“Que me bese con los besos de su boca”. Así empieza el libro más erótico de la Biblia, el Cantar de los Cantares. “Sin duda esta forma de comenzar… no es un comienzo”, señaló Bernard de Clairvaux a principios del siglo XII durante un sermón dirigido a sus compañeros de claustro, todos monjes célibes. Y tenía razón, desde luego. La mujer del Cantar de los Cantares no empieza por el comienzo, sino que va directo al núcleo puro del deseo. “Qué delicioso ardid del lenguaje”, se maravillaba Bernard, “capaz de cobrar vida por medio de un beso... de inspirar al lector y seducirlo”. El poema anhelaba una interpretación, y Bernard respondió a ese llamado con una exégesis. Convirtió a cada hombre de su auditorio en la amante femenina del Cantar, y logró que cada monje asexuado sintiera en carne propia el “deseo intenso” de aquella mujer, que “esperara, con cada fibra de su ser, no terminar privado de una parte de ese placer tan grande”: la unión con Dios sellada con un beso ardiente.
Diarmaid MacCulloch empieza esta historia del sexo y la cristiandad antes del comienzo, en la cultura judía y de la Grecia arcaica que moldearon los siglos iniciales de las ideas y la fe cristianas. A lo largo de 3.000 años, el lector disfruta de la compañía docta de MacCulloch mientras él va explicando cómo los pensadores cristianos se enfrentaron al problema del deseo. Porque el deseo era un problema. ¿Cómo hacer para reconciliar ese caos —las fantasías inoportunas, irreverentes, los fluidos— con la perfección de un Universo creado por Dios? Se trata de un relato épico, y MacCulloch es un guía incomparable. ¿Quién más podría explicar con idéntica erudición (y con tanta soltura), digamos, la reforma gregoriana del siglo XI y la subcultura gay contemporánea del anglocatolicismo (con su rara mezcla de “gin, encaje y maledicencia”)? MacCulloch está habituado a escribir textos de historia a gran escala. Su nuevo libro, Lower Than the Angels: A History of Sex and Christianity, es una suerte de contraparte más sensual del premiado A History of Christianity: The First Three Thousand Years [Una historia del cristianismo: los primeros tres mil años, 2009].
A lo largo de todo el volumen, MacCulloch pone de relieve el carácter fortuito e ingenioso de las reacciones cristianas frente a las complejidades de la sexualidad humana y la vida familiar. Busca demostrar que muchas de las prácticas que hoy algunos cristianos fundamentalistas consideran antiguas y muy bien afianzadas son, en realidad, bastante superficiales. Según MacCulloch, el llamado “matrimonio tradicional” es una categoría que carece de sentido: durante buena parte de la historia europea, el matrimonio fue un contrato entre dos hombres —el padre de la novia y el novio—, y ni siquiera formaba parte de la iglesia, sino que se trataba de un contrato civil, al menos hasta la Alta Edad Media. En diversas épocas de la cristiandad hubo mujeres que oficiaron en el clero. Y aunque la postura cristiana respecto de la homosexualidad fue en general negativa, difícilmente podría afirmarse que lo haya sido de un modo taxativo o uniforme. El libro de MacCulloch es una estocada contra esos pensadores religiosos —en particular, los evangelistas conservadores de Estados Unidos— que inventan un pasado cristiano casi ficticio para justificar su sexismo y su homofobia.
En los años 80, MacCulloch llegó a las tapas de la prensa amarilla de Reino Unido por ser el primer hombre abiertamente gay en tratar de ordenarse como vicario anglicano; su obispo le preguntó si estaba dispuesto a considerar el celibato. MacCulloch retiró su petición, y ahora, desde su puesto de profesor emérito en Oxford, donde enseña historia eclesiástica, se define como un “amigo sincero” de la Iglesia. Este libro aboga por una mayor flexibilidad y capacidad de respuesta en la concepción cristiana sobre el género y la sexualidad. “Los supuestos tradicionalistas”, escribe, “rara vez conocen a fondo esa tradición que defienden”; los conservadores ignoran el pasado que buscan preservar. Anticipándose a las críticas que iba a recibir su libro, durante una entrevista MacCulloch dijo, un poco en broma: “Puse todas las notas a pie que hacían falta. ¿Cómo piensan desacreditarlo?”. Habría que ver si los fundamentalistas son gente propensa a leer notas al pie.
