“Por acá no se puede pasar”, dice una mujer vestida de túnica azul desde el segundo piso, bañado en agua y jabón, de una casa de remates de la Ciudad Vieja fundada en 1917. El torso de un hombre de lentes se inclina sobre la perilla de un reloj, una larga mesa de madera carga un ejército de copas de champagne y otra, de bordes Luis XV, ofrece columnas de platos hondos, tazas de café y calderas de porcelana de color ocre. Cerca de una ventana, tres cuadros del artista uruguayo Víctor Hugo Andrade se apoyan, al revés, sobre la pata de un escritorio. El que queda a la vista de posibles compradores tiene una Pantera Rosa fumadora que imita la gracia del personaje de Friz Freleng con trazos gruesos de crayola.

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Víctor nos abre la puerta de su casa, en la calle Cerrito de la Ciudad Vieja. Tiene una espátula en la mano. Los ojos se le vuelven todavía más grandes cuando reconoce la portada de un cómic de Batman que le llevamos de regalo.

—¿Cómo arreglamos? —dice con la atención robada por la revista. Pautamos la entrevista para el día siguiente a las dos de la tarde.

—Llegaron muy temprano —se queja cuando volvemos, al otro día, a la hora acordada—. Justo ahora viene un cliente, y más tarde una vieja. A las cuatro de la tarde sí o sí conversamos, juro —dice antes de congelarse en un silencio que rompe con una risa pícara.

Los transeúntes circulan en los dos sentidos con un apuro inusual. Sin apartarse del marco de su puerta, Víctor habla con ellos con gestos fugaces, comparables a los movimientos de un insecto: un puño que se cierra de golpe, una guiñada, una mordida de labios son comprendidos cabalmente en la forma de un código que deja afuera a los giles.

Su biografía de catálogo dice que nació en el barrio Malvín en febrero de 1978. Notas de prensa de diferentes épocas resaltan que vivió 15, 20, 25 años en descampados, bajo cartones o dentro de un auto, y que la mayor parte de su niñez la transitó en hogares del Consejo del Niño (el actual Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay, INAU).

Sobre su crianza hay un misterio en torno a la ausencia de sus padres biológicos y la presencia de una madre sustituta que solía viajar con frecuencia al Chuy para surtir su kiosco de golosinas: “En esos viajes en la Onda fue que empecé a dibujar”.

Como datos pintorescos, su perfil incluido en la muestra “Sin capa, pero con vuelo” (Espacio de Arte Contemporáneo, diciembre de 2024) menciona su gusto por el boxeo, el breakdance y los programas de televisión El hombre lobo, Las Tortugas Ninja y El auto fantástico. Otros recortes de prensa más recientes dan cuenta de los 40 días que pasó en el CTI de un hospital, aquejado de una grave infección respiratoria, en abril de 2023.

“Todo el mundo tiene dibujos de Víctor”, nos dice un mozo de La Farmacia, el café vintage vecino a la pensión en la que vive el pintor, mientras se fuma un cigarro a las cuatro de la tarde y nos consuela, risueño, con conversación casual y cómplice: “El otro día vi sus pinturas en una escena de la popular miniserie El mejor infarto de mi vida”.

Víctor no aparece, ni lo hará más tarde ese viernes. De la pensión entran y salen otros ocupantes. “Parece que salió”, se anima un hombre de rostro curtido y prolija ropa de trabajo que vuelve a su casa con una Coca-Cola de litro y fiambre cortado en fetas.

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A la cabeza de Víctor le falta el tercio de arriba en el retrato gigante que pintaron dos grafiteros (Pez Dani y Drope) en la esquina donde arranca la calle Maldonado y se pega con Ciudadela. Sobre las piezas de chapa de madera compensada todavía brillan la característica hilaridad y los dientes rotos del amigable vecino, como homenaje a su obra y su trillo. No hace tanto, o esa es una sensación que generan sus dibujos, Víctor era un personaje de las noches cultas a lo largo de la bajada por Ciudadela y cerca de la playa Chica. Por aquellos días, su acto de asalto y transacción era un desafío a la aporofobia. Los giros de demonio de Tasmania y las muecas payasescas podían asustar o resultar graciosas a los poetas que se juntaban los miércoles en el boliche La Ronda o funcionar como entretenido aperitivo para los turistas que llegaban hasta la tanguería Fun Fun, antes de la demolición del viejo local. Con el tiempo la novedad le dio lugar a una simpática presencia de rutina, también entre actores, músicos y técnicos del Teatro Solís, comerciantes de la Ciudad Vieja, vecinos y clientes de copas de los bares de la zona; muchos de ellos alguna vez obtuvieron una de sus pinturas.

