Un perro se lamenta en algún lugar perdido, sepultado bajo residuos apelmazados, llantas de camión y maderas. Otros responden desde lejos anunciando la llegada de un cuatriciclo que lleva un tráiler y recorre el pavimento tibio que deja el sol de invierno mientras cuatro cabecitas se balancean mirando todo a su alrededor. «Pensé que se habían olvidado de mí», nos grita Estela Recalde desde el tráiler, para recibirnos en su casa una vez más. No nos vemos desde 2023, cuando conocimos su historia en el marco de un reportaje sobre la situación de los vecinos recicladores.

Para llegar a su hogar transitamos por el camino Felipe Cardoso desde Camino Carrasco, al norte de Montevideo. La calle es territorio disputado por carritos, camiones, motos y autos de la zona. A ambos lados, los peatones desfilamos al borde del peligro en fila india sin mirar mucho para el costado y a paso firme. La antesala es auspiciosa, se pinta de verde pasto y marca que una cooperativa de viviendas es la última señal de urbanismo organizado previo a la entrada de Felipe Cardoso, el asentamiento que se generó en los alrededores de la usina que tiene el mismo nombre y causa este tránsito de hora pico durante todo el día.

El camino Felipe Cardoso es, entonces, el límite entre el asentamiento homónimo conformado 50 años atrás y las diferentes formas de procesamiento de desechos que produce la capital del país: la montaña generada por el enterramiento de residuos mezclados, que en el barrio llaman la cantera; la planta de tratamiento, donde los residuos esperan a ser compactados antes de su entierro; y la Planta 5 Bis, un sector habilitado por la intendencia en el que los camiones vacían los contenedores de residuos reciclables para que algunos vecinos recicladores puedan trabajar allí. El aire está impregnado de un olor fétido al que te acostumbrás más o menos a la media hora de recorrer el lugar.

«Pasen, ¿o se van a quedar ahí mirando?», invita Estela, mientras sus tres hijos chicos bajan del tráiler y se resguardan del frío. Su esposo, Paulo Blancos, se puso manos a la obra apenas bajó del cuatriciclo negro. En cuestión de 15 minutos de charla pararon tres camiones particulares y descargaron colchones, fierros de sillas viejas y pallets desarmados. Paulo clasifica y ordena mientras Estela organiza a sus hijos, que recién llegan de la escuela.

Bolsas sobre más bolsas. Para llegar a la casa de Estela atravesamos un camino de tierra rodeado por grandes montones de caños, fierros y electrodomésticos viejos a un lado, mientras que del otro se disponen llantas de autos y maderas unas sobre otras. El terreno tiene varios caminos que conducen al fondo, a una de las casas donde duermen, a otra donde vive una de sus cuñadas, a una edificación nueva de maderas y al taller de Paulo.

Hablamos mucho con Estela, con Paulo y con muchos de sus hijos. Compartimos días lindos con sol de invierno, otros tristes de primavera con caminos embarrados y hasta una noche de brujas. Ambos coinciden en que lo más importante son sus hijos, que son diez, y que sus sueños van mucho más allá del reciclaje de residuos. Resistir es, según la Real Academia Española, «tolerar, aguantar o sufrir», aunque en segundo orden puede referirse a «combatir las pasiones, deseos». Resistir en Felipe Cardoso es aguantar confiando en la promesa de que los deseos un día se cumplirán.

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En su momento, Estela era referente, secretaria de la Unión de Clasificadores de Residuos Urbanos Sólidos (Ucrus) y recicladora en la Planta 5 Bis, un lugar generado exclusivamente para recicladores a raíz de un acuerdo entre la unión y la Intendencia de Montevideo. Ahora cambió algunas prioridades. «Yo estaba en el sindicato, pero me fui de ahí porque me estaba perdiendo la niñez de mis hijos», cuenta.