MacCulloch sostiene —y demuestra sobradamente— que no existe y nunca existió una única teología cristiana sobre el sexo. Por estas páginas desfilan teólogos y padres de la Iglesia, santos, místicos y telepredicadores, y en todos los casos esas voces son diversas, contradictorias y muchas veces tentativas, por más ardorosas que resulten sus disputas. Ahí está Pablo, afirmando que si bien el celibato es preferible al matrimonio, “es mejor casarse antes que arder” a causa de la lujuria; ahí está Jerónimo, aconsejándoles a las viudas jóvenes que debían seguir castas durante el resto de sus vidas en lugar de regresar al matrimonio, “tal como hacen los perros con su propio vómito”. Muchas páginas y muchos siglos después aparece Lutero, y celebra el matrimonio con un entusiasmo carnal: le dice a un amigo a punto de casarse que esa noche piensa tener sexo con su esposa para celebrar la boda. MacCulloch posiciona a cada personaje, con sumo cuidado, en su contexto, y explica pacientemente todos los razonamientos teológicos subyacentes.
Detrás de lo explicable, sin embargo, se agazapa algo más opaco, menos cognoscible: ¿por qué deseamos aquello que deseamos (y a quienes deseamos)? En La belleza del marido, Anne Carson explica por qué amó a su esposo (ahora ex) desde “la infancia temprana hasta la madurez”. “No es un gran secreto”, escribe. “No me avergüenza decir que lo amé por su belleza... La belleza persuade. Sabemos que la belleza hace posible el sexo. La belleza hace que el sexo sea sexo”. Belleza, sí, pero también imaginación, fantasía, anhelo, placer, necesidad física. Lo que hace que el sexo sea el sexo no es el debate intelectual en torno a él, por muy fascinante que resulte. El libro de MacCulloch se luce en tanto narración intelectual sobre las ideas cristianas respecto del sexo. Pero ¿puede un relato, por erudito que sea, revelar lo que de verdad hace que el sexo sea el sexo?
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Agustín entendía que el sexo era, precisamente, todo aquello que escapaba al control humano. ¿Cómo habían hecho Adán y Eva para tener relaciones sexuales en el Jardín del Edén? ¿Cómo había sido eso? Agustín llegó incluso a imaginar aquella escena primigenia. En el Paraíso, razonó, todo era sumamente ordenado: el primer hombre y la primera mujer podían controlar el deseo a voluntad; sus cuerpos obedecían, sin tentaciones ni subterfugios. No había fenómenos involuntarios: no se excitaban, no se ruborizaban, no gemían de placer, no eyaculaban. Ahora bien, algo así, ¿era realmente sexo? Gregorio de Nisa creía que no: antes de la Caída, los seres humanos se habrían reproducido sin contacto carnal. (Aunque la mecánica del asunto era un poco difusa: “Inefable e inconcebible para la mente humana, aunque ciertamente posible”. ¡Ciertamente!). Para Agustín, la primera erección de la humanidad fue sin duda la de Adán, pero sucedió una vez que fue expulsado del Paraíso. Antes de la Caída, el cuerpo obedecía las órdenes de la voluntad. Después de que Eva cediera a la tentación, la voluntad se sometió a los dictados del cuerpo. La erección de Adán demostraba que la fuerza de voluntad humana había quedado sujeta a las necesidades físicas, siempre incontrolables e indómitas. Una vez que alcancemos la resurrección, decía, volveremos a habitar un cuerpo en perfecta armonía con el alma. El deseo era al mismo tiempo algo exquisitamente doloroso —señal de lo lejos que habíamos caído de la gracia divina— e intensamente placentero, ya que expresaba el anhelo del cuerpo por su propia resurrección. “Ay, que mi alma siga a mi propio ser... que no se rebele”, rezaba Agustín; que el cuerpo, en definitiva, sea fiel al hambre del alma por acceder a Dios y que no se entregue a sus propios extravíos.
