Parte I. La noche

Es la segunda vez que hablo con Matías. La primera fue a fines de 2023, en el centro de día donde trataba sus adicciones y él hacía un taller de radio. Lo saludé desde la puerta porque estaba en medio del programa. Después charlamos y me mostró su último libro de poesías por publicar, una versión preliminar hecha con fotocopias. Mirada curiosa, sonrisa grande, dientes desparejos, pelo rapado a los costados y en flecos arriba, entre marrones y cobrizos. Para mí era el Colo, el pibe de 30 años filmado mientras robaba picaportes para financiar sus consumos y detenido por la Policía de Rosario. La ciudad que antes de eso lo elevó al rango de "poeta de La Sexta" —por los textos que ofrecía en las facultades del centro universitario en ese barrio y que celebró su historia de "superación personal"— lo enterró cuando fue sorprendido en pleno hurto. El video se viralizó. Las redes sociales lo devolvieron al lugar de chorro a eliminar, paria, falopero. Ahora, en este segundo encuentro de marzo de 2024, Matías está echado hacia atrás sobre el respaldar de la silla. Come lento una medialuna, bosteza largo y habla despacio. Cuenta que pelea por no ser el Colo. Parece una reversión periodística de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de la virtud y el vicio, del día y la noche. Pero acá, en esta sala de la residencia de la cooperativa Communitas, en Rosario, donde sigue internado, Matías habla de ese trance. O mejor: habla de lo difícil que es para él evitar ese trance, que el Colo tome el control, el descontrol.

—Cuando estás atrapado en el consumo, eso te cambia. No es que te cambia, sino que te genera reaccionar de otra manera. Te hace individualista y tampoco le echo la culpa al consumo porque si le echaríamos la culpa al consumo estaríamos todos sanados y no todos serían choros ni adictos. La decisión también está en uno.

Grabo la entrevista en mi celular. El aparato está sobre la mesa que nos separa, entre las medialunas y el cuaderno de apuntes. Matías mira el aparato y sigue.

—O sea, querer robarte ese celular ahora a vos en tu presencia está en mí. Quiero abrir esa puerta y salir. Y, sin embargo, lo pienso y digo: "No, si estoy bien, curándome, estoy saliendo adelante, evolucionando, ¿para qué voy a hacer esa cagada?”.

—¿Pero el impulso está?

—Sí, el impulso siempre está.

—¿Hay una voz que te dice "afanale el celular y salí corriendo"?

—Claro.

—¿Y vos tenés que frenarlo?

—Sí.

Cuando dice "sí”, se ríe y le brillan los ojos. Se despierta del sopor en que lo mete la medicación. Algo aparece en él desde el fondo de la sedación. Pícaro, dañino, agazapado, por primera vez en la charla. Ahí está el Colo.

—¿Te reís?

—Sí, porque es así.

—¿Vos convivís con eso siempre?

—Todo el tiempo, sí, y es difícil vivir con esa vocecita que te dice "ahora, ahora, ahora". Es difícil calmarme el cerebro. Porque, nada, al mismo tiempo que pasa eso perdés muchas cosas.

—¿Te ha pasado de seguir esa voz, entrar en una y después te das cuenta?

—Sí.

***

En 2014, con 21 años, Matías Romaguera dio una de sus primeras entrevistas. Stefanía Sahakian era entonces una estudiante de Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario. Lo conocía desde que él era un adolescente que entraba callado a las aulas a pedir algo de plata. Ropa gastada, grande, heredada y cierta timidez. Un día lo vio distinto, más grande, y tenía algo en las manos. Las primeras poesías para vender por los pasillos de la Siberia, el centro universitario. A ella le pareció interesante contar en la radio su historia de pibe pobre en un barrio marginal que apostaba a la escritura.

Él se presentó como "el poeta enamorado". La voz, entre juvenil y divertida, recita algunos de sus textos:

Ver cómo se tapa la luna
es como verte cambiando a vos.
Ver que se tapa la luna
es como acobijarte.

