Lo primero es prender el horno. Siempre de noche, verano o invierno. Carlos —nadie lo conoce por su nombre, aclara, mejor decirle Nona— llega a las cuatro de la madrugada a la cocina de la panadería para darles tiempo a la leña de hacerse fuego y al fuego de calentar el horno, una estructura de ladrillos en la que tres o cuatro personas adultas cabrían acostadas y les quedaría espacio para soñar con algún cielo en el techo abovedado.

En unas horas la temperatura ahí adentro alcanzará los 350°C y él sacará al patio, con las manos envueltas en una tela dura y resistente, algunos troncos que jamás se consumirán del todo. Pero para eso falta. Todavía no se apagaron las luces de la Avenida del Navío, donde está ubicada Mi Paloma, la panadería y confitería más antigua —aún en funcionamiento— del balneario rochense que le da nombre, y las calles están desiertas.

La cocina es un espacio enorme, de techos altos. El centro lo ocupan tres mesadas de madera de varios metros de largo. Hay una batidora grande, una sobadora, una balanza, maples de huevos apoyados en varios muebles, sacos de harina de 25 kilos, sacos de sal y de azúcar, paquetes de levadura, cartones con cajas de leche, bidones de agua, el horno, una pala de hierro de por lo menos cuatro metros de largo para las brasas y otras cuatro de madera para meter y sacar productos del horno, la estufa —un cuarto donde se meten carritos con bandejas de bizcochos crudos para que leuden al calor de un montón de brasas—, batidoras más chicas, cantidades industriales de condimentos (lino, sésamo, chía, orégano, anís, grajeas de chocolate, canutos para cañones, maní, coco rallado), heladeras, microondas, calefón, aceite, pincelitos de goma, espátulas, puntas de batidoras, tarros, un palote de amasar con pinchos que se llama pica y sirve para marcar las galletas cuadradas, un cortador ondulado y dos con forma de vaso metálico que sirven para darles forma a los panes, dos bolsas con varios kilos de grasa y en el medio un latón rojo en el que la meten para mezclarla con la harina.

Foto del artículo 'Y con esto y un bizcocho'

A las seis de la mañana llega Eduardo. Él y Nona son los encargados de los panes y los bizcochos. Suena música movida por los parlantes —hay días en que la música se necesita, dice Nona— y hace calor. No podría indicar con precisión los grados, pero los buzos que eran imprescindibles en la calle por el fresco primaveral acá adentro agobian.

—En verano debe de ser insoportable el calor.

—Está igual que ahora —corrige Eduardo—. Los techos son altos y hay una puerta abierta.

—No podemos tener la ventana también abierta porque hace corriente y el aire seca la masa. Mira —dice Nona, y señala una bola cruda sobre una mesada de madera de color notoriamente más oscuro que las otras y aspecto quebradizo.

Primer dato interesante sobre los bizcochos: cualquier corriente de aire puede arruinar una masa.

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La palabra bizcocho proviene del latín biscoctus, que significa "cocido dos veces", y en casi todos los países de habla hispana se usa para referirse a lo que en Uruguay conocemos como bizcochuelo, una torta dulce que se utiliza de base para muchas preparaciones. Sin embargo, acá el término se instaló y refiere, como recoge el Diccionario de Americanismos, a un "producto de panadería elaborado con azúcar, harina, huevo y manteca o grasa, que tiene forma de bollito o bastoncito y que puede llevar dulce de leche o crema pastelera". La definición es por lo menos incompleta en materia de rellenos: ¿qué hay del queso, el dulce de membrillo, la panceta, el salame, el morrón? Parece haber una asociación formal directa entre este alimento y lo dulce, pero la cultura uruguaya de mate y bizcocho va más allá del azúcar y se extiende al imperio de lo salado.