Tantos siglos de deseo contenido dieron lugar a un canon muy curioso sobre fantasías sexuales, todo un corpus de textos al que rara vez se reconoce como tal. Pensemos en los primeros ascetas. Alrededor del año 300 de nuestra era, los cristianos eran una minoría muy marginal en el mundo mediterráneo, apenas el 1% o 2% de la población general; necesitaban algún rasgo extravagante mediante el cual diferenciarse de la cultura romana imperial dominante. Uno de esos gestos consistió en rechazar el lugar privilegiado que la sociedad grecorromana y la judía les otorgaban al matrimonio y la procreación. El celibato se impuso así como una forma de contracultura. De modo que en el siglo IV un puñado de hombres y mujeres cristianos se adentraron desnudos en el desierto egipcio a fin de batallar contra los demonios que los tentaban para caer en el pecado: la comida, la bebida, el sueño y —sobre todo— la lujuria.
“La resistencia [ascética] exigía una reflexión profunda, y desde luego mucha oración”, escribe MacCulloch; el deseo y las apetencias sexuales eran “peligros psicológicos muy reales en la vida de los célibes”. Es verdad, pero ¿cómo era la textura emocional de aquellos peligros y qué se ponía en juego? Veamos la descripción que hizo sobre este mismo asunto el historiador Peter Brown en el insuperable libro The Body and Society [El cuerpo y la sociedad, 1988], un estudio sobre la abstención sexual durante los primeros años de la cristiandad:
Las motivaciones sexuales y la fuerza pertinaz y proteica de la fantasía sexual atrajeron la atención de los pensadores ascéticos cristianos: su propia privacidad y persistencia hablaban con más fuerza... de la sombra negra de la obstinación que yacía en lo más profundo del corazón.
La prosa de Brown resulta extraña, pero aquí no es solo el estilo lo que se diferencia, se trata también del objeto de análisis: no se refiere a una teología depurada, sino a lo que habita en los territorios opacos del yo.
En la oscuridad de su interior, los ascetas mantenían encendida la llama del deseo. En las biografías espirituales y en los compendios con testimonios de aquellos padres y madres del desierto se ve la forma en que ardían en esas arenas y luchaban contra sus propios sueños eróticos; el modo en que los hombres se afanaban por domar sus propias eyecciones nocturnas, evidencia incontrovertible de un yo poderoso. Como sostuvo Virginia Burrus en The Sex Lives of Saints [Las vidas sexuales de los santos, 2007], los ascetas intentaban prolongar el placer doloroso de la frustración sexual. Para algunos solitarios, esos entreveros nocturnos duraban años. Uno de aquellos padres del desierto escribió que, cuando al fin cesaron sus sueños eróticos, fue porque el Espíritu Santo había “poseído” su “interior”, de modo que ¿quién tocaba ahora lo más profundo de su corazón? Lo que pasaba en aquellas cuevas tenía ciertos ribetes perversos (una especie de juego previo permanente, pero en nombre de Dios).
Los ascetas esperaban el fin del mundo. Renunciar a la reproducción sexual suponía, en la imaginación de aquellos primeros cristianos, acelerar un poco más ese apocalipsis. El celibato era sobre todo un compromiso físico con un culto mesiánico. Cuando a la larga los tiempos demostraron no tener fin, y Jesús no reapareció, sobrevino, como dice MacCulloch, “la primera Gran Desilusión de la historia cristiana”. Aquellos cristianos seminales retomaron entonces una vida normal, vale decir que volvieron a la fertilidad en todas sus variantes. A comienzos del siglo III, Hipólito de Roma había escrito lacónicamente, casi sin alegría: “Las jovencitas se casaron; los hombres volvieron a los campos”. Una generación engendró a la siguiente. Y el mundo siguió andando.
