Llegué a Oaxaca de noche, después de nueve horas de autobús desde Ciudad de México, luego de atravesar el desierto y reconocer los cactus de san Pedro. Las luces de la ciudad me revelaron que el tamaño de la urbe era mucho mayor al que yo esperaba. Estaba escapando de la capital mexicana abrumada por su inmensidad. Oaxaca no es una ciudad de 20 millones de habitantes, pero 9 millones puede ser demasiado para la sensibilidad de alguien que acababa de bajar de las montañas en Tepoztlán.
En el viaje desde Ciudad de México conocí a un joven con acento español que andaba recorriendo América Latina en busca de apoyar y crecer en el mundo de la agroecología y las comunidades indígenas. Su destino final era Chiapas, pero sin una razón específica esa mañana decidió ir a Oaxaca y mientras yo viajaba desde las montañas de Amatlán a la capital para hacer conexión con el “camión” que me llevaría a la ciudad de la histórica revuelta social de los maestros de 2006 (apoyada por movimientos alternativos de todo el mundo), él armaba su mochila gigante y se dirigía hacia la misma terminal que yo, al sur de la gran capital.
Los dos viajábamos solos por México. En una parada que hizo el ómnibus en una plaza polvorienta y gigantesca que me recordó a la película Bagdad Café, se acercó y me preguntó si era argentina. “Uruguayyya”, le contesté con mal tono. Sonrió y me dijo que era vasco. Supimos que juntos el camino iba a ser más interesante.
En Oaxaca me di el lujo de pasear sin agenda, dejando que la ciudad me sorprendiera; sólo en ciudades como Roma o Venecia pude darme ese placer, no creo que la capital zapoteca tenga nada que envidiarle a ninguna ciudad ícono del arte mundial. Me sentí cómoda desde mi primera caminata por el centro de una ciudad en la que no hay rascacielos ni edificios de más de dos pisos, donde lo indígena se mezcla con lo occidental.
Unai, con sus 1,95 metros de altura, fue un compañero de viaje muy oportuno, paciente cuando yo paraba a hacer la foto de un grafiti, de la vidriera de una galería o de un sticker que estaba escondido en algún contador de luz entre dos casas. Con él pude descubrir el mundo nocturno de la ciudad, ya que las recomendaciones habían sido claras: en México de noche no salgas sola.
Galerías de arte, un barrio entero de talleres de serigrafía y grabados que ofrecen originales y copias numeradas, mujeres indígenas vendiendo hermosos vestidos bordados en la calle, grafitis, stencil y stickers en los lugares menos pensados. Por todos lados y en todas las horas en la ciudad florece el arte visual.
Cabe preguntarse si el arte vive en la ciudad o es el arte lo que sostiene lo urbano en ese espacio pluridimensional. Un universo en el que se entrelazan poesías, grafitis, bordados de un arte textil milenario con técnicas poscoloniales que la ciudad supo integrar sin permitir que su cultura zapoteca fuera aplastada.
Fue durante un tour “libre” que descubrí la muestra “Ladidoo / Piel de hilo” en el Centro Cultural San Pablo, donde conocí la obra de la artista Natalia Toledo, hija del gran artista, promotor y patrocinador de la cultura de su estado natal Francisco Toledo, fundador del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO), entre otros grandes espacios de arte y cultura de la ciudad. En la exposición de Natalia Toledo hay una pieza de bordado que representa muy bien el arte oaxaqueño contemporáneo: es un huipil (vestido tradicional) que en sus bordados tiene diseñadas pelotas de béisbol. Cuando entré en la sala quedé tan asombrada que no pude continuar el tour y me dediqué a recorrer lentamente “Ladidoo / Piel de hilo”. Un poema de su autoría que luce en la pared de la sala me resonó en el alma: “Las mujeres son las arañas del tiempo; han cosido sobre el infinito del mar, han inventado el alfabeto de su cuerpo, hablan con su ropa, con su piel. Por eso no se considera arte lo que las mujeres hacen, porque ellas comenzaron a vestirse con luces de su cabeza”, escribió Natalia Toledo.
En otra sala del centro cultural se exponían fotografías hechas con inteligencia artificial a partir de relatos antiguos, una exposición de Mario Ortiz titulada “Memoria artificial”.
Ya de noche, recorriendo el centro histórico, sobre la pared de la universidad pude leer un grafiti que decía: “El mito del mestizaje encubre las tropelías coloniales en el Abya Yala”. Arriba y abajo del texto en letras negras, dos símbolos pintados en rojo: una espiral y una escalera con un sol naciente. Al día siguiente recorrí las montañas del estado de Oaxaca, entonces comprendí un poco más sobre esos símbolos rojos y la ciudad.