Dice que del realojo, prometido por la intendencia y el Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial, «no hay noticias». Las familias interesadas firmaron en diciembre de 2024 un acuerdo de conformidad para la relocalización «y después más nada», sostiene Estela. «Me dieron unas chapas y madera porque se me cayó esa parte de la casa, todavía estoy esperando que venga la intendencia. Pero eso ya pasó, como siempre», cuenta, resignada, las medidas para aguantar el mientras tanto.

Estela, junto a uno de sus hijos, en la usina de Felipe Cardozo, setiembre de 2023.

Estela, junto a uno de sus hijos, en la usina de Felipe Cardozo, setiembre de 2023.

Foto: Natalia Rovira

«Pasé el ciclo básico, ahora te traigo el certificado. Ahora me voy a anotar en un programa que hago cuarto, quinto y sexto. Ya me dieron el diploma y todo. Papá, ¿dónde está el diploma? El diploma mío», pregunta Estela, mientras siguen apareciendo niños, hijos suyos y de otros vecinos, que se prestan una bicicleta para dar vuelta por los caminos que llevan de la casa nueva a la casa vieja y de ahí al fondo, como en una pista de carreras.

El plan es estudiar en el liceo nocturno. «Voy a ir con una compañera y cuando termine hago Enfermería para ser dotora. Vos viste que me encanta ver sangre», bromeó Estela. «Ayer casi me ponen el coso ese blanco [un yeso] en el pie porque me caí. Me fui a bajar de la cama porque venía una camioneta, que estaba golpeándome las palmas en la entrada de casa. Me pegué en un tendón y me hice pelota», reconoce. Tiene el pie más que hinchado, violeta, y camina con dificultad. «Odio a los médicos. Voy porque tengo que ir. No me gusta. Psicólogo conmigo no va», recalca. Y no sorprende. En varias oportunidades me contó de sus proezas caseras, como aquella vez que se cosió ella misma la herida de un brazo.

De la misma forma cuida a sus hijos, con tanto amor que a veces incluso cuestiona el criterio del personal de salud: «Llevamos a Kenan al hospital porque estaba atacado y no me creía el médico. Entonces, lo llevé a la doctora personal, la que siempre lo atiende, y me lo confirmó», recuerda, y remata: «A la otra le tuve que decir ‘vas a saber más que yo que soy la madre’».

Está complicado el invierno, «pero lo que te mata del tiempo es que está lindo y cuando querés acordar se te viene la lluvia, el viento y la humedad», reclama. Es muy difícil adaptarse a los cambios meteorológicos con algunas chapas flojas y un techo que no impide el paso de la lluvia y el frío.

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A mitad de camino rumbo al fondo aparece otra edificación. «Acá vive mi cuñada, Noelia, con su hijo. Hablé con la gente de la intendencia porque los querían sacar y les dejaron edificar, lo mismo que tenemos allá adelante nosotros, pero acá», explica, y fundamenta: «El día que nos vayamos, ella se tiene que retirar. Pero de mientras, está acá. No la voy a dejar tirada, ya se lo dije».

Al hijo de Noelia, los hijos de Estela le dicen primo. En el fondo hay una cama elástica reconvertida en trampolín, sin las redes de protección, un árbol con una hamaca hecha de cuerdas y una llanta, y el temido límite natural de la diversión: un arroyo que pasa justo por detrás de las casas. Ahí juegan primos, hermanos y amigos.

—¡Te dije que no se podía jugar acá! ¿Por qué pasaron la línea? Saben que para ahí ustedes no pueden pasar.

Estela está un poco enojada, pero tiene que aparentar severidad para dejar en claro los peligros del curso de agua. «Acá pasan todo el día y se divierten», cuenta, como admirando la inocencia de la infancia compartida. Ahí fue donde uno de los niños se lastimó hace poco y otro se esguinzó. «Pasa de todo acá», reconoce.

Estela y Paulo, en su casa, el 4 de setiembre.

Estela y Paulo, en su casa, el 4 de setiembre.

Foto: Natalia Rovira

Mientras juegan, nos cuenta que en total tiene diez hijos, pero ahora en la vuelta de la casa andan solo cinco. Para demostrar los códigos con los que se manejan, los convoca:

—Charly, ¿qué son ustedes?

