A siete días de comenzado el año 2025, cinco incendios, propagados por vientos huracanados y condiciones más secas de lo habitual, cercaron la ciudad de Los Ángeles. Dejaron 29 fallecidos y unas 16.000 estructuras destruidas, desplazaron a más de 100.000 personas, quemaron unas 17.000 hectáreas y el costo de la destrucción se estima en al menos 164 billones de dólares —de las más caras en la historia del país—. Dos barrios fueron completamente arrasados. Y una ciudad quedó estremecida. Llevará años recuperarse del impacto ambiental generado.
La historia, el presente y la cultura de Los Ángeles están marcados por un implacable ciclo de incendios, terremotos, inundaciones y sequías que dejan en evidencia sus diferencias sociales. Los Ángeles desempeña un doble papel en el imaginario cultural. Por un lado, su clima templado y soleado la convierte en la ciudad de los soñadores, donde la conquista del oeste se reinterpreta como el anhelo de alcanzar la fama en la industria del entretenimiento. Por otro lado, también es el escenario, tanto real como ficticio, de catástrofes y escenas posapocalípticas, con imaginarios de invasiones zombis o alienígenas.
Tras el fuego —aún entre cenizas, metales derretidos, carcasas de algo que supo ser y químicos que sobrevuelan el aire—, surgen nuevas preguntas sobre cómo una ciudad afronta una catástrofe ambiental, la amenaza de los incendios, los impactos del cambio climático y las desigualdades sociales que genera.
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No hay nada de inusual en que Los Ángeles se prenda fuego, es parte de su naturaleza; lo único llamativo es la magnitud. La gente de la costa este dice que esta ciudad no tiene estaciones, cuando en realidad tiene dos. En invierno a veces llueve: si cae poca agua la vegetación está más seca, si cae mucha en poco tiempo hay inundaciones y deslizamientos de tierra; si llueve mucho de manera gradual la vegetación crece demasiado, con lo que aumenta el combustible para el fuego. No hay escapatoria. En la estación de los incendios, el verano reseca la tierra hasta volverla quebradiza y luego los vientos de Santa Ana encienden la chispa, desatando llamas que devoran todo a su paso. Joan Didion, una de las escritoras que mejor han capturado la esencia de Los Ángeles, escribió: “La ciudad en llamas es la imagen más profunda que Los Ángeles tiene de sí misma. El clima de Los Ángeles es el clima de la catástrofe, del apocalipsis. El viento nos muestra lo cerca que estamos del abismo”.
Los vientos de Santa Ana son un fenómeno recurrente en el suroeste de Estados Unidos y cada año, durante algunos días del otoño y el invierno, barren la región con su aliento seco y feroz. Nacidos en las entrañas del desierto de Mojave y más allá, descienden desde el noreste atravesando montañas y cañones, donde se aceleran y se calientan en su camino hacia la costa de California. Al llegar, rugen con la furia de un huracán de categoría 1, alcanzando velocidades de entre 120 y 150 kilómetros por hora, esculpiendo el paisaje con su irascible danza de fuego. Hay quienes les adjudican propiedades místicas. Durante esos días, en los que la aridez tensiona la piel y crispa el humor, se han reportado sucesos violentos, extraños. Mientras tanto, Los Ángeles se envuelve en un manto amarillo de polvo del desierto, como si la ciudad misma contuviera la respiración ante la llegada del viento.
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La zona metropolitana de Los Ángeles se extiende a través de autopistas y calles interminables que se desvanecen en el océano Pacífico, chocan con montañas de picos nevados y se derriten a orillas del desierto de Mojave. Uno puede manejar más de 100 kilómetros, durante dos o tres horas, dependiendo de la hora y el día, y todavía estar en Los Ángeles. Con diez millones de habitantes, el condado de Los Ángeles es el más poblado de Estados Unidos. Dentro de sus límites se encuentran 88 ciudades, entre ellas la ciudad de Los Ángeles, que alberga a cuatro millones de personas. La vasta región metropolitana del Gran Los Ángeles, que se extiende más allá del condado e incluye áreas vecinas, alcanza una población de 18 millones. A nivel estatal, California, con sus 40 millones de habitantes, se posiciona como la quinta economía más grande del mundo. Los Ángeles es una de las ciudades más caras y multiculturales que existen, con más de la mitad de su población de origen hispano, de los cuales 10% son inmigrantes ilegales y, según estadísticas, también los más pobres.
Un auto deportivo marca Porsche decorado con luces navideñas pasa por delante de un banco en llamas durante el incendio en Pacific Palisades, el 8 de enero.
