A thing of beauty is a joy forever. John Keats

La imagen que estaba frente a mí y la de la fotografía que sostenía en la mano eran casi idénticas, sólo que la imagen de la fotografía había sido tomada dos siglos antes. Una calle empedrada que bajaba, un edificio blanco en la esquina con grandes ventanales, casas con formas irregulares y sosteniéndose en un frágil equilibrio, más allá y en lo alto, la cúpula del Sagrado Corazón. Nada en ese lugar parecía haber cambiado mucho y por un momento fantaseé con que hasta podríamos encontrarnos en esa fotografía como fantasmas del pasado, pero no lo éramos, estábamos vivos y en color, en lo alto de Montmartre, en el distrito 18 de París, frente a donde sería nuestro nuevo hogar. ¿En serio vamos a vivir acá?, le preguntaba a mi pareja, que me pedía que no desconfiara más y aceptara mi suerte. Sentía como si hubiera podido caer un grado más profundo en ese sueño que es la inmigración y luego de haber vivido en los más variopintos barrios de París, en departamentos con algún que otro grado de excentricidad —un baño en el pasillo, un calefón en el living, una puerta que no podía cerrarse por el tamaño de la cama—, ahora estaba en una casa que parecía de verdad y hasta tenía un patio. “Es compartido pero pueden ponerle plantas y alguna silla en verano. Si alzan la vista llegan a ver el jardín de la vecina, pero es privado”, nos dijo la propietaria.

La París del movimiento y el sonido parecía, por un momento, lejana. En poco tiempo voy a aprender que la tranquilidad es algo que les gusta mantener a los habitantes de este lugar, que se llaman al silencio desde la ventana en la madrugada y escriben largas cartas de disculpas cuando organizan una fiesta. Los vecinos valoran ese dejo de barrio, de un lugar que anteriormente era considerado las afueras de la ciudad. A medida que voy subiendo las escaleras de Sacré-Cœur descubro que hay, efectivamente, un verdadero pueblo que lo rodea y que mantiene el espíritu campestre, casas de piedra con jardines, viñedos y la neblina que se siente un poco más densa. Muchas de las personalidades que vivieron ahí permanecen o prevalecen: a pocos metros de mi nueva casa vivía Rosa Luxemburgo y Erik Satie un poco más arriba; al pasar un portero eléctrico un poco escondido descubro los nombres Lagoutte, Picasso, Renoir y Utrillo, todo parece reforzar el aura de un lugar de artistas.

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París se alimenta de su pasado y sabe capitalizar la imagen que proyecta, al menos, a un público general. Pero las idealizaciones, como sabemos, contienen también el germen de la desilusión. Recuerdo cuando leí, con cierto descreimiento, sobre el síndrome de París, un malestar que experimentan turistas japoneses al visitar por primera vez la ciudad y caer en la cuenta de que la realidad de París es muy distinta a lo que habían imaginado. El nombre de esta afección lo dio un médico de ese país trabajando en un hospital público parisino durante los años ochenta. Al parecer la idealización sobre la ciudad es tan potente, en su belleza, en la posibilidad de la experiencia, que algunos turistas tienen que ser internados por trastornos de ansiedad y estrés; hay quienes deben repatriarse. Enfrentarse a una ciudad gris, en la que la gente no es especialmente simpática, una ciudad real que no se condice únicamente con la belleza, puede ser desmoralizante si se ha ido construyendo una expectativa muy fuerte. La cultura japonesa también es la encargada de reafirmar esta imagen imposible de París como un lugar ideal donde las personas parecen modelos esbeltos en un trasfondo de armonía y luminosidad incuestionable. Algo se labra en esa imagen ideal que debe estar cristalizada, fija, que no puede estar susceptible a ningún movimiento o rasguño. La belleza se nos presenta como un cuadro fijo, siempre para nosotros.

Me pregunto si, incluso de una forma menos dramática, no todos estamos un poco presos de las idealizaciones del viaje. El lugar que no está o el lugar donde no estamos permite desplegarse a pensar, permite posibilidades y también tener la ilusión de controlarlo. Se quiere lo que no se tiene, lo que no se alcanza, es un lugar común que finalmente está pidiendo un espacio. Hay algo intrínseco en la preparación del viaje que debe ser terreno de la fantasía, si no sabemos qué nos espera realmente. Un poco más cercano en el tiempo, en una lectura de poesía en una galería en el microcentro de Buenos Aires, escucho a unos jóvenes conversar sobre sus planes este año: pasarán seis meses en Madrid, volverán para la primavera porteña, luego se irán de nuevo; tienen proyectos allá y acá, viven entre un lugar y el otro, la vida parece atravesar geografías sólo para tener una continuación fluida, no parece haber muchas dudas y ese movimiento que implica aviones, alquileres, organización, etcétera parece, sobre todas las cosas, fácil. Me reconocí en ellos y recordé que yo también era un poco así. Me gustaba ir y venir, armaba todo para el desplazamiento como viendo siempre las ranuras por las que escaparme, minimizando los problemas que pudieran surgir. Aún más cerca en el tiempo, en una galería de arte repaso el dossier que reúne a varios artistas, en sus biografías dice: vive entre Asunción y Copenhague; pasa su tiempo entre Irán, Bruselas y Nueva York, suena cosmopolita y glamoroso, me intriga. La globalización y la reciente gentrificación de las capitales mundiales suponen también dotar a lugares distintos de elementos comunes entre sí. Pretenden alejarnos de la confusión; sabemos que en diferentes lugares vamos a encontrar algo que conocemos y eso nos tranquiliza, pero claramente nos quita algo.