—Somos hermanos, somos amigos, nos tenemos que cuidar en las buenas, en las malas y en la calle.

—¿Y qué más?

—No nos tenemos que pelear.

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Nos apartamos un segundo para hablar entre los grandes. Los niños entienden eso y se quedan jugando en el fondo. El sol se está por esconder y eso alerta que la despedida es inminente. Antes, hay que compartir lo importante. Como nunca sabemos cuándo nos volveremos a ver, el ocaso del encuentro es el momento perfecto para deslizar palabras cargadas de sentido.

Muchas cosas cambiaron de la Estela que habíamos visto la última vez. «Sinceramente, de todos estos años, el mejor año para nosotros fue este. Estoy casada, tengo a mis hijos en mi casa, nos compramos el cuatriciclo para llevarlos a la escuela. Este año fue el mejor año que tuve», confiesa ella.

—El mejor está por venir.

—Ojalá, ojalá, Dios te oiga.

«Nos casamos con el padre [Juan Andrés] Verde, hace cinco años, por civil y por iglesia. Y ahora tengo que aguantar a la plaga esa que está ahí», bromea, acercándose a su pareja.

Paulo se ríe, estuvo escuchando todo el tiempo de costado. Se pelean un rato y se abrazan tiernamente mientras miran cómo sus hijos juegan. Aprovecha a contar cómo está el rubro del reciclaje, qué se mueve más y cómo han cambiado los precios en estos años. «Mucha competencia hay en el barrio, muchos compran colchones y los venden. Lo mismo que hago yo, compro a un precio y lo vendo a otro», aclara, y señala al taller, donde limpia metales. «Uno se tiene que mover, si no, si te quedas quieto, fuiste», sentencia.

«Lo que se está moviendo ahora son los colchones y las bases, o sea, la parte de abajo del colchón o sommier», destaca. En estos dos años subieron los precios de los servicios y de la comida, pero casi no aumentaron los pagos de quienes compran material reciclado. «Se pone caro vivir y reciclar, siempre se recicló», concluye, mientras su compañera recupera el protagonismo de la charla. «El plástico ahora está mejor. Esto es por temporada. Ahora nos están pagando 12 pesos el kilo de botellitas verdes y 13 pesos las blancas. El cartón me lo están pagando a 2 pesos con 50 el kilo, está bajo», detalla. Sin embargo, discuten distintas estrategias en pareja.

—Por eso yo me dedico al metal.

—Vino una mujer que me quería comprar solo el cartón a 3 pesos, pero solo el cartón. ¿Qué hacemos con todo lo otro que tenemos embolsado?

—A veces te conviene venderlo suelto. No pasás tanto trabajo, y ellos traen a la gente y lo cargan, pero lo pagan a peso. Antes de pasar tanto laburo, los amontonás todos ahí, viene el camión, lo cargan ellos y ya está.

Recorriendo el barrio en la tarde del 31 de octubre, Noche de Halloween.

Recorriendo el barrio en la tarde del 31 de octubre, Noche de Halloween.

Foto: Natalia Rovira

Mientras tanto, Estela se ha diversificado: cuidó niños, limpió casas y continúa reciclando en el frente de su casa. De vez en cuando cruza a la Planta 5 Bis, aunque advierte que «es siempre lo mismo: botella, cartón, nailon y me fijo siempre si sale algo para comer».

—Los otros días me quería morir, hice unos fideos con tuco, compré la salsa y se me puso fea la comida. Tuve que tirar todo, ¿sabes cómo lloraba yo? Mis hijos que no viven conmigo vienen a comer los sábados acá siempre. Teníamos mucha hambre, tuve que empezar a cocinar de nuevo, así, de apuro, y ya era de noche. No me molesta, yo igual les cocino a las tres o cuatro de la mañana, no tengo problema. Me dicen «tengo hambre» y pasan todo el día comiendo.

