Años dos mil. Vos, un joven operario, subiste a probar la seguridad de una de las atracciones. El Huracán, máquina giratoria, cilindros neumáticos, largos brazos que se abrían y se cerraban, en cada extremo una nave espacial. La noche anterior, tu supervisora había recibido quejas por ruidos extraños, como de metales retorcidos. De un total de veinticuatro asientos, eras el único a bordo. Las autoridades del parque declararon a la prensa que no habrías ajustado la traba. Cuesta creerles, para ese momento ya ibas por los tres años de antigüedad. Cuando saliste despedido de tu nave, habías alcanzado diez metros de altura.
Si tu destino era morir arriba de aquel juego, hubiese sido mejor que ocurriera de noche, en compañía de tus amigos borrachos, gritando de felicidad. No bajo los rayos del sol ni con uniforme. La noticia no aclaraba cuántas personas te vieron volar, si el parque se encontraba abierto a los visitantes o si existía alguna filmación. Busqué tu cara en todos los diarios y noticieros. No apareció. Me hubiese gustado volver a verte por última vez, saber cómo eras a tus veintitantos, si aún usabas el pelo largo. Desde que se jubiló tu mamá que no me llegaban novedades tuyas. No sabía que tenías ese trabajo. Tampoco me enteré a tiempo del funeral. Probablemente no me hubiese animado a ir.
Te confieso que siento algo de envidia. Mi fondo de pantalla es una vuelta al mundo. Cuando se la mira con atención, le falta una de sus cabinas. Minutos antes de esa fotografía, en el hueco que casi pasa desapercibido, viajaban dos hermanas. Ninguna sobrevivió. No vayas a pensar que soy una enferma, es que desde chica me fascinan los parques de diversiones.
Años noventa. Vos, el hijo de la portera del edificio, le robaste el manojo de llaves y nos encerramos a escondidas en el sótano. No te había dicho que iba a ser mi primer beso con lengua. Rogué que mi falta de experiencia no se notara demasiado. El jumper se manchó con grasa de tu bicicleta.
Un sábado te invité al parque con mis amigas, el mismo donde ibas a morir una década más tarde. Necesitábamos sumar a alguien, nosotras éramos cinco y ninguna quería subir sola a las atracciones ni en compañía de un desconocido que pudiera andar con la mano suelta o no haberse bañado. Yo tuve la idea. Eras dos años más grande y el único varón. Oli no estuvo de acuerdo, pero la ignoramos. Te pedí que nos encontráramos directamente en la entrada del parque, a pesar de que vivíamos en el mismo edificio.
La falta de mantenimiento hacía a la diversión, era el ingrediente fundamental, al menos para mí. Las chapas despintadas, los focos sin lamparitas, el mirador de la torre que nunca habilitaban al público —¿habrás logrado subir, siendo empleado?: motivo extra de envidia—. Coches rotos en las formaciones. Alambres. Llegaste antes que nosotras. Te habías atado una colita, en tu secundaria no obligaban a los varones a cortarse el pelo. Me encantaba el aro en tu oreja. Sentí la envidia de mis amigas, una electricidad que nos atravesó a todas. Oli evitó saludarte con un beso.
Teníamos que aprovechar que era temprano y había poca gente, subir a las atracciones la mayor cantidad de veces, correr de una hacia la otra sin pausa, olvidarnos de almorzar. En los altoparlantes sonaban cumbias viejas. El sol comenzaba a picar en la cara y los brazos. Trepamos al trencito en movimiento, en el último vagón. La locomotora despedía vapor entre las ruedas, como una bronca contenida. Avanzaba inclinada y a paso de hombre. Una manada de perros salvajes se apareció entre los árboles: nos habían estado esperando. Cuando nos iban a alcanzar, sacaste una pierna y le pateaste el hocico al que tenías cerca. Te reíste como un loco mientras el animal se alejaba y gemía.
Fuimos al tambor. Yo lo llamaba así porque parecía el interior de un lavarropas gigante. Era de las pocas atracciones en las que permanecías de pie. El operario acababa de salir con un balde, adentro no se podía respirar por la mezcla de olor a vómito, metal y lavandina. La máquina comenzó a girar más y más rápido, mientras se iba elevando en ángulo del suelo. El pelo se te vino a la cara, la fuerza centrífuga nos aplastó contra la pared, intenté mirarte de costado, pero sentí que se me iba a quebrar el cuello. Las imágenes se fundieron delante de los ojos, cerrarlos era peor. Sol gritó que estaba a punto de lanzar, tal vez no lo dijo en serio y buscó asustarnos. Le tapé la boca hasta finalizar la vuelta. Sin querer, le dejé marcados mis dedos.
