G, mi novio de juventud, murió.
Una aorta se le rasgó por la mañana. Por la noche ya no hubo nada que hacer. Andaba por la mitad de los 50 años.
Me lo cuenta por teléfono H, nuestro amigo en común, desde el fondo de su auto, allá en Rosario. Puedo imaginar las luces nocturnas de la ciudad. De un anaranjado sucio, rebotan contra el asfalto, se diluyen en el pavimento como gotas de aceite suspendidas entre la humedad de marzo. Es domingo.
—¿Estaba solo? —pregunto.
—No, con su novia.
Algo tan terrible me da calma: la peor pesadilla de G era morir solo. Para él, la soledad era un precipicio. Nadie pudo salvarlo pero alguien lo sostuvo en medio de la caída.
Había pasado unos meses en la cárcel poco tiempo antes. La gente de clase media no va a la cárcel a menos que haya cometido un delito del cual ningún abogado pueda salvarla. El delito de G tuvo que ver con asuntos cibernéticos y sé que sería difícil de entender. Pero ya no importa, porque G se murió y solo él sabía toda la tristeza que creció en su corazón hasta horadarlo. Aun los delitos más confusos (o especialmente ese tipo de delitos) tienen matices. Nadie quiso escucharlo: si uno de los nuestros explota, nos da mucho temor pensar que no estamos a salvo, que nosotros, impolutos, también podemos hacer pum. H, que es uno de los mejores periodistas de policiales de Rosario, sí escuchó. Está entrenado para meterse en el laberinto y volver sabiendo que ahí al fondo rara vez hay minotauros. O que los minotauros resultan hombres pavorosamente comunes y frágiles. El problema de lo monstruoso es su cercanía con lo humano, esa delgada línea en la que cualquiera, en ciertas circunstancias, puede perder el equilibro.
G y yo tuvimos una historia que se prolongó entre mis 25 y mis 30. Al comienzo, éramos feroces y nos divertíamos mucho. El final solo fue una versión primitiva del amor que consiste en adrenalina y conflictos constantes, que se vuelve narcótica hasta que te devuelve al mundo convertida en un manojo de furia. Con G, en nuestras últimas épocas, discutíamos de un modo enervante. Después cogíamos y volvíamos a ser increíblemente jóvenes y hermosos. Echamos nuestro vínculo al fuego con la despreocupación de quienes piensan que siempre hay un mañana. Nada distinto de muchas historias de amor que conozco, tan adheridas a lo naturalizado que hay que hacer un trabajo largo y paciente por años para reconocerlas en su pavura, volviendo a la tierra que les dio origen, exhumándolas como raíces frágiles.
No supe más nada de él. Me mudé a Buenos Aires. El silencio hizo el resto. Ahora, su muerte es el comienzo del laberinto al que hay que adentrarse para buscar al minotauro. La vida ocurre en esa búsqueda, entre Eros y Tánatos como las dos orillas difusas de un mismo mundo. Tenemos que hablar de estas cosas, del paréntesis y los bordes. Del precipicio.
—Las personas que no tienen hijos se vuelven viejas —observás.
Estamos en la ruta, en tu auto, yendo al velorio de G. Recién discutiste por celular con tu ex sobre los dos hijos que tienen en común: los devolviste a la casa de ella con un par de cuadernos menos que necesitaban en la escuela, algún asunto así. Ese tedio donde las parejas que se separan empiezan a referirse a su prole como “mis” hijos olvidando que el otro o la otra también son parte indisociable de la ecuación. Hablamos de mi amigo P, que cuidará a mi gato dorado por unas horas. P observó que este era un viaje relámpago y que los gatos se llevan bien con la soledad si es por un rato. Terminé admitiendo que necesitaba que cuidase mi gato más por mí que por el animal. A vos esta discusión te causa una gracia amarga.
—La gente que no tiene hijos, como ustedes, se vuelve quisquillosa con pavadas. Cuando tenés un hijo, sencillamente el mundo se te da vuelta —decís.
