En 1968, unos días antes del festejo de Acción de Gracias, mi madre, Beatrice Kornbluh, abogada laboralista y miembro de la Organización Nacional de Mujeres (NOW), les quitó un poco de tiempo a sus tres hijas y a su práctica profesional para mandarle una carta a Franz Leichter, representante de su distrito ante la Cámara Baja de la Legislatura del estado de Nueva York, que había resultado electo recientemente. “Estimado Franz”, escribió, “le adjunto un proyecto para derogar la ley del aborto”. Antes del inicio de la siguiente sesión, la legisladora Constance Cook —una de los muchos republicanos que alguna vez estuvieron a favor de los derechos reproductivos— presentó un proyecto de ley basado en el borrador de mi madre. Era la primera propuesta legislativa en toda la historia estadounidense que buscaba garantizar un acceso irrestricto al aborto, sin limitaciones referidas a la cantidad de semanas de embarazo y sin que hiciera falta una opinión médica para decidir quién necesitaba o merecía un procedimiento de esas características. Al día de hoy, sólo cuatro estados, además del Distrito de Columbia, han logrado que el aborto sea tan accesible como quería mi madre cuando mi hermana melliza y yo éramos chicas.
Leichter contaba con el apoyo de votantes judíos y no judíos progresistas del Upper West Side de Manhattan, quienes durante el curso de la Segunda Guerra habían aprendido a deplorar toda política que separara los cuerpos en buenos y malos o que dictaminara qué decisiones reproductivas eran aceptables y cuáles inaceptables. Nacido en Viena, Leichter se había refugiado en Estados Unidos tras huir del nazismo; su propia madre, Kathë Leichter, socióloga y feminista, había sido asesinada en uno de los infames centros T4, destinados a la presunta eutanasia de gente con discapacidades. Ya en el país, se sumó a un movimiento nacional que pugnaba por conseguir que el Partido Demócrata les diera mayor relevancia a los derechos civiles, entre ellos los de las mujeres (movimiento que, bajo el liderazgo de Eleanor Roosevelt, resultaba más poderoso en el estado de Nueva York). Desde el instante en que entró en la Legislatura, Leichter fue el principal adalid demócrata del proyecto de mi madre y del enfoque progresista que esa ley encarnaba respecto del derecho al aborto.
Mi madre jamás soñó con participar en política más allá de las fronteras de su propio estado. Había escrito el proyecto de ley para el comité de la filial que NOW tenía en su zona porque era la única del grupo con título de abogada; la idea era valerse de la legislación estatal para solucionar un problema que las leyes de ese mismo estado habían producido. La Legislatura de Nueva York aprobó su primer estatuto referido al aborto en 1828, y al hacerlo tipificó como delito algo que hasta el momento se regulaba sin demasiado rigor según el derecho consuetudinario. En la época de mi madre ya se apreciaba que las consecuencias de aquella innovación del siglo XIX eran terribles y notorias. Según un informe del Departamento de Salud de Nueva York, la mortandad materna en la ciudad se incrementó (de 60 muertes por cada 100.000 niños nacidos vivos en 1954 a 73 en 1962) incluso a pesar de que la tecnología médica progresaba y los partos, en líneas generales, se hacían más seguros. Una cuarta parte de las muertes de mujeres blancas embarazadas y la mitad de las muertes en el caso de las mujeres negras y puertorriqueñas tenían que ver con abortos mal realizados. A pesar de lo irrefutable de esas cifras, reformar la ley del aborto en Nueva York era una tarea espinosa. El solo hecho de cuestionar el tema constituía en sí una transgresión.