Mientras esperábamos en la fila de la montaña rusa, Estefi escuchó unos gritos desgarradores y se arrepintió de subir. Las chicas le clavamos la mirada, éramos precisas y despiadadas a la hora de unirnos todas contra una. Vos te ofreciste a ir solo, pero yo no estaba dispuesta a negociar mi lugar a tu lado. Además, no quería que pensaras que me juntaba con unas nenas caprichosas y lloronas. Sentíamos bajo las zapatillas las vibraciones del juego. La agarré a Estefi de la muñeca y la amenacé al oído. Si no colaboraba, el lunes iba a inventar en la escuela que se había meado del susto.
Apenas liberaron los molinetes, corrí a ocupar la cabecera, los únicos asientos con vista panorámica al abismo, aunque lo que me daba vértigo era tu rodilla contra la mía. El ascenso se hizo lento y desesperante. Me agarraste la mano y creí que era una caricia, pero cuando alcanzamos la cima me obligaste a soltar el manubrio y mantener los brazos levantados durante la bajada. Grité, reí e insulté. Espero haberte perforado el tímpano. Nati aseguró que en las curvas cerradas había sentido el roce de los fierros y tuvo que agachar la cabeza. Ella era más alta que el más alto de los varones de su división.
Te mentí que habías perdido el aro y se te deformó la cara. Enseguida te tocaste la oreja. Mi risa siempre hacía enojar a los demás, no importaba si el chiste era grave o estúpido. Quisiste hacerte el ofendido, pero no te salió. Nunca llegué a verte enojado de verdad. Te contagié la risa y se marcaron tus pocitos en las mejillas. Estefi se quejó de que sentía un mareo, su voz era como una puerta con óxido. La conformamos con un paquete de galletitas del kiosco. Todos teníamos hambre y necesitábamos descanso, pero ninguno estaba dispuesto a admitirlo.
Elegimos el teleférico porque era de las atracciones tranquilas, para jubilados. La cabina frenó de golpe, en mitad del recorrido y por un rato largo. Estefi entró en una crisis nerviosa y se puso a rebobinar el rollo de su cámara para no mirar afuera. Yo me paré y pegué un salto que nos hizo temblar y sacudir de un lado al otro. Estefi gritó aterrada, las chicas se rieron hasta que les faltó el aire. Después los ánimos cambiaron. Los minutos se estiraban y seguíamos detenidos, el viento empujaba fuerte contra la cabina, chirriaban los engranajes. Vos eras el único que no parecía alarmado. Tu mirada se perdía en la torre de doscientos metros y mil escalones, el equivalente a tres obeliscos, aunque lo que más te impresionaba no era su altura sino la forma. No conocías otra construcción que se clavara en punta como una espada. Te costaba entender que lograra sostenerse siendo más angosta en la base que hacia su centro. Al verla, sentías que la ciudad se había invertido o que colgabas de los tobillos. Terminaste de hablar y nos quedamos en silencio. Ahí supe que me gustabas en serio.
Finalmente el teleférico reanudó la marcha y ya no se detuvo hasta la terminal. Bajamos pálidas y desgastadas, simulando mal que no habíamos transpirado una gota de miedo delante del operario que nos abrió la puerta. Te agarré de la mano, no me importó que nos vieran mis amigas. Pasamos por la escultura de Gulliver, el gigante, recostado en el pasto, apoyado sobre sus codos, con la cabeza erguida. Tenía el pelo más largo que vos. No recordaba si en el cuento él era héroe o villano. Unos pibes trepaban por los dedos de sus manos, corrían desde el brazo hacia el pecho y jugaban a ver quién lograba acertarle un escupitajo en el ojo. Gulliver los observaba como si en cualquier momento fuera a aplastarlos con el puño.
Entramos en el laberinto de espejos. Imposible perderse o chocar porque los delataba la suciedad. El aburrimiento era total, ni siquiera había de esos que deformaban y te hacían ver estirada, enana o cabezona. Buscamos nuestra propia diversión. Me dejé acorralar en una esquina sin salida, un atajo falso. Viniste a abrazarme por la espalda, tus manos se enlazaron alrededor de mi cintura, tu pera aterrizó sobre mi hombro. Ambos quedamos mirando de frente un espejo que tenía una rajadura. Toqué la punta de tu aro, una cruz plateada. Enseguida solté porque me dio estática. Sonreíste con tus pocitos y me confesaste al oído que yo te gustaba un montón. Estaba por darme vuelta para besarte, cuando vi que la rajadura coincidía con tu cara en el reflejo y la atravesaba. Un tajo casi real. La imagen me desconcentró. Me liberé de tu abrazo y te dejé solo.
