Ese día la luna menguante acababa de dejar atrás el fuego impulsivo de Aries para adentrarse en la calma terrenal de Tauro, aunque aún no tocaba el aire inquieto de Géminis, y en ese limbo el tiempo parecía suspenderse. Saturno, en su paso retrógrado, revisaba las cuentas del alma, mientras Marte, impaciente y tenso, amenazaba con cerrar los senderos antes de que pudieran abrirse. Todo parecía hablar de una pausa forzada del destino, un compás astral que pedía silencio antes del siguiente movimiento.

No estaba seguro del significado de todo eso. Había leído hace poco que los cálculos astrológicos se apoyan en un cielo antiguo, el de hace más de 2.000 años, cuando las constelaciones aún ocupaban otros lugares. Desde entonces, el firmamento se ha desplazado algunos grados, pero quienes leen los astros prefieren ignorarlo, como si la verdad no dependiera de la precisión, sino de la fe. Quizás ahí reside el misterio, lo racional busca el punto exacto en el mapa celeste, mientras que lo místico escucha el eco que ese mapa despierta adentro.

La escritora californiana Joan Didion dijo una vez que en Los Ángeles el sinsentido de la experiencia de la vida es más evidente que en otros lugares. Tal vez por eso la noche se puebla de luces que brillan como llamadas del más allá, en locales donde atienden brujas, videntes, médiums, psychics, sirenas modernas en sus templos de neón. Desde las vidrieras, garantizan acceso a otros planos a través de palmas abiertas, cartas de tarot, cristales energéticos; luminarias prometedoras de claridad, atajos hacia al pasado, presente y futuro, alineación espiritual, faros hacia las profundidades desconocidas de nuestro ser. Afuera, el tránsito murmura. Adentro, se ofrecen certezas que la razón no alcanza. Algunos esconden sus dones detrás de los portones de la exclusividad, mientras que otros tantos se bañan en la multitud virtual de las redes sociales, donde el algoritmo reemplaza al destino. La motivación es la misma, ordenar el caos, mantener el rumbo ante la incertidumbre, encontrar el sentido más allá de lo circunstancial.

Lo cierto es que en esta ciudad todos parecen buscar en lo invisible una brújula que les señale el camino. Las estrellas de cine consultan a sus astrólogos antes de firmar un contrato, los guionistas preguntan por el tránsito de Venus antes de entregar una historia, los corazones rotos se refugian en cartas y velas para entender por qué alguien se fue. Según una encuesta del Pew Research Center, cerca del 30% de los estadounidenses recurrió en el último año a la astrología, al tarot o a algún vidente; un 7% admite confiar en ellos, aunque sea un poco, para decidir cuestiones que pesan. Todas las brujas con las que hablé coinciden en que el aislamiento que generó la pandemia del coronavirus actuó como un relámpago, encendió el negocio, multiplicó las consultas, y también a los falsos iluminados que brotan cuando la incertidumbre se vuelve demasiada. Cada uno, a su modo, persigue una señal, una coordenada que justifique el vértigo de vivir acá, donde todo parece posible y nada dura demasiado. Yo, en cambio, solo quería mirar detrás de las luces de neón, entender qué había en ese resplandor saturado de respuestas.

Expediciones energéticas de este tipo requieren cierto blindaje, una armadura invisible contra los caprichos del más allá. Uno no puede aparecer así nomás frente a una vidente como quien va a una tienda — eso sería tentar al destino—. Mi bruja de confianza me había recomendado llevar en el bolsillo una nuez moscada, una piedra de turmalina negra y una pentalfa impresa. «Para protegerte de posibles energías negativas y malintencionadas», exhortó, «no te recomiendo que lo hagas, pero sé que igual lo vas a hacer: no aceptes bebidas ni amuletos. Estate atento y muy perceptivo». Me advirtió que estaba entrando en territorio salvaje, donde las energías se confunden con las intenciones y la lógica se disuelve como incienso barato.