A Beatriz le importaban más sus principios que las convenciones. Cuando yo cursaba la escuela secundaria, a mediados de los ochenta, mi madre era célebre entre mis amigas por confrontar a cualquier joven que pusiera música en su equipo de sonido a todo volumen en el subterráneo, ya que nadie más en el vagón había dado su consentimiento para algo así. Más o menos cuando yo tenía 10 años, empezó a repetir muy seguido, con los puños apretados y la cara roja: “¡No entendés, Felicia! ¡Esos [los que hacían abortos clandestinos] son todos carniceros! ¡Carniceros!”. Y era habitual que interrumpiera charlas sobre cuestiones sanitarias con una advertencia contundente: “¡Ni se te ocurra ir a un hospital católico! ¡Ahí sólo les importan los fetos!”, bramaba encendida, “¡nunca las madres!”.
En 1970 la Legislatura de Nueva York aprobó una versión corregida del proyecto que ella había redactado. El gobernador, Nelson Rockefeller, así como la legisladora Cook, una de las republicanas que apoyaban el derecho al aborto, firmaron la ley durante la tarde del 11 de abril para que entrara en vigencia a partir del 1º de julio. Fue la ley de aborto más progresista de todo el país hasta el caso Roe contra Wade. La Legislatura resolvió no aprobar el enfoque irrestricto propuesto por Beatrice (recién la Ley de Salud Reproductiva de 2019 se acercaría a eso), pero permitió que las personas gestantes pudieran decidir por sí mismas hasta la vigésimo cuarta semana de embarazo —o sea, cerca del final del segundo trimestre, período sobre el que luego la Corte Suprema dictaminaría, en el caso Roe, que los estados tienen un poder limitado para regular el aborto—. La ley de Nueva York también cambió el alcance geográfico del aborto, tanto en términos nacionales como internacionales, ya que no se requería residencia alguna. A partir de julio de 1970, cualquiera que pudiera pagarse el pasaje y la intervención (y cuyo embarazo no superara la semana 24) era libre de viajar a Nueva York para solicitar un aborto legal y seguro.
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La ley de Nueva York allanó el camino para Roe, que este mes cumple 50 años.1 En el dictamen mayoritario de la Corte, el juez Harry Blackmun señaló que el enfoque respecto del aborto al interior de la Asociación Médica de Estados Unidos (AMA) había cambiado casi por completo en las décadas del 60 y el 70. Durante el siglo XIX, la profesión médica, en pleno auge, había defendido férreamente, bajo el auspicio de la AMA, todas las leyes estatales que criminalizaban el aborto. Fue recién en 1967 que la Asociación aceptó por primera vez el aborto en casos de violación, incesto o malformaciones fetales. Pocos días antes de que empezara a regir la ley de Nueva York, la AMA reaccionó a toda una andanada de presiones políticas, peticiones y desobediencia civil —incluida la irrupción, en el simposio del grupo de 1969, de la doctora Lonny Myers, fundadora de la Liga de Acción Nacional sobre el Aborto y los Derechos Reproductivos (Naral, por sus siglas en inglés, ahora llamada Naral Pro-Choice America), vestida con una bata blanca y las muñecas atadas con cinta roja— autorizando abortos por una amplia variedad de motivos, siempre y cuando se realizaran en hospitales y contaran con la aprobación de al menos dos médicos. Era un enfoque más restrictivo que el de Nueva York, pero más permisivo que el de los otros 47 estados.
La idea original de los activistas era presionar a la AMA, incluso interrumpiendo sus deliberaciones, para que apoyara el proyecto de ley de mi madre. No tuvieron éxito en ese sentido, pero a la larga el triunfo en Nueva York logró que la Asociación cambiara de idea. En unos documentos que encontré entre los papeles del juez Blackmun, descubrí que el voto crucial de la cúpula de la AMA se logró luego de que la Junta Directiva recomendara que se debía dejar cualquier decisión referida al aborto en manos de los pacientes y sus médicos. La justificación se apoyaba, parcialmente, en la idea de que “varios estados”, en especial Nueva York, donde abundaban los médicos, habían relajado las leyes de un modo que ocasionaba conflictos éticos en aquellos profesionales que querían “practicar un aborto legal sin violar las políticas de la asociación a la que pertenecían”. Para ponerlo en términos más explícitos, un comité sobre el aborto que expuso sus conclusiones durante la reunión de 1970 de la AMA dio cuenta de “los problemas logísticos y de otra índole que se generarán en Nueva York cuando se haga efectiva en ese estado la nueva ley sobre el aborto”.
