Desde los primeros años de la infancia, cuando el mundo aún se nos revela como un misterio constante, nace en nosotros una curiosidad profunda por todo lo que nos rodea: las formas caprichosas de las hojas y las tonalidades que adoptan con las estaciones, el canto de las aves que surcan el cielo, la corriente turbulenta de los arroyos o el bramido incesante de las olas al romper en la orilla. Observamos todo con la inocencia de quien aún no sabe que está aprendiendo, y el deseo de entender se convierte en un impulso natural, tan esencial como respirar. Cada hallazgo —una semilla que despierta, una piedra distinta, un insecto diminuto— nos llena de asombro y, sin darnos cuenta, enciende en nosotros un respeto silencioso y un amor profundo por la naturaleza, sentimientos difíciles de alcanzar a través de otra fórmula.

Con el paso del tiempo, ese lazo se vuelve inquebrantable, y comprendemos el inmenso valor de la armonía natural en nuestras vidas. Así fue como yo me enamoré del paraje Margat, entre Canelones y Santa Lucía, aquel rincón que alguna vez se transformó en el aula al aire libre más maravillosa que un grupo de amigos pudo conocer. Ya de adulto, inspirado por las experiencias de mi niñez, decidí elaborar un proyecto para convertir ese lugar en un área protegida, con la esperanza de que otros niños también pudieran aprender, soñar y maravillarse con la naturaleza que los rodea. Sin embargo, el proyecto fue atravesado por un sinfín de intereses y su avance fue catapultado por una gestión política que no pudo comprender los beneficios ambientales y sociales que una iniciativa de esta magnitud podría generar. Las reuniones se volvieron interminables, los trámites burocráticos se apilaron como muros invisibles y, poco a poco, aquella ilusión infantil comenzó a enfrentarse con la dureza del mundo adulto.

Aun así, cada vez que regreso al Margat y escucho el murmullo del agua o el canto lejano de las aves, recuerdo por qué comencé este sueño. Comprendo entonces que proteger un lugar no siempre significa levantar cercas o decretar leyes, sino mantener viva la memoria y el compromiso con aquello que nos enseñó a mirar el mundo con asombro. Tal vez algún día las voluntades se alineen y el paraje Margat vuelva a ser lo que siempre debió ser: un refugio para la vida y un recordatorio de la infancia que nos enseñó a amar la tierra.

Las siguientes líneas pertenecen a un libro en proceso de escritura que relata el camino —tan apasionante como frustrado— de la creación del área protegida del paraje Margat. En sus páginas se entrelazan las miradas del niño curioso y del adulto consciente, explorando cómo el paso del tiempo transforma nuestros sueños y la forma en que nos relacionamos con la naturaleza. A través de esta historia, también se revela la compleja realidad de los paisajes uruguayos, su lenta transformación, y los desafíos que enfrentan ante la pérdida de hábitats para las demás formas de vida y la urgencia de su conservación.

Estación Margat, el 11 de noviembre, en Canelones.

Estación Margat, el 11 de noviembre, en Canelones.

Foto: Gianni Schiaffarino

Sí, parece ser cierto. Podemos contemplar cualquier elemento de la naturaleza (por ejemplo, una flor, un caracol, una estrella de mar) y manifestar que es hermoso, bonito o bello, pero parecería que en dicha particularidad no hubiera un aprendizaje involucrado. Sin embargo, dar un paso más desde la contemplación, como es medir y comparar diferentes aspectos de esos elementos, permite generar un escenario en el que la reflexión puede conducir al aprendizaje de primera mano.

Lo que aparecía para contemplar con ojos de lince en los campos aledaños a nuestras casas eran los tajamares. Similares a los cráteres de la Luna, los tajamares salpicaban «el paisaje que nos pertenecía». Era común encontrarlos repletos de agua, ya que los productores rurales de la zona los habían confeccionado para ese propósito. En Uruguay no hay productor rural que no aprecie ser propietario de uno de estos charcos. Claro, es entendible: la función principal de estos reservorios de agua es mantener el recurso hídrico para el ganado y para el riego de los cultivos. Pero muchos de estos productores, sin saberlo, edificaban condiciones propicias para que la vida explotara en su máxima expresión y todo tipo de organismos encontrara el lugar adecuado para llevar adelante sus ciclos de vida.