Le escribe también a su madre, aunque dice que le da vergüenza que ella lo lea. Cuenta que hace un taller de escritura en el barrio y que quieren hacer una revista. Ya es fanático de Charles Bukowski y describe a su ídolo como "un borracho asqueroso que te hace matar de risa". Entre líneas reconoce (advierte) algo: "Pero no le des bebida blanca porque entra a arrojar gente por la ventana, el loco".

En esa mezcla de tierno y atorrante, pinta una realidad en su barrio que atraviesa a toda la ciudad. La expansión del narcomenudeo en esa década instaló una lógica de venta particular: el búnker. Espacios cerrados que tienen apenas una hendija por donde entra el efectivo y sale la mercancía. En el interior, el vendedor suele ser un adolescente, rodeado de "soldaditos" que custodian el lugar. Algunos llegaron a tener una identificación, como cualquier otro negocio que se promociona. La estructura, fija, es en sí misma una evidencia de la complicidad del Estado. La más visible de las clandestinidades.

Matías transformó una anécdota con amigos en un texto que se convirtió en una denuncia de la época:

Los pibes no saben decir más que búnker
te parás en la esquina y te dicen búnker
pero le preguntás cuanto es 2+2 y te dicen búnker
hay que poner un freno a esto
que los pibes vean la realidad de la vida
que aprendan a expresarse
que aprendan a sumar y leer
que aprendan la cultura
que sigan lo que el virreinato se llevó
que sigan la cultura del indio
que el gobierno deje de meter droga en mi barrio
que el narcotráfico no avance
que mi gente se exprese sin decir búnker.

Ese año presentó su primer libro en la Biblioteca Argentina de Rosario y dio más entrevistas. Contó que dejó la escuela en quinto grado, que fue detenido siendo menor de edad, que retomó sexto grado pero volvió a caer. La escritura le dio ganas de terminar los estudios: se hizo alumno distinguido por la provincia. La poesía se afianza como un tejido que lo recubre y sostiene. Fue padre de un niño y eso parecía una bisagra.

Empezó a participar en encuentros. Se convirtió, de a poco, en un símbolo para las agrupaciones de militantes culturales y políticos que batallan contra las salidas de mano dura. Contra los prejuicios que limitan las posibilidades de los adolescentes y los jóvenes de barrios sin recursos. Grupos que defienden el poder del arte y de la creación como un antídoto ante una sociedad desigual y violenta. Y hacía falta, hace falta, un ejemplo para mostrar.

***

—¿Te acordás cuál fue el primer impulso que te llevó a escribir una poesía, esa sensación?

—Sí, fue algo que no sé cómo decirlo, pero sentí o siento cuando escribo mucha pasión. Ya sé lo que voy a escribir y a quién le voy a escribir, entonces esa inspiración la tengo adentro y al vomitarla sé cómo lo voy a escribir.

—Y mientras lo hacés, ¿qué te genera?

—Felicidad, goce, decir: "Vomité lo que tengo adentro". Siento mucho orgullo cuando escribo, porque, por ejemplo, tengo una poesía que se la he dedicado a Franco Casco. Cuando la escribí dije: "Estoy diciendo la verdad, un pibe que mataron y podría haber sido yo".

Matan a un pibe y de este lado de la pared hablan boludeces
matan a un pibe y a la vuelta de la esquina el mundo sigue igual
matan a un pibe bueno, joven y hombre y la gente sigue como si nada pasara
esto es una puta jungla
no me vengan a hablar de avance ni civilización
no me vengan a hablar de lógica ni de razón
muchísimo menos venirme a hablar de inclusión
si cuando matan a un pibe los milicos se lavan las manos
si cuando matan a un pibe a nadie le importa.