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Sin duda, quienes mejor teorizaron sobre las fantasías eróticas —aquello que ocurría en el fondo del corazón— fueron las mujeres místicas del Medioevo. En The Bride Of Christ Goes To Hell [La novia de Cristo se va al infierno, 2011], un libro excelente, Dyan Elliott da cuenta de algunos de los momentos más sensuales. En Bélgica, por ejemplo, Ida de Gorsleeuw, parte de la orden cisterciense, rezaba en paz sus maitines cuando sintió que Cristo “extendía su mano celestial a través del ojo de la cerradura”. Es recién cuando encontramos el texto completo en el Cantar de los Cantares —“Mi amado metió una mano por el ojo de la cerradura y mi vientre vibró al sentirla”— que entendemos a qué agujero se refería exactamente Ida. Otra mística belga de nombre Ida (en este caso, De Nivelles) recibió una visita de Cristo; este se le apareció con los labios cubiertos por un líquido blanco y espeso que goteaba sobre la boca de la religiosa, compartiendo con ella “copiosamente... el más delicioso de los panales”. Esa imagen también provenía del Cantar de los Cantares: “Vuestros labios, oh amor mío, gotean como un panal”. Estas mujeres eran amantes de Cristo, sus novias. En su biografía de Catalina de Siena, Raimundo de Capua relata una de sus visiones:
[Cristo] puso delicadamente su mano derecha en el cuello de Catalina, y la atrajo hacia la herida en sus costillas. “Bebe, hija, de mi costado”, le dijo. Ella apretó los labios sobre aquella herida sagrada, y con mayor fuerza aún la boca de su alma, y allí sació su sed.
En sus propias cartas, Catalina describe cómo Cristo la tentaba: le ofrecía la herida en el costado, pero no la dejaba acercarse, riéndose de buena gana ante su anhelo, ante sus ojos que se iban colmando con lágrimas de frustración, hasta que por fin la dejaba satisfacer su deseo.
“Mi alma entraba directamente en esa herida”, recuerda Catalina, “y allí encontraba tanta dulzura y tanto conocimiento de la Divinidad”. Como señaló Caroline Walker Bynum en Holy Feast and Holy Fast [Banquete santo y ayuno santo, 1987], un libro revolucionario sobre la encarnación religiosa femenina, esa no era una imagen de Cristo en tanto novio y de una monja en tanto novia. Era algo más radical: una imagen de Catalina entrando realmente en el cuerpo de Cristo, convirtiéndose en su carne; colocando su boca en la herida y luego penetrándolo en una inversión de géneros terriblemente sensual. Lo erótico era un agujero que había que llenar: la cerradura de Ida o la herida abierta en las costillas de Cristo. La consumación no estaba solo en la “dulzura” sensual que Catalina hallaba en el cuerpo de Cristo, sino en el conocimiento que adquiría sobre él; en ese sueño en que la unión física le confería a la santa una nueva sabiduría.
Hadewijch, una beguina flamenca del siglo XIII, formaba parte de una comunidad de mujeres laicas que moldeaban su vida a imagen de la vida de Cristo. Esas mujeres hacían votos de castidad y de pobreza; hilaban telas, escribían poesía mística y cuidaban a los enfermos. Vivían juntas en complejos conocidos como “beguinajes”, algunos con cientos de residentes (eran casi pequeñas ciudadelas para mujeres solteras y devotas). Fue allí que Hadewijch escribió unos poemas muy creativos en los que Cristo era su amante. Bynum propone que esos versos se parecen mucho a la descripción de un orgasmo: “Vino hacia mí, me tomó entera en sus brazos, me apretó contra él... quedé visiblemente satisfecha y totalmente transportada”. Hadewijch empieza a disolverse: “Ya no podía diferenciarlo de mi propio interior”. Estaban ambos “boca con boca, corazón con corazón, cuerpo con cuerpo, alma con alma”. Muchas de esas mujeres habían abrazado el celibato. Se suponía que no debían paladear la miel blanca que manaba de Cristo. Pero mediante las imágenes de la fe —el Cantar de los Cantares, la Pasión— podían convertirse físicamente en Cristo, podían amarlo y colarse en su interior, mezclar su propia carne con la de él. Las Escrituras —arcaicas, arcanas— prácticamente les exigían a los teólogos que transformaran el significado en alegoría. Tomemos la frase “Mi amado es mío, y yo soy suya”: para los primeros pensadores judíos, esa amante del Cantar de los Cantares era Israel que anhelaba a Dios. Para los ascetas cristianos del desierto, la pasión consumada de los amantes ofrecía una imagen de su propia consumación interior con Dios: “Deja que el novio juegue contigo en tu interior”. Cuando en el siglo XIII el obispo James de Vitry visitó a las beguinas en Liège, se encontró con un tableau vivant digno de la época de Salomón:
Las mujeres se consumían en un estado amoroso por Dios tan íntimo y magnífico que se desmayaban de deseo y... durante años apenas si eran capaces de levantarse de la cama... Sus corazones lloraban y gritaban: “Elévame con flores, rodéame de manzanas, porque languidezco de amor”.