Y no, no nos contentábamos con solo contemplarlos. Los tajamares eran una caja envuelta en papel de regalo con un moño rojo brillante. Querer saber lo que escondían esas aguas poco transparentes fue el despertar de una expectativa que duró algunos años y una cantidad de aprendizajes que se sucedieron en torno a ella. Los tajamares medían entre 15 y 20 metros de diámetro y sus orillas casi siempre estaban demarcadas por huellas de diferentes animales, tanto salvajes como domésticos. La superficie del agua en ocasiones estaba adornada por plantas acuáticas de un color verde intenso, creando un contraste de tonalidades que semejaba a un pantanal, donde solo faltaba un par de fosas nasales de cocodrilo rompiendo la tensión superficial del preciado líquido y aflorando entre la vegetación.

Baldes, calderines hechos con medias can can y otros elementos no tan eficientes que confeccionábamos en nuestras casas eran las herramientas que sabíamos tener y utilizar para desentrañar lo que escondían las aguas achocolatadas de los tajamares. Sin embargo, había un momento del año que no necesitaba estrategias ni elementos sofisticados para alcanzar las maravillas ocultas de aquellos pozos labrados por el humano. La falta de lluvias y el calor reinante por el sol abrasador del verano hacían que el agua de los tajamares no se renovara y la existente comenzara a evaporarse. Nuestro monitoreo diario nos permitía tener pleno conocimiento de la bajante que se producía en el nivel del agua. La observación detallada y la experiencia que habíamos adquirido sobre la dinámica del lugar nos brindaban la información necesaria para saber cuántos días faltaban para que el agua llegara a su fin. El resultado más importante y el que esperábamos con ansias era poder ver, tocar y colectar todas las formas de vida que estuvieran presentes en el estrecho espacio de agua y lodo que quedaría en el fondo.

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La niñez y el barro son estrechos amantes. Pero ese amorío puede transformarse en un elixir de emociones si se le suman bichos de todos los colores, ojos asomando y brillando y caparazones de caracoles de variadas formas. Con nuestras flacas piernas de aventureros, nos adentrábamos en el fango húmedo y blando de los tajamares. En ese caminar sin miramientos, la sensación era de haber entrado en un sitio de arenas movedizas. Sin importar lo que pudiera pasar, el único faro de señales era el de los preciados tesoros que parecían guardar sus últimos alientos de vida por la poca agua, el exceso de materia orgánica y el poco oxígeno reinante. Entre carcajadas y gritos, pomposas gesticulaciones cadavéricas hacían avanzar nuestros cuerpos al centro de la circunferencia donde los tajamares habían sabido tener la zona más profunda y donde ahora se divisaban pequeños peces amontonados, respirando como si tuvieran una crisis asmática. Un balde provisto con un poco de agua de algún arroyo cercano se convertía en ese tanque de oxígeno que los peces estaban necesitando. Nuestras pequeñas manos sujetaban los peces para después colocarlos en el balde, pero muchas veces la viscosidad y la cualidad deslizante de las escamas hacían que los pequeños vertebrados salieran disparados de nuestras manos y se volvieran tan escurridizos como lo fue Moby Dick para el capitán Ahab.

Vista aérea de plantaciones de maíz sobre un tajamar en la cuenca del arroyo Canelón Chico, el 11 de noviembre, en Canelones.

Vista aérea de plantaciones de maíz sobre un tajamar en la cuenca del arroyo Canelón Chico, el 11 de noviembre, en Canelones.

Foto: Gianni Schiaffarino

En general, después de terminada la proeza, los baldes eran cuencos de una gran biodiversidad acuática. Dos o tres especies de mojarras, castañetas, pequeños bagres, anguilas faber (les llamábamos de esta forma porque eran tan pequeñas como un lápiz Faber), limpiafondos, caracoles, macroinvertebrados y algunas plantas se dejaban ver en un tumulto de vida que viajaría de inmediato a nuestras casas. Allí los esperaba un lugar acondicionado que procuraría imitar el ecosistema del que formaban parte.