El origen de los bizcochos uruguayos no tiene una única versión —es probable que todas aporten algún dato fidedigno—. Las dos más extendidas y aceptadas en ámbitos culinarios son: 1) que es producto de las migraciones francesas y españolas; 2) que son parientes cercanos del krapfen alemán (una especie de borla de fraile). Sin dudas los movimientos migratorios europeos, especialmente del siglo XIX, permitieron la llegada de la pastelería de esa región a tierras rioplatenses y su posterior transformación.

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Hablan con la liviandad de la costumbre. Nona empezó a trabajar en panadería a los 14 años, hace más de 40, y Eduardo hace 30 que está en el rubro. Para ellos, un cruasán, antes de ser ese rollo brillante, crujiente y calentito que nos inunda con su olor cuando vamos a comprarlo, es masa cruda que pintan con huevo. Segundo dato interesante sobre los bizcochos: sin huevo quedan secos y sin color.

Foto del artículo 'Y con esto y un bizcocho'

Antes de eso, un petardito de masa blando en el que la levadura todavía no hizo efecto y va al cuarto de leudado a ganar cuerpo; antes, un montón de cachos —ninguna palabra los describe mejor— de masa que cortaron con las manos uno por uno para darle forma de triángulo, apoyaron en la mesada y enrollaron hacia dentro, de la parte más ancha a la punta; antes, tubos de tres metros de largo y anchos como un pan flauta que estiran, golpean contra la mesa, estiran y golpean para afinarlos y poder cortar los cachos, que apilan sin miedo a que se pegoteen —para un ojo no entrenado resulta asombrosa la diferencia entre el producto terminado y esta especie de plasticina que es más flexible que pegajosa—.

Antes, una masa de tres o cuatro metros de largo y uno de ancho que ponen sobre la mesada de madera para untarla con grasa y espolvorearle harina por encima antes de enrollarla; antes, una manta de masa de más de diez kilos que Eduardo agarra, pasa por la sobadora —una máquina que la afina y la deja de espesor uniforme—, dobla al medio y vuelve a pasar, así casi 20 veces; antes, cinco litros de agua, 250 gramos de sal, 500 gramos de azúcar, 70 gramos de levadura y 10 kilos de harina que pasa primero por la balanza y luego mete en una batidora industrial por varios minutos.

—Hay que pesar todo —enfatiza Eduardo—, todo.

Con esas cantidades salen, aproximadamente, 700 cruasanes, que luego fraccionan en salados, dulces y rellenos. Son los bizcochos más vendidos. Por día utilizan una bolsa y media de harina. En verano, dice Nona, producen el quíntuple. La vida en La Paloma se mide así: verano/invierno (incluye otoño y primavera), con algunos días salpicados de turismo durante las vacaciones y fines de semana largos. En la panadería, como en la mayoría de los comercios del sector de los servicios, también. Aún falta para que explote la temporada y tengan que empezar la producción a la medianoche, así que cinco litros de cruasanes alcanzan para cubrir la demanda. Tercer dato interesante sobre los bizcochos: su producción se mide en litros de agua.

Hay que tener cuidado con las palabras porque pueden generar ideas equivocadas. Por ejemplo, si reprodujera sus dichos textuales y calificara esta jornada de "tranquila" podría suponerse que todo avanza a ritmo lento, que nadie anda a las corridas, que hay pausas. Pero no. Durante horas, Nona y Eduardo no paran. Tienen una hora y media para llenar los mostradores de la panadería y seguir produciendo para que salgan bizcochos calentitos durante la tarde.

En el ambiente no hay tensión ni apuro. No hay momentos de "ah, me olvidé de esto" ni de “¿qué sigue?”. No hay en ningún lugar a la vista un pizarrón que indique qué bizcochos hacer ni cuántos ni quién hace qué. Se mueven entre tareas con seguridad. Nona sabe que la primera tanda de bizcochos demora aproximadamente 15 minutos en estar pronta, y sabe cuándo pasaron esos minutos, aunque no hay alarmas ni temporizadores. Las siguientes tardan un poco más porque el horno va perdiendo temperatura, hay que ir revisando por si es necesario atizar el fuego. Para eso tiene un ojo, un vidrio contra el que se coloca alguna fuente de luz que permite ver hacia adentro. También tiene un sistema de tiraje que consiste en unas cadenas que permiten que el humo salga y evita que los bizcochos queden llenos de hollín.