Respondo que el mundo se puede dar vueltas por muchas razones y que un hijo es una gran razón pero no la única.
—Un hijo no se compara con nada —insistís.
Me miro las manos, las uñas esmaltadas para una de esas manicuras que son más bien orfebres por lo meticulosas. Ahora el sol cae sobre un brillo que me da culpa; evidencia que puedo lucir zapatos de cristal en el baile, en vez de estar haciendo cosas importantes como criar un hijo. Aunque un velorio tiene su importancia. Todos debemos pasar por alguno de esos dos trances, sino los dos, en algún momento. Es conveniente lucir bien en ambos casos.
Hace pocos meses tuve un atraso importante. Hice el ritual del test de embarazo, como la mayoría de las chicas a lo largo de nuestra vida reproductiva. Fue un ritual de despedida porque estoy en finales de los 40 y ya entré en la perimenopausia. Menos mal. Mi amante de ese momento resultó mucho menos interesante de lo que me había parecido. Hablaba demasiado de la niña muerta que debió parir su ex. Mencionó la historia una vez y, como yo lo escuché sin decir nada, ya no pudo parar: el secreto le resultaba agobiante. “Lo que no se dice, detiene el tiempo”, me dijo cuando se fue.
¿Habría envejecido yo demasiado en todo esos meses que nos veíamos con mi amante de vez en cuando? ¿Me había vuelto vieja por la pena de una historia que no era mía, por la evidencia de que un hombre que tenía sexo conmigo había sido capaz de sentir tanto amor por una mujer hasta que ella lo echara de su vida? Alguno de ellos dos tenía que huir de esa escena porque era el único modo de seguir vivos. Él también debía huir de mí. Mis amantes me han relatado situaciones semejantes: la intimidad de las parejas puede ser lacerante. Solo ahora puedo admitir que no quiero saber ciertas cosas. Durante mucho tiempo sentí que mi lugar era el de cargar con los niños no nacidos, con los sueños malogrados de los hombres que dormían a mi lado.
Me hago estudios porque mis menstruaciones comienzan a ser irregulares y profundamente dolorosas. Los estudios muestran unas formaciones diminutas pero virtualmente tumorosas en el útero. Así que es necesaria una operación. Haré las nuevas radiografías, los nuevos análisis. Pasarán los meses y la operación se irá aplazando. En la obra social me explicarán que el quirófano se usa, antes que nada, para las mujeres que padecen algún tipo de cáncer mucho más complejo que estas manchitas que, parece, son frecuentes entre nosotras. “Menos las que tienen hijos”, observa el ginecólogo.
Sueño que estoy en una habitación vacía, tirada en una cama, boca arriba. Tengo los brazos y las piernas separados, como una estrella de mar, con la cabeza a cien. Puedo ver todo lo que ocurre de la puerta hacia afuera. Ahí hay mucha gente movilizada. No sé si están tristes o alegres. Gritan pero no puedo escucharlos (en los sueños las cosas ocurren siempre de otro modo). Tampoco puedo moverme. Afuera todo es cada vez más oscuro y revuelto, como un mar embravecido. Esa gente grita pero yo no puedo gritar. Las palabras se acumulan como si tuviera barro en la boca.
“Niño muerto, niño muerto”, aúllo. Y me despierto.
La escritura sirve para volver hacia atrás y cambiar los hechos, las percepciones, alterar todo tanto que finalmente nada quede, solo poesía. Ahora me doy cuenta por qué me aterró durante tanto tiempo este mecanismo. Soy periodista. Siempre pensé que debía ser fiel a los hechos: nos enseñan que el recuerdo es un acto transparente, susceptible de ser capturado y relatado. No, el recuerdo es el rastro de aquello que no se puede decir. Quizás, incluso, de lo que no ocurrió. Se dirá lo residual. Eso también.