Las chicas esperaban afuera. Nati codeó a Oli, Sol miró de reojo a Estefi, las cuatro reprimieron sus risas bobas e infantiles. Estefi disparó su cámara a traición para robarme una foto. Yo la corrí y la alcancé a los pocos metros. Dame el rollo, le ordené. Me lo das ya mismo. Forcejeamos. La cámara se le resbaló y terminó estrellada contra el suelo, despidió un último fogonazo, por unos segundos estuvimos paralizadas. Estefi intentó cazarme de los pelos, suerte que apareciste a separarnos. Esta vez las chicas decidieron unirse contra mí. No me importó. Ninguna arañaba mis niveles de crueldad. Se volvieron a sus casas sin saludar ni dirigirnos la palabra. Nos dejaron solos en el parque, la cita romántica que habías ansiado desde el comienzo. Yo no pensaba irme hasta que anocheciera y se iluminaran los juegos. Quería estar en el instante exacto en que las lamparitas emitieran un zumbido de punta a punta y se encendieran todas a la vez.
Nos reservamos la vuelta al mundo para el final. Ya era casi la hora, se iban los últimos rayos del sol. Quedamos detenidos por unos minutos, a la espera de que subieran más pasajeros. Nuestra góndola colgaba en el borde más alto de la rueda, por encima de los árboles. Daba más vértigo mirar al cielo que abajo. Otra vez estabas distraído y le dedicabas tu plena atención a la torre. El beso te lo terminé dando yo. Te acaricié el mentón y acerqué tu cara despacio. Cuando se oyó el zumbido de las lámparas, abrí los ojos. Las luces parpadeaban a lo largo y ancho del predio, al principio descoordinadas, a distintas intensidades, como aprendiendo a funcionar. Juro que no me hubiese molestado si en ese momento la rueda sufría un desperfecto y nos dejaban varados por horas, ahí solos.
Años dos mil diez. A vos, mi muerto más joven, te gusta aparecer cada tanto en mis sueños. Estoy en tu velatorio. En lugar de ataúd, usaron la nave del juego, esa a la que le falló el cinturón. Yo me inclino a besarte en la mejilla, cuando de repente volvés a la vida, pero nadie se asusta. Tenés un mensaje para mí, del que no consigo entender una palabra. La voz no te brota de la boca, sino del tajo abierto que atraviesa tu cara.
Después de todos estos años, regresé al parque. Ahora es un cementerio de chatarra. Lo recorren fanáticos y nostálgicos que luchan por frenar el desguace, también aficionados a la fotografía. Los juegos han sido desmantelados, vendidos en subastas, completos o en partes. Quedan rieles oxidados, senderos que se interrumpen y caen al vacío. El Gulliver se ennegreció, está rodeado de vallas, tiene los huesos de alambre a la intemperie. Hay carros sueltos, apilados. La cola del escorpión perdió la aguja, el pulpo los tentáculos. Tu torre es la única sobreviviente, no se la puede tirar abajo desde que la legislatura porteña la declaró patrimonio cultural. El mirador continúa sin habilitar. Pensé en dejarte unas flores, atarlas al pie del Huracán, pero imaginé que sólo encontraría la plataforma de hormigón. Apoyé mi cámara sobre el pasto, activé el timer y corrí a sentarme en las vías de la montaña rusa. Salí con esa sonrisa seria que sospecho que te gustaba. ¿Hubiéramos sido de esas parejas que llevan la foto del otro en la billetera? Busqué una piedra mediana, me la guardé en el bolsillo y caminé hacia el laberinto. Seguía estando el espejo con la rajadura, lo hice estallar de un piedrazo.
Ya sos libre.
Cristian Godoy (Buenos Aires, 1983) es autor de los libros de cuentos Galletitas importadas (Pánico el Pánico, 2011), Santa Rita (Exposición de la Actual Narrativa Rioplatense, 2014) y Ruidos molestos (Conejos, 2016) y de la novela Nuestro peor fracaso (Conejos, 2022).