Clara Ramos Riveiro nos va a buscar a una rotonda y nos indica cómo llegar a su casa, a media cuadra. El sombrero blanco que la protege del sol es, a la distancia, lo primero que aparece. Una aureola blanca en el resplandor de la tarde. Habla bajito y rápido. Hay pizza casera sobre la mesa, Nix sabor cola servida en copas y silencio en esta tarde calurosa de verano en el Real de San Carlos, a las afueras de Colonia. Su esposo, Néstor Daniel Indaburu, se sienta también al fresco de la malla sombra. La timidez de Clara desaparece cuando va para dentro de su casa, porque enseguida su voz se agudiza mientras canta “Apuesta por el amor”, de Lola Flores: “Tendré que renacer cada mañana / vestirme de colores / con ilusiones nuevas...”. Se pregunta si venimos a escuchar la historia de la operación y si la conocimos por la película. Clara fue la primera mujer trans en realizarse una cirugía de afirmación de género en el Hospital Maciel, en 2016. En años posteriores, la directora y fotógrafa uruguaya Eliana Gonnet filmó el mediometraje Como el agua, Clara, estrenado en 2020. Pero lo cierto es que vinimos por la historia entera.
Clara nació y creció en el Cerro de Montevideo, cuando en Maracaná sólo había alrededor de 30 personas, el 19 de noviembre de 1965. Escorpiana. Hace un esfuerzo por recordar algo de su niñez pero niega con la cabeza: “La niñez mía no fue muy niñez que digamos, tuve más contacto con personas que trabajaban en la noche que realmente con mi familia. Y después, en ese tiempo, ser gay, pensar diferente no era muy bien visto, la gente tenía recelo de todo”.
Jugar, ser una niña como cualquier otra no pasó. Y algunas cosas es mejor ni traerlas a la conversación, dice ella. Un día, a sus 13 años, después de aguantar mucho y grave, le dijo a su padre que estaba cansada.
—Y decirle a un padre como el mío “estoy cansada”, cuando era “cansado”, fue un bombazo. Recibí maltratos de él y mis hermanos y me fui media herida de mi casa —dice Clara.
—¿Y ahí qué pasó?
—Ahí empezó mi vida.
Clara Ramos en su casa del barrio Real de San Carlos, en Colonia del Sacramento.
Se fue y se encontró con la noche. Rubia, de ojos claros, flaca. “Así era yo”, dice recordando un cuerpo que ya quedó atrás. La primera noche fuera de su casa durmió en una playa del Cerro y allí se quedó por un tiempo. En esa playa conoció a unas travestis. “Y yo no lo era todavía, yo era un muchacho que quería ser muchacha en base a lo que fuera”, apunta Clara. Ellas la acogieron aunque era nueva no sólo como trabajadora sexual, sino como mujer trans. Todavía no sabía arreglarse, caminar en tacos, maquillarse. Vieron en ella, jovencísima, una posibilidad de dinero y de nuevos clientes. En La Teja conoció a las cafetinas, personas que oficiaban de intermediarias entre las trabajadoras sexuales y los clientes a cambio de comida y hospedaje, otra forma de nombrar el proxenetismo.
—En ese momento... mi juventud era dinero. Después de un tiempo no, pero en ese momento... las cafetinas me llevaron para la casa. Y entendí la historia de la noche. En la comunidad trans no eran todas amigas, si te podían llevar con ellas para aumentar la plaza... aunque también fue la familia que me acogió. Y no era fácil. Fuimos todas muy perseguidas. Y yo lo que tenía es que siempre andaba arreglada, taco alto, pelo largo.
De más grande quiso reubicarse. Trabajó en muchos lugares. Pero lo que le daba plata más fácil, dice Clara, era la noche. Dejó el trabajo sexual a los 48, hace ya varios años que trabaja en la Intendencia de Colonia, aunque ahora está de licencia médica.
Deseo realizado
En 2016 se hizo el primer Censo Trans en Uruguay. Las personas censadas fueron 853, según los resultados compartidos por el Ministerio de Desarrollo Social. Ese año Clara obtuvo su cédula con el nombre que refleja su verdadera identidad. Todavía faltaban dos años para la aprobación de la ley 19.684, la Ley Integral para Personas Trans, que busca garantizar y promover los derechos de esa población en áreas como la salud, la educación y el trabajo por medio de la creación de cuotas laborales en los sectores público y privado. En ella se establece el derecho a la rectificación del nombre y el sexo asignados en los documentos oficiales sin necesidad de procedimientos judiciales —de hecho, en la actualidad sólo hace falta enviar un formulario por correo para hacerlo—.