En 2016, Matías fue detenido por la Policía después de una discusión entre una amiga y un agente. Lo acusaron con el siempre maleable argumento de resistencia a la autoridad. Él y las chicas denunciaron abuso policial. La Defensoría pública relató que a Matías lo golpearon, lo "pasearon" por la ciudad en un patrullero, lo llevaron a un descampado y amenazaron con matarlo: "Te va a pasar lo mismo que a Franco Casco". La comparación lo convirtió en noticia: Casco desapareció después de haber estado detenido en una comisaría y a los 20 días su cuerpo fue encontrado en el río. Aquella denuncia quedó en la nada. Una década más tarde, no existe ni el registro online porque la Defensoría cambió su servidor web. El link, hoy, es la huella del olvido digital.

En diciembre de ese año, se estrenó el documental Pasos de un colorado, que cuenta su historia de vida. Recita, serio, mirando a cámara, una oda a la superación personal:

Sí, a vos te digo, que pensaste que yo era un don nadie, un drogado y un vago, mirá ahora, al don nadie, al drogado, mirá cómo el vago pudo progresar.

***

Es julio de 2023. Las imágenes tienen la suciedad de una grabación hecha con un celular desde un auto en la calle. Hay un pibe petiso de espaldas que intenta robar el portero del frente de una casa. Una mujer le habla al hombre que filma y le dice que toque bocina. Pero el ciudadano/denunciante, asume el rol de indignado, quizás estimulado por la grabación, y va por más. Baja la ventanilla y le grita al acusado.

—¿Qué hacés?

—¿Eh? —el joven finge estar haciendo otra cosa.

—¡¿Qué hacés?!

—Estoy pidiendo algo para comer.

—No, mentira. Ahí viene la Policía.

—Que venga.

El pibe que se da vuelta es Matías. Se apoya con una mano contra la pared y la otra la pone en jarra sobre su cintura. Finge despreocupación pero está inestable. Parece que se sostiene para no perder el equilibrio. Piensa y duda. Empieza a caminar. Se rasca.

La filmación se viraliza. Los comentarios en las redes lo identifican:

—Ese es el colorado que vende poesía en el comedor de la Siberia.

—A este pibe lo dejan entrar a la Facultad de Psicología a vender poesía, me parece una locura que lo dejen circular exponiendo así a los estudiantes.

—Iba siempre a la Siberia, lo protegían las agrupaciones y después terminaba robando.

Los videos se replican. Tienen 13.000, 47.000 o 161.000 visualizaciones, según el medio. La ciudad lo condena. El Colo, el poeta de La Sexta, es ahora el enemigo público identificado.

—Cagarlo a palos, la única opción.

—A la horca en una plaza.

—La mejor rehabilitación es el tiro en la nuca.

***

Cuatro o cinco picaportes son cerca de un kilo de bronce. Con eso, Matías sacaba entre 2.000 y 3.000 pesos. "La dosis antes estaba a 500 pesos, ahora está a 1.000", actualiza valores este verano de 2024 en la residencia donde hace su tratamiento. Dice que el efecto es breve pero "la manija, el querer seguir consumiendo, eso dura más". Y todo se vuelve una espiral para ese instante de orgasmo mínimo. Explica que estaba "muy metido en el consumo". Le pregunto cómo definiría eso.

—Consumir todo el día, las 24 horas. O sea, vivir para el consumo, no consumir y vivir. Iba a la facultad, leía poemas y me lo gastaba todo en el consumo. En cambio, ahora no sé, esto es una nueva etapa.

La charla sigue sobre lo difícil que es sostener el impulso para la creación.

—No siempre estás inspirado ni escribís todos los días. A veces necesitás un bocadito, para vomitar algo, necesitás comer algo.

—¿Por qué decís vomitar?

—Porque lo vomito, lo expulso, lo largo. Lo aprendí de un libro que leí, esa metáfora de vomitar, me quedó esa palabra impregnada. A lo [Henry] Chinaski.

