10 de enero de 2016. Día mundial zombi. Diez de la noche. Compras en el McDonalds de Plaza Italia. En realidad, esperas en una fila gigantesca. Todo está cerrado y casi muerto, en suspenso, como si la ciudad contuviese el aliento. Lees a J. G. Ballard en el celular. Estás tomando notas sobre él, sobre la serie de cuentos ambientados en Vermillion Sands y cómo vomitan una parodia del campo del arte; estás tomando notas acerca de todas esas historias sobre artistas y crímenes que predicen ese mismo tedio que Houellebecq va a llegar a explotar como poética. Por eso, Houellebecq a veces suena como un cover de otros autores, quizás ese es su mérito. Pero se te cansa la vista y abandonas. Luego, revisás una nota en un blog sobre la obra de Jack Kirby. Su obra te sigue pareciendo un fracaso hermoso (porque eso es lo que sucede en los territorios de Kirby, ¿es lo que se puede aprender de él?, ¿que todo debe ser un fracaso?). Entonces te aburres y no piensas nada en un buen rato, destruido por el calor y la resaca del Año Nuevo, y vuelves a casa cruzando la Plaza Italia y el parque Bustamante en silencio, mirando a los sobrevivientes de la fiesta que aún resisten, que descansan sobre alguna banca o beben cerveza para evitar moverse, en medio de la noche.

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Noche. 2020. El humo de las barricadas vuelve rojo el crepúsculo. Suena una sirena. El zorrillo entra al parque. Se escucha un bombo. La policía dispara varias veces. Los estampidos son cerca. Ayer un guanaco roció el frontis del edificio y lo dejó hediondo a agua podrida. Chiflidos. La batalla es una colección de silbidos, de ritmos que no se detienen como si existiesen en un único tiempo. Más disparos. Gritos. Pacoconchetumadre. Las cacerolas. La pintura blanca sobre los adoquines que ayer estaban llenos de sangre. Los nombres de los muertos que están en las paredes. Los nombres de los muertos, te repites. No sabes si los ruidos vienen de adentro o de afuera. Todos los sonidos existen como señales de alarma, son cuentas regresivas. Ahora hay silencio, han bajado las luces del parque, ha comenzado el toque de queda. Registras. El follaje oscuro cruje.

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2019- Las cacerolas y los tambores tapan el sonido de las bombas. El aire está asqueroso. Productos químicos de varias cepas distintas de bombas lacrimógenas se mezclan con el polen de la primavera del parque, mutando en alergias nuevas. Hoy en la tarde hubo refriegas. Llegaron tipos con hondas. Uno recibió un balín en la cara. Lo viste con claridad. El hombre salió corriendo por los adoquines y luego cayó al suelo, tomándose la cara. Llevaba una máscara de gas. El balín le pegó en medio de la frente. La Cruz Roja llegó en un par de minutos. No soltó su honda y sobre el suelo quedó un charco de sangre y restos de toallas de papel o vendas.

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Lugares/objetos. Los pasillos de un clandestino en Bellavista al que descendía luego de atravesar un estacionamiento vacío. Otro clandestino, que era un edificio flaquísimo de Patronato que por dentro se abría a habitaciones y pasillos suspendidos en el tiempo. Los cuadros que había en los salones de La Casa de Cena, esos óleos viejos y clásicos, que parecían haber aguantado el humo y el aire viciado de los salones del lugar, que parecía haberse ido oscureciendo con los años, como si un velo de mugre se posara sobre las mesas y los cubiertos, sobre los comensales, volviéndose cada vez más espeso.

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La memoria es tu propia película secreta. Los pedazos se arman como un rompecabezas, como piezas que existen a través del tiempo, de los días y de los años, al modo de detalles que van dibujando una imagen, un mapa. Fotogramas que revelan distintas texturas, colores, fragmentos de rostros y cuerpos y voces; imágenes (o ideas de imágenes) que se te aparecen de modo súbito tal y como baja cierta bruma inesperada, al modo de visiones o destellos de una ciudad que ya no existe, que fue borrada por el Estallido y luego la pandemia, un sitio que se convirtió en un país lleno de planchas metálicas que cubrían la puerta de los locales, cuyos frontis habían sido pintados de gris para borrar todo rayado, para tapar los carteles pegados con engrudo; ese Santiago que se esfumó para volverse un recuerdo a veces doloroso o insondable, convirtiéndose en una música que no quiere acabarse, en un espíritu que se niega a abandonar el cuerpo.

