Compré mi dignidad en el consultorio de un dentista por la suma de cinco mil setecientos euros. Pudo haber costado más. Pero quiso el azar que el tipo que me la vendió también estaba comprando su dignidad con la estrategia de ofrecer precios tentadores para generar acumulación de trabajo.

Su dignidad era muy diferente a la mía. Consistía en la construcción de una casa vistosa, de varias plantas de reluciente plástico chino, en la parte concheta de algún pueblo de nombre impronunciable, en el sur oscuro de Polonia en el que había nacido. Lo contaba sin ningún pudor y hasta mostraba imágenes de pretensiosas selecciones de azulejos y marcos dorados mientras esperábamos el efecto de la anestesia. La mía consistía en poder sonreír.

Pero, a los efectos prácticos, teníamos ese objetivo común de convertirnos en algo que no habíamos nacido para ser o, tal vez, de dar la impresión de habernos convertido en algo que no éramos. Gracias a esa coincidencia de intereses, logramos hacer un acuerdo para estafar a las subvenciones estatales, contrabandeando los materiales desde Tallin por la mitad de lo que hubieran salido en Finlandia, y repartir la diferencia en el precio total. Siguió nevando como si nada.

He cruzado el tiempo y el agua. Ahora es otro el mundo. Puedo moverme por territorios aparentes, encontrar una guarida. Puedo ocultarme en el sonido de la lengua. Puedo fingir las lenguas apropiadas. Puedo fingir que mi lengua es mi lengua. He perdido la lengua que nunca llegué a heredar, la que mi abuelo calló para mí. Tengo que valerme de estos dientes diseñados y de los sonidos que se cuelan entre ellos.

Estoy sola, acostada sobre un fondo irregular de ramas y pinocha, en un suelo extraño, uno más para la lista, en un lugar sin nombre, que nadie tiene muy claro si forma parte de un pueblo o del siguiente. Lo que está claro, aunque no termino de creérmelo todavía, es que este pedazo de tierra me pertenece, y yo también levantaré mi castillo.

Hoy me instalé a vivir en esta carpa que brilla azulada en una esquina por el efecto de alguna luz lejana, debajo de una acacia gigante y retorcida. Es lo único que veo. Oigo el viento persistente, el arrastrarse de un mar que apenas conozco. Oigo el murmullo de insectos ignorados, ramas que se tocan. Oigo mi propia respiración. Siento a mi alrededor la vida borboteando y mi cuerpo formando parte de ella, de una forma que no podía sentir cuando todo mi entorno estaba lleno de seres humanos.

Hace frío, pero es un frío del sur y dentro de mi sobre del norte soy invulnerable. Me tapo la cara. Tanteo la bolsita de tela anaranjada para asegurarme de que allí están el encendedor, la billetera, los lentes, el teléfono. Cosas que no puedo perder. Aflojo los músculos de a uno, como aprendí en las clases de yoga. Los músculos se van rindiendo, pero mi cabeza no quiere dormir. Fue un día largo y cansador. Cada una de las impresiones vividas se van repitiendo en mi pensamiento, como buscando un lugar donde ubicarse. No encontrarán un lugar donde ubicarse; será necesario crear casilleros nuevos. El monte, sus árboles, sus casas escondidas, las olas frías sobre mis pies, el rincón de la acacia gigante esperándome, un tímido sol sobre la cara, el atardecer rojo entre los árboles, el olor a pino, el olor a eucalipto, el olor a muertes pequeñas, que es el olor de las vidas pequeñas, como la mía.

Hacer el camino desde la carretera con toda esa carga sobre la espalda. Todo eso irá bajando hasta quedar en un lugar quieto de mi cuerpo, natural, cotidiano. Intentaré no olvidarme de esta noche. Intentaré que este momento quede estaqueado en la entrada del tiempo, en la memoria que hace y deshace y recompone fragmentos a su gusto.

Me fui hasta lo del vecino pero no había nadie. Di una vuelta alrededor de la casa hasta que encontré una canilla. Cargué mis dos bidones de agua y volví. Mientras me lavo la cara, oigo el auto entrar por el camino del costado. Por entre los árboles veo una mancha bordó estacionando junto a la casa. Me acerco.