Después de Un relato colorado, escribió Los pasos de la vida y este tercer libro que tiene entre manos es Actas de poeta. La mayoría son textos nacidos en la pandemia y aprovechó los meses de internación para darle forma.

***

La dicotomía, o la falsa dicotomía, del Colo poeta con el Colo delincuente no habla solo de él. Es el espejo de una ciudad que se rompió y se transformó varias veces en las últimas décadas. La Rosario portuaria y obrera del Cordón Industrial del siglo XX mutó a la capital del desempleo y los saqueos. En el estallido argentino de diciembre de 2001 sufrió la mayor cantidad de víctimas por la represión policial del país en proporción a su población. Hubo ocho muertos y nueve en la provincia de Santa Fe. Entre ellos, el militante social Claudio Pocho Lepratti, que peleaba por sacar a los chicos de la droga y fue ejecutado por un suboficial en el techo de una escuela.

Las ollas populares y los piquetes de principios de siglo precedieron a "la ciudad narco", la más violenta del país y del sur del continente. Las disputas entre las bandas de microtráfico elevaron la tasa de homicidios en 2012 y 2013, y en una segunda oleada en los críticos 2022 y 2023. Los índices llegaron a multiplicar por cinco la media nacional, más parecidos a los promedios mexicanos y colombianos. El gran negocio es exportar al mundo las drogas ilegalizadas de Sudamérica por el puerto sobre el río Paraná. Eso deja un saldo marginal, un vuelto, que alimenta las balaceras y crímenes por encargo en los barrios.

El poder de los grupos narcopoliciales (casi siempre hay agentes de la fuerza involucrados) creció. Rosario, cuna de la bandera, de Lionel Messi y Ángel de María, del Che Guevara y también de Los Monos y sus sicarios. "Cómo la cocaína creó la primera narcociudad argentina", tituló The Guardian.

En 2024, el nuevo gobierno provincial, junto con el nacional, endurecieron las políticas carcelarias, judiciales y de control policial, en especial sobre la violencia ligada al menudeo. Los homicidios bajaron un 65%. Pero la droga nunca dejó de circular. No hubo abstinencia en las calles. Tampoco mejoró el entramado social.

El cura Fabián Belay, que coordina hace 15 años el trabajo pastoral contra la drogadependencia, advierte un consumo que afecta a los chicos cada vez más pequeños: "Con 9 o 10 ya son adictos". También las sustancias son más agresivas (pasaron de aspirar a fumar crack) y habla de una "crisis humanitaria". La provincia creó este año el Observatorio de Consumos Problemáticos de Santa Fe. Presentó datos de 2024: hubo 103.000 "situaciones abordadas", 43% más que las 72.000 de 2023. La mayoría son hombres jóvenes. 9.000 tienen menos de 20 años. 9.000.

La mayoría de los que mataron y los 2.200 asesinados en esta década eran pibes de barrios pobres. Los que todavía venden y (se) consumen, también. ¿No encuentran otra salida? ¿No se puede repensar esa condena con otras oportunidades? En medio de ese debate, se dio la caída del Colo.

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El 10 de agosto de 2023, después de la publicación del video con el robo de los picaportes, Matías vuelve a ser detenido por un hecho similar en la calle. La Policía filtra una queja: lo demoraron siete veces en dos meses. Consumo, robo, detención, liberación, consumo. ¿Hasta cuándo puede perpetuarse esa secuencia?

Camila Bettanin, entonces titular de la Agencia de Prevención del Consumo de Drogas y Tratamiento Integral de las Adicciones (Aprecod), se hace cargo. Habla con el fiscal de la última acusación para internar a Matías. Necesitan su aprobación. Al otro día, acepta.