Y no, no nos contentábamos con observarlos. La observación, desde lo más profundo, pasaba a la investigación. A lo largo de los días se sucedían acontecimientos de lo más variados. No solo adquiríamos conocimientos en cada paso, sino que las emociones estaban a flor de piel, y sobrevenía una creciente admiración por la intrincada complejidad y belleza de todo aquello que nos rodeaba. La resistencia biológica a las perturbaciones y la resiliencia que puede presentar un ecosistema es formidable. La mayoría de mis amigos y yo lográbamos mantener en «cautiverio» un ecosistema acuático en miniatura por un largo tiempo, hecho que nos permitía sostener conversaciones de lo más interesantes e intercambiar ciertas particularidades que nos llamaban mucho la atención.

Notábamos que los peces de ciertas especies morían si el agua que usábamos era de la canilla, otros peces no comían lo que les ofrecíamos y después de un tiempo también morían. Sin embargo, el vergel de vida en baldes grandes o bateas preparadas para la ocasión florecía y deslumbraba incluso a nuestros padres. Los huevos de color rosa fuerte de los caracoles Pomacea sp. se transformaban en las rodocrositas del estanque, y ver su evolución y el nacimiento de los pequeños caracolitos producía una satisfacción difícil de expresar. Pero la frutilla de la torta de los miniecosistemas eran las madrecitas de agua, un simpático pececito de la familia de los pecílidos que tiene la particularidad de ser vivíparo y cuyas hembras muestran un gran vientre cuando están «embarazadas». Observar detenidamente el apareamiento entre machos y hembras, el nacimiento de los alevines y su crecimiento y el ciclo de vida como un todo de estos peces debe de ser una de las experiencias más conmovedoras y significativas que he tenido, y ha durado el resto de mi vida.

En ese torbellino de eventualidades nos gustaba apostar cuál podría ser la cantidad de pececitos que iba a nacer, y en un acto de toda fortuna también nos basábamos en si la madre era primeriza y en el tamaño que mostraba su «panza». En algunas ocasiones podríamos haber sido juzgados por el comité de ética de investigación animal, pero no creo que supieran de nuestros experimentos bisturí en mano; la cesárea fue moneda corriente en mi pequeño ecosistema y la introducción de grandes depredadores como tortugas y tarariras puso contra las cuerdas a varios integrantes de la biodiversidad acuática que mantenía en el patio de mi casa.

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En un documental, Richard Feynman advirtió sobre lo que veía en su entorno: «No puedo seguirle el rastro a todo esto, es demasiado para la mente humana». Y José Martí remarcó que «es un presumido el que se crea más sabio que la naturaleza». Es cierto, más allá de la cantidad de meses observando e investigando con una mirada «no contaminada» como es la de un niño, nos fue muy difícil a mí y a mis amigos llegar a conclusiones concretas. Siempre había una o varias excepciones a la regla, los patrones que esperábamos en ocasiones no se cumplían y a veces hasta se presentaba un patrón opuesto. Esta experiencia de varios meses me hizo reflexionar y ahora reconozco que la investigación la podemos llevar a cabo desde la niñez, y si es con la guía de un adulto, y sobre todo con una discusión amorosa e interesante, la podemos mantener con cierto rigor científico. Además, los resultados que no coincidían y que nos mostraban una realidad que no esperábamos nos ponían en alerta y perfectamente podríamos haber estado de acuerdo con el gran maestro Simón Rodríguez cuando en 1840 manifestó: «Hay razón para dudar de toda aserción que no sea el resultado de un trabajo consumado».

Víbora parejera (_Philodryas patagoniensis_) en la zona de Margat, Canelones.

Víbora parejera (Philodryas patagoniensis) en la zona de Margat, Canelones.

Foto: Gianni Schiaffarino

A lo largo de nuestra vida nos familiarizamos muy estrechamente con diferentes lugares; el paisaje de la pampa salpicado con humedales lo siento como el patio de mi casa y en el que jugaba habitualmente. Por eso, cuando colaboré en el proyecto de doctorado de un gran amigo y colega, el biólogo Daniel García, que atendía el estudio de poblaciones de peces anuales que viven en charcos que se desecan en verano, me sentí de regreso a mi niñez. La dinámica ecológica del entorno me guiñaba los ojos y sabía a qué se refería. Pero en este sitio estaba ocurriendo algo que no era muy común en mi entorno del pasado. El monocultivo de soja y sus grandes extensiones se estaban «comiendo» gran parte del campo donde se pueden encontrar los charcos que habitan los peces anuales. Parece que las personas que llevan adelante este tipo de prácticas no tuvieron la posibilidad de crecer en estrecha relación con ese ambiente y no aprecian o no identifican el valor que tienen los ecosistemas en los que estamos inmersos.