Una semana antes de que comenzaran los incendios, Edgar McGregor, un meteorólogo aficionado de 24 años, publicó en su cuenta de Facebook: “Altadena, we have a problem” (“Altadena, tenemos un problema”), parafraseando a los astronautas de la misión Apolo 13, junto a un gráfico que detallaba el pronóstico de temperatura, vientos y precipitaciones para las primeras semanas del año 2025. Muchos de sus vecinos confesaron que fueron las advertencias de este joven las que los convencieron de evacuar y les salvaron la vida.
“Pensaba que estábamos preparados”, diría luego el jefe de bomberos del condado de Los Ángeles, Anthony C. Marrone. “Y estábamos preparados. Todo lo preparados que podíamos estar. Y ni siquiera estuvo cerca de ser suficiente”. Con casi 40 años de experiencia, Marrone tomó las precauciones necesarias para combatir uno o dos incendios grandes, pero no estaba preparado para combatir cinco simultáneamente.
A las 10.35 de la mañana del martes 7 de enero, Marrone estaba en un puesto de control que había armado a orillas del océano y recibió un mensaje de texto avisando que había comenzado un incendio en Pacific Palisades, un barrio enclavado entre las montañas que desciende hacia el océano Pacífico. Una semana antes, a 15 minutos de comenzado el año, hubo un incendio en exactamente el mismo lugar y se cree que remanentes de ese foco fueron la causa de este nuevo. Un mes antes, en Malibú, cerca de allí, un incendio llamado Franklin quemó 20 estructuras; fue controlado a tiempo porque no había viento. Desde hace un siglo las montañas de Santa Mónica y de San Gabriel se prenden fuego periódicamente, al menos, cada dos años. Esa tarde de enero las ráfagas de viento llegaron a 160 kilómetros por hora, decenas de miles de personas evacuaron Pacific Palisades mientras las llamas saltaban de una montaña a otra y el humo cubría el sol.
A las 18.15 otro incendio se estaba esparciendo en el cañón Eaton, 60 kilómetros al noreste de la ciudad, al pie de las montañas de San Gabriel. Hacia ahí fue Marrone, avanzando lento, trancado por el denso tráfico de Los Ángeles, mientras observaba cómo la nube de humo se hinchaba y el resplandor naranja en el cielo crecía; decidió ordenar el despliegue de 250 camiones y 1.000 bomberos más. Esa misma noche, otro incendio se esparció cerca de Sylmar, al norte del valle de San Fernando y del condado de Los Ángeles. “No tenemos más recursos, precisamos ayuda”, dijo Marrone en una llamada con autoridades estatales. Al otro día, tres incendios más comenzaron, uno en las montañas de Hollywood, otro al sur del valle y otro en Acton, del otro lado de las montañas de San Gabriel, al pie del desierto.
A las 11.00 del martes 7 de enero me asomé por la ventana de la cocina de mi apartamento y la vi. Abrí más los ojos y reconocí lo que era. Sus contornos marrones y volumen en seguida me indicaron que no podía ser otra cosa. Una nube de humo que subía como una columna hasta donde mi mirada llegaba. No era la primera vez que veía algo así desde esta misma ventana, pero nunca tan grande ni tan cerca. Los incendios son algo habitual en California, pero este no parecía ser uno más. Me daba el tiempo para ir hasta la playa de Santa Mónica, tomar una foto que mostrara la magnitud del incendio con el muelle y sus atracciones —uno de los emblemas turísticos más reconocibles de la ciudad— y manejar hasta la oficina para comenzar mi turno. El humo ya parecía una gran nube que descendía por las montañas y cubría el exclusivo barrio Pacific Palisades; el viento lo empujaba hacia el océano Pacífico.
Esa noche parecía que en Pacific Palisades había hecho erupción un volcán. La columna de humo iluminada por las llamas se extendía hasta desvanecerse en más humo, que cubría todo el cielo y también la tierra. Llovían cenizas. Volaban hojas, ramas. Vi árboles caídos, atravesados en la calle, a dos cuadras de mi apartamento, mientras volvía manejando. El viento soplaba a 130 kilómetros por hora en mi dirección; el silbido que generaba era casi ensordecedor, ahogaba el clamor de las sirenas. Los helicópteros y los aviones cisterna, esenciales para combatir incendios, hacía ya un par de horas que no podían volar debido a la intensidad de los vientos, y el pronóstico indicaba que hasta el miércoles de tarde no iban a ceder lo suficiente como para retomar los vuelos. No es posible detener el avance de un incendio con tanto viento ni con todos los bomberos del mundo —es un huracán de fuego—; lo único que se puede hacer es esperar que se calme.