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Enero 2020. Madrugada. Tratas de leer a González Vera. Música de otro tiempo. Sus memorias son perfectas y tremendas. El sabor de la carne de perro. Miras en Spotify qué escuchan tus amigos: Ramones, Paulo Londra, Neil Young, Beyonce, cosas de Schubert. Todos somos avatares del desastre, piensas. Algo cruje. Los Tacvba tocan “Déjate caer” en vivo. La tocan en una versión levemente irónica, a veces parece cínica, revelando que la canción es en el fondo una película de terror. Afuera el parque está negro porque todos los faroles han sido rotos y toda luz parece haber sido suprimida. Adentro, siguiendo una canción que crees conocer de memoria, te das cuenta de que todo es nuevo y que cada golpe de batería es un disparo.

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Lugares/objetos. Te parece que habría que anotar una lista de hoteles desaparecidos, de lugares que eran refugios o puertas al infierno; y te acuerdas del City, donde huían los personajes de Fuguet y Díaz Eterovic; o se te aparece el Crillón, lleno de crímenes simétricos que se repetían a lo largo de las décadas; el Bristol, que quedaba al frente de la Estación Mapocho y era un hotel de vendedores viajeros, donde Pablo de Rokha se recluía del mundo, cuando esperaba salir de la ciudad o simplemente huir de su propia tristeza en los años en que se quedó viudo y solo pudo estar poseído por la pena y el abandono y el odio mientras miraba desde su habitación las siluetas de los pasajeros que entraban a la estación o cruzaban hacia calle Banderas o el Mercado Central.

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A veces, cuando vuelves tarde del trabajo, te subes a una micro, apoyas la cabeza en la ventana y miras hacia afuera la vereda sur de la Alameda, mientras programas en los fonos alguna canción antigua, algún bolero de Lucho Gatica, por ejemplo, algo previo a su época de oro, antes de que fuera a México y se perdiera en el éxito como si se internara en la espesura; y mientras Lucho canta en medio de un salón o del estudio de una radio, rodeado de una orquesta fantasma, quieres que el auto comience a moverse más lento, que algún semáforo lo detenga para que la canción no termine mientras buscas en los detalles y el polvo y la mugre algo parecido a un secreto, porque ahí, entre la canción y la calle, puedes mirar, casi como una alucinación, un fragmento congelado de otra época, de otro mundo.

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Lugares/objetos. Siempre te ha parecido que las novelas que se han escrito sobre Santiago son una biblioteca incompleta, imposible, que narra el modo en que la ciudad cambia de piel de una a otra para seguir siendo la misma. Así que vuelves a esas viejas fiestas donde los chicos de la revolución de 1851 se perdían en Martín Rivas a los prostíbulos extinguidos de Estación Central que Edwards Bello recordaba con una nostalgia insólita; al rumor del Río Mapocho, cuyo lecho era un territorio salvaje e infernal, que atraía y devoraba a los niños perdidos de Armando Méndez Carrasco tal y como el mar atrae a los personajes de Conrad o Coloane. Vuelves al modo en que los personajes de las novelas de Carlos Droguett existen como si huyeran del día o más bien de la luz, del mismo modo en que él lo hacía y cómo su rostro quizás se corresponde con los de algunos de sus personajes, con esos estudiantes de derecho fracasados vueltos máquinas solteras, con periodistas que parecen criminales o aspirantes a escritores; buena parte de ellos recorriendo bares y fondas como si entraran en el cielo o el infierno; perdiéndose entre el humo del cigarro y el encierro de las redacciones de periódicos que inventan su propio tiempo, todos eléctricos y tristes, mientras persiguen asesinos o a sí mismos, o hacen que la literatura abrace el frío y el espanto, y busque la belleza en los restos del deseo, con la soledad y la compasión.

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Lugares/objetos. Polaroids. Pantallazos. La montaña sagrada de Jodorowsky, proyectada en las pantallas del segundo piso del Cine Arte Alameda, mientras las Kumbia Queers lanzan un cover de Black Sabbath, y atrás, por los ventanales llenos de gotas de lluvia, puede verse cómo el viento dobla los árboles, porque una tormenta se aproxima a Santiago. Adrianigual tocando en vivo en una fiesta en una casa en ruinas. El reflejo de los neones de los restoranes chinos sobre los autos abandonados carcomidos por el óxido en un sitio eriazo cerca de Mapocho. Las luces de las motos scooters suspendidas en el aire, atrapadas bajo el párpado como gusanos imposibles. Zalo Reyes, con un pie menos, apoyado en un bastón, cantando sus viejos hits en un festival de rock, en el Centro Gam, a la hora del crepúsculo. A veces piensas que esa es la única manera en que se puede cantar, con los lentes negros puestos, el garbo que solo puede tener un ser un sobreviviente, la ferocidad y la ternura de quien sabe que su voz es un milagro y que todas sus canciones, de modo inexorable, solo pueden existir en la belleza tóxica de ese crepúsculo anaranjado.