Hacia finales de la década del 60 y comienzos de la del 70, la voluntad para cambiar las leyes sobre el aborto provenía de activistas locales que actuaban tanto dentro como fuera de los partidos políticos. Detrás de la lucha estatal en pos de una nueva legislación para Nueva York también se dieron esfuerzos en el plano barrial. Más allá de lo que sucedía en mi zona y la de Leichter, el Upper West Side, de extracción mayormente judía, otro de los epicentros de la disputa fue Harlem. La “capital negra” de Estados Unidos era, además, el lugar de residencia del legislador Percy Sutton, que en 1965 presentó en la Legislatura de Nueva York el primer proyecto para atenuar la ley del aborto y publicó, asimismo, una serie de trabajos innovadores en The Amsterdam News en los que terminaba diciendo: “¡Hay que legalizar más abortos!”. El proyecto de Sutton, que despenalizaba la práctica en casos de violación, incesto y riesgos para la salud de la persona embarazada, sirvió de inspiración para los reformistas de otros estados, como por ejemplo Colorado y California, que modificaron sus leyes en 1967.
Aquellos activistas originarios que pusieron el aborto en el radar junto con legisladores como Sutton y Leichter no podían ser más distintos entre sí, en todo sentido. Mi madre era una abogada progresista de izquierda que usaba trajecitos sastre y pantimedias para presionar a los poderosos. Florynce Kennedy —una de las integrantes seminales de NOW y parte del equipo legal que participó en el primer caso federal por aborto centrado en una demanda colectiva de mujeres y no en la defensa penal de un médico— era una feminista afroestadounidense radical que participaba en protestas callejeras vestida con pantalones y sombreros de cowboy. Redstockings —el grupo que cofundó Shulamith Firestone y que organizó la primera “manifestación” del mundo a favor del aborto— no utilizaba los canales de difusión habituales ni palabras elegantes para expresarse, sino que prefería confrontar abiertamente y aprovechar el poder de los medios de comunicación para presionar a los funcionarios públicos. La médica puertorriqueña Helen Rodríguez Trías, vecina de mi madre, empezó a reclamar por el derecho al aborto cuando era jefa de pediatría en el Hospital Lincoln, puesto en el que había sido designada luego de que el partido de los Young Lords resolviera ocupar parte del hospital para exigir una mejora en los servicios y el control comunitario sobre la atención sanitaria. Al igual que mi madre, Rodríguez Trías fue una profesional innovadora, pero era mucho más progresista en cuestiones raciales y coloniales, una independentista de pura cepa vinculada estrechamente con las mujeres del Partido Socialista Puertorriqueño.
En el curso de la lucha que abrió el camino para que el juez Blackmun y la mayoría de la Corte Suprema dieran su dictamen sobre el caso Roe, todas esas personas se mantuvieron fieles a sus objetivos en común sin censurar jamás sus diferencias. Muchos de los integrantes de NOW se decepcionaron al ver que el proyecto sancionado en Nueva York era una versión suavizada del borrador original de mi madre, pero siguieron trabajando codo a codo con sus representantes legislativos. Kennedy llegó a burlarse de NOW (afirmó que era una organización “aburrida y temerosa”), pero apoyó la Huelga de Mujeres por la Igualdad, un invento de Betty Friedan, presidenta de NOW, que ayudó a que la despenalización del aborto no abandonara la agenda de discusión nacional tras la batalla ganada en Nueva York. Firestone se consideraba más radical que el grupo NOW y que los demócratas, pero el manifiesto de Redstockings, que coescribió junto con Ellen Willis, insistía: “No vamos a preguntarnos lo que es ‘revolucionario’ o ‘reformista’, sino sólo lo que es bueno para las mujeres”. Rodríguez Trías era consciente de que la legalización del aborto era únicamente el primer paso hacia un cambio social de más largo aliento capaz de asegurar la libertad reproductiva. Pero era un paso necesario, de modo que fomentó el derecho al aborto mientras al mismo tiempo defendía la independencia de Puerto Rico, reclamaba una atención médica de alta calidad para todos y se oponía a la esterilización abusiva, que afectaba, sobre todo, a mujeres latinas, afroestadounidenses y pobres.