El primer paso es una contención urgente en el Sanatorio Alem. Lo bajan con medicación. Benzodiacepinas, estabilizadores del ánimo y antipsicóticos que buscan calmar las pesadillas y delirios. Ni chorro ni escritor: acá es un paciente de salud mental. La internación de personas con crisis es la trastienda de muchas noticias policiales. Es la parte menos contada: no hay título fácil para las estructuras psíquicas de muchos ladrones, violentos o asesinos. No es una excusa garantista para exculpar, es una realidad que el sistema penal parece obviar en sus engranajes binarios de inocentes y culpables.

Un mes más tarde, en el día de la primavera, Matías participa en una jornada con actividades de los jóvenes que forman parte de los programas oficiales de Aprecod. Al aire libre, sentado bajo un gazebo, cruzado de piernas, una camisa de mangas cortas le aporta un aire fresco. Lee pausado una de sus poesías con un micrófono. Lo acompaña un pibe con una guitarra, mezcla de encuentro de recitados y acto evangelista.

La batalla es el día a día, mis armas son dos, mi espada es una lapicera, mi escudo es una hoja, mi estrategia para la batalla es la poesía, con esas armas soy invencible.

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Recorro la Casa Terapéutica Productiva (CTP) de la organización Communitas que forma parte de la red oficial. Unen asistencia con generación de proyectos cooperativos. Es diciembre y Matías hace un taller de radio. Antes de hablar con él, hago una recorrida por la casona de dos pisos, patio y muchas habitaciones. El psicólogo y coordinador del lugar, Daniel Senderey, hace de guía.

Las adicciones a sustancias, dice Daniel, son la punta de una pirámide que esconde una base con la que hay que trabajar. No hay un manual sobre consumos de cocaína o pastillas o alcohol. “No se puede homogeneizar”, explica acerca de las subjetividades múltiples de los pacientes.

La dependencia distorsiona sentidos y valores. El dinero, por ejemplo, queda asociado con el acceso a los tóxicos y pierde su esencia de valor de intercambio. Existen distintas políticas de relación con el exterior. En Communitas el sistema es bastante abierto. Otras terapias son más restrictivas y se enfocan en el consumo. Intentan separar al tóxico de la persona, como hacerle “un torniquete”. Pero muchas veces, cuando sale de ahí, recae.

El médico psicoanalista compara. Antes de la pandemia, el 70% de sus pacientes aspiraban cocaína y solo un 30% la fumaba. En los últimos años, esa tendencia se revirtió. Hay dos efectos dramáticos. Uno es el daño físico: el abandono que aparece en los dientes, en los cuerpos flacos, en las manos dañadas. También se expresa en un nivel de adicción mucho más profundo y difícil de abordar. Solo la sustancia puede darles un destello de placer, algo que los ata a la vida, pero ese deseo intenso sin un otro es un aleteo efímero.

Vuelve sobre Matías. Se detiene en algo complejo. La escritura es para él una forma de conectar con algo vital y, en paralelo, es el alimento de una percepción que lo pierde. Lo que aparece muchas veces como una celebración, la figura del poeta de La Sexta, Daniel lo señala como un síntoma difícil de desmontar. Matías cree todo el tiempo que debe volver a la facultad a vender poesías, que le van a dar plata, que lo están esperando porque su saber es muy importante. Una fijación. Escribir como una salida, como una trampa también.

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Apuntes de la entrevista en “Residencia temporal de cuidados especiales” de Communitas, en marzo de 2024. Prefiere Matías y no Colo. Sobrenombre que sí le gusta: “El poeta de La Sexta”. Dos hijos: un varón de 12 años y una nena de 6. Su papá, Gustavo, murió cuando tenía 6 y por eso no habla de él. Cuando su mamá, Alejandra, se iba con su padrastro, él salía y se quedaba solo en la calle. Vivió con su abuela Ana y lo crio. A las dos les dedicó poesías.