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Hay un ritmo orgánico en esta cocina. Es un ritmo pesado, de trabajo duro, de mover masas, estirar, golpear, cortar, levantar, maniobrar palas gigantes, volver a la sobadora, meter en el horno, hacer otra masa, sacar del horno en el momento justo, espolvorear harina, ordenar, enrollar, llevar, meter en la batidora, pincelar. Este trabajo manual y arduo, que requiere esfuerzo físico y labores repetitivas, que para ellos es tan normal y cotidiano, que es puro oficio y experiencia de años, tiene su dosis de poesía.

—¿Habías visto cómo se hacían? —pregunta Eduardo.

—No.

—Ahora cuando comas un bizcocho lo vas a valorar más.

Y al rato, cuando se acerca la hora de abrir al público y salen los primeros bizcochos del horno:

—¿Te diste cuenta de que acá adentro no hay olor?

Cuarto dato interesante sobre los bizcochos: el aroma tentador que nos envuelve cuando pasamos por la puerta de la panadería y nos invita a empezar el día comiendo cruasanes no se siente dentro de la cocina.

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Eduardo empieza a preparar una masa hojaldrada para hacer medialunas.

—¿Es difícil hacer hojaldre?

—No, es muy fácil —asegura, y explica mientras hace—. Se le pone manteca arriba, se dobla en tres, se le pone manteca arriba, se dobla en cuatro, se le pone manteca arriba, se dobla en tres de nuevo. Listo.

Manteca y grasa son dos productos esenciales en la bizcochería clásica. Quinto dato interesante sobre los bizcochos: la grasa cambió con los años. Nona recuerda que antes tenían que dejarla dos o tres días afuera de la heladera o meterla en la estufa para que se ablandara antes de usarla. Ahora viene pronta. De hecho, en verano puede llegar a precisar frío para no quedar completamente líquida.

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También ha habido cambios fundamentales en los procesos de conservación. Nona recuerda los tiempos en los que todos los bizcochos tenían que hacerse el mismo día que se cocinaban y vendían. Ahora hay cámaras de frío en las que se puede poner el producto crudo, luego de haber leudado, y se mantiene en óptimas condiciones hasta la jornada siguiente. Esto permite la aceleración de los procesos: se cocinan bizcochos ya leudados mientras se prepara más masa para una tanda posterior.

En esta panadería hay una cámara grande como las de los supermercados, un cuarto al que se puede entrar, que está a 11°C, y dos más pequeñas, con estética de electrodoméstico grande más que de habitación, que se mantienen a 5°C aproximadamente y donde ahora guardan la masa.

La producción en este lugar es mayoritariamente artesanal, un aspecto que se ha ido perdiendo con el avance tecnológico y la industrialización. Los panes y bizcochos que se cocinan acá no tienen conservantes y, asegura Nona, duran más y tienen mucho mejor sabor que los producidos y distribuidos a escala industrial, que, según él, solo están buenos en el momento en el que salen del horno; estos, por el contrario, se pueden consumir al otro día porque no pierden su sabor.

—Se termina esto —sentencia Nona. Eduardo asiente—. Va a demorar, pero se termina.

Antes, dice, en verano había una decena de gurises jóvenes con ganas de aprender el oficio. Ahora no. Él y Eduardo coinciden en que se consumen menos panificados que antes, en que lo artesanal está perdiendo terreno y en que este oficio, su oficio, va camino a la extinción.

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¿Por qué el vigilante se llama vigilante? ¿Cómo le van a poner borla de fraile a un bizcocho? ¿Quién le dice cañoncito al pan con grasa?