Fue una revelación en mi último viaje encontrarme frente al mapa que muestra el trayecto del avión en la pantalla y tener una especie de epifanía tardía al descubrir que estábamos cruzando el océano, que la distancia que hay entre un continente y otro es efectivamente enorme, algo que debería haber sabido hace mucho tiempo, porque es evidente. Eso me sucedió luego de haber hecho el trayecto muchas veces antes sin haber querido pensar en eso, acercando los lugares. El deseo proyectado confunde, la realidad es la distancia.

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La belleza “es un aparecer ahí” dice en su ensayo “Cinco meditaciones sobre la belleza” el académico y escritor chino radicado en Francia François Cheng. La belleza es un aparecer que adquiere un movimiento, tiene un carácter que no puede permanecer fijo. La belleza viva nunca es estática ni se entrega totalmente, dice el autor, y es curiosa la analogía que establece con la pintura tradicional de su país para evidenciar esa condición dinámica. En muchas pinturas chinas de paisaje, las habremos visto por lo menos alguna vez, se estila representar el panorama con gran detalle: ríos, colinas, montañas cubiertas de nieve, y de pronto descubrís a un personaje de una dimensión diminuta, en general a un costado del cuadro o en un lugar no muy evidente dentro de él. El ojo occidental está acostumbrado a ver obras en las cuales el paisaje se encuentra en segundo plano, quizás como algo más accesorio. Seguramente viendo una imagen así encuentre al diminuto sujeto perdido en una gran extensión de detalles, pero Cheng explica que no es así como lo entiende la mente china. La pequeña figura está deliberadamente situada, tocando un instrumento o conversando con alguien, y es con detenimiento que podemos comprender que no está perdido en el paisaje, sino que ese todo está organizado en función de él. El sujeto es el corazón vivo del paisaje. Una vez más, el hombre no es ese ser que construye, fuera, su castillo de arena en una playa abandonada: es la parte más sensible, más vital del universo. Se produce entonces una inversión de perspectiva: mientras el hombre se convierte en el interior del paisaje, este se convierte en el paisaje interior del hombre, dice Cheng.

La belleza también trae una sombra y es que está ligada al carácter efímero, al instante. La belleza no puede escapar al tiempo, sin embargo, yo decidí entregarme a mi nueva vida de postal por el tiempo que pudiera durar. Me gustaba ver a la gente viviendo en su fantasía y yo también quería vivir con ellos. Encontraría mi panadería preferida, andaría en bicicleta, iba a participar en todos los rituales que hicieran los demás para mantener el mito, pintar con acuarelas, quizás un poco exagerado, pero también podría hacerlo. Me imaginaba cada vez más a mí misma dentro de esa imagen siendo parte del paisaje como algunos de los personajes de las pinturas de las que habla Cheng. Cuando regresé, en una de las primeras tardes, a mi nueva casa, escuché a mi vecina hablar amablemente delante de una pared, darle un golpecito y luego dejar la casa. Me intrigó saber con quién hablaba, ¿vivirá con alguien la vecina del jardín? Crucé el umbral de la puerta, era una de las primeras tardes sola ahí, me senté en la mesa a terminar un ensayo. El silencio parecía cerrarse sobre sí mismo, pero de pronto se interrumpió con un sonido bajo, sutil pero insistente, como si alguien estuviera pasando la mano por dentro de la pared en una especie de movimiento de ola. Traté de seguir con mis cosas y volví a abrir la computadora hasta que de reojo vi pasar atravesando el living un punto negro que cruzó el salón con gran velocidad y determinación; en un primer momento me pareció una lagartija. ¿Tal vez era un ratón?, me preguntó una amiga. A mí no me parecía. Traté de minimizar el asunto con un poco de negación; finalmente, si era un ratón, ¿qué tan malo podía ser? Incluso eso entraba en el imaginario local de lo aceptable: en la película Ratatouille, los ratones nos parecen encantadores en el contexto de un restaurante con dos estrellas Michelin en el que la alta gastronomía puede convivir con los roedores sin ningún tipo de problema. Pero al día siguiente apareció otro y luego dos más, eran como pequeñas luces negras que atravesaban el salón y salían de los agujeros más diminutos e insospechados. No, madame, no es así, me dijo el señor que envió el consorcio a socorrerme. Si usted ve uno en el living, es que atrás hay por lo menos doscientos. Es uno que sale a buscar comida durante el día para el resto de la comunidad, me dijo. Al comienzo traté de asimilar la idea, pero la posibilidad de que hubiera toda una familia o varias familias, una sociedad de ratones viviendo en las paredes huecas de la casa, me dejaba suspendida. Sí, decía el hombre con seguridad, deben de tener unas buenas rampas por donde bajar, y pasaba su mano por una viga de madera que sonaba vacía adentro, es viejo este lugar, usted lo sabe. Me imaginaba, de pronto, a los ratoncitos en su pequeña ciudad como un reverso de mi casa, deslizándose por toboganes, encontrando sus propios caminos y rutas preferidas. Salí de la casa y mientras veía cómo se encendían las luces de colores en el bar de la esquina y los turistas sacaban fotos a los sauces llorones que se mecían sobre las escaleras, sentí que ahora tenía una información adicional, algo que complejizaba la imagen, algo que los demás no sabían. Abandoné la colina de Montmartre para bajar a la calle de Clignancourt.