Empezó a fumar marihuana a los 9, después aspiró poxirrán y, más tarde, a los 11 o 12, cocaína. Dice que no la fuma, aunque cada vez viene peor para tomar y por eso se cocina: “La pipa se ha vuelto muy adictiva, es un mundo donde muy pocos quieren volver a entrar. Veo a gente de mi barrio que está abandonada, que ha perdido a su mujer, su familia, todo por el consumo de la pipa, están solos, tirados”.

En 2011 cayó preso como menor de edad. Entonces conoció quiénes eran sus verdaderos amigos. En 2013 nació su primer hijo y empezó a escribir. Cuando su abuela murió, se puso muy mal y estuvo muy empastillado (rivotril y alcohol). Se sentía superman, capaz de todo. Nada, ni los otros, ni él, le importaban. Volvió a caer preso, volvió a salir.

Al adolescente lo cría una familia sustituta. La más chica vive con su mamá. Matías se arrepiente de muchas cosas, de no estudiar, pero sobre todo de no ser buen padre para esos chicos.

El tratamiento está en su etapa final. Dejó el taller de radio y se pasó a cocina. Estuvo en el área textil también. Cuando le pregunto qué le gusta más, demora. La indiferencia que asoma bajo sus palabras suena a la respuesta genuina. Por momentos, parece un cuerpo deshabitado que habla.

Nos quedamos sin tiempo. Apago el grabador. La mamá de Matías tendría que haber llegado para hablar de la externación y la futura convivencia en su casa. Pero avisó que no podía.

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“Matías entra en Communitas y hace un buen trabajo de invención con su poesía, una especie de suplencia, de suplir eso que a él lo aqueja psíquicamente”, interpreta el psicólogo Daniel Senderey.

Ahora estamos en 2025 y hablamos en su consultorio privado del centro. Sigue: “A veces los sujetos llegan a inventar para tratar de anudar todas estas instancias o registros de la estructura psíquica que no están totalmente anudados”.

Daniel es serio y amable. Mantiene un tono sereno para explicar cosas difíciles, incluso para asomarse a las sombras. Cuenta que Matías tuvo un período productivo, con un descenso de la medicación y cerraba las reuniones grupales de cada semana con una lectura de algo que había escrito: “Nosotros en psicoanálisis decimos que hay una especie de capitonaje. Usamos esta figura de un colchón que entre la cara superior y la inferior siempre tiene un hueco. Existe un botón que une ambas caras, eso se llama capitón. Algo se anuda, se puede unir y permite que una estructura se tenga, se sostenga”.

—¿Cómo es ese hueco?

—Existe una fragilidad, porque en origen hay algo en el sujeto que ha fallado. Una operación que no se produjo y que ha generado un agujero en la estructura. Es como si la manta tuviera un agujero y en ese trabajo, de suplencia, el sujeto hace un zurcido.

—¿Pero eso no tapa el hueco?

—No. El hueco siempre está. El zurcido permite hacer con ese agujero de origen estructural, ineliminable. Lo que nosotros buscamos clínicamente es que el sujeto se aleje de las situaciones que lo aproximan a ese agujero.

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En la película británica The Outrun (2024), la joven Rona intenta varias veces dejar el alcohol que la llevó de la euforia mágica de la noche a la autodestrucción. Vemos en escenas fragmentadas, en una cronología dispersa y progresiva, cómo pierde las múltiples formas del amor: su pareja, su vocación, el vínculo con los suyos, con las fuerzas salvajes de la naturaleza y con ella misma.

Lo intenta varias veces, buscar reprimir la pulsión por un trago, oscila entre el refugio frágil de un padre bipolar y una madre que la irrita con su candidez religiosa. Cae y vuelve a caer pese a sus promesas. Es la sustancia que deja una huella en el cuerpo, pero sobre todo una grieta en el espíritu: el vacío por donde se escapó el deseo.