Preguntas que surgieron y cayeron en el olvido más de una vez por la suposición de que no era una cuestión a la que darle vueltas, no todo significa, no hay historias interesantes detrás de cada cosa que despierta inquietudes. Vaya error. Porque resulta que sí, el bizcocho vigilante hace alusión a la policía; y sí, la borla de fraile refiere al hábito de un religioso.

La industria panadera y bizcochera está intrínsecamente ligada a las luchas políticas y gremiales. En 1683, durante el segundo sitio de Viena, el Imperio Otomano intentó una invasión sorpresa durante la madrugada. Dicen que los panaderos, que ya estaban trabajando a esa hora, dieron la voz de alarma. Lo cierto es que los austríacos derrotaron en batalla a los otomanos. En señal de festejo y burla, los panaderos hicieron un bizcocho con forma de medialuna, el símbolo patrio de sus enemigos, hoy presente en la bandera de Turquía, y así mismo lo llamaron.

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La primera asamblea del Pueblo Oriental se llevó a cabo el 10 de setiembre de 1811 en una panadería, la de Vidal, ubicada en lo que hoy sería aproximadamente el cruce de las calles Joaquín Requena y Pedernal, en Montevideo, según datos del Centro de Industriales Panaderos del Uruguay (CIPU). Y desde entonces este oficio y las luchas políticas han estado intrínsecamente relacionadas.

El CIPU se creó en 1887 con fines gremiales. Según cuentan en su página web: "Ya sobre fines del siglo XIX existía un gremio que acompañaba el nacimiento de la patria. En el siglo XX ese gremio se fue convirtiendo en una gran institución, sin perder la esencia misma ni los fines para los cuales fue creada, llegando al siglo XXI con una renovación constante [...] Existe algo que se mantiene inalterable desde aquel lejano 30 de junio de 1887 hasta nuestros días: el orgullo de ser panadero".

La conexión más fuerte y duradera es la de los panaderos y la lucha anarquista en el Río de la Plata. Como recogen en la web de la Federación Anarquista: "A fines de la década de 1920 y principios de la de 1930 los anarquistas uruguayos tenían un fuerte paraguas unificador que definía sus acciones: el sindicato, y más concretamente, el sindicato de panaderos. Los trabajadores se reunían en “sociedades de resistencia” según su oficio. El sindicato de panaderos, por lo tanto, se llamaba Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos, y su figura principal era Abelardo Pita. La Sociedad de Resistencia de Obreros Panaderos fue el sindicato más fuerte durante las décadas de 1920 y 1930. El trabajo nocturno era un tema espinoso para panaderos y patronos, a menudo motivo de huelgas y concentraciones multitudinarias, en las que también participaban y daban conferencias mujeres como Virginia Bolten [feminista, sindicalista y anarquista argentina]”. Un recorrido más completo por las acciones de los sindicatos de panaderos y los grupos anarquistas se puede leer en el ensayo "Los insurrectos", escrito por Fabricio Vomero y publicado en Lento en octubre de 2024.

Del otro lado del Río de la Plata la situación era similar. También en 1887 nació el sindicato de panaderos, "creado por anarquistas que inmortalizaron su mensaje de “ni dios ni amo” en las delicias elaboradas en las panaderías argentinas", recoge Adrián Pignatelli en una nota para Infobae publicada en 2020.

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En pleno conflicto con las patronales, los panaderos se declararon en huelga por los salarios bajos y las precarias condiciones laborales en una época en la que no existía la producción industrial de pan y bizcochos, por lo que el impacto de esta medida de lucha era la ausencia completa de productos.