Él me saluda con efusividad. Le explico que saqué agua y que voy a precisar sacarla de ahí durante un tiempo. Que me diga después cuánto le tengo que pagar. Él dice que nada. Que todo bien. Que es agua de un pozo fluvial, que no cuesta nada y se puede tomar. Entonces me lanzo y le pregunto si también puedo cargar el teléfono. Él me pide que lo siga y me muestra una ventanita con un alero donde hay un enchufe. Dice que lo puedo usar incluso cuando él no está. Todo eso lo dice usando muchas palabras, repite las cosas, las encadena con otras. Me cuenta toda la historia de por qué hizo esa instalación afuera, con muchos detalles innecesarios. Yo pongo el teléfono a cargar y voy retrocediendo despacio, como para volver al campamento. Él me sigue, hablando todo el tiempo. Me pregunta si voy a construir en barro. Que en madera, le digo yo. Quiere saber por qué. Dice que acá se construye mucho en barro, que es muy térmico, que hay un muchacho que lo trabaja muy bien, que también es bajista, que toca en no sé qué banda. Le digo que la madera es lo que yo sé trabajar. En realidad no es que sepa, sino que el único amigo que tengo que me puede guiar da la casualidad que es carpintero. Pero creo que así suena mejor. Le sorprende que vaya a construir yo misma, mientras me cuenta que él y su padre levantaron su propia casa de madera, hace muchos años. Pinceladas de un pasado que no me interesa. A las órdenes si hay algo en lo que pueda ayudar. Gracias, digo mientras sigo retrocediendo, muchas gracias, ya está ayudando un montón. Ya estoy en terreno neutral. Que pase cuando quiera, me dice. A tomar unos mates. Dale, hasta luego, gracias de nuevo.

Se ve que tiene mucha necesidad de hablar. Me pregunto si terminaré también así. Yo, que me vine aquí para no tener que hablar tanto.

En el silencio de la mañana, cuando todo se hace visible otra vez, mientras el tiempo flota sobre una nube de humo de leña de monte en la que se va calentando el agua para el mate, se cuela el pasado a acompañarme. Repaso los acontecimientos que me trajeron hasta aquí sin encontrar un principio. Arrepentimientos que no pesan pero están, momentos en los que debí salvarme a mí misma y no lo hice, momentos en los que entregué mis dientes, entre otras cosas que perdí. Y entonces me obligo a pensar en el camino de regreso a la vida, en el ácido y rutinario café de la cocina de la fábrica que me dio un día el estímulo químico y la oportunidad sosa de seguir o en el dolor de las operaciones en el consultorio del polaco.

Va a haber que sacrificar el canelón. Me da pena asesinar al único árbol autóctono que crece en esta tierra. Pero es que he estado trazando varias opciones para la posición del rancho y la única alternativa posible para mí es sacar el canelón. También es cierto que los demás árboles, como individuos, han crecido aquí. Son mucho menos intrusos que yo. Incluso, como especie, no son responsables de que alguien los haya traído hasta aquí y se hayan visto obligados a adaptarse. La razón por la que perecerá el canelón es su humano tamaño. Lo lógico sería abrir espacio hacia el sur, lo que me permitiría poner una ventana alta, quizás con vista al mar. No estoy segura; no he tenido oportunidad de subir tan alto todavía. Pero para eso tendría que cortar no uno, sino dos eucaliptos. Y cortar eucaliptos de ese volumen es algo que no puedo hacer yo, y me saldría más caro que las chapas del techo. Podría, en el mejor de los casos, enfrentarme a pinos medianos, con paciencia y peligro, pero nunca a eucaliptos. No da para pensarlo más. Los eucaliptos quedarán amenazantes hamacándose con el viento y la estructura quedará orientada de este a oeste, después de una lucha entre el canelón y yo, a quien enfrentaré con un hacha y mi poder de movimiento, que es lo único que me aventaja sobre él. Según mi vecino, el que debería sacar ya es el pino atravesado o nunca podré entrar con un auto. De ninguna manera pienso sacar el pino atravesado.