Pasé media mañana buscando la nuez moscada. Parecía haberse esfumado de este planeta y de las estanterías de los supermercados. Decidí emprender mi recorrido sin ella, un acto que oscilaba entre el coraje y la estupidez. Me sentí un caballero medieval luchando sin espada, un supersticioso con credenciales de periodista, una antorcha en una cueva, un explorador esperando señal para marcar mi destino en el GPS. Tenía dos de tres amuletos, no es una mala estadística, pensé. ¿Qué podría salir mal? En Los Ángeles, casi siempre, todo.

Foto del artículo 'Las brujas de Hollywood'

Foto: Agustín Paullier

Empecé por una en San Vicente Boulevard, en Brentwood, donde todos los días parecen un sábado de mañana y la gente se desliza por las veredas con ropa deportiva de diseñador, perros miniatura y vasos de matcha con cardamomo. Desde afuera, el local parecía un templo kitsch del bienestar: letras cursivas rosadas, sillones blancos de respaldo alto con bordes dorados, un cerezo de plástico floreciendo en perpetua primavera, en el suelo, juguetes dispersos y un cochecito de bebé. Mientras fotografiaba la fachada, una mujer salió por la puerta, decidida a interrogarme, mitad curiosa, mitad molesta. Le expliqué y me contó que podía percibir la energía de las personas, que nació con ese don, y con una sonrisa —entre amable y amenazante— me pidió, casi ordenó: «No escribas nada negativo sobre mí». Me recitó su carta de precios: «Lectura de palma de mano, 75 dólares; tarot, 85; lectura psíquica completa, 135». Luego se apoyó contra el marco de la puerta, con su vestido ajustado color crema y sus ojos verdes que brillaban contra el sol del mediodía y empezó a «leerme». Con un tono dulce pero afilado, dijo que ya no era feliz viviendo en esta ciudad, que debía irme, trabajar por mi cuenta, que viajaría pronto y que el destino me tenía reservado tres hijos.

No estaba preparado para eso. Había ido solo a sacar unas fotos, pero en un minuto la mujer me abrió como a un cuerpo anestesiado en la mesa del quirófano. Claro, todo lo que auguró podía aplicar a cualquiera —seguro era su estrategia para espantar curiosos—, pero algo en su tono me hizo dudar. Todo me sonó sospechosamente familiar, salvo la parte final: «Tres hijos». Ya tengo uno, no está dentro de nuestros planes tener otro, estamos bien así... tres sería una guerra intestina.

Quise escapar de la situación preguntando por el bebé en el cochecito: «Tiene cinco meses», comentó. Asentí y prometí llamar para coordinar la entrevista «en un momento más oportuno», lo que en mi idioma significa «nunca». Me fui perturbado, con una sensación incómoda, invadido. Recordé que en el bolsillo todavía me faltaba la nuez moscada, pensé que quizá las advertencias eran ciertas, que había pecado de ingenuo, de escéptico. Me quedé inmóvil en el auto, mirando por el espejo retrovisor, repasando cada palabra, cuestionándome el motivo de esta empresa absurda. Empecé a sospechar que la expedición no era tanto sobre las brujas, sino sobre mi propia fe —o la falta de ella—.

***

Decidí seguir por Wilshire Boulevard rumbo a Beverly Hills, donde había marcado otro punto en el mapa. Cuando llegué, el lugar estaba tapiado con tablones cubiertos de grafitis. Esto no estaba saliendo bien. Recordé entonces la tienda de la vidente Mrs. Lin, pintada de rosado con letras rojas en inglés y en coreano, bajo un toldo blanco, junto a un 7-Eleven y un comercio de autopartes —era una buena foto—.