El sol se ve detrás del humo por encima de estructuras y vehículos carbonizados tras el paso del Palisades Fire, en el barrio Pacific Palisades, el 8 de enero.
El incendio estaba a 20 minutos en auto de mi casa y la zona de advertencia de evacuación —definida como una potencial amenaza a la vida y a la propiedad—, a tan solo diez minutos. Cuando alguien ya se encuentra dentro de esa área, a veces demasiadas personas se quieren ir al mismo tiempo y quedan atascadas en el tráfico; a veces ya es muy tarde para escapar. En mis años viviendo acá he visto muchos casos así, pero en fotos y videos. Ahora me estaba pasando a mí. Me parecía difícil que el incendio llegara hasta donde vivo, me costaba pensar que fuera posible. Lo veía, lo olía y lo sentía. Intenté, sin éxito, disimular mi cara de pánico cuando le dije a mi esposa que creía que teníamos que pensar un plan de evacuación por si era necesario irnos: armar unas mochilas, llamar a unos amigos que viven un poco más lejos para ir a su casa, cargar el auto con el kit de emergencia para terremotos, víveres para unos días y alguna cosa más.
¿Qué cosas es importante salvar ante la posibilidad de perderlo todo? Una mujer eligió unas caravanas de oro, otra unos jarrones de porcelana para guardar galletitas, un hombre se llevó unos libros de poesía, mientras que una familia salvó a sus cabras y conejos y una niña agarró un peluche de Hello Kitty. Una hija se fue con las cenizas de su padre debajo del brazo y otra, con su colección de objetos de Taylor Swift.
En mi caso no lo sabía, no fue evidente en esos momentos de nerviosismo, quedé en blanco. Mis libros, pensé, pero son demasiados y algunos son muy pesados; además no podía llevarlos todos, tenía que seleccionar los que más me importan, pero nunca fui bueno para hacer listas o elegir lo mejor de algo. Ante la inminencia de perderlo todo, recordé: ya pasé por esto no una, sino dos veces. Primero fue un incendio y después una inundación. Nunca quise indagar demasiado en el simbolismo de estos hechos, pero no pasa más de un día sin que recuerde el título de algún libro que perdí en el fuego o en el agua. Esa noche me fui a dormir con el resplandor naranja del incendio asomando por la ventana.
Al otro día fui hacia Pacific Palisades, que todavía ardía ferozmente. Deambulé durante un par de horas por un barrio aún en llamas, arrasado por el fuego, sumergido en una nube tóxica de humo denso. La escena era apocalíptica, como si una bomba hubiera caído y arrasado con todo: cuadra tras cuadra, escombros humeantes, autos carbonizados, hileras de chimeneas abandonadas, postes y cables de luz caídos sobre la calle. Apenas se podía distinguir algo más entre las cenizas. También había presentadores de televisión arreglándose el pelo en frente a grandes focos de luz, cámaras y muchas personas esperando la señal para salir en vivo. Detrás, una casa siendo abrasada por el fuego.
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Los Ángeles es conocida como la capital mundial del entretenimiento. Además, es donde viven muchas de esas personas que vemos en una pantalla —actores, actrices, músicos; algunos las llaman “estrellas”—. Y los que no vemos también. El cliché, el lugar común, eso que vemos en las series y las películas de que acá todos son actores o músicos; bueno, es cierto. O al menos aspiran a serlo. Tanto el mozo como mi vecino ruidoso, la de enfrente que se acaba de divorciar y ya tiene novio, la cajera del café de la esquina de la oficina, el delivery de porro, el padre de un excompañerito del jardín de mi hijo, todos, y tengo varios ejemplos más, todos dicen que son actores, músicos o trabajan en “la industria”. Así le dicen. A veces incluso con una suerte de halo de secretismo, entrecerrando los ojos un poco cuando pronuncian esas dos palabras. Algunos tienen otras profesiones, o varias; otros lo intentaron durante un tiempo y luego abandonaron. Algunos siguen en la lucha, mientras que otros realmente logran vivir de eso; algunos apenas llegan a fin de mes y otros hacen mucho dinero, aunque se quejan más que aquellos que alguna vez trabajaron ayudando a un primo con el catering de un show que nunca llegó a emitirse en vivo. Sin embargo, te cuentan con entusiasmo que una “estrella” —cuyo nombre ni me suena— les halagó la camisa o el corte de pelo. La realidad es que “la industria”, que combina la música, el cine y la televisión, emplea a unas 300.000 personas en Los Ángeles, un número considerable como para que uno no se tope con varias aun sin buscarlo.