Me parece que una de las paradojas más espinosas de la historia del cristianismo y la sexualidad es esta: durante más de un milenio, la teología y las escrituras cristianas aportaron imágenes hermosas e intrincadas —metáforas, alegorías, liturgias, rituales— para convertir necesidades físicas en escenas fantásticas e interiores portadoras de un significado profundo. Pero fueron esas mismas escrituras, esa misma teología y esa misma liturgia las que brindaron los principales instrumentos de humillación que se utilizaron para trazar los límites del deseo aceptable y los roles de género admisibles, y para concebir formas cada vez más punitivas de hacer de la sexualidad un pecado. Por cada asceta del desierto que se sentía tocado en lo más íntimo de su ser por el Espíritu Santo había otro que castigaba con los colmillos de una serpiente sus obstinadas erecciones.
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Para MacCulloch, fue todo culpa de Agustín. Cuando imaginó el sexo impoluto y prelapsario de Adán y Eva, “obligó [a la Iglesia] a asociar ineludiblemente sexo y humillación, sin excluir la sexualidad marital”. De ahí la proliferación de hojas de higuera en las pinturas. Si bien la extensa historia del cristianismo y la sexualidad nos ofrece un canon detallado de fantasías, también hay toneladas de humillación y de pecado: sodomía, adulterio, autogratificación. Al terminar el libro de MacCulloch, sin embargo, entendí mejor hasta qué punto todos esos pecados sexuales fueron construidos por su opuesto: las teologías cristianas sobre el matrimonio.
En los siglos previos a Cristo, las culturas dominantes en la zona del Mediterráneo valoraban el matrimonio, cada cual a su modo. Los romanos abogaban por un matrimonio monogámico y celebraban la fidelidad y el afecto conyugal. La sexualidad era una fuerza natural que debía ser contenida dentro del matrimonio; el deseo, una respuesta entendible frente a la belleza. Las urgencias sexuales solo se transformaban en un problema cuando ponían en riesgo la jerarquía cívica. Como dice MacCulloch: en la sociedad clásica, “penetrar era un derecho y un privilegio”. Resultaba aceptable que un hombre mayor penetrara a uno más joven o que un hombre penetrara a una mujer, pero la totalidad del orden social romano quedaba en jaque si, por caso, un hombre le practicaba sexo oral a una mujer. Ahí el deseo operaba como una fuerza castradora.
Para el judaísmo, el matrimonio y la vida familiar eran fundamentales. La sexualidad conyugal se convirtió en una alegoría de la alianza con Dios, y las tragedias en la historia judía pueden interpretarse como el quiebre de aquel pacto: el mandamiento “no adorarás otros dioses delante de mí” era una metáfora de la monogamia. Tras el exilio, la fe en el matrimonio monógamo —y la proliferación de los hijos legítimos— se convirtió en una cuestión casi existencial, no solo para la fe, sino para el futuro del pueblo judío. Entre las tradiciones romana y judía, el matrimonio monogámico se consolidó como la práctica cultural dominante en la zona del Mediterráneo antes del cristianismo.
Cristo no dijo gran cosa respecto del matrimonio, el divorcio, el adulterio (más allá de “quien esté libre de pecado...”, etcétera) o el sexo, pero no importó demasiado: durante siglos, teólogos y evangelistas fueron llenando ese silencio. Los primeros cristianos necesitaban diferenciarse de los judíos y de los romanos; algunos, como los ascetas del desierto y los monjes, abrazaron el celibato como alternativa mesiánica y contracultural. Otros, como Pablo, tejieron una sofisticada teología sobre la reciprocidad sexual: “La esposa no posee autoridad sobre su cuerpo, es el marido quien la tiene; del mismo modo, el marido no gobierna su propio cuerpo, es la mujer quien lo hace”. Ese ideal del matrimonio como devoción mutua tiene más elementos en común con los versos eróticos del Cantar de los Cantares que con la rígida jerarquía romana de penetradores y penetrados.
