Un grupo de feligreses de la religión Tinder & Co acepta desnudarse frente al grabador. ¿Qué los vuelca pese a sí mismos y todas las alarmas, incluso sabiéndose derrotados, a las huestes de los usuarios de apps de citas? ¿Es más fuerte el placer efímero que la expectativa trunca? ¿Por qué a pesar de los múltiples traspiés en la batalla por el emparejamiento no bajan los brazos?
Para Pablito S, la cúspide de su serie de citas —semanales durante varios años— llegó hace poco con el encuentro ante Augusto, a quien conoció en la aplicación OK Cupid. Cómo no impacientarse si incluso eran los dos de Virgo, compartían mañas, tomaban como naturales los mismos rituales tipo TOC... En la primera y única cita con Augusto en el Jardín Botánico de Buenos Aires hubo un error de percepción, otro más para la lista de malentendidos. Cuando lo sometió a un interrogatorio feroz, creyó que lo seducía demostrándole extremo interés, pero en verdad lo espantaba. Lo entretuvo durante dos horas a fuerza de una verborragia hilada por asociación libre ofrendándole el espectáculo de sí mismo y el otro escapó tras rechazarle un intento de beso bajo la pérgola que utilizan las parejas de enamorados. Pablito se fustigó durante días por eso que habría dicho de más (y que no sabe qué es) o por su mero estar en el mundo que no atrajo físicamente al candidato que reunía su perfecto physique du rôle.
Dos noches después, Pablito —uno de los mejores de su generación en literatura inglesa y docencia de español a extranjeros—, sentado en un inodoro, le escribió a su Tinder boy: “Decime por qué no te gusté”. Augusto le respondió que no sintió atracción física.
Hacerse cita es para Pablito acudir con la inseguridad a flor de piel, sudando, con los poros abiertos a la mirada fisgona que se detiene en sus puntos negros de la nariz. Va a la cita en una plaza o una esquina cualquiera como a rendir examen. El otro es un juez que evalúa si lo que tiene ante sí amerita unos minutos más o se pasa al siguiente “crush” (“coincidencia”, “llama gemela”, “media naranja”, depende de la época y el hábitat), y siempre la decisión es del otro. Él: sujeto pasivo, y no precisamente en la cama.
“Busco novio”, contesta Ludmila W (todos piden reserva de apellido y cambio de nombre de pila ante un consumo vergonzante) cuando le lanzan la típica “¿Qué buscás?”. O a veces el cursi pero no menos efectivo: “Yo no busco, encuentro”. Y entonces la angustia, la cruel incertidumbre de cómo lo habrá recibido su posible galán por fin termina; el cuerpo vuelve a la calma; el TOC de la autoextracción de pelitos de las cejas se aplaca y lo que podríamos llamar “una normalidad” vuelve a su vida, porque aquel galán dejó de escribirle, lo asumió, y ya está apta para una nueva aventura. Como le dijo su analista: “Vos preferís el rechazo a la incertidumbre de no saber si te va a llamar”. Desde entonces le da vueltas a la idea sin dejar de repetirla en la práctica.
Todo afuera
Amigos de amigos, usuarios de redes del amor. Durante algunas semanas nos fuimos encontrando para charlar sobre las apps de citas. El tema es el “malentendido”. La idea es pensarnos en relación con nuestra autopercepción y la relación con otro imaginario y pocas o nulas veces real —aun corpóreo—. Empieza Marikena H, de origen japonés y crianza en Argentina: “Con mi marido estamos felices de que Didier haya entendido algo muy profundo de cómo funciona el corazón: restituir el romanticismo en una época a la que parecía que no le correspondía” (habla de Didier Rappaport, el creador de la app Happn, la competencia directa y más sofisticada de Tinder).
Happn vio en la pareja de Marikena y José, hoy su marido, padres de un niño judeojaponés, una oportunidad para dar un golpe de marketing, y hoy ellos son “embajadores” de la marca en Buenos Aires, simplemente dejándose fotografiar en sus salidas sabatinas y consumos junto al niño en glamorosos pasajes que todavía sobreviven en Buenos Aires. El video de Marikena y José recorriendo las callecitas de Villa Crespo con el carrito del bebé y un ramito de alelíes extremó la captación de usuarios en la red. Aparecieron otros testimonios, que muchas veces invaden la consulta del particular en su cuenta de Instagram o Facebook, con sus microhistorias de amor, aunque sin llegar a la experiencia extrema de las “llamas gemelas”, una teoría del new age que ahora está en auge en las redes y que ya tiene (por haberse convertido en una especie de secta) dos documentales estrenados en Netflix y Amazon.