Durante más de una década, Víctor encontró la manera de combinar su impulso de infinita creación con sus dotes histriónicas para comercializar su obra a precios módicos, pintada sobre cartón, madera, piedra o el respaldo de una cama.

Víctor ya no deambula por las noches, pero sobreviven las creaciones de esa época. Para defenderse de los ataques del progreso y la intemperie —estuvo varias veces en situación de calle— había inventado a Manguerman, su propio superhéroe, y lo siguen acompañando sus preferidos: el Capitán América, Batman, Iron Man, Spiderman, la Mujer Maravilla y Superman. Los Plateros, Elvis Presley, Michael Jackson, Rosa Luna, Miles Davis (o un autorretrato) y Lágrima Ríos forman una segunda familia en sus pinturas de figuras de inspiración musical, y en las más personales Los Andrade son personajes que aparecen mucho y rodean el Palacio Salvo, el puerto y otros edificios de la arquitectura tradicional de Montevideo.

_Frida Fredy_. Pintura acrílica y esmalte sobre madera. 122 x 76 cm.

Frida Fredy. Pintura acrílica y esmalte sobre madera. 122 x 76 cm.

De la calle al catálogo

En los últimos años, Manguerman pasó a ser nombrado por su nombre completo y dejó de ser una anécdota nocturna para convertirse en un artista del que escriben curadores, críticos y colegas. Esto han dicho de él: “Su obra, cargada de energía y de gestos viscerales, transita entre lo figurativo y lo onírico, cuestionando las narrativas históricas y raciales que han moldeado la identidad nacional. La pertenencia a la comunidad afrodescendiente —históricamente invisibilizada y escasamente representada en las artes visuales— amplifica esta narrativa, transformándola en un acto de afirmación cultural y política, que convierte su experiencia en un testimonio de resistencia y renovación”, escribe Lourdes Silva, curadora de la muestra “Sin capa, pero con vuelo. Visiones erráticas de Víctor Hugo Andrade”, inaugurada en diciembre de 2024 en el Espacio de Arte Contemporáneo de Montevideo.

“La materialidad de su obra es la que hace la diferencia: regula y dirige el discurso. Sus temáticas pueden ser disímiles, pero los soportes que utiliza definen la fuerza de lo real: un pedazo de madera, un mueble, un cartón rasgado. Imaginemos que el artista hubiera utilizado papel para sus pinturas... ¡Perdería la fuerza de lo real que aparece sólo en la materia! Así, el soporte sostiene sus trazos, que pueden ser una línea que delimita la forma y que luego rellena planos, pero lo que importa es la acción sobre: el choque en el cual se enfrentan la imagen y el afuera que la convoca. Luego, y ya fuera de sus piezas, nos enfrentamos a cuidar el frágil equilibrio en el que las biografías ocupan un gran lugar y compiten con las obras, y nuestras luchas por evitar miradas extractivistas y fetichistas”, dice a Lento la historiadora de arte Cecilia Tello D'Elia.

“Su pintura es potente y expresiva, rápida, de trazos gruesos, colores saturados y chorreantes. Adapta el motivo al soporte con la astucia que nace de la necesidad, pero a veces guarda también una carga ideal, un vuelo soñador que la torna entrañable”, observa el poeta, escritor y crítico de arte Pablo Thiago Rocca en el blog del proyecto Arte Otro en Uruguay.

“Es un artista absolutamente contemporáneo. Si pudiéramos definirlo de alguna manera, es un artista pop, según el tipo de iconografía que usa, aunque si le preguntás, tal vez no sepa sobre el arte pop, pero tampoco importa. Él expresa con su forma de pintar lo que quiere y siente”, remarca el director del Espacio de Arte Contemporáneo, Guillermo Sierra.

“Soy muy fan de Víctor”, dice el pintor Martín Castillos en una nota del programa De fogón en fogón. “Se acerca bastante a lo que me interesa: un impacto visual con lo simple, hecho con la menor cantidad de recursos”, explica uno de los curadores de otra muestra de Víctor, organizada por Tatú 3.14, uno de los colectivos que se han encargado de dar visibilidad a la obra del artista y de recaudar fondos para su sostén cotidiano.

Recuerdos y videncias

El martes 4 de marzo llueve torrencialmente sobre Montevideo, como prolegómeno de una sostenida e inédita ola de calor que hará sufrir durante los días que siguen. A las dos de la tarde la semivacía Ciudad Vieja de un feriado es ocupada por brasileños y adictos. La pensión y la cuadra parecen un poco más tranquilas que de costumbre. Víctor dice, con algo de enojo, que no sabe para qué le sirve hablar si no puede ganar nada a cambio. La puerta entreabierta de la pensión deja ver un viejo cuadro de Jesús de los que no faltaban en las casas de creyentes de los años sesenta.