Por lo que estuve averiguando, la madera tratada, o sea, impregnada en arseniato de cobre, envenena la tierra. Hay una serie de reclamos y procesos jurídicos, en diferentes partes del mundo, relacionados con la dispersión del arsénico de la madera tratada en los suelos y el agua. También hay otras teorías que sostienen que el veneno se esparce de forma tan lenta que es imposible calibrar el daño potencial. Esta versión no la sostienen sólo las industrias relacionadas para defender su producto, sino también ciertos grupos del lobby de la sustentabilidad que consideran que sería mayor el impacto de tener que sustituir toda la madera de construcción cada veinte o veinticinco años. No les creo mucho a ninguno de los que argumentan ni a favor ni en contra. Tampoco tengo ni la más remota posibilidad de estudiar el tema con la profundidad necesaria para dilucidarlo por mí misma. Estoy obligada a considerar, en primer lugar, lo que me conviene a mí.

Los postes tratados son, en principio, inmutables a la acción de la intemperie, lo que garantiza una durabilidad imposible de lograr con otros métodos y facilita el trabajo en forma exponencial. Los podés almacenar en cualquier condición y los podés enterrar sin ninguna preparación, ni de la madera ni del suelo. Y, además, los otros métodos para curar madera que estarían a mi alcance son tóxicos también. Pero el detalle importante es que esos otros métodos debe aplicarlos uno mismo en el momento en que los troncos se cortan, y los troncos se cortan en los meses sin erre. Es decir que sería irrealizable en este momento. Tendría que empezar todo el proceso recién en mayo del año que viene. No deja de ser una opción. Volver a Finlandia, trabajar, ahorrar y después venirme con el tiempo y el dinero necesarios.

No le tengo fe a ese plan. Irme al invierno para volver al invierno de aquí. Aterrizar en la oscuridad y ver todo de otro modo. Podría morirme de depresión en el camino, o de otra cosa. Podría ocurrir algo que me hiciera cambiar de idea, perder el impulso sin poder recuperarlo. Aunque sí, también me da miedo quedarme aquí sin saber qué hay que hacer ni cómo voy a pagarlo. Ya perdí mi pasaje de avión. Ya perdí mi estabilidad laboral. Nada es seguro con quedarme, pero tampoco nada es seguro con irme. Al menos este lugar es mi propio rincón agreste y desprovisto y tengo por delante unos cuantos meses de calor.

El negocio de la dignidad no fue fluido ni lineal. No se vayan a creer que el dinero le vende lo mismo a cualquiera. Hay que encontrar el atajo correcto. La primera vez que consulté, mi intención era apenas tener una noción de lo que necesitaba ahorrar, saber si era posible. Me atendió un odontólogo iraní, un hombre flaco, feo, con la piel porosa, lentes aburridos de armazón metálico, mala pronunciación. El presupuesto que me dio me pareció demasiado barato. No sabía cómo reaccionar. Le pregunté por la calidad de algunos materiales. Respecto a las aplicaciones metálicas, me aseguró que eran de calidad más que aceptable. Sobre estas cosas nunca había garantías, pero se suponía que me iba a durar toda la vida. Pero respecto a las porcelanas me aclaró que eso no lo había incluido, porque había otras alternativas más económicas. O estaba entendiendo mal o la suma que me había dado no era el presupuesto que le había pedido, sino parte de él. Le expliqué que yo no podía empezar hasta no saber cuánto me iba a salir todo. Pero él me dijo que ese tratamiento, como yo lo quería, no lo iba a poder hacer, que los servicios sociales no iban a cubrir eso. No entendí bien. Yo no le había dicho nada sobre los servicios sociales.

—Implantes de porcelana no le van a pagar —explicó, como si hiciera falta.

—Yo los voy a pagar.

—¿Usted tiene idea de lo caro que es?

—A eso vine aquí, a averiguar eso.

—Yo, de todos modos, le recomendaría empezar con lo que le cubren los servicios sociales.

—Pero no me está diciendo cuánto me sale.

—No se moleste, señora. Es que yo también fui inmigrante y sé cómo son las cosas. Yo sólo le diría que aproveche ese recurso mientras lo tenga...

—Yo sólo tengo el subsidio estatal, como todo el mundo, no el de servicios sociales.

—¿Usted averiguó?

—Claro. Eso es para gente que no tiene trabajo.