Los spots de Happn venden publicidad del emparejamiento tras situar la mirada en la multitud y distinguir al que le estaba predestinado en un abrir y un cerrar de ojos, para ya no poder recuperar ese fugaz pero definitorio estertor de amor puro. Happn logra lo imposible: la app capta a tu futuro consorte apenas lo cruzás, es tu mejor asistente, tu guardián que te permite ir relajado o charlando con un amigo mientras saca los dientes o se emociona ante un culo o un alma, en tu lugar, para que él/ella y no vos tengan a cargo el trabajo sucio.
Esas “llamas gemelas” que se volvieron populares a partir de un caso policial en Estados Unidos son la puesta en acto que lleva al extremo, entre la parodia y la catástrofe, el fenómeno de las apps de citas: fogonear la posibilidad de descentrarse, operar sin medir consecuencias, confundir una y otra, en macro o microdosis: están regidas por una misma irresponsabilidad.
Las llamas gemelas promovían, a través de sus gurúes Jeff y Shaleia, casos de éxito que devenían en coaches para no dejar de intentar con esa “llama gemela” predestinada aun pese al rechazo o hasta una orden de restricción. En diferente escala, y fuera o dentro de la ley, las llamas comparten con los usuarios de las apps de citas (Tinder, Happn, OK Cupid, Grindr, etcétera) el signo de un tiempo relacionalmente precario que pone la vara en el exterior del individuo y lo convoca a completarse con modelos de éxito ajenos (éxito en el modo de ser y el parecer, en el mostrarse y el relacionarse) que se rellenan sobre un puñado de fotos y lemas abstractos.
Ansioso tipeo
En realidad, todo tiene que ver —como todo hoy— con la ansiedad, tal como la describe y la define Scott Stoessel —editor en jefe de The Atlantic— en su libro Miedo, esperanza y la búsqueda de la paz interior. Allí dice que nadie como los estadounidenses, desde bien temprano el siglo XIX, padecen y exportan a través de productos culturales —hoy apps relacionales— la llamada —por Stoessel— “neurastenia”, nuestra bien psicoanalizada “neurosis”, que hoy desanda décadas de avances en los divanes, en medio de la epidemialización de la obsesión amorosa, la afirmación de soledades crónicas y la sujeción del ser a mandatos frustrantes, padecidos a través del descarte continuo de la propia persona en el scrolleo que lleva el índice hacia la izquierda y bloquea un romance posible.
Ah, la noción idealizada del amor, eso que nos sacará del fantasma y nos arrojará al parquizado verde de la plena conciencia de bienestar, a no ser porque las mismas apps trabajan sobre la renovación de una insatisfacción originaria que crece ante cada nueva interacción ilusoria.
Gabriel Ch —psicólogo y consultor— ha tenido acceso al “manual de estilo”, las estrategias de discurso pergeñadas por el millonario israelí Joel Simkhai, para el lanzamiento de Grindr, la app del sexo casual, fugaz. Gabriel se siente cómplice y partícipe de “haberles cagado la vida a dos generaciones gays sexualmente descontroladas”, pero —ya terminado su vínculo laboral— no se calla.
“Preguntale a un chico bonito que da la vuelta al Botánico por qué razón va solo: Grindr exterminó los vínculos afectivos de la comunidad gay global, mercantilizando los cuerpos y las personalidades en un catálogo de opciones que parece infinito y al que se puede ir aumentando de tamaño en función de pagos extra y hasta una extensión del radar de la app a otros continentes. Somos demasiados [comunidad gay, se refiere, si bien hoy Grindr dispone de vertientes para heterosexuales] en muchos cuadraditos, soñando ‘al novio’, sí, también acá. Eso lo entendió bien Joel: si ves las fotos explícitas y los lemas porno que nos mandamos es una cosa y pensás que estamos buscando solo sexo. No, queremos el novio. Lo vi en estadísticas. Es una extraña búsqueda del objeto siguiendo un método equivocado, sabiendo incluso que ese método no nos ha dado resultado durante años. La red nos genera una continua decepción que resulta a su vez satisfactoria por la promesa de un nuevo ciclo de chateo y posibilidad de encuentro presencial, una cita más o menos a ciegas, con extensión variable (ahí entra el estilo de cada uno). Pueden pasar así ocho o diez años, he visto a usuarios compulsivos envejeciendo aislados de amistades y parejas que pudieron ser plausibles; yo mismo vivo eso, soy frenesí dactilar, y seguimos solos”.