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Cuando se llega a la calle de Clignancourt, Montmartre se termina abruptamente, el contraste es bastante impactante ya que en muy pocas cuadras la imagen es completamente diferente. Ese entorno de calles empedradas y silenciosas donde la gente toma café en sillas de colores y saca fotos se convierte rápidamente en la explosión de sonido que es Château-Rouge, el barrio africano de la ciudad. Hay un gran mercado de frutas y verduras a la salida del metro, peluquerías en las que hacen trenzas y venden pelucas, santerías, pescado seco acomodado en las vidrieras, la gente conversa en la calle de cuadra a cuadra. Si estar en otro lugar para algunos puede conllevar un deseo de evasión, ese lugar perfecto e imperturbable, para otros puede existir la necesidad de acercar ese lugar un poco más a aquello que conocen. Esa es la sensación al menos en esta parte del mismo barrio, donde la ciudad queda un poco en segundo plano frente a una cultura que se superpone y la modifica. Pienso en Diálogos de exiliados, del cineasta Raoul Ruiz, película que retrata conversaciones de exiliados chilenos en Francia durante la dictadura de los años setenta. Gran parte de la película transcurre en interiores, si no toda; son conversaciones en departamentos en París, que muestran que la experiencia de estar en un lugar no tiene que ver necesariamente con estar en ese lugar. En ese sentido, la experiencia de la ciudad desde el punto de vista del inmigrante nunca es comparable. Encontraremos en el nuevo espacio lo que nos guste y lo que nos haga padecer, eso incluso podrá convertirse en lo mismo a través del tiempo. Los motivos del viaje podrán ser siempre distintos, por necesidad económica, por estudios, por amor, pero nunca puede decirse que un lugar es de tal manera. Y eso justamente es curioso si pensamos de nuevo en la gentrificación, las capitales europeas que se vuelven cada vez más representaciones de sí mismas; París es un buen ejemplo. Cada año es más difícil para las personas sin una gran cantidad de dinero vivir en estas ciudades, las familias se ven expulsadas, muchos deben tener más de un trabajo, sólo los más privilegiados podrán quedarse, es como si un movimiento natural se fuera deteniendo de a poco para suspender ese flujo de vida y dar lugar a la postal o al diorama.

Después de mi incredulidad frente a la convivencia que se me imponía, me pregunté si quizás estaba siendo un poco exagerada; tal vez estaba viendo algo negativo de una forma prejuiciosa e innecesaria y yo también debía convivir con los ratones. ¿O acaso mi nueva vida de postal no podía tener un movimiento inesperado, contener un punto oscuro? La naturaleza nos lo recuerda constantemente: la belleza puede surgir de lo feo, la larva que se convierte en mariposa, el pato que en verdad es un cisne, y lo bello, ligado al instante, es susceptible también de descomponerse. Según Cheng, la belleza tiene un componente trágico justamente por eso, nos recuerda que va a terminarse, está ligada a ese momento. Lo verdaderamente bello jamás puede ser fijo y tampoco puede durar, ser de la misma manera. En la novela de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray, la belleza del joven puede prevalecer mientras su cara, envejecida y deformada, se oculta en el ropero. Una no puede existir junto a la otra, pero en movimiento se contemplan.

Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985) estudió cine y tiene una maestría en Arte Contemporáneo. Publicó varios libros de poesía, escribe sobre arte y trabaja con artistas. Administra el sitio mixta.org.