Con esa motivación, manejé una hora hasta Alhambra, atravesando buena parte de la ciudad en dirección sureste, surcando avenidas y autopistas. Me sentía en una misión ancestral, un aprendiz de mago posmoderno en busca de sentido. Pensé que todo esto podría terminar siendo una oda a la incertidumbre, a Los Ángeles y a su eterna contradicción, a la dualidad entre mente y espíritu, entre simulación y misticismo, un enfrentamiento entre fe y sarcasmo, entre esperanza y pensamiento positivo. Pero cuando llegué, lo único que quedaba era un pedazo de estacionamiento y unas suculentas recién plantadas donde antes estuvo el templo rosa. Las fuerzas de Tauro y Marte parecían haber confabulado para socavar este dudoso pernoctar.

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Foto: Agustín Paullier

Tenía hambre y ganas de ir al baño, pero me negaba a rendirme antes de conseguir algo que justificara el viaje. Esto ya parecía una pulseada cósmica, pero no me iba a dejar intimidar por el ángulo de inclinación de unos planetas. A pocos minutos, encontré el Templo Psíquico y Espiritual. Recordé entonces que seguía desprotegido, sin mi talismán, sin la nuez moscada. Entré en un supermercado cercano, y esta vez los astros —y un amable señor— estuvieron de mi lado. La encontré, finalmente, pequeña, rugosa, la sostuve en mi mano como si fuera un escudo invisible; ahora sí podía continuar esta odisea, pero antes me compré un sanguche de queso con carne y una coca light.

Las luces de neón en la vidriera anunciaban en rojo y azul que esta vidente era asesora amorosa, especializada en reunir amantes y en romper hechizos de amor. También ofrecía velas, astrología, cristales, aceites e inciensos. Sobre la puerta, un cartel prometía: «Tú no dices nada, ella lo cuenta todo», flanqueado por un Soapy Clean Coin Laundry y un Sunny Massage Therapy. Chequeé mi intuición y decidí entrar, aunque sin demasiada fe. Samantha Rose estaba detrás de una mesa de vidrio sostenida por raíces pintadas de dorado; más tarde, vería mesas idénticas en otros consultorios y concluiría que debe existir una especie de IKEA para brujas. Le conté mi propósito y me lanzó, sin rodeos: «¿Sos escéptico o creyente?». No estaba preparado para semejante emboscada metafísica.

Respondí con la soltura de un político en campaña, que creía, en parte, y que había gente con dones genuinos, pero otra que no tiene buenas intenciones, que me movía la curiosidad. Me sentí satisfecho con mi respuesta; ya me han dicho que tengo talento para la diplomacia. Además, por experiencia propia, lo peor que uno puede hacer frente a un profesional de la fe es declararse incrédulo. Es preferible confesar haber hecho un pacto con Mefistófeles, seguir a una gurú en la India o hacerse una lectura de caca de ardillas, antes que decir «no creo en nada». Eso cierra una puerta, pone al fiel a la defensiva. La entrevista se convertiría en una cruzada evangelizadora y ese día, francamente, no estaba para conversiones.

Samantha dice ser la quinta generación de mujeres clarividentes en su familia. Los hombres también heredaron el don, pero casi todos terminaron trabajando como mecánicos de autos. Su madre y su abuela tienen locales en otras zonas de la ciudad, y fue con ellas y algunos libros esotéricos que a los 13 años empezó a practicar la quiromancia, la lectura de las palmas de las manos. Tuvo que dejar la escuela porque estar rodeada de tantas personas la abrumaba, demasiadas energías. También probó trabajos más convencionales, en tiendas de ropa y de comida rápida, pero cada cliente se convertía en otra visión de pasado y futuro. Aprendió, con el tiempo, a protegerse y a regular la antena.

Afirma que vienen a verla aquellos que se sienten perdidos, algunos llegan después de soñar con el lugar y otros, los más escépticos, solo para probar que no tiene razón. Barajó las cartas con naturalidad y sacó la primera del mazo: «Esta habla del hogar y de movimientos... y yo puedo ver que vos todavía no encontraste el tuyo». Le pedí que me tirara las cartas, pero se excusó diciendo que tenía que ir a comprar velas para un evento al día siguiente. Faltaban pocas semanas para Halloween —la temporada alta del misticismo— y estaba muy ocupada, aunque ya no la llamaban de NBC ni de DreamWorks. Le creí, aunque me sorprendió que se negara. Recordé entonces una de las advertencias que me habían hecho: «Algunas brujas o maestros espirituales se niegan a atender si perciben una protección o una iniciación». Tal vez la nuez moscada en mi bolsillo funcionaba después de todo, aunque no de la forma que esperaba.

