenuación, del que gira sobre la cama: “la auto-pieza”, en un hallazgo formidable, “de disección espiritual” y ahí está, siendo su propio Hamlet, confundido por la verdad de las cosas, soñando sin dormir, una pesadilla de la atención. La obsesión nocturna por el cuerpo que se dobla sobre sí mismo para verse, que se toca para reconocerse cierto, para despegarse de la oscuridad, que mira el celular por lo que pasa, atento a todos los movimientos internos (las vísceras, el corazón, los recuerdos que chocan contra los proyectos y lo que no hicimos) y los externos: el ladrido lejano de un perro, dos borrachos que se ríen a lo lejos, una pareja que discute en el apartamento de arriba, el camión de la basura, los pájaros desorientados, el hambre, las ganas, una sirena que pasa, el ruido de la heladera que llega de la cocina, la cisterna del vecino, ¿es el viento?, ¿un trueno?, ¿es el día que se abre con estruendo para acabar de una vez por todas con el suplicio de la noche que no cesa?

Francisco Álvez Francese (Montevideo, 1992) es crítico literario, escritor, traductor y editor. Colaborador habitual de la diaria y Lento, reside desde 2018 en París, donde está haciendo un doctorado sobre Jules Supervielle y Felisberto Hernández. Es autor del poemario Los restos del naufragio (2019), el ensayo literario La noche americana (2020) y la novela breve Las invasiones (2023).