No todos, sin embargo, eran tan abiertos. Clemente de Alejandría dijo que el matrimonio existía para procrear hijos, no para causar placer. Algunos de los primeros cristianos sostenían que desear demasiado a la propia esposa era una forma de adulterio. Las mujeres menstruantes (y menos habitualmente también los hombres que acababan de eyacular) debían mantenerse alejados de la iglesia durante la celebración de la misa; si el cuerpo de Cristo estaba en el altar, esos cuerpos humanos sexualizados podían profanarlo. Para Jerónimo, los cuerpos femeninos eran lisa y llanamente repugnantes. Pero durante los primeros siglos de la iglesia cristiana (e incluso más adelante en las tradiciones ortodoxas), el clero podía casarse. Si bien en ocasiones se les sugería no tener relaciones con sus esposas, no había una opinión dominante respecto del celibato clerical. En el siglo VI, cuando fue designado como obispo, Félix de Nantes dejó de acostarse con su esposa; la mujer dio por hecho que su marido tenía una amante.
Fue recién con las reformas del papa Gregorio VII, durante el siglo XI, que se modificó la teología referida al matrimonio y el celibato de la Iglesia occidental. El celibato absoluto para el clero se convirtió en norma general. Al mismo tiempo, la creciente devoción hacia la Eucaristía durante la Edad Media llevó a los pensadores a exigir una pureza absoluta en aquellas manos que tocaran el cuerpo de Cristo: eran necesarios dedos vírgenes. Junto con el celibato clerical, la vida sexual activa de los matrimonios laicos se convirtió en un bien teológico. El matrimonio, que antes era una cuestión civil, pasó a ser un sacramento eclesiástico; las bodas se celebraban bajo los pórticos de las iglesias. Durante la confesión, los sacerdotes empezaron a preguntar si las parejas usaban algún método anticonceptivo y les recordaban enfáticamente que no lo hicieran. Según la descripción de MacCulloch, el matrimonio llegó a “monopolizar y legitimar todas las vertientes del amor sexual que habían surgido de forma alarmantemente indómita en la conciencia” de los europeos del Medioevo. Se estigmatizó cualquier expresión de la sexualidad por fuera del matrimonio: el adulterio era pasible de castigos públicos; los burdeles, como por ejemplo, los de Florencia, quedaron atados al control municipal, bajo la noción de que (tal cual sostenía Agustín) “eliminar las prostitutas de la sociedad terminaría por perturbarlo todo por culpa de la lujuria”. Era mejor dejar un resquicio por donde ventear la presión. Surgieron nuevos cultos a la Sagrada Familia. Cuando Adán y Eva tuvieron relaciones sexuales en el Paraíso lo habían disfrutado, al menos de un modo casto y doméstico.
Durante la Reforma, el ideal del celibato del clero volvió a quebrarse. Lutero abogaba por la familia, la sexualidad conyugal y los hijos, tanto para los laicos como para las autoridades clericales. Los sacerdotes protestantes se casaban. Los católicos veían ahí un terreno controvertido y se abocaron a defender el celibato clerical como si fuera casi un logro sobrenatural. Como escribió el cardenal Roberto Belarmino a fines del siglo XVI: “El matrimonio es humano, la virginidad es angelical”. Pero tanto los católicos como los protestantes veían una amenaza y un pecado en el sexo por fuera del matrimonio. En 1586, el papa Sixto V restableció la pena de muerte en Roma para los adúlteros. En las regiones protestantes se crearon nuevas y elaboradas formas de humillación pública para los fornicadores (quienes tenían relaciones sexuales antes del matrimonio) y los adúlteros.
Durante la Ilustración, sostiene MacCulloch, esa visión sobre el matrimonio tan intensa y punitiva decayó un poco. En la Inglaterra del siglo XVI, el adulterio se castigaba de maneras horrendas y humillantes (como por ejemplo, sillas para exposición pública o máscaras con piezas de hierro que impedían hablar a quienes las llevaran puestas); en el siglo XVIII, esos tormentos habrían sido inimaginables. Los gobiernos y las cortes seculares recuperaron el control sobre el matrimonio. En 1787, el Parlamento coartó el derecho de los tribunales eclesiásticos para juzgar las relaciones sexuales por fuera del matrimonio. En la Francia posrevolucionaria, el matrimonio volvió a ser un contrato civil y el divorcio una cuestión legal.