La novedad es que Tinder, en una reciente campaña publicitaria, alienta al uso frenético y si se cumple el mandato —se ha vuelto vicio como el Candy Crush— se ganan puntos extra para un matcheo furibundo y acceso a perfiles aún más bonitos, aún más atléticos, aún más promisorios, y entonces el espíritu se exalta, la personalidad se sobreexcita con el exceso dopamínico y el encuentro fracasa. Pero el usuario “alternativo” de Tinder elaboró un “mensaje fijo creativo” que siente que, esta vez sí, lo va a colocar en el territorio de esas duplas fogosas y románticas que recorren el Instagram de punta a punta besándose o yendo de a dos por el mundo.
Al vacío y al dolor de la soledad no elegida se lo neutraliza viendo Netflix todo el domingo en pijama. El escritor chileno Alberto Fuget, en su novela Sudor —sobre Grindr—, describió con maestría ese después a la promesa frustrada de un deseo decepcionado: “A la tarde, a pesar de todos esos faunos y ese frenesí, me acuerdo de que con el fresco se me aparecía el noonday demon, el demonio de la depresión. Algo así como la melancolía de la tarde llegando cuando empieza a caer la noche austral [...]. El encanto de no poder atraparlo. Lo veía por todas partes”.
“La melancolía de la tarde” (dijo Fuguet). Justamente, la hora pico de las apps sexoafectivas, cuando los chats se llenan de preguntas incómodas a flechazos de la semana anterior que todavía hoy guardan silencio: “¿Por qué no te gusté?”; “¿Algo hice mal?”, se lanzan al abismo los ansiosos que, además, no quieren seguir gastando su tiempo en un crush que, pese a haber germinado, no prospera.
Entonces, cuando todo parecía perdido, Pato P le escribió una noche de domingo, desvelado, y solo recibió como respuesta el cortés pero sádico: “No sos mi tipo”. Luego quiso saber todo sobre ese otro (presente o pasado) que sí es su tipo, pero se reprimió antes de pedirle fotos de otros candidatos que hubieran recibido un sí suyo. Esa misma toxicidad que lleva a algunos usuarios críticos —como el novelista chileno Juan Pablo Sutherland, que lo narró en Grindermanías— a describir su vínculo con la app a través del relato de la misma índole que el que sostenía con sustancias como la cocaína o la ketamina: “Grindr no habla; lo dice de otra manera, generando una ola magnética en mis dedos para tocar esa puta pantalla del smartphone, abriendo el mundo a través de ese antifaz amarillo que nos invita a jugar con ellos y nosotros. Grindermanía es una adicción, y no solo mía”.
Naturaleza vs cultura
Después están los redimidos que sin negar la compulsión a buscar se van a las apps civilizadas. Una frontera entre el yo y la cama que osa reponer el misterio que promueven las afinidades electivas, que confía en el pródigo algoritmo hecho de respuestas a preguntas íntimas, sexoafectivas, incluyendo portación o no de infecciones de transmisión sexual.
En OK Cupid, con su afán por lo intelectual, con ese filtro que distingue a seres más bien pensantes, la decepción es de otra índole, pero igualmente fructífera en términos de fidelidad a la marca: la falta de un “fueguito” que hable de una coincidencia.
Citas que parecen entrevistas laborales en medio de la birra o el cafecito, sumo interés en el capital patrimonial y en si hay auto involucrado disipan la decisión de movilizarse a conocer al otro, laceran el índice de concreción de citas a niveles récord en Mondo App, e igualmente se sostiene como sueño inalcanzable y reposición contemporánea de príncipe azul o chica ideal.
El agotamiento de la virtualidad llevó a la creación de otros espacios para “solos y solas”, como se decía antes. La empresa Time Left crea “la magia de los encuentros fortuitos” con cenas organizadas para conocer gente. En Argentina la cosa todavía está verde: se reduce a un segmento exclusivo y es como un salto al vacío demasiado caro para el que todavía hay que ser o bien turista o “estar muy al pedo” —según lo que sintió Jéssica W, respecto de una cena que recuerda como divertida pero evitable, con otras cuatro como ella clamando por un joven abogado—.
No llega la media naranja, ni la llama gemela, ni la vida juntos, mientras que las aplicaciones siguen indemnes, sólidas con sus reputadas —o remilhijasdeputa— acciones sobre el ser, haciendo de la época y del mundo un peor lugar para vivir, una ávida y para nada serena soledad inquebrantable.
Julián Gorodischer (Buenos Aires, 1973) es doctor en Ciencias Sociales, cronista y docente. Publicó los libros Golpeando las puertas de la TV (2004), La ruta del beso (2007), Orden de compra (Marea, 2010), La ciudad y el deseo (2011), Camino a Auschwitz y otras historias de resistencia (2015), Claudia Vuelve (2021) y Poderosas mayúsculas (2024).