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Debió de ser 2010. Recuerdas un sábado cuando con C. venían en un taxi a las dos de la mañana porque iban de una fiesta a otra. No recuerdas el destino exacto pero posiblemente iban al Cellar, ese galpón cerca del metro Los Héroes que parecía no tener dueño. Estaban sentados atrás y en el asiento del copiloto estaba su amigo D. El chofer solo hablaba con él, no los miraba a ustedes. Contaba que fue miembro del GAP, que había sido parte de la guardia privada de Allende en la época de la Unidad Popular mientras el auto avanzaba lento por la calle Tarapacá, en pleno centro, cerca del Paseo Bulnes, y en esas calles todas las fuentes de soda y las tiendas de armas y de caza y pesca estaban cerradas y la ciclovía llena de desperdicios, de cajas de cartón rotas y basura. Recuerdas haber pensado que hablaba al aire, que lo hacía para recordarse a sí mismo quién era y quién había sido, y que al hablar no había nostalgia sino goce y rabia, porque era cualquier cosa menos un fantasma, mientras recordaba el pasado, el suyo y el de sus amigos, el de su generación, esos años que tenía atrapados detrás de los párpados y en el que seguía viendo el ataque a La Moneda y los días de militancia y el rostro de Allende y lo que vino, la cárcel, la clandestinidad y el exilio, la violencia y la valentía luego de esos años de esplendor. Y te acuerdas que mientras manejaba sobre ese suelo donde aún quedaban restos de la lluvia nunca llegaste a ver su rostro completo, pero sí oíste con precisión su voz, una voz delgada o más bien chillona, esa voz chilena que aparece en las películas viejas y que ahora solo es un acento desaparecido pero que esa noche parecía sincronizarse con el paisaje, volver a vivir más allá de las cortinas metálicas de los negocios donde alguien había pintado nombres o mensajes que apenas se podían leer, con las sombras y las pelusas de mugre que parecían remplazar el aire en el foyer del Cine Normandie, aguantando la respiración secreta de todos los edificios oscuros que los rodeaban.

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Siempre creíste que las ciudades escondían otras ciudades debajo suyo, que existía otro mapa, invisible, que solo se revelaba en vistas parciales, acaso en algunos momentos y ciertas noches. Pensabas que no podían ser otra cosa que libro. Así, aprendiste que la ruina y el esplendor tejían sus propios lenguajes, sus propios libros. Miraste los grafitis como si fuesen pinturas vivas o canciones y a los stickers como confesiones íntimas. Las anotaciones al paso con lápices de pasta o plumón sobre los muros eran cicatrices, muescas sobre la piel. Casi siempre eran invisibles al ojo, desaparecían en medio de la marea de información pero la noche las revelaba porque era capaz de devolverles el sentido, haciéndolas brillar en la oscuridad; volviéndolas algo que había que descifrar, un lenguaje con el que tú y los otros huían y donde podían reconocer algo parecido a un alfabeto.

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2013- Te acuerdas de una noche cuando fueron con C. a una fiesta a la casa de Z., que era una despedida (Z. se iba a alguna parte, a Nueva York o a México), y eran las dos de la mañana y te tuviste que ir porque C. había quedado con un vampiro en la Blondie para ver si le podía hacer fotos. Se trataba del rey de los vampiros de Santiago y cuando descendieron al subterráneo de la disco se encontraron con él y su esposa en medio de un concilio gótico donde ellos dos parecían flotar como reyes y mirar al resto como si verdaderamente fuesen vampiros. Entonces se metieron a ese salón de lounge que tenía la Blondie, ese salón donde alguna vez habían estado los proyectores del cine, y hablaron y bebieron y el vampiro te confesó que los lentes de contacto no lo dejaban ver nada y que las rodillas le dolían por las suelas gigantes de los zapatos de plataforma que llevaba. Y todos esos vampiros se sacaron fotos entre ellos para subirlas a Facebook y con C. salieron en las fotos y todo fue alegre y amable, y el vampiro luego desapareció porque bajó con su esposa a la pista central o simplemente se desvaneció, tal y como se puede desvanecer alguien en una madrugada de Santiago, y C. no pudo hacerle la foto que quería y eso fue todo, porque luego él se volvió más escurridizo, y mientras lo comenzaste a seguir por Instagram o Facebook supiste de su vida, te enteraste de que se separó de su esposa y ella lo acusó de violencia o abandono y él comenzó a aparecer con armas de fuego en Instagram, posando con escopetas truchas, fotos que después borraba pero que eran dolorosas de ver porque ahí estaba, con la cabeza rapada y los ojos blancos, pálido en una polaroid insondable. Y todo esto duró meses o años, hasta que un día ella en Facebook contó que él se había suicidado, que al parecer se había ahorcado, y ella lo recordaba como el amor de su vida. Y después con C. miraban sus cuentas a veces, porque seguían abiertas, y se topaban con esas imágenes suyas que quedaron sueltas, abandonadas y perdidas en la red, puros momentos rescatados de la violencia, de la soledad, de la felicidad y la fantasía.