Aquellas personas que invirtieron su tiempo y sus talentos en esa causa no obtuvieron de la Corte Suprema todo lo que querían, pero la suma de sus esfuerzos preparó el terreno para la decisión del caso Roe. Aunque la demanda ante el Tribunal Federal de Nueva York en la que participó Florynce Kennedy (Abramowicz contra Lefkowitz) perdió relevancia cuando la Legislatura estatal aprobó la ley de mi madre, todo el material que aportó la abogada Nancy Stearns para ese caso sirvió también para apuntalar litigios feministas en Nueva Jersey, Connecticut, Rhode Island, Massachusetts, Pennsylvania y Texas (aquí en Roe contra Wade). El caso de Connecticut, Abele contra Markle, dio lugar a dos fallos distintos. Blackmun tomó prestado el famoso marco de los tres trimestres para Roe del segundo fallo, e invocó el primero cuando concluyó que el derecho constitucional a la privacidad era “lo suficientemente vasto como para incluir la decisión de una mujer sobre la posibilidad de interrumpir o no su embarazo”.
Puede que hoy en Estados Unidos la restitución del aborto legal y seguro para todas parezca inalcanzable. Si algo aprendí de mi madre y de los muchos otros activistas y legisladores que trabajaron hace 50 años para legalizar el aborto es que el camino hacia el reconocimiento nacional de los derechos reproductivos es sinuoso y atraviesa estados, ciudades e incluso barrios. Roe, aquel hito constitucional, fue un logro mayúsculo de la política de base. Esta vez va a pasar lo mismo, ya sea que los derechos reproductivos terminen por fin asegurados por el Congreso o, como absurdamente sucede hoy, por los tribunales. La batalla que generó la ley de Nueva York —comunitaria, con varios frentes simultáneos y librada por gente que estaba muy lejos de ser famosa— sirve como modelo para las batallas que debemos encarar hoy.
En un ensayo de 1987, “La Constitución de la ambición y los derechos que nos pertenecen a todos”, el gran historiador de las leyes Hendrik Hartog escribió que los esfuerzos más significativos de nuestra historia a la hora de reclamar derechos constitucionales partieron de la creencia popular de que “cuando se nos perjudica, debe haber soluciones, de que es posible desafiar cualquier rasgo de autoridad ilegítima, de que el poder público debe ofrecer mecanismos institucionales capaces de acabar con la injusticia”. El Roe que nos hace falta ahora es el Roe de la historia; es momento de cosechar las semillas plantadas, en suelo rocoso, por activistas obstinados. Es también el Roe de la ambición.
Este ensayo está adaptado de A Woman’s Life is a Human Life: My Mother, Our Neighbor and the Journey from Reproductive Rights to Reproductive Justice (La vida de una mujer es una vida humana: mi madre, nuestra vecina y un recorrido desde los derechos reproductivos hasta la justicia reproductiva), el último libro de Felicia Kornbluh, publicado por Grove Press. Kornbluh es una de las firmantes del amicus curiae que se presentó ante la Corte Suprema en nombre de la American Society for Legal History en el caso Dobbs contra Jackson. También da clases de Historia en la Universidad de Vermont y es vicepresidenta del Planned Parenthood Vermont Action Fund (febrero de 2024). Traducción: Juan Nadalini.
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La sentencia del caso Roe contra Wade se pronunció el 22 de enero de 1973. ↩