El artículo 1 de la ley 19.684 legisla que “toda persona tiene derecho al libre desarrollo de su personalidad conforme a su propia identidad de género, con independencia de su sexo biológico, genético, anatómico, morfológico, hormonal, de asignación u otro”. La primera vez que Clara se acercó a un centro de salud para pedir una operación de reafirmación de género fue en el año 1981. Había mujeres trans operadas ya, “algunas mal operadas”, dice, pero que habían tenido que viajar para hacerse las intervenciones. “Yo hacía plata pero no hacía tanta como para pagar una de esas operaciones”. Así que esperó, esperó y esperó. Ya no se trataba sólo de una modificación física que necesitaba para trabajar, sino de algo que necesitaba para vivir. Por eso cuando, en 2016, le otorgaron su nuevo documento de identidad, sintió el primer alivio.
Clara Ramos y Néstor Daniel Indaburu en su casa.
—Eso fue creo que un lunes y el miércoles ya estaba plantada en el Hospital de Clínicas preguntando por la operación; fue algo que parecía que estaba esperándome. Fui al piso 9. Le dije al doctor Raúl Cepellini: “Mire, soy trans, vine en el año 1981 a averiguar por la operación y no pudieron hacerme nada”. Me dijo que se estaba trasladando todo hacia el Hospital Maciel. Y yo sentí que sacaba la grande, el 5 de Oro, que revivía mi vida...
Había riesgos y ella sería la primera en someterse al procedimiento que consiste en la creación de una neovagina a partir de la piel del pene. Pero dijo que sí desde el primer momento. Narra que fue enseguida al Maciel a seguir averiguando. Ya se había hecho todos los estudios. Ninguna enfermedad. Estaba sana. “Me dijeron que podía no salir viva de la operación, me mostraron cómo se hacía en un video, me hablaron de las posibles secuelas, pero yo estaba convencida”. El 26 de agosto de 2016 la operaron. No tuvo miedo ni sintió arrepentimiento nunca. Todo lo contrario, alegría y alivio. “Salí y le pregunté al médico: ‘¿Ya puedo usar tanga?’”. Clara ríe. El médico le dijo que podía, que incluso podría ir a la playa en bikini.
—La primera vez que salí... yo tenía los tacos allí, sonantes y brillantes. Unos tacos rojos, altísimos. Una compañera, que se llamaba Madonna, trans también, me había traído ropa. Había una comparsa afuera del hospital, y siempre mi vida fueron las comparsas, así que, como no aguantaba más, me até la sonda, me puse los tacos y salí. Te juro que no sentí dolor ni nada, aunque estaba con muchos calmantes. El doctor Álvaro Villar me vio y me pasó un reto, pero yo seguí.
La resistencia de un cuerpo
Una de las primeras cosas que Clara dice al encontrarnos es que está enferma. Enseguida agrega: “Pero no tengo VIH. Es otra cosa lo que me pasa”. En su juventud, Clara nunca aprendió a usar algodón para aparentar busto, así que a sus 17 años, con algo de dinero ahorrado, lo que más quería era operarse y ponerse pechos. “Había que ponérselos sí o sí”, cuenta Clara, “yo tomaba muchas hormonas, desde los 14”, pero eso no era suficiente.
Lo que el boca a boca decía que era una clínica en realidad era una pieza en alguna de las calles paralelas a 18 de Julio, en la zona de la Intendencia de Montevideo. Clara se acuerda del nombre de la mujer que le inyectó silicona industrial por primera vez: Michelle. Había que pagar en dólares, pero era un dinero que con sus clientes podía hacer en muy poco tiempo. Tetas y cola eran el objetivo final. “Aguantaba cada peso. En La Teja hay una playa en la que parábamos todas y yo agarraba una botellita y ahí iba guardando plata”. Se ríe mientras se acuerda. Estaba decidida, la escorpiana, a tener un cuerpo como el que pocas podían permitirse en ese momento.
—Me acuerdo de que me llevaron, me pusieron anestesia local y simularon un sutién con elástico. Y ahí me empezaron a inyectar. Algunas se desmayaron y yo nada. Cuando empecé a ver que iban apareciendo los pechos... —Clara hace una mueca, una sonrisa inmensa—. Yo era joven y qué me importaba. Hice todo lo que me dijeron. Catorce días de reposo. Esto mismo lo repetí en San Pablo, mientras estaba trabajando, después de nuevo acá en Montevideo.
Fotos de cuando Clara y Néstor se casaron, en su casa.
Pero la rapidez de esas intervenciones tuvo, a la larga, sus consecuencias, que se sumaron a un grave accidente que Clara sufrió en 1992, luego de una pelea con un hombre que en ese entonces era su pareja. Discutieron en una parada de ómnibus a la que ella había llegado para trabajar y él la empujó a la calle. “Él era militar, yo estaba de tacos. Me agarró de los pelos y me tiró a la calle. Trastabillé y me pisó un camión de frente, que me arrastró una cuadra, y después el ómnibus que venía por la otra vía”. Al pensar en el accidente, la voz de Clara se enlentece. “No me mató porque, como siempre digo, tengo santos aparte de todos los santos. Estuve como tres años con las costillas quebradas, las piernas lastimadas”. Sus silencios los completa su propio cuerpo: muestra cicatrices, marcas y durezas.