—Ah... usted trabaja... Bueno, le puedo hacer el presupuesto que quiere, pero desde ya le aviso que va a ser caro.

—No, gracias.

Supuse que encontraría un lugar donde no hubiera que tener buenos dientes para hacerse buenos dientes. Creo que recién en ese momento empezó a considerar que podía estar equivocado. Pero ya era demasiado tarde para mí. Lo que más bronca me dio de la situación fue algo que se repite en mi vida: salir con la sensación de que la desgraciada soy yo. Dejar a la humillación meterse dentro de mí.

Miro la pantalla del teléfono y trato de juntar el valor necesario, sin estar segura de lo que estoy haciendo. Dar el paso al vacío. Hay que empezar alguna vez. Confiar en que encontraré otra vía de escape si se hace imprescindible escapar. Escribo el mensaje para encargar los postes tratados en los que me voy a reventar los seiscientos euros que me quedan del seguro de desempleo. Oigo un pájaro carpintero. Busco en todos los árboles pero no lo veo. Respiro hondo y le doy a enviar.

Estoy temblando hasta que me llega la confirmación. Tendré que sobrevivir hasta fin de mes con los pocos pesos uruguayos que me quedan en efectivo.

Los pozos, en un suelo de arena como este, sólo pueden hacerse con las puras manos. Hacer mi casa con las puras manos. Hay gente que ni se imagina que el mundo está lleno de otros seres humanos que construyen sus casas con las manos. Lo más difícil es nivelar los postes a la perfección. Eso se hace con una manguera transparente en la que comparás el nivel del agua en dos puntos alejados. Marcás los postes para tener guías a la misma altura, que vas a hacer coincidir con el nivel del agua. Lo mejor es hacerlo de a dos personas, una de cada lado de la manguera, pero, con un poco de cinta pato y movimientos muy delicados, se puede hacer en solitario. Da trabajo, porque a veces estás un par de milímetros por arriba, sacás el poste, profundizás el pozo y resulta que se te movió el agua del punto fijo o que quedás tres milímetros por abajo. Y esas diferencias son muy difíciles de traducir a cantidad de arena que ponés o sacás del fondo de un pozo angosto, sesenta o sesenta y cinco centímetros debajo de la superficie, a puro tacto, porque el mismo brazo que usás para trabajar te tapa la visibilidad.

El otro problema son las raíces. Te vas topando con obstinados conductos de vida que se resisten a morir. Algunas son muy gruesas, de árboles viejos y poderosos que ni siquiera puedo ubicar. No sé de dónde nacen. Hay que agrandar el pozo, meter el serrucho en vertical, o el hacha, si se puede, insistir en la destrucción. Es impredecible. Lo mismo ponés un poste en quince minutos como otro te lleva hora y media. Y cada intento fallido significa levantar en el aire y volver a hundir en la tierra un tronco de eucalipto de varios metros de altura que yo ni sé la barbaridad que pesa.

Mirarse al espejo y volver a empezar. Junté valor y me fui al servicio odontológico público. Me tocó una muchacha muy joven. Eso me dio esperanzas. Me dije que la chica estaba al principio de su carrera, que tendría muchas ganas de hacer las cosas bien, que tenía aspecto de haber tenido que pelearla para poder estudiar. Me dije muchas cosas mientras ella observaba detenidamente mi boca. Le puse onda, le puse fe. Ella pareció tomárselo en serio y responder a mis expectativas. Me propuso dos alternativas. Una se apegaba más a lo que yo le había esbozado y la otra era un poco más discreta y económica, dijo. Empezó por describirme la más cara. Todos implantes. Me explicó el procedimiento, la duración, los materiales. Primero había que poner los tornillos y esperar unos tres meses a que todo cicatrizara. Durante ese período tenía que dejar de fumar y dejar de usar la prótesis.

—¿Y qué es lo que se pone en lugar de la prótesis?

—No puede usar nada, de lo contrario no va a cicatrizar.

—¿Y los agujeros?

—Es cuestión de salud. Son sólo tres meses.

Pensé en decirle que tal vez estaba equivocada, que por qué no consultaba con alguien más experimentado. Pero me frené. Le pregunté si era posible salir de baja por enfermedad, aunque tampoco eso ayudaría mucho.