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Como tiempo atrás, recorrimos el camino a la Planta 5 Bis, que internamente presenta mejores condiciones que hace dos años, según cuenta Estela, pero «ahora te cobran 100 pesos cada vez que llegan camiones con residuos reciclables»; al principio eran 50, pero las cuentas igual no daban. Teniendo en cuenta los precios del mercado informal que comentaron, para recuperar la inversión del ingreso, hay que vender 40 kilos de cartón reciclado a 2,5 pesos. Un kilo de cartón reciclado lleva dimensiones inabarcables, horas de trabajo y traslado al hogar para cobrar 2,50 por él. Por esa y otras cosas ella va «muy de vez en cuando».

Caminamos media cuadra y el crujir del calzado con el pedregullo suplanta el sonido del tránsito pesado, que sigue molestando, pero de lejos. Avanzamos un kilómetro por un camino de tierra rodeado de un cementerio de contenedores que acapara todo el campo visual.

—¡Los championes, amor, mirá cómo estás quedando!

—Es la parte de abajo nomás, ma.

—No importa. Si total, ensuciás y no lavás.

Es primavera y la lluvia regó los caminos aledaños a Felipe Cardoso, el andar de los camiones fundió huellas en la tierra y el pedregullo. Vamos despacito por las piedras, Estela no logró convencer a Charly de que se quede y nos acompaña en la travesía. Los límites del camino los marcan, más que cientos, miles de contenedores que lo cubren todo. Un museo de todos los contenedores que vi en la ciudad a lo largo de mi vida se presenta ante nosotros: chicos, viejos, de esos que estuvieron un rato en el barrio. Los que se abren apoyando el pie en un escalón, los que no tienen tapa, los grises, los verdes, los naranjas.

«Queda todo como apisonado, así. Viene la gente de afuera, los ajenos, y se los llevan», relata Estela, y continúa: «Aunque estén rotos, la máquina viene acá con un brazo, los deja chiquitos así. Y luego viene la gente ajena y se los lleva nomás. Yo no vi nada. Yo en mi casa, vos en la tuya. Yo con los vecinos no me meto, solo hablo para que no toquen mis cosas. Si me preguntan, yo no vi nada».

Uno de los dormitorios de la casa de Estela, el 18 de julio.

Uno de los dormitorios de la casa de Estela, el 18 de julio.

Foto: Natalia Rovira

En dos años, el número de contenedores se cuadruplicó. «Y sacaron, porque estaban atascados. Los sacan de circulación, viene otra máquina y los aplasta, los dejan bien chiquitos, los llevan al taller y los hacen nuevos. Quedan después como los blancos que ves allá», señala. Los contenedores están como esperando su hora; en algún momento los van a reciclar. «El cementerio de los conteiner, le decimos nosotros», bromea, y explica las montañas que vemos en el horizonte: la cantera.

—Para llegar a la usina tenés que hacer todo derecho. Todo eso que ves es basura: botellas, cartón, nailon, está todo enterrado ahí. Las heladeras, los lavarropas, todo. Mucha gente entra. Dicen que hay plata enterrada ahí. Todo tiran y entierran. Es un pozo negro.

—Mucha gente se la juega y entra, ¿no?

—Mi hijo va a la cantera. Mis dos hijos van ahí. ¿Sabés lo que pasa? Hay guardia.

—Ma, va el Eduardo, va el Jorge y va el Maxi también.

—Y el Gabriel, a veces, y te faltó el Dani. Y te faltó mamá. Jaja.

—¡Vos no vas para allá arriba!

—Porque vos no me ves. Una vuelta fui con mi marido y nos escondimos para que la policía no nos agarre. Pero a mí me agarraron. «Bo, mugrienta, no sé qué, cantegrilera piojosa». De todo un poco me dijeron y me hicieron dejar todo lo que había agarrado. Les dije: «Disculpá, ¿vos estás trabajando?». Y me respondió: «Sí, y ustedes no pueden entrar acá, está prohibido. Así que te vamos a pegar». «Vos sabés lo que hacés», le dije. A veces nos arriesgamos, porque hay guardias buenas y guardias malas.