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Saliendo de la gran urbe, luego de un buen rato varados en el tráfico (la presidenta Claudia Sheinbaum estaba en la zona inaugurando una obra en la carretera Panamericana), visité las ruinas de Mitla, una zona arqueológica donde se concentró el poder político y religioso de los zapotecas de los Valles Centrales hasta la llegada de los españoles.
Los bajorrelieves del sitio arqueológico (1000-1521 d. C.), como el Patio de las Grecas y alguna pintura en sus paredes, me llevaron nuevamente a las imágenes que observé durante mis caminatas callejeras en Oaxaca. Si bien en un principio creí que la fuerte presencia del grafiti, el stencil y stickers era consecuencia del movimiento muralista (algunos muros callejeros me recordaron obras que vi en Ciudad de México de Tamayo o Rivera), comencé a preguntarme cuánto de ese movimiento del siglo pasado no tiene, a su vez, su origen prehispánico en las obras casi desvanecidas que vi en las pirámides de Teotihuacán o en los bajorrelieves de la propia Mitla.
Ya en Uruguay, conversando con la artista visual Andrea Caraballo, que vivió tres años en Oaxaca en la época de las revueltas populares, me dijo: “Creo que México tiene una enorme resistencia a todo lo que es el colonialismo y a todo lo que es la institución estatal que se creó inclusive después del colonialismo, como la institución que se creó durante la independencia de ese país. La resistencia está muy presente en regiones como Oaxaca, Chiapas o Guerrero, donde la organización de las comunidades de los pueblos originarios es tan fuerte que forma parte de las manifestaciones artísticas urbanas. Allí la cosmovisión indígena engloba absolutamente todos los aspectos de la vida y está muy presente en los textiles, en el muralismo, en las calles”. Desde su taller de grabado en pleno centro de Montevideo, Andrea Caraballo me explica que el sincretismo de muchos artistas del conurbano que viven la contaminación del arte a nivel más global acude a raíces originarias.
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El arte en los muros de los sitios arqueológicos quizás dialoga con el arte urbano oaxaqueño actual, de forma consciente en algunos artistas que reivindican la resistencia o de forma inconsciente en otros artistas que, a través de la estética gráfica, expresan temáticas contemporáneas, como es el caso de artistas mujeres que en sus obras denuncian la inseguridad y la violencia de género que viven hoy las mexicanas.
Uno de los imprescindibles de toda visita cultural a la ciudad es el IAGO, que en esos días exponía una serie de grabados inéditos de Francisco Toledo, titulada “Bestiario”.
No sabía que en mi visita a ese increíble lugar, además de ver en los grabados de Toledo a esos seres mágicos tan parecidos a los personajes que imaginé al leer a Juan Rulfo, me iba a encontrar con un “bestiario” de seres de carne y hueso, soñantes que recorren las urbes mexicanas dejando sus huellas mágicas detrás de cada paso por la ciudad. El patio del IAGO estaba lleno de jóvenes liceales, algunos de ellos con pasamontañas, otros vestidos como raperos, con estéticas tan coloridas como dark, con las uñas pintadas, camperas con capuchas, espray en mano y alguno que otro con un palo que parecía un minilampazo de los que una normalmente usa para lavar el piso. Entre ellos y ellas se encontraban artistas que pasaban los 40, generando un espacio intergeneracional de gran diálogo de la cultura underground.
El IAGO estaba repleto. Allí se encontraban los creadores intercambiándose stickers de figuras como Pancho Villa sonriendo, personajes de videojuegos, un pequeñísimo feto en blanco y negro firmado Azke, caras de monstruos que me recuerdan el Día de los Muertos o letras con estética pop que dicen “Viker soy”. Obras excelentes en soportes impensables, como una tarjeta STM pintada con stencil o la suela de una zapatilla. Desde arriba era una simple zapatilla sin cordones, al darla vuelta se descubre la intervención urbana, como si los pasos por la ciudad fueran generando el arte en la misma caminata. Una obra que podría venderse en una galería a precios desorbitantes, pero allí las obras se intercambian por sonrisas; cuando le dije a ese artista, que bien podría ser un estudiante del IAVA, que soy uruguaya, me regaló una.
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Sin agenda previa, estaba en un encuentro nacional de grafiteros llamado “Cartografías del graffiti”, donde se presentaba el libro El punto es marcar, resultado del taller “Cartografías callejeras, herramientas para el mapeo y la documentación de las estéticas en la calle”, coordinado por la historiadora del arte e investigadora Itandehui Franco Ortiz. Este libro es resultado de un taller realizado en el IAGO durante 2024, en el que participaron tanto grafiteros como antropólogos, diseñadores y público en general. La publicación, que se encuentra en línea y es posible consultar de forma gratuita, es un fotolibro que contiene testimonios de artistas urbanos y obras de artistas mujeres muy rezagadas en las publicaciones sobre el arte mexicano.