—¿Por tres meses? Lo dudo. Menos aún si usted trabaja en limpieza o algo que no sea con público.

Pensé en decirle que yo no trabajaba en limpieza. Pensé en decirle que yo vivía con público. Pensé en decirle que yo no era la de los agujeros y no podía ser esa. Pensé en decirle que era una niña idiota crecida en un zapallo. Pensé, pero no le dije nada. Esta vez el efecto se me pasó más rápido. Volví a casa y seguí mirándome al espejo con la boca cerrada.

Me siento muy orgullosa de mi primera jornada. Coloqué toda la hilera de postes de atrás y dos de los altos. Me quedaron los brazos hechos flecos. Quiero decir, literalmente como si me colgaran del cuerpo. Dejé prontos en el fogón ramas, piñas y un par de leños, antes de que bajara la luz, y me fui al almacén a buscar vino y queso. No tenía fuerzas para cocinar.

El silencio es tremendo. Más aún impresiona su poder cuando lo salpican murmullos sutiles de la tierra. Arranco el fuego y pongo a calentar una lata de garbanzos. El arder de la madera me canta. Yo le silbo. Tomo vino de la botella. Mañana ya podría poner alguna tabla guía para ayudarme a nivelar. También tengo que podar sin piedad el coronilla, porque me pincho cada vez que voy para atrás a controlar el nivel de la manguera. Me devoro los garbanzos y el pedazo de queso sin ni siquiera cortarlo. Un poco más de vino. Cae una garúa. Meo el fuego antes de meterme en la carpa con la botella bajo el brazo. El vapor que sale tiene un olor extraño.

Después ahorrar, sufrir, sangrar. Ahorrar, sangrar, dormir. Reparar las marcas del camino en un proceso de años primero, de meses después, hasta reconocerme en una imagen que nunca había sido antes. Las primeras sesiones con el polaco fueron agresivas, dolorosas. Agujerear el hueso con un taladro. Tornillos. Náuseas. Sola y ciega en la luz turbia que se filtraba sobre mis ojos debajo de una manta aséptica. Después, varios meses de tirones y dolores intermitentes. Calmantes, dolor de cabeza por las noches. Con la sonrisa contenida detrás de una prótesis de plástico que sobresalía un poco en una de las paletas. Que todo ese tiempo ya no exista, o que nunca haya existido, parecía incomprensible entonces. Pero era cierto. Un día fue el último día. Todas las porcelanas encajaron al fin. Dejé chorrear mis ahorros y salí de allí mientras el polaco me proponía hacer algo con los dientes de abajo. Los de abajo están sanos, le dije. Pero muy torcidos. Podía arreglármelas con mis partes torcidas.

Entonces empezó la vida. Había logrado mi objetivo y comprobado mi capacidad de ahorrar. Se suponía que era hora de empezar, de viajar, de tomar vinos mejores, de instalarme en una capa estable del tiempo.

Sin embargo, seguía ahorrando como si hubiera un objetivo. Me había acostumbrado a vivir así, sin hacer, sin fumar. Ser y nada más. Hasta que esa satisfacción se fue apagando de a poco, mezclándose en un vaso semivacío con el tedio, la inconsistencia y toda clase de bebidas diseñadas para macerar capas muertas del tiempo. Me volví vulnerable a los pensamientos y por su superficie porosa se fue colando, gota a gota, la idea de zarpar.

Amaneció nublado y ventoso. Pero aquí y ahora, no hay otra cosa que quiera más que seguir adelante. Me salgo de mi disfraz nocturno, verde, impermeable y relleno de plumas y me meto en mi disfraz diurno: camisa de soldador conseguida en la feria, vaqueros para otro cuerpo encontrados en el galponcito de un amigo y mis zapatos italianos de escalar. A alguna iluminación impalpable del futuro le debo el milagro de haber traído estos zapatos.