No es una tarea fácil. “No creo que pueda ser feliz sobria”, le dice a un compañero. Se retira a un lugar casi deshabitado, al norte de las Orcadas, un grupo de peñones frente a Escocia. Recién así de aislada, recién entonces, puede intentarlo de verdad y reencontrarse.

No hay Orcada para Matías. Después de meses de batallar en los centros de Communitas, vuelve al mismo lugar donde todo empezó. A la casa de su madre en el barrio donde se hizo el poeta de La Sexta y en donde nunca dejó de ser el Colo.

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Pasan semanas de la entrevista y del alta que él reclamó de Communitas. Le escribo por privado a su Facebook como habíamos quedado. No me responde. Dejo pasar un tiempo. Insisto. Nada.

A los meses, lo busco en la Facultad de Psicología. Doy unas vueltas y aparece. Me abraza como si fuera un viejo amigo. Dice que está bien. Vive con la mamá, va a un psicólogo, asegura que da un taller de escritura en una biblioteca. Ya estamos en noviembre de 2024. Repite que quiere presentar su libro de poesías. Le gustaría hacerlo a fin de año.

***

Sábado 21 de diciembre. Las cuatro hileras con 19 sillas azules en el fondo de la sala están vacías. No hay público: ni familiares, ni periodistas, ni haters.

Matías, buzo gris y morado, está sentado junto al defensor público Daniel Kantor. Un policía de negro, parado detrás, no puede contener su hastío: se refriega los ojos, se revisa las uñas, se cruza de brazos.

—Buen día, soy Matías Alejandro Romaguera.

La jueza Marcela Canavesio lo escucha y conduce la audiencia imputativa. El fiscal Rodrigo Urruticoechea acomoda papeles. Le imputa haber arrancado el picaporte de la puerta de Mendoza 437. También otro de Mendoza 421. Fue detenido a las 3.40 del miércoles 18 de diciembre. Tenía en su mochila un destornillador y siete manijas metálicas.

Son dos hechos de robo simple, pero el fiscal le suma otros cinco casos anteriores desde noviembre de 2022. Los enumera uno por uno. Hay un intento de entrar a una panadería que fue abortado cuando pasó un patrullero y les gritó a sus cómplices: “¡La gorra!”. Igual fueron atrapados. Otro por “lesiones leves dolosas”: agredió a un policía con una tijera y lo cortó en la mano derecha. El acta describe a un “masculino en estado de exaltación” que “se autolesiona golpeando el rostro y la cabeza contra el suelo”. De brazos cruzados, Matías cada tanto mira al fiscal, bosteza y se tapa la boca con la mano izquierda.

Los botines se repiten: manijas o porteros de bronce, cigarrillos, encendedores, botellas con alcohol, el control remoto de un televisor (el aparato quedó colgando cuando pasó un patrullero y se fugó). Las direcciones se apilan con horarios: a las 2.00, a las 3.30, a las 4.00.

Kantor, su defensor enérgico y locuaz, ensaya distintas estrategias. Ninguna parece prosperar. El fiscal adelanta que pedirá una “condena a superior al mínimo de la escala que arranca en tres años” y de “ejecución efectiva”: la cárcel. Señala una particularidad más: los delitos son en horarios nocturnos. La oscuridad como una agravante penal.

Matías no responde. No habla de la dificultad de conciliar el sueño, de lo pesadillesco, del infierno que existe de día, pero que a la noche retumba sobre la calma exterior.

Tras casi dos horas de audiencia tediosa, en un sábado previo a las fiestas, la jueza se cansa. Le dicta prisión preventiva por 90 días. Volverán a discutir su destino en marzo.

Ricardo Robins (Rosario, Argentina, 1980) es licenciado en Periodismo por la Universidad Nacional de Rosario. Escribe desde hace más de 20 años en medios como Rosario3, Anfibia, Iceberg, La Nación, Revista Barullo, entre otros. Es autor del libro El polizón y el capitán (Marea Editorial), crónica que ganó el Premio Gabo en 2022.