En el velorio hay mucha gente que hace más de una década que no veo. Nadie me espera allí y eso es lo bueno: como no me esperan, no me reconocen.
En un costado, cerca de la entrada, está la exnovia de G. Sé que estaban durmiendo cuando la policía tocó la puerta de la casa y ocurrió el allanamiento. Por entonces, ya no estaban juntos estrictamente pero parece que en el amor y sus derivas nada es estricto. La muerte revela secretos a destiempo, cuando dejan de ser importantes.
Está hermosa, vestida de negro, maquillada con esmero, rodeada de amigas. Parece lista para irse a una fiesta noise donde la gente está colocada y feliz mientras baila y baila y baila en una fábrica abandonada.
La nueva novia de G, que estaba con él cuando murió, se refugia en una zona más alejada. Como el vínculo estaba en sus primeras etapas, supongo que no hubo tiempo para presentaciones sociales. Pero la busco antes que a nadie: yo vine acá pensando en ella. Tiene jeans, remera blanca y una sonrisa vaga, como si estuviera asistiendo a un espectáculo ajeno. Lleva puesto un pañuelo sobre la cabeza, que rápidamente se resbala y deja ver su cabello claro y ondulado. El pañuelo es de un azul petróleo, oscuro y elegante. Caído un poco sobre sus hombros, la cubre y la hace parecer una virgen. Tiene un bolso diminuto sobre las rodillas. Al acercarme (H sugirió que lo haga), me abraza con una tibieza desconcertante. Cuenta que G le habló de mí.
Antes de que el cortejo fúnebre se ponga en marcha, ella saca de la cartera un carozo de durazno. “Cuando él salió de la cárcel, sembró un duraznero. Estaba orgulloso del duraznero pequeño que creció en su patio. Llegó a dar duraznos. Este es el carozo de uno. Me lo regaló para que yo lo plante”, susurra. Miramos el carozo duro, cubierto de estrías oscuras, diminuto y compacto. Quizás esta chica no ha hecho otra cosa en todo el día que acunar ese carozo oculto en su cartera, esa íntima promesa de continuidad.
Leo a bell hooks: el amor es trascender el miedo. Leo a Simone Weil: el otro es sagrado. No una parte ya que podría sacarle los ojos y seguir siendo sagrado. El otro es una totalidad. En especial, cuando la muerte hace su trabajo.
Vuelvo a casa pensando que tengo algo para decir sobre esto. Quisiera sacarte los ojos, quisiera tenerte, quisiera que me cojas como cuando éramos jóvenes. Hay un viento que sopla desde hace muchas horas y estoy un poco enloquecida. Me masturbo como una adolescente, hundo mi nariz en la almohada, te huelo porque olvidé todo de vos menos el olor a salitre de tu piel. Y en todos estos gestos no hay nada muy distinto que buscarte en bell hooks, en Simone Weil, en todas las cosas que te leería antes de irme cuando descubra que sos cierto, que sos humano y que, en el fondo, a mí lo que es cierto me aburre bastante. Prefiero cincelar el mito. Deberé arrancarme los ojos de raíz.
La novia de G, la del pañuelo azul petróleo, manda unos mensajes de saludo de fin de año. Entre los mensajes hay un video del duraznero que germinó del carozo aquel que ella guardó en su cartera. Es una ramita de un verde intenso, con las hojas oscuras mirando el cielo. En la ramita asoman unas flores blancas con bordes rosados, trémulas. Sopla el viento de costado.
Muchas mujeres dicen que la maternidad, ese comienzo del amor, es agotadora. Las he visto cargar a sus hijos con resignación, mirarlos con espanto frente a algún berrinche, odiarlos en secreto por su inocente perfidia. Pero no siempre dicen esto con todas las letras. Quizás, la tarea de quienes no maternamos en términos biológicos es ser incómodas y exhumar esa basura y mostrarla como los niños muestran un terrón con lombrices ciegas espantadas por la luz repentina. El amor no resuelve todo, no cubre todo, no justifica todo, en ningún vínculo. Estamos viendo cómo zafar de novios o maridos que vuelven a nosotras o a quienes volvemos, igual que esas aves que se estrellan contra los vidrios de los edificios espejados. Sin embargo, al momento de la maternidad, las mujeres no hacen grandes objeciones. Es que no hay vuelta atrás.