Cuando pensamos y hablamos de permitir que estas especies y sus ecosistemas puedan seguir adelante con la evolución, nos referimos a mantener una buena salud de nuestro hábitat con una compleja red de conexiones que le dan materia prima a la vida. O si no, como mencionó el periodista Martín Otheguy en un documental referido a dichos peces: ¿por qué salvar un pez tan restringido geográficamente y cuya ausencia no va a cambiar en mucho la vida a nadie? Porque a fin de cuentas no deja de ser el producto del trabajo increíble de millones de años de ingeniería evolutiva, que fueron esculpiendo a través de la selección natural algunas características físicas que son únicas y que no van a volver a repetirse en el mundo. Es como haberse pasado la vida construyendo y mejorando un gigantesco y complejo castillo de naipes para ver cómo, al final, un imbécil lo tira abajo con un soplido.

Acceder a los laberintos intrincados del conocimiento se produce, sobre todo, cuando no nos cerramos en un solo aspecto de lo que estamos observando; son tantas las relaciones que presenta cualquier tema que es clave abrir la puerta y recorrer las «dendritas» que confluyen en él. Porque el tiempo de mi niñez no fue suficiente para descubrir todo lo que había por detrás de las especies de peces de agua dulce y los ecosistemas con los que «jugaba», no es sorprendente que mi tesis de posgrado haya referido a esos mismos peces, dándole otra pincelada de aventuras y aprendizajes a la vida. El tiempo, además de que nunca es suficiente, también provoca cambios. Lo que comían estos peces no había cambiado sustancialmente desde mi niñez, sus diminutas presas eran viejas conocidas de esa época, en su mayoría larvas de insectos y crustáceos integrantes del zooplancton. Sin embargo, a su alimentación habitual se habían sumado hebras de plásticos.

Este hallazgo en 2011 se volvió el primer estudio a nivel mundial que registró y documentó la presencia de plásticos en el aparato gastrointestinal de peces de agua dulce. Los plásticos surgieron de la mano de varios investigadores-inventores a principios de 1900, sobre todo para sustituir el uso que hacíamos de otras especies animales y vegetales. Sustituir el marfil, el carey, el hueso, las pieles, la madera y otros elementos era primordial y necesario para darles un «respiro» a muchas especies que estaban declinando sus poblaciones por el excesivo uso que les dábamos. Los inventores y quienes les hacían la demanda solo querían hacerle un bien al mundo. Además, se identificó a los plásticos como una forma de democratizar verdaderamente la sociedad en términos materiales, permitiendo que las personas de pocos recursos también pudieran acceder a una amplia gama de productos. Quizás esos investigadores nunca se imaginaron la compleja dimensión que alcanzaría su invento.

Vías del tren de UPM a la altura de la estación Margat, el 11 de noviembre.

Vías del tren de UPM a la altura de la estación Margat, el 11 de noviembre.

Foto: Gianni Schiaffarino

Lo cierto es que el plástico ha inundado el planeta y se ha transformado en parte de la red de la vida. Y aunque la evolución se ponga al día y en miles de años todo el plástico fabricado sea biodegradado por microbios, a corto plazo vamos a tener que tomar medidas concretas para no fabricarlo más o fabricarlo razonablemente. En este sentido, se podría establecer una comisión mundial que formule leyes y permita a las empresas fabricar solo algunos tipos de objetos plásticos y que a la vez se hagan cargo de esos objetos cuando su vida útil haya terminado.

En un mundo que se ha vuelto completamente surrealista ahora es común ingerir plásticos. Todavía no sabemos a ciencia cierta qué perjuicios tiene esto para la salud humana, pero la biodiversidad en general está siendo amenazada de diferentes formas. En un planeta tan cambiante como este en el que vivimos, es menester estar actualizados en conocimientos y comunicarlos; pero si queremos mantenerlo con buena salud, es indispensable, sobre todo, llevar a cabo una buena gestión de nuestro entorno con ideas innovadoras y superadoras.

Emanuel Machín es biólogo, docente del taller Enseñanza de la Ecología en el Patio de la Escuela y en el Entorno Natural Cercano y divulgador. Es autor de la guía Flores del sur del Uruguay.