***

Emprendí el regreso hacia Hollywood con la calma absurda del deber cumplido. Tauro empezaba a caerme bien. Manejé hacia Broadway y subí hasta Chinatown, donde el sol caía detrás de los edificios del Downtown. Por un instante pensé en lo improbable y magnífica que era esta ciudad, en si volvería a pasar por este mismo lugar con esta misma luz, intenté imaginarme si algún día la extrañaría. Seguí hacia Angelino Heights, hasta el punto donde Sunset Boulevard comienza a serpentear hacia Echo Park, crucé el umbral de la gentrificación hípster, en busca de la Casa de la Intuición, pero la vereda estaba en construcción y arruinaba mis planes para sacar una foto. Los bares de Silver Lake ya empezaban a llenarse, casi podía ver cómo preparaban tragos de mezcal con lima fresca, horchata de almendras, tepache de ananá y endivias picantes, mientras la noche se abría paso. Seguí hacia Los Feliz, donde la vidente Ava tiene su tienda, pero estaba ocupada con un cliente. Enfrente, la fila para ver la última película de Paul Thomas Anderson doblaba la esquina del viejo cine, a unas cuadras del primer apartamento en el que viví en esta ciudad. Es inútil intentar estacionar en este barrio a esta hora, así que continué mi travesía.

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Foto: Agustín Paullier

En Highland y Sunset, a dos cuadras del Dolby Theatre —donde desde hace siete años voy a trabajar a los Oscars—, se alza Psychic Hollywood, o Starlight Psychic, según el cartel, entre un restaurante tailandés vegano y un copy center que ofrece impresiones, envíos y chequeos de antecedentes penales: la santísima trinidad angelena. Tuve suerte y encontré estacionamiento casi en la puerta, un presagio favorable.

Toqué el timbre. Nada. Insistí y finalmente apareció un hombre. Estaba vestido desde los pies hasta la cabeza en terciopelo azul oscuro, solo un cinturón Gucci —con hebilla dorada— rompía su monocromatismo. De su cuello colgaba una cadenita, y entre unas cejas milimétricas y una barba delineada brillaban unos dientes que parecían de utilería un poco desgastada. Pero lo que realmente hipnotizaba era su pelo, un jopo negro, perfecto, de geometría quirúrgica, mechones tallados en la frontera entre el cuero cabelludo y la vanidad. Era, sin dudas, una intervención reciente que no disimula, sino que proclama.

Se llamaba Robert y hablaba rápido, rozando la taquicardia, tal vez por culpa del Red Bull que sostenía con los dedos extendidos como si fuera un cáliz, y entre frases místicas y eructos casuales me recomendó hacer una lectura con bola de cristal, «la más completa». Estaban muy ocupados con su socio, tenían eventos planeados durante todo el fin de semana, aclaró que no podían dar entrevistas sin aprobar las preguntas antes, que están en Hollywood desde hace 30 años y que una vez unos tiktokers los habían ridiculizado. «¿Cuál es tu presupuesto?», preguntó.

Salí de ahí con la sensación de haber cruzado una frontera invisible, una especie de zoológico metafísico donde las criaturas del imaginario angeleno caminan erguidas y cobran por sesión. Muchos creen que estos personajes solo existen en la ficción, pero basta abrir una puerta cualquiera en Hollywood para confirmar que la fantasía, acá, paga alquiler.

***

Hoy el mundo amaneció con signos disonantes.

En Uganda dos ómnibus se encontraron de frente y se perdieron 63 vidas, la inflación en Reino Unido persiste obstinada, mientras las bombas siguen cayendo sobre Gaza a pesar del alto el fuego.