***

El 31 de octubre coincidió con nuestro último encuentro. De todas las festividades importadas, Halloween es la que menos tiene que ver con Uruguay, pero en este mundo globalizado fueron varios los niños que salieron disfrazados a la búsqueda de caramelos en Felipe Cardoso.

Los vecinos pudieron apreciar una escena digna de una película de Disney en la que un Stitch, un dinosaurio, un ninja, un dálmata y un teletubbie rojo recorrieron alineados el caminito del borde de la ruta. Los hijos de Estela caminan junto a ella en fila india, todos disfrazados. Así fueron a la escuela, los disfraces son de cuerpo entero, muy cómodos, según dicen los gurises. El del hijo más grande se robó los aplausos: «Es de Inosuke Hashibira, un animé que se llama Demon Slayer: Kimetsu no Yaiba». En criollo, una suerte de maestro Splinter de las Tortugas Ninja, pero en versión humana, aunque con la cabeza de un jabalí y que porta dos catanas. En la cintura lleva atado un pelego de oveja, en los pies unas chancletas con medias y muchas cuerdas para mantener todo en su lugar. Admirable producción y, para cuando cayó la noche, era el más abrigado de todos nosotros.

Estela junto a sus hijos luego de buscarlos a la salida de la escuela, el 4 de setiembre.

Estela junto a sus hijos luego de buscarlos a la salida de la escuela, el 4 de setiembre.

Foto: Natalia Rovira

Antes de salir, Estela alerta que «el que no toma la leche no sale conmigo» y, aunque haya sido una merienda con caramelos, todos comieron sin chistar. Mientras tanto, nos ponemos al día con el barrio, la familia y el realojo con su esposo, Paulo: «Vino la intendencia, puso el agua y ahora van a poner los contadores de luz. Tuvimos una reunión en [el Centro Educativo] Los Tréboles, donde nos dijeron que los terrenos para el realojo ya están. Pero hasta ahora no ha pasado nada. Me comentaron que para este año ya iba a estar en proceso, pero quedan dos meses y no se ha movido nada».

«Al final, con las soluciones que nos han planteado la casa nunca es tuya. Si terminás en una cooperativa, después al vecino le molesta tu perro, tu música alta, tus gurises o lo que sea. Yo ya no estoy para esa. Quiero vivir como acá, pero en mejores condiciones. El día de mañana me compro una casa, será nuestra y chau. Si querés poner música alta, tener perros o que tus gurises griten, lo hacés», analiza Paulo, y se despide: «¡Pórtense bien y que yo no me entere que andan haciendo travesuras!».

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En plena jornada de dulce o truco en la cooperativa cerca del asentamiento, Estela se cruza con una amiga suya, Cecilia Barboza, y con más de sus hijos, que ya estaban pidiendo caramelos. «Le crié el hijo yo a ella», acota Estela, sin más presentación. «Hace años que les dicen lo mismo. Si los van a realojar, ¿para qué les ponen luz y agua?», cuestiona la vecina, indignada. «Tengo 46 años y me crié escuchando los mismos cuentos, el asentamiento tiene más de 50», denuncia Barboza. Sobre Estela no quiere agregar mucho más: «Está salada como madre y está encima de sus hijos, quiere que estudien y salgan adelante».

Además del vínculo con Estela, Barboza asegura que tiene buen trato con todas las familias del barrio y cuenta que hay un montón de situaciones distintas, familias diversas y circunstancias particulares a contemplar en caso de realojo. Lo mismo sostienen desde el Centro Educativo Los Tréboles, que se encarga del proceso de realojo «físico y social» de la población de Felipe Cardoso. Su director, Gabriel González, y Noelia Núñez, trabajadora social que integra el equipo de la relocalización, narran el derrotero de este proceso.