Desde luego que hubo otras transformaciones en la vida matrimonial. La creación de métodos anticonceptivos nuevos y fiables fue un asunto con el que ninguna iglesia moderna supo lidiar sin pasar vergüenza. A comienzos del siglo XX, los anglicanos, en plena era del imperio, adoptaron una posición de corte previsiblemente eugenista: las relaciones sexuales entre parejas cristianas con fines no reproductivos llevarían a un declive en la “superioridad racial” británica. Con el tiempo, cambiaron de opinión. Los anglocatólicos temían que experimentar placer sexual sin una intención reproductiva pudiera “justificar la filosofía de la homosexualidad”. El papa Pío XII declaró que el uso del preservativo era casi un “crimen”; su sucesor, Juan Pablo II, afirmó, en plena crisis del sida, que los anticonceptivos, así como el aborto, encarnaban una “cultura de la muerte”.
Empecé a leer Lower Than the Angels esperando que el deseo fuera una aflicción para la iglesia. Para Agustín, el deseo demuestra cómo la voluntad humana es cautiva absoluta del caos del cuerpo; una señal de lo bajo que hemos caído. Pero a partir del relato de MacCulloch es difícil no llegar a la conclusión de que el verdadero problema es el matrimonio. Sin el matrimonio cristiano, el pecado sexual cristiano casi no podría existir. Tal vez resulte contraintuitivo que las partes más sensuales de esta historia —los monjes del desierto, las visiones de las monjas sobre cerraduras y viscosidades blancuzcas— pertenezcan a la historia del celibato, y no a la del matrimonio. La renuncia sexual, por paradójico que suene, ofrecía más posibilidades eróticas.
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En la Alemania del siglo XVI, los miembros de una secta pequeña pero radical de campesinos analfabetos, llamados los Soñadores, oían una voz en su interior. Era la voz de Dios, y les pedía que tuvieran relaciones sexuales, por lo general con sus cónyuges, pero a menudo también con los maridos y las esposas de otra gente, en ocasiones hasta dos o tres veces en una misma noche. Las autoridades locales aseguraban que eso que los Soñadores referían como la voz de Dios no era más que mera lujuria y que su actividad sexual no era sagrada sino adúltera. Lyndal Roper, historiadora experta en la Reforma, sostuvo que los Soñadores no eran libertinos, sino utopistas sexuales que le daban a la carne una dimensión de espiritualidad; las relaciones sexuales eran un “acto de obediencia a lo divino”.
Una de esas soñadoras, Katharina Kern, les confesó a las autoridades que había escuchado la voz de Dios y que este le pedía que dejara a su marido. La mujer abandonó el hogar, fue hasta un pueblo vecino y le informó a Marx Maier que ahora él sería su esposo. Su deseo, adujo, era sagrado, no pecaminoso, porque ella actuaba siguiendo la voluntad de Dios. Ese testimonio es una rara muestra de deseo femenino, la confesión en primera persona de una iniciativa, una fantasía que incentivó y la llevó hasta la casa de Maier. Antes del sexo viene el deseo, y antes del deseo está la imaginación. Eso que Aristóteles llamó phantasia: las imágenes internas que nos conducen hacia lo que queremos, las fantasías que ponen en movimiento nuestros cuerpos.
Durante buena parte de los últimos 2.000 años, las imágenes y las fantasías sexuales no provenían de la pornografía, sino de las escrituras. El deseo encontró sus expresiones más potentes en el celibato, en la vida religiosa comunitaria, en los experimentos radicales de ascetas y utopistas. Lo que hoy en día consideramos erótico parece muy limitado en comparación con aquello, constreñido de una forma irreversible por las fuerzas gemelas de la pornografía y el matrimonio. La historia del sexo y el cristianismo sugiere que el deseo no solo es un impulso natural, sino en esencia una creación de la cultura (vale decir, fruto de la imaginación). Cuánto más libres resultarían nuestras vidas sexuales si las fuentes de la imaginación erótica fueran más raras de lo que son: una voz interior, un panal que gotea miel, la dulzura de las flores, de las manzanas, de la sangre.
Erin Maglaque es historiadora en la Universidad de Sheffield. Está escribiendo una historia sobre el cuerpo femenino.
Reseña de Lower Than the Angels: A History of Sex and Christianity (Inferiores a los ángeles: una historia del sexo y el cristianismo), de Diarmaid MacCulloch. Viking, 660 páginas, US$ 40.