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2021- Un gato blanco atraviesa la madrugada del parque. Todo parece suspendido en una forma de terror glacial, como si en el país el tiempo se midiera por el toque de queda y el amanecer no llegara nunca. Ya no quedan demasiados perros. Ya no corre casi ninguno entre los árboles. Huyeron de acá en medio de la garúa fosforescente. Desaparecieron porque los enfermaba el suelo, está lleno con los restos de las lacrimógenas y el agua podrida del guanaco, de la borra del gas que quedó suspendido entre las ramas de los árboles, de los materiales quemados para barricadas. Toda esa basura química de las bombas les quemó las narices mientras infectaba a las briznas secas un poco de pasto anémico.

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Viernes. Toque de queda. Con C. llevaban mascarillas. Venían por Providencia, un poco antes de llegar a Condell. A las 22.30. El toque de queda no le importaba a nadie. Pasaron al lado de ese convento que se quemó. Un hombre se puso a caminar a su lado. 30 años. Gordo. Pelado. Sin tatuajes en los brazos. Mochila negra y tenía puesta una máscara de gas. Les preguntó si no les molestaba que los acompañara. Dijo que había quemado un furgón de Carabineros, que arrancó una puerta, que rompió una manilla. Atravesaba la noche suave del verano. Quizás sonreía. Más allá, el parque Balmaceda estaba lleno de carpas. En Condell lo perdieron de vista. Cuando llegaron a la puerta del edificio, alguien había hecho una barricada con bolsas de basura. Se cambiaron de ropa. Se metieron a Twitter. Vieron que lo del furgón quemado era cierto. Desde la ventana, la fogata seguía encendida afuera. Pensaste que la violencia y la ciudad hablaban por medio de tulpas, de criaturas imaginadas. ¿El hombre realmente había quemado el furgón? ¿Era un sapo? ¿Deliraba? ¿Era otro perdido que fantaseaba con el fuego? Escribiste al vuelo en el celular: la realidad tiene la espesura del humor vítreo. Te preguntaste si no había llegado la hora en que no se podía distinguir a las personas reales de los fantasmas.

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Lugares/objetos. El caserón donde hacían fiestas clandestinas cuyo piso se movía cuando la gente bailaba en Bellavista. El Club Loreto y el pasillo estrecho que llevaba a la pista de baile y a ese escenario que tenía, creo, cortinas o un decorado con guirnaldas plateadas o doradas mientras la música soul explotaba como si fuese un eco de otro tiempo. Esas noches la pista de baile se volvía una paradoja, una colección de ecos superpuestos donde el pasado se pegaba al presente porque eso era lo que ocurría en caserones destruidos, en esas viejas casas que estaban cerca del cerro, puros lugares cuyo interior parecía decorado como si fuese una zona de guerra, espacios que habían sido abandonados y que ahora volvían como casas encantadas animadas por la música, por alguien que programaba “Demoler” de Los Saicos al borde del amanecer; o algún single viejo de los Smiths que sonaba como el eco de una adolescencia a solas pero que ahora se había vuelto una especie de consigna, lo mismo que los Echo & the Bunnymen o los Lightning Seeds; por el modo en que en el momento más álgido alguien programaba a Joy Division y “Transmission” rebotaba entre las ruinas, entre el papel mural arrancado y las grietas en el techo, entre el parquet roto y las marcas de quemaduras en las puertas mientras la voz de Ian Curtis parecía extenderse a lo largo de los minutos como si atravesara un siglo completo, como si estuviera salmodiando o hablando en medio de una sala a oscuras, todos atrapados por una visión compartida por los que estaban en la pista de baile, atrapados en un salón donde quedaban los restos de lámparas de lágrimas destripadas en agujeros en el techo, rodeados de escaleras curvas con las barandas sueltas o podridas, o en patios o terrazas llenas de hojas secas de un otoño que parecía que iba a durar todo el año.

Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975) es escritor y profesor de literatura, magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Chile y doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entre sus novelas publicadas están Caja negra, Estrellas muertas, Ruido, El brujo y Laguna, además de los volúmenes de ensayo y crónicas Cien libros chilenos, Televisión y Deslizamientos, y los libros de relatos Death Metal, Los muertos y Cuando éramos hombres lobo. Acaba de editar la novela Oráculo (Seix Barral, 2025).