Del lado que estoy trabajando ahora no hay tantas raíces, pero la capa de tierra es más dura y gruesa. La arena recién está limpia después de los quince o veinte centímetros. En el segundo pozo encuentro basura, pedacitos de plástico endurecido, pedregullo, algún que otro tornillo herrumbrado, fragmentos de materia que parecen haber sido objetos pero que se deshacen cuando los agarro, un arito de llavero viejo y marrón que se quiebra al tocarlo. Al final logro poner un poste más y hago una pausa para fumar y tomar dos mates. Pongo una tabla guía. Tengo que reacomodar los postes a plomo, porque se me mueven cuando clavo. Me lleva dos o tres intentos que todo quede en su lugar correcto. Apisono hundiendo un pedazo de caña en la arena escurridiza con toda la fuerza que me dan los brazos. Meto más arena, sigo apisonando, a lo último con los pies, hasta que adivino que ya nada podrá separar mis palos de la superficie del planeta. La tierra se moverá. Y nosotros nos moveremos con ella.

Hace mucho más calor hoy. Quiero terminar los postes altos. Empiezo a cavar, pero me topo con algo. Tanteo. No es algo muy duro, pero es compacto, una superficie lisa y negra, como de plástico. Tengo que sacar tierra con pedazos indescifrables de historia. Es evidente que aquí hubo un enterradero de basura. Al final logro sacar el objeto grande. Me quedo con eso en la mano, un rectángulo negro un poco gomoso. Es un libro o un cuaderno, metido en una bolsa que se resquebraja y termina por desvanecerse. Pruebo abrirlo, pero se me deforma en las manos. Tengo que concentrarme. Lo tiro para un costado y sigo cavando.

El día se hizo largo, pero, al final, puse los postes que faltaban y hasta voy a cocinar arroz en el fogón. Tengo una lata de atún, un tomate y vino de ayer. No llego a ver con claridad a dónde fue a parar el cuaderno ese, para tirarlo al fuego. Igual, mañana a la luz del día lo busco y le doy una vichada. De repente, cuando esté bien seco, puedo chusmear qué mierda es o por qué terminó allí, enterrado en una bolsa de nailon, como si alguien hubiera tenido la intención de preservarlo.

Atravieso el monte hasta la playa. Absorbo este lugar. Soy otra inmigrada. Toda mi vida fui alguna. Tuve que convivir con ese yo chiquitito suspendido sobre un hombro que nos va comentando al oído, cada vez que se da la oportunidad, esas pequeñas o grandes cosas que siempre serán mejores en el lugar del que partimos. Jamás iba a volver, eso estaba claro. Pero el olor de los duraznos. Ya ni siquiera me acordaba de que de este lado del globo los duraznos huelen. Elegir los duraznos duros y aguados llegados en los barcos. Pero la cerveza helada junto al río, las noches de verano, las voces agudas, el ruido, la humedad, el deseo.

Otro día de calor. Trazar las diagonales para marcar el centro y hacer una base de cemento en el lugar donde va a ir la estufa. La idea es poner un par de hileras de bloque e ir rellenando con arena que vaya sacando de aquí o de allá para nivelar. Me llevó rato porque no tengo dónde preparar la mezcla. La fui haciendo en tandas, en un balde. Por suerte llegué a terminar bajo una llovizna fina y tapé con una bolsa. Me dio un poco de pena, porque quería tener a la vista el resultado. Es hermoso el trabajo terminado. Después de un rato aburrido y estéril, sentada en la carpa, junté unas cosas y me fui hasta la casa que era de Antonia. Comprobé que nadie podía verme y me puse a cocinar en el parrillero. Acabo de descubrir un buen recurso para estos momentos y un buen lugar para tener una reserva de leña seca.

El campa se va acomodando. Tengo un tocón de eucalipto oficializado como mesa y en un tronco de rebrote que le sale para un costado metí unos cuantos clavos para tener las cosas colgadas. Esa viene a ser mi cocina. Me conseguí también una caja de plástico con tapa para guardar alimentos protegidos de las hormigas. La tengo adentro de la carpa porque no está bueno que esté al sol. Me traje un cajón viejo que estaba tirado en la bajada del arroyo para guardar las herramientas. Até una cuerda atravesada desde la acacia hasta el eucalipto flaco que sirve para poner la ropa a airear y, además, colgué una tela blanca que me pasó Sylvia, que cierra el único hueco que me dejaba a la vista del camino grande cuando estoy trabajando. Voy a necesitar un toldo para protegerme de la lluvia. Anoto, estoy haciendo una lista de cosas que necesito comprar cuando me entre plata. Según lo que precise, decidiré a dónde tengo que ir, pero creo que iré a Montevideo para poder hacer un lavado de ropa. Anoche, junto al fogón, lavé calzones y medias para aguantar más días. Pero ya casi no me queda nada abrigado para las noches que no huela a humo, a transpiración y a tierra.