Hay mujeres que no estamos disponibles todo el tiempo para nadie. El amor también es eso.
Poner palabras es meter el dedo en la llaga. Porque donde unas exhiben un ser, otras exhibimos un vacío.
Aquí hay un vacío.
No quiero llenarlo.
Una mujer no necesita el aval de la maternidad. Tampoco un amor romántico nos completa: igualmente estaremos rotas. Todas las personas cargamos con vacíos y puntos ciegos a los que no es posible acercarse. La escritura, el arte en general, nos sirve para atisbar esas heridas vitales y necesarias que, paradójicamente, reconocemos por otros y gracias a la cercanía con los otros.
Quizás haya llegado la hora de amar como se nos dé la gana. Y averiguar en qué consiste eso.
El amor se vincula a lo perdido: por eso toda pérdida lo verifica. Esto dice Pascal Quignard. De ser así, la muerte podría ser pensada como la única completitud posible ya que es la pérdida absoluta. Pero cuando llegamos ahí, sospecho, ya eso tampoco es importante. Los hijos se han ido. Y el minotauro se ha ido. O tiene nuestros ojos en el cuenco de sus manos.
Me enamoro por un rato de un hombre rotundo. Monumental. Literalmente. Es mi modo de sacarme estos días oscuros de encima. No tiene problemas en hablar de su corporalidad gorda, en contarme cómo consigue remeras de Twin Peaks traídas de Estados Unidos, donde la gente es más grande que acá. Sus movimientos son gráciles. Tiene conciencia del espacio que ocupa, a diferencia de la mayoría de los varones, que se mueven como si todo el espacio fuera solo de ellos. Además, se mete entre mis piernas como si fuera una chica: sabe dónde tocar, dónde ejercer fuerza y dónde ser delicadísimo. Todas las mujeres deberíamos amar a una chica en algún momento. Este hombre tiene una sensibilidad profunda, casi femenina. Su cuerpo me contiene. Puedo aferrarme como a una montaña rusa en la que puedo deslizarme porque cuando esté allá arriba, muy sola, él sabrá sostenerme. Su cuerpo es un parque de diversiones, como un Italpark.
Me pregunto qué opinaría G, que era moreno y bellísimo, sobre mi amante nada hegemónico. La versión de él que conocí probablemente se escandalizaría, porque no le gustaba la gente gorda ni la gente extraña ni la gente fea. Pero quizás esa versión de él dejó de existir. Supongo que sí. Cuando salió de la cárcel, me llamó. Durante horas, restañamos las heridas de lo que no pudo ser cuando éramos otros. Me contó que compartía celda con un chico que lo bautizó como “El Viejito”. Todos los varones ahí eran jóvenes y pobres y resignados y molidos a golpes. G les debe haber parecido toda una rareza. Cuando se fue, su compañero de celda le regaló un autito de madera que había tallado para él. El autito debe haber sido del tamaño del carozo de durazno.
La novia de G, la del pañuelo azul petróleo, me manda unos mensajes de saludo de fin de año. Entre los mensajes hay un video del duraznero que germinó del carozo aquel que ella guardó en su cartera. Es una ramita de un verde intenso, con las hojas oscuras mirando el cielo. En la ramita asoman unas flores blancas con bordes rosados, trémulas. Sopla el viento de costado.
Ivana Romero es periodista, poeta y docente universitaria. Actualmente trabaja en el suplemento Radar, del diario Página 12. Su último libro publicado es la traducción Sobre la escritura a partir de ensayos de la poeta May Sarton.