La lluvia que pega en una claraboya alimenta el zumbido del triste silencio. El lugar se conserva limpio y arreglado. Luego del pasillo, una sala de estar ofrece una televisión de tubo y una mesa cuadrada con dos sillas. “Vecino, tengo a mi abuela muy enferma. La tengo que estar cuidando”, avisa sobre su urgencia y su poco tiempo disponible. “En serio, vecino”, insiste.

Víctor me invita a su living compartido y se ubica en la silla. Encorvado en su lugar, se hace aún más pequeño y sus ojos, más gigantes y penetrantes. Baja la mirada, igual que baja los hombros cuando habla de su salud: “Todavía me queda un poco para recuperarme. Problema respiratorio. Tengo que tomar unos remedios que me mandaron, pero me estoy boludeando, voy a ver si voy a buscar”, dice.

Reconoce que ahora, después de la internación y su larga convalecencia, le cuesta “pila caminar”: “Tengo menos de medio pulmón. Fumar fumo de vez en cuando, porque es como le dije al médico, ¿para qué le voy a mentir?: ‘No piense que yo voy a dejar de fumar’. No es fácil, pero por ahora la voy llevando bien”, remarca, y agrega que no abandonó del todo sus recorridas: “Con mi trabajo yo la salgo a pelear, pero ahora que está todo el mundo con tarjeta eso me complica”.

“La gente como que hoy en día te pasa la mano por el lomo, y ahora me estoy dando cuenta de que es gente afiladora”, afirma cuando le comento sobre la popularidad que ha ganado su obra. El grupo de redes sociales conocido como Amigos de Víctor Andrade, gestor de colectas con las que se lo ha ayudado en sus últimos tiempos, no se salva: “Sí, ellos también, está todo bien, pero es gente que cuando la necesitás no está. Si vos sos pintor y yo veo que casi nadie te da bola, yo me acerco a vos y, bueno, no sé, te ayudo a pagar un techo, pero tenés que ser muy privilegiado para encontrar una persona que te ayude. Ya de última como que me tengo que dar cuenta de que tengo que batallar solo. La gente no sabe lo que es la palabra amigo. No es por discriminar, pero es así. Ya estudié a mucha gente yo, y la que tengo que estudiar todavía. Y además la gente no sabe cuándo va a precisar de mí”, dice en un tono diferente al apocado, antes de volver a replegarse en su apuro.

“Vecino, tengo que cuidar a mi abuela. Te lo juro. Casi más se me va para arriba. Diga que llamé al médico. Mirá que demoraba la ambulancia, me asusté. Dije: ‘Pah, ¿qué hago?’”, dice como un ruego.

Habla de la madre de su madre y de su reciente llegada a una pieza de la pensión: “¿Sabés de dónde la saqué? Del asilo. Estaba en el Piñeyro del Campo. Yo acá la ayudo. A veces pierde el conocimiento, pierde... Ayer la encontré tirada en la cama. Se marea y se cae”, cuenta y suelta una risa.

_Marilyn Monroe colgada del Salvo_. Pintura acrílica y esmalte sobre madera, 26 x 26 cm.

Marilyn Monroe colgada del Salvo. Pintura acrílica y esmalte sobre madera, 26 x 26 cm.

Víctor sigue pintando todos los días, sin pensar demasiado en la elaboración de ninguna de sus obras, tampoco en la llamativa reproducción de La última cena protagonizada por Los Andrade. “Yo sé que lo hice de una, no tengo explicación, lo hice”.

Su santo es san Expedito, aunque también pintó a san Jorge achurando a una bestia y a la Virgen María con un niño afrodescendiente en sus brazos. “Tengo mi manera de creer, creo en mi trabajo y en el universo”, dice, y admite que nunca pisó una iglesia.

Una vez se enamoró: “Es una mierda el amor. Lo más hermoso que hay en el planeta es la mujer. La mujer es la droga más fuerte que hay, que supera todas las drogas del mundo. Tenés que tener cuidado, cuando la vayas a consumir, qué efecto te va a hacer. Claro, porque después de que vos te enamorás, el amor tuyo no lo tenés vos, lo tiene ella. Ella es la que tiene atrapado tu amor. ¿Y después, cuando se va? La relación duró poco, pero fue un gran amor”, confiesa, y a la vez dice que no quiere volver a pasar por otro momento parecido. “Cuando sufrís así, para estar con otra mujer tenés que pensarlo bien. Hay gente que dice que el alma no existe. Claro que existe, porque a mí me lastimó el alma”.