Un desastre natural es un gran nivelador, afecta a todos por igual, no hace distinciones. También se puede decir lo opuesto. Una catástrofe expone las desigualdades latentes en una sociedad. Ambas son ciertas. Entre ellas, hay claroscuros.
Bomberos trabajan en el barrio Mandeville Canyon, mientras el incendio de Pacific Palisades sigue ardiendo, el 11 de enero.
“¿Alguien tiene acceso a bomberos privados para proteger nuestra casa?”, escribió Keith Wasserman, residente de Pacific Palisades y cofundador de una empresa de inversiones inmobiliarias, en la red social X, antes conocida como Twitter. “Necesitamos actuar rápido aquí. Todas las casas de los vecinos están ardiendo. Pagaré cualquier cantidad”. En una situación así, algunas personas, pero sobre todo empresas y compañías de seguros, contratan escuadrones privados de bomberos para salvar propiedades; su trabajo suele ser preventivo. Cuestan entre 3.000 y 15.000 dólares por día, aunque hay quienes dicen que cuestan el doble. Al final, Wasserman no consiguió bomberos ni pudo salvar su casa. Aun así, la mera existencia y el uso de este servicio despiertan cuestionamientos éticos y acusaciones de privilegios y de injusticia en el acceso a recursos esenciales durante una emergencia.
A unas cuadras de ahí la situación era un poco distinta. El Pacific Palisades Bowl Mobile Home Park era un refugio de viviendas económicas para jubilados de clase media, con alquileres protegidos y vistas al océano. Los parques de casas móviles ofrecen una alternativa accesible de vivienda, pero suelen estar en zonas de alto riesgo de incendios y con escasa cobertura de seguros. Visto desde arriba, al descender la montaña, lo primero y casi único que logré distinguir fue el trazado de las calles, después parches grises y negros, palos que supieron ser palmeras, el chasis de algún auto, metales retorcidos y no mucho más. Todo chato, un terreno nivelado. No había demasiado indicio de qué había ahí antes. Mientras caminaba por las calles desiertas me topé con un escuadrón de bomberos del estado de Utah revisando conexiones de gas. Uno de ellos me saludó, se me acercó y me preguntó con voz suave si vivía en la ciudad y si era periodista; después, con la mirada perdida en el horizonte de escombros me dijo: “Estoy intentando imaginarme cómo era este barrio antes, pero no puedo. No quedó nada. En 20 años como bombero nunca vi algo así. ¿Vos me podés ayudar?”. Creo que me sorprendió más su cara de asombro y desconcierto que la propia devastación del lugar. Después de que, en 2018, un incendio hizo desaparecer el pueblo Paradise en la Sierra Nevada, donde había 30 parques de casas móviles y vivían 1.400 personas, sólo cinco se reconstruyeron.
Cuando una catástrofe natural afecta a un barrio entero, no se pierde sólo una vivienda o una propiedad; son cuadras y cuadras de escombros que supieron ser escuelas, negocios, iglesias, restaurantes. Afecta también a la gente que trabajaba ahí, que de un momento a otro se quedó sin ese ingreso. Se pierde una comunidad, una red social que une a muchas personas. Eso es difícil de recomponer.
El 18% de la población de Altadena, unas 43.000 personas, era afroestadounidense, y casi la mitad de las viviendas dañadas por el incendio de Eaton pertenecían a esta comunidad. Un estudio de la UCLA reveló que 61% de sus hogares estaban dentro del perímetro del incendio. La discriminación en el acceso a la vivienda —legal en Estados Unidos entre 1933 y 1968— limitó las oportunidades de minorías mediante el redlining, perpetuando la segregación y la pobreza. Esto llevó a que Altadena se convirtiera en un refugio para afroestadounidenses excluidos de otras ciudades. Hoy, la mayoría de los afectados son mayores de 65 años, con pocas posibilidades de reconstrucción, y desarrolladores ya han mostrado interés en comprar sus propiedades, lo que algunos definen como “gentrificación climática”, fenómeno visto también en Nueva Orleans tras el huracán Katrina.
Tras los incendios y la destrucción de dos barrios, la crisis habitacional en Los Ángeles se agravó. Aunque la ley limita los aumentos de alquiler tras una emergencia estatal, se registraron subas abusivas, de hasta 150%, y 1.400 denuncias, con 7,7 millones de dólares en sobrecargos. El fiscal Rob Bonta tomó acciones legales, pero el ayuntamiento rechazó congelar rentas y sólo aprobó protecciones contra desalojos.
Los Ángeles enfrenta una grave escasez de viviendas y las que hay son muy caras para muchos, con 400.000 unidades faltantes y 75.000 personas sin hogar. Es la ciudad con mayor hacinamiento del país y el alquiler promedio de