Ayer entró el equinoccio. A quién le importará realmente la inexistencia del tiempo si, de todos modos, tenemos que vivir en un proceso lineal en el que ni siquiera podemos recordarlo todo. Ahora estoy aquí. Es el lugar en el que vivo. El resto del mundo en sus burbujas. En un rincón entre las acacias tengo unas tablas puestas en forma de estante. La de arriba es para cosas especiales, un remedo simbólico de hogar. Un pedazo de cuarzo, una vela gruesa, el sacacorchos y el cuaderno ese que encontré. Es algo así como un diario, o por lo menos está escrito a mano y con fechas, pero no pude ver mucho más que eso porque las hojas están pegadas y se rompen cuando intento abrirlo. Igual lo guardo por guardarlo. Tiene esa gracia de que estaba allí donde ahora está el poste que algún día soportará la pared de atrás de mi cama, donde apoyaré mi cabeza para leer. En un rinconcito de la carpa tengo una bolsa con mis anillos, un vestido elegante, el pasaporte y las llaves de mi apartamento. Es mi otra vida, como un flotador dormitando al costado de una pileta sin fondo.

Abro la carpa y hay una niebla suave y lechosa estacionada al costado del camino. No se ven ni los árboles del otro lado ni la cumbrera que todavía estoy pensando cómo voy a montar, esperando junto a los postes. No se oyen pájaros ni perros. No se siente el olor de los pinos, de la ruda. Sólo se huele agua. Es como si me hubiera despertado en un momento equivocado, vedado. Es temprano en la mañana pero no puedo saber qué hora. El teléfono se me descargó por completo. Respiro hondo y me recuesto otra vez. Me quedo quieta unos cuantos minutos para ver si puedo volver a dormirme. Cierro los ojos, pero nada. Mi cerebro empieza a decirme cosas. Clavos de cuatro. Los tirantes prontos para el triángulo oeste. Medir el hueco donde va el tragaluz. Poner la escalera del lado de adentro para tener buen ángulo. Entonces ya estoy otra vez en modo obra. Ya no volveré a dormirme. Me abrigo y saco los pies de la carpa para ponerme los zapatos. Están húmedos y duros, deteriorándose. Arrimo unas ramas al fogón y pongo a calentar agua para el mate. Tengo galletas de campaña y queso en la bolsa que está colgada de los palos del alero.

Ya calculé que es posible llegar con la casa más o menos habitable para cuando vuelva el frío. Todos los cálculos los fui adivinando. En realidad, no tengo idea de cuánto tiempo me va a llevar cada parte. Lo que todavía no calculé es cómo voy a pagar los materiales. Mis amigos dicen que los ranchos se construyen igual. Que un poco de acá y un poco de allá. Que algún trabajo va a pintar. Que acá en la costa hay movimiento en verano y se puede inventar algo, vender algo. Lo primero que hay que hacer es poner el techo y las paredes exteriores. Cuando tenés el techo ya estás. Podés vivir abajo. También podés hacer un ala y meterte adentro, y después la otra. Cinco, seis chapas largas. Es un gasto, pero todo lo demás lo podés ir comprando de a poco. Y poner el techo puede ser cuestión de un par de días de trabajo. Vivir de un modo improvisado se me da bien en los asuntos prácticos. Resuelvo. Pero la inseguridad me afecta. Necesito un plan. Guille dice que puede venir a ayudarme. Que, si viene él y alguno más, se liquida el techo en un fin de semana. Igual me explicó un sistema para calzar las chapas por si tengo que ponerlas sola.

Lalo Barrubia (Montevideo, 1967) es escritora y performer. Ha publicado varios libros de poesía y las novelas Arena (2004) y Pegame que me gusta (2009) y lleva el blog poesiadevecinas.blogspot.com. Es licenciada en Trabajo Social y trabaja en programas culturales para niños y jóvenes en la ciudad de Malmö, Suecia, donde reside desde 2001.