Los obreros panaderos eran conscientes de lo importante que es el lenguaje y llevaron su lucha contra el Estado, la policía y la iglesia católica a la nomenclatura de los bizcochos. Así nacieron las borlas de fraile, los pedos o suspiros de monja (no muy conocidos en Uruguay, son parecidos a las borlas de fraile); los sacramentos, que acá llamamos cruasanes; los vigilantes, una burla a los policías; los cañoncitos, acá llamados cuernitos o pan con grasa. Así que este es el sexto dato interesante sobre los bizcochos: muchos tienen nombres anarquistas.

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Hay experiencias que se fugan del lenguaje, se vuelven imposibles de emular con una sucesión aleatoria de palabras. No hay que intentarlo. A veces, basta con nombrar:

Un bizcocho recién salido de un horno a leña. Doradito, crocante por fuera, calentito, suave por dentro, mantecoso. Antes fue las manos de un hombre enrollándolo, un cacho flexible y chicloso, un montón de grasa desparramada, horas de labor física, una estufa y un horno, dobleces y cortes, un saco de harina.

Tiene su dosis de poesía.

Sofía Pinto Román es escritora, tallerista y periodista. Publicó Me entrego al silencio (Planeta, 2024) y edita la sección Carnaval de la diaria.

“El horno a leña te marca el trabajo”

Carlos Varela, 53 años. Maestro panadero.

Empecé con esto de la panadería cuando tenía 14 años en unas vacaciones en el liceo. Un amigo me ofreció y yo desde la escuela buscaba algo para hacer en las vacaciones. Entonces arranqué por esos meses, pero el oficio me atrapó, me enamoró.

Durante muchos años, además de estudiar, jugaba al fútbol, porque mi idea era ser futbolista, tenía condiciones. Tuve la suerte de llegar a jugar hasta en Bella Vista de los 14 a los 16 años. Después tuve un problema de salud, me tuvieron que intervenir una pierna, y ta, se me terminó la carrera. Ya después, con 18 años, agarré mi primer trabajo como maestro panadero, y ahí sí, decidí que era lo mío porque me encanta. Empecé a hacer cursos para especializarme, profundizar más. Todo lo que sabía lo había aprendido trabajando, metiendo mano y chupando oficio, como se dice en las panaderías.

Trabajar de noche es todo un tema. Uno vive al revés. Y eso te quita muchas cosas, también te da otras, ¿no? No dormís en la casa, de repente te perdés cumpleaños, fiestas, juntadas con amigos y eso. Pero, por ejemplo, en mi caso, me ha dado otras cosas. Yo tengo hijos, tengo nietos, y en su momento, cuando mis hijos eran chicos, me daba la posibilidad de llevarlos a la escuela, no perderme una reunión en la escuela, porque uno al trabajar de noche tiene disponibilidad horaria en el día, llevarlos al médico. Lo mismo se me repite ahora con mis nietos, porque te queda el día libre, es acomodarte para descansar y ya está. Después tiene lo sacrificado de la noche, ¿no? La exposición, las horas que uno se anda en la calle, el invierno que se pone crudo para andar afuera. Hoy en día uno tiene otras condiciones y de repente tiene vehículo, pero no es fácil. Yo porque amo el oficio, trabajo de lo que me gusta. He tratado de cambiar de trabajo, de pizzero, de cocinero, y no.

Me dedico a lo que es la panadería artesanal con horno a leña, las panaderías antiguas, las de antes, las que quedan muy pocas, las complicadas para trabajar, porque trabajar con un horno a leña es todo un tema, es el que te marca el trabajo. Uno depende totalmente de cómo esté el horno a la hora de llegar a trabajar. Y tenés que sacar igual la mercadería todos los días, y un día te encontrás con un horno a 180, otro día con un horno a 220. Y eso es lo lindo, el desafío de todos los días, eso me encanta. Buscarle la vuelta y que me salga todo igual al día anterior. Y gracias a haber estudiado, lo pude aprender eso. Ya con 39 años de panadero es algo que tengo dominado. A veces no suena muy bien, pero yo siempre digo que estoy orgulloso de mí mismo por lo que he logrado dentro del oficio.

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