La política no le interesó nunca, “por eso nunca voté, y si tuviera que votar pondría en la urna una insignia de Batman”, dice. “¿Por qué voy a votar a una persona que si yo mañana no tengo un plato de comida no va a venir a traérmelo? De última me voto yo”.

Su fuerte identificación con Batman, a quien considera una persona especialmente inteligente, es casi el único asunto que le interesa. “Es un personaje de la noche y además no tiene superpoderes”, señala.

Su primer recuerdo del encapotado surge con claridad en su relato y puede expresarlo con la viveza de sus gestos repentinamente despiertos: era un ratón. “Batman era un ratón. Era un ratón con alas y no hablaba. Era un dibujito que pasaban en la tele de Casa Cuna [un hogar del INAU]. El ratoncito volaba de un árbol a otro, se chocaba contra un árbol, se caía, se volvía a levantar y volaba hacia otro árbol”.

De regreso por su niñez, marca con cierto orgullo su estadía por todos los hogares del INAU. “No hay uno que no haya recorrido” en los albores de su derrotero obligadamente nómade. Para vivir en la calle, dice, sólo hace falta adaptarse. “Después, con el correr del tiempo aprendés cosas, pero no cosas que te enseña la gente, digo cosas que el obstáculo de la vida te da”.

—Parece que hay cada vez más personas en situación de calle. ¿Encontrás alguna explicación?

—No sé. Lo único que voy a decir: soy una persona vidente. Aunque usted diga que estoy quedando loco, te lo voy a decir con la voluntad que tengo acá: yo le juro por mi madre que yo entro a cualquier casa y te puedo decir si hay alma en pena o no. O si no hay buena energía —dice y acerca su cara a la mía, sus ojos convertidos en bochones de porcelana—. Cuando estoy solo, es como que te estoy mirando a vos, o mirando algo, pero al mismo tiempo quedo ciego mirando esa cosa y veo cosas que van a pasar. Hay algunas que me las guardo, y está en vos creer. Yo ya vi el coronavirus antes de que pasara. ¿Sabés lo que va a pasar acá? Los que no tienen nada van a vivir abajo y los que tienen van a ir a vivir arriba. ¿Viste la película El demoledor, de Sylvester Stallone? Con el correr del tiempo se va a ir notando.

La bajada de Ituzaingó tiene el fondo de las grúas del puerto sobre el cielo y el ritmo típico del movimiento laboral de cualquiera de las otras calles del barrio. A la altura de Cerrito, el clima se altera pesadamente, con aromas de caramelo quemado y sidra muy efervescente. Los adictos que viven y trabajan en ese cruce y en otros cercanos miran con desconfianza a los visitantes, acostumbrados a moverse sin ver, con el tránsito de los ómnibus llenos a sus espaldas; de golpe la calle parece vacía.

“Te juro como que quiero conocer a mi madre que mañana nos vemos a las doce en punto”, dice Víctor la penúltima vez que aparece, con la promesa de continuar la charla lluviosa.

Esa tarde, vuelve de su habitación con un fajo de dibujos nuevos. El primero tiene un elefante rosado que ocupa toda la hoja, otro se distingue por el rojo y los lentes llamativos del Hombre Plástico. En una ventana de La Farmacia, un dibujo suyo retrata la esquina del comercio en celestes y naranjas.

Al otro día, a las doce en punto, Víctor no aparece. En cambio, una mujer de avanzada edad sale con lentitud de la puerta apenas abierta. “Stuart: no dejen entrar a los perros”, se lee en un mensaje escrito en las paredes del vano. “Víctor salió y no te sabría decir a qué hora vuelve, él no tiene horarios”, dice entre algodones. “No te puedo decir más, acá cada uno hace lo suyo, no hay diálogo entre nosotros”, espanta. “Ahora en un rato viene la dueña, si querés le podés preguntar a ella”, amenaza y se queda un rato más en la vereda, con ropa que parece prestada: pantalones y calzado deportivo, una camisa masculina. Su dentadura postiza luce de estreno y bien moldeada, su ritmo motriz sugiere un posoperatorio o una siesta desmedida. El sol la obliga a llevarse las manos a la cabeza, y con el movimiento descubre que debe peinar su pelo largo todo el tiempo que sea necesario.

Federico Medina es cronista y periodista cultural en la diaria y el portal de la librería Escaramuza.