Hoy el Sol entró en mi sexta casa y se unió a la Luna en Escorpio, marcando un inicio silencioso, más interior que visible. Con Neptuno disolviendo certezas en las aguas de Piscis, la intuición pedía paso sobre la lógica.

En Lima, el presidente interino declaró el estado de emergencia para contener la violencia, mientras el ala este de la Casa Blanca cae bajo el peso de las máquinas para levantar un salón de fiestas.

Era tiempo de limpiar rutinas, soltar miedos y ajustar el rumbo sin esperar resultados inmediatos. Los astros hablaban de un trabajo invisible, de esfuerzo sin testigos, de sembrar en la oscuridad para que algo, más adelante, encuentre la luz.

Esa mañana tenía una cita en Santa Mónica Psychic Boutique. Quería vivir la experiencia completa, sin la coraza del periodista, solo frente al misterio, una lectura de cartas de tarot, de manos, psíquica y espiritual; quería ver cómo funcionaba o al menos qué se sentía. Tabitha me esperaba envuelta en una nube de incienso espeso, parada en la entrada de su local, con una quietud casi litúrgica. Su mirada era firme, penetrante, de una serenidad que imponía distancia. No sonreía; despojada de esa gestualidad performática, parecía que no necesitaba demostrar nada. Había algo en ella, una gravedad elegante —aun a pesar de su jogging gris—, una concentración, que me hizo pensar que quizá esta vez era real.

Antes de empezar, barajó las cartas con la solemnidad de un dealer en Las Vegas y me advirtió: «Todo lo que vea para ti, todas mis opiniones, serán directas y sinceras. Bueno o malo, sin resentimientos. ¿De acuerdo?». Asentí. Tomó mis manos por unos segundos, las observó como si fueran mapas antiguos y, con la frialdad de un cirujano que repite una operación diaria, comenzó su diagnóstico: «Tus palmas y la energía de tu aura muestran una vida larga, saludable y hermosa. Eres amable, cordial y generoso. Entre ahora y los próximos tres a seis meses viajarás a un lugar donde se encuentran el agua y el desierto. El desierto representa los negocios».

Su tono no variaba, en su rostro no había emoción ni impostura. No parecía estar enfrente mío, pero tampoco en otro lugar. «En tu carrera, en tus negocios —continuó—, te espera mucho éxito. Veo una oportunidad en lo que estás intentando hacer, documentos que se firman, algo que se pone en marcha, algo grande y bueno para vos. Vas a crear algo propio, un nuevo hogar, tu propio negocio».

Todo sonaba tranquilizador, casi terapéutico. Coincidía con mi presente, pero era lo bastante genérico como para se ajuste a cualquiera con un poco de ansiedad o ambición. Escuchaba atento, intentando retener cada palabra. Nada me parecía extraño. Nada me sorprendía. Tal vez de eso se trataba, de decir lo suficiente para que todo encaje. Quizás al escribir esto estoy truncando la predicción. No recuerdo haber leído nada sobre eso en la letra chica del cosmos.

Y entonces, otra vez: «Veo dos niños más. Creo que vas a estar bien con dos más. Podrían ser gemelos o quizás uno atrás del otro. Va a ser muy bueno para ustedes, reconfortante. Igual serán felices solo con uno, pero veo que querés más. Te veo rodeado de niños».

Era la segunda vez en menos de una semana que una bruja me decía lo mismo. No uno, dos más. Empecé a preguntarme si las videntes se habían puesto de acuerdo o si yo estaba transmitiendo, sin saberlo, un deseo reprimido disfrazado de pragmatismo. No me imaginaba tan transparente. Pensé que mis rincones más sombríos estaban bien sellados, cubiertos bajo capas de lógica, cinismo y un poco de fatiga existencial. Sabía de los dones de estas personas, pero aun así dudaba. Tal vez ese sea el verdadero hechizo, lograr que uno dude justo cuando creía tener todo bajo control, o inspirar confianza justo cuando todo es incertidumbre, quién sabe.