En diciembre de 2023, en conjunto con el Ministerio de Vivienda, lograron incluir a Felipe Cardozo dentro del Plan Avanzar y se contrató a Los Tréboles como la ONG que llevaría adelante tanto la parte física como la parte social de la relocalización. Las medidas provisorias que se toman tanto desde 2022 como desde la firma del convenio en 2023 son estrategias de lo que se denominó el «mientras tanto», es decir, «mejorar la calidad de vida, mientras este realojo se gestiona», fundamenta Núñez.

«A la fecha de hoy, luego de años de trabajo, conformamos el padrón, que fue entregado al Ministerio de Vivienda, ya está habilitado, y esas familias firmaron ese convenio y el Estado ya tiene el compromiso legal, jurídico, de que accedan a la vivienda por diferentes planes», resume González. En total el padrón comprende a 230 personas aproximadamente.

Ambos coinciden en que durante estos años se han derribado muchos mitos, como que «todas las familias trabajan con la basura». A futuro, en las nuevas viviendas, «proyectan una vivienda sin basura. Es una aspiración de las familias no vivir entre la basura», aclara Núñez. A pesar de que dos tercios buscan irse a una vivienda nueva, «un tercio de las familias está interesada en relocalizarse bajo la modalidad de vivienda usada», aporta González, y sostiene que «se ha preparado a las familias para el realojo, el 100% sabe que se va a mudar. Eso genera ansiedad de que se concrete en los tiempos prometidos».

Estela junto a uno de sus hijos, durante una recorrida por las afueras de la usina de Felipe Cardozo, el 4 de setiembre.

Estela junto a uno de sus hijos, durante una recorrida por las afueras de la usina de Felipe Cardozo, el 4 de setiembre.

Foto: Natalia Rovira

El tiempo sigue pasando y las tierras siguen en etapa de estudio, los cambios de gobierno nacional y departamental implican momentos de transición, definición presupuestal y coordinación entre la intendencia y el ministerio. «Ojalá se vaya destrabando durante 2026, mientras se logran las definiciones políticas y de presupuesto que nos puedan dar un poquito más de certidumbre», concluyen.

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Así las cosas, la historia de una de las familias que viven del reciclaje, que como otros 79 núcleos familiares firmaron por un realojo expresando su voluntad de mejorar sus condiciones de vivienda. De irse de las inmediaciones de Felipe Cardoso, donde los equipos sanitarios de la intendencia confirmaron la presencia de plomo y cromo en el suelo, y de altos porcentajes de plomo en la sangre de los habitantes.

«¿Que cuál es mi deseo?», piensa Estela en el atardecer de nuestro último encuentro. «Tener mi casa propia e irnos de acá, no tener que estar de noche sufriendo que mis hijos se mojan, que no tienen luz, que a él [su hijo más chico] los otros días casi me lo mordió una rata», se lamenta Estela. «Pero yo voy a seguir reciclando, no queda otra», comenta Paulo, y su pareja asiente y agrega: «Vamos a seguir. Y si me compro la casita, me voy a fijar que tenga un terreno y tengo pensado ya abrir una cooperativa, para mí y para las seis compañeras que trabajan conmigo reciclando. Y un merendero también me gustaría hacer para ayudar a los que necesiten».

—El sueño mío es ese, tener mi casa propia. Mis hermanos me tienen asco porque yo vivo acá en un rancho entre la basura. El día que tenga mi casa los voy a llamar y les voy a decir: «Mirá, la mugrienta, la sucia, como ustedes me dijeron, yo logré esto».

Su compañero la observa en silencio. «Mi deseo es el mismo. La prioridad es tener una casa para los gurises, después uno se maneja. Ya estamos grandes. Lo principal es eso y para eso estamos trabajando. Logramos comprar el cuatriciclo para llevar a los niños a la escuela», valora Paulo. Y aclara: «Mucha gente nos dice que cómo compramos eso, estamos para la joda o vendemos droga. Ahora en el barrio el comentario es que nosotros estamos vendiendo droga».

—¡Mirá toda la droga que vendo! [señalando al piso, a las montañas de residuo clasificado].

Facundo Verdún es periodista en la diaria y escribe historias en las que el pasado reciente se cruza con el deporte, la memoria y la política.