Itandehui Franco Ortiz, coordinadora del taller y del encuentro nacional, quien creció en el mundo del grafiti oaxaqueño y lo ha documentado por más de 20 años, explica que este ambiente es muy machista, sea porque estar en la calle, salir y pintar en la noche es muy peligroso, sea porque el machismo es el mismo en todos lados. “Hace 20 años había muchos que te apoyaban, pero otros te veían como objeto de otra forma, como asistente u otro objeto peor aún”. Los temas principales de las mujeres artistas urbanas, según Itandehui, son la maternidad, la resistencia al machismo, temas introspectivos o el autorretrato figurativo, la violencia de género, la discriminación. Según la historiadora del arte, doctoranda en Identidades, hay obras de mujeres que son muy abstractas y complejas, como los tags, con muy buena calidad técnica. “Hoy hay más apoyos, más sororidad entre las chicas que entre los chavos, donde hay más postura de macho alfa”. De hecho, hay talleres en los que se generan grupos de mujeres que salen juntas a pintar y se cuidan entre ellas.
En el encuentro conversé con artistas callejeros de diferentes partes de México. Me contaron que para ellos es muy importante participar en instancias como esa porque es el momento de verse personalmente, ya que conocen las obras gracias a las redes sociales; se reconocen los trazos en las calles, pero nunca se sabe quién es la persona que los realiza. En estos encuentros los y las artistas pasan a tener cara (aunque a veces tapadas por mascarillas o pasamontañas), se intercambian obras, se comparten técnicas y herramientas, como por ejemplo esa especie de lampazo con mango extensible para colocar stickers en las alturas, conocimientos sobre serigrafía, diseño gráfico digital, alternativas económicas para continuar creando y así generar un mapa expresivo que forme una parte intrínseca de cada ciudad mexicana.
Las paredes mexicanas son también un trampolín para llegar a Estados Unidos. Hay quienes sueñan con irse y la galería a cielo abierto que es la misma calle, sumada al turismo “gringo”, ayuda. Pero no todos tienen ese interés, hay quienes deciden políticamente quedarse a resistir, a cuidar, a habitar su propia tierra.
Al cierre del conversatorio, el creador del Ratón Loco, un artista de más de 40 años, licenciado en Bellas Artes, tomó el micrófono y con tono de queja y rezongo dijo: “Ahorita veo a los grafiteros nuevos y parecieran niños tocando el timbre; con tanto atropello que tuvimos nosotros y ahora los niños de cristal se vuelven más de cristal, con una lata de aerosol ya les tiembla la mano, no puede ser posible”. Fue este mismo artista quien apeló al carácter político del arte urbano recordando las dificultades que vivieron en la década del 2000 al 2010, cuando los niveles represivos eran enormes. Para él no es lo mismo pintar a un Hombre Araña que a un Pancho Villa, para él hacer arte en las calles de su tierra natal, en un momento tan delicado como el inicio del segundo mandato del Trompita, como le llaman en México a Trump, es una forma de resistencia al colonialismo.
El libro El punto es marcar es un homenaje, como dice su introducción, “a los que la tradición traicionera omite, de donde nace un cosquilleo palpitante por dejar un tag, un nombre, una firma. Crews que ya no existen, grafiteros que han muerto, el paisaje urbano cambia y las calles que hace años estaban en oscuridad han sido invadidas por negocios, muchas pintas que hemos registrado quizás desaparezcan, pero su misma naturaleza es fugaz y por más que se borren letras ininteligibles para muchos, habrá nuevas generaciones que seguirán rayando las paredes, rastros sintomáticos de la sociedad actual en la que vivimos, sino al contrario, la cacofonía perturbadora de los signos que devora corrosivamente mucho más que las leyes ortográficas”. Al leerlo, al mirar las fotografías del libro me pregunto si aquellos que recorrerán en un futuro lejano la ciudad de Oaxaca no sentirán la misma curiosidad por comprender y descifrar las formas gráficas de Mitla que sentí al observar las ruinas de aquel sitio arqueológico que recorrí con mi casual compañero de viaje, que justo ahora se encuentra en Chiapas construyendo junto a la población originaria, quién sabe con qué diseños, paredes de barro en una comunidad.
Manuela Aldabe es fotoperiodista y comunicadora sobre temas de cultura y derechos humanos. Ganó el Premio Nacional de Prensa Escrita Marcelo Jelen en 2023. Formada en Italia, vivió 15 años en Europa. Desde su retorno a Uruguay, es docente de fotografía y arte y colabora con la diaria y Lento.