***

Faltaba una semana para Halloween —para Samhain o Beltane en el hemisferio sur—, para el Día de Muertos, el tiempo en que la línea entre mundos se adelgaza y hasta el aire parece tener memoria. La energía corría fuerte, los portales, decían, estaban abiertos. Parecía el momento perfecto para buscar a un médium, uno de esos que declaran hablar con los muertos o al menos con sus ecos. Aseguran escuchar, ver, sentir a quienes ya no están, como si la ausencia tuviera frecuencia propia.

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Foto: Agustín Paullier

A diferencia de los videntes —que perciben a través de su intuición, el aura y los pliegues invisibles del presente—, los médiums cruzan al otro lado. Operan en el territorio de lo angelical, donde la lógica se disuelve y el tiempo se curva. No interpretan, traducen. En teoría, se asoman al más allá. En la práctica, uno nunca sabe si lo que escuchan son voces del otro mundo o el eco amplificado de nuestras ganas de creer.

Debbie Johnson, la médium, propuso vernos en el Hilton de Marina del Rey y, con cortesía angelena, me sugirió estacionar gratis en el parking de la tienda Halloween Spirit. Nada más apropiado. Debbie parecía un espectro añejo recién salido de las luces de un reality show: alta, blanquísima, con un cabello tan rubio que se confundía con su piel translúcida, tacos, pantalón negro y camisa de seda blanca. Los ojos eran dos esferas azules sin pestañeos, los labios de un rojo reciente. Nos sentamos cerca del bar. «En esta época se pone extraño, ¿sabés?», dijo con una voz infantil, «en Halloween, la gente que nunca llama, aparece con preguntas inquietantes».

Su mirada azul era perturbadora, inhumana. El tono agudo y constante le daba un aire robótico, pero era en las pausas, en los silencios, donde se dejaba entrever el personaje, la construcción. Hablaba sin emoción aparente, que desde niña veía espíritus, con ropas de otro tiempo, de ángeles que llegaron después, de una madre incrédula y de visiones reprimidas que regresaron años más tarde, entre beats electrónicos y pastillas.

Le pregunté cómo se protegía de las presencias oscuras. Sonrió apenas. «La energía mala», dijo, «apesta, te enferma o te irrita. La naturaleza la limpia, por eso me rodeo de ella. Y de cristales, sobre todo de turmalina negra». Por un instante dudé si sabía que yo llevaba una en el bolsillo. Me sentía como un agente encubierto de una brigada espiritual, infiltrado en el otro lado. «¿Puedo hacerte una pregunta?», no esperó respuesta: «Hay alguien acá contigo». «¿En serio?», alcancé a decir, entre intrigado y asustado. «Es una abuela, ya falleció. Suena a Mimi o Titi. Me está molestando, pero es buena, está acá contigo», agregó.

Pensé en mis dos abuelas muertas, pero nadie las llamaba así, aunque al otro día recordé algo. Era el truco clásico del médium, lanzar una generalidad y ajustar sobre la marcha. Decidí seguirle el juego:

—¿Podés verla?

—Sí, y habla de una bebé, una niña —agaché la cabeza y me reí. No podía creer que otra vez saliera el tema.

—¿Por qué pensás que está acá?

—Porque te quiere. Dice que viene otra niña. ¿Tenés una hija?

—No, un hijo.

—Bueno, entonces vas a tener una niña. No para de repetirlo, es claro —era la tercera vidente en una semana que insistía con lo mismo.

Mañana me operan de los ojos; la doctora dice que no consiguen enfocarse en un mismo punto al mismo tiempo. Tal vez después de esto empiece a ver la vida de otra forma. Ya estoy armando las valijas, mientras pienso en nombres de nena.

Agustín Paullier (Montevideo, 1985) es fotoperiodista, periodista y editor. Trabaja como editor de fotografía en AFP para América del Norte desde Los Ángeles, antes para América del Sur. Cofundó y fue editor de la revista de fotografía Materia sensible.