—Ahí las siliconas se me migraron. Y se me quedaron acá —Clara se levanta la blusa y señala la panza—. Y no me la quería sacar. Se infectó. En 2002 fui al Hospital Pasteur y ahí me hicieron un raspaje, me sacaron todas las mamas, todo. Pero siguió migrando a la barriga y me dijo el doctor: “A usted hay que sacarle esto ahora porque esto se hace siliconoma y empieza a migrar, esta silicona es como ácido”. El tema es que yo era joven y no tenía reparo en nada... Ahí empezó a acumularse y a esparcirse. Y empezó el dolor.
Clara levanta un vaso de agua y lo coloca frente a su cara. Hace una demostración y dice que la silicona industrial que le inyectaron hace tantos años es así, o sea, incolora, y no se ve en una pantalla médica. Después de más de 18 ecografías sin que encontraran el origen del dolor, un doctor le propuso hacer un examen más invasivo. Y ahí tuvieron la respuesta. La silicona había empezado a afectar tejidos. “No tiene solución”, le explica Clara a Lento, “la única solución es esperar”. La posibilidad de realizarse una intervención quirúrgica es lejana porque no sería una sino muchas operaciones y, como los médicos le dijeron, “no hay cuerpo que las resista”. El cansancio y el dolor son síntomas menores a esta altura. Cuando siente que el peso se mueve hacia el pecho, no puede respirar. A veces se cae, se desmaya, se queda blanca y fría. Pierde momentáneamente la fuerza de los brazos, las piernas, la espalda. Y además está la medicación, que cada vez es más voluminosa. “Tocá acá”, me dice y se levanta la blusa floreada. Suave, apoyo los dedos sobre la piel del torso. “Está duro, ¿viste? Así es en todos lados”.
Clara cuenta esta historia porque le quiere advertir a la población trans más joven lo que a ella nadie le avisó. Ella tiene 59 años y es una sobreviviente en una población que en América Latina tiene un promedio de vida de 35 años.
Hay consecuencias en lo que parece belleza y transformación inmediata: “En mi tiempo llegué a la silicona porque la noche te lo pide... además yo era ignorante de todo lo que me iba a pasar. A mí nadie me explicó nada. Agarraron los dólares y arreglátela. Lo que quiero dejarles a las jóvenes trans es que no se pongan silicona industrial, que hay médicos, psicólogos que te ayudan a tener el cuerpo deseado sin necesidad de esto”, dice, y con un gesto se señala todo el cuerpo.
Clara Ramos en su casa del barrio Real de San Carlos, en Colonia del Sacramento.
Con ilusiones nuevas
De espaldas a ella, una abertura en una pared de hormigón deja ver su santuario. Velas, telas celestes y blancas, ofrendas, pinturas. Hace poco celebraron Iemanjá. “La religión para mí es una familia”. Clara se acuerda de cómo fue bienvenida en un templo umbandista cuando su padre la corrió de su casa. Y se acuerda de la importancia de ese mínimo gesto de cobijo. “Soy sacerdota. En Brasil, en Salvador de Bahía, aprendí mucho, muchísimo. A veces mi marido me pregunta por qué la religión no me cura, pero esto es un cuerpo extraño que yo me puse y el ácido es ácido, no hay cómo pararlo”.
Clara repite varias veces cuáles fueron siempre sus sueños. Ser mujer, la operación, una casa, la vida de casada. Apunta a Néstor, con quien se casó en 2020, y dice: “Él me dio una familia, me presentó a su madre. Yo quería saber qué era eso de tener familia. Su mamá nos dio este terreno... antes vivíamos en Las Malvinas, un asentamiento acá cerca”. Señala el horizonte. “Y mi idea de juventud del príncipe azul era un cuento. Yo realicé lo que más quería, que era hacerme mujer, completa, total... bueno, tal vez no biológica”. Clara ríe de nuevo y se acomoda el pelo detrás de las orejas.
En Colonia empieza a atardecer y a la sombra se pone fresco. Ya hay menos pizza sobre la mesa y las copas de refresco están vacías. Néstor arma una vianda para nuestro viaje de regreso a Montevideo. Alessandro Maradei prepara su equipo de fotografía para retratar a Clara y ella se alegra. Le gusta que le saquen fotos, se nota. Así que al terminar la grabación, ya llegadas al final del relato, Clara se ríe, teatral, y —antes de desaparecer en el interior de la casa para maquillarse y soltarse el pelo rubio, que le llega hasta por debajo de los hombros— dice:
—Y eso fue la vida de Clara, una posibilidad. Es una posibilidad.
Tamara Silva Bernaschina es escritora y estudiante avanzada de la Licenciatura en Letras de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Publicó el libro de cuentos Desastres naturales (2023), que le valió varios reconocimientos, y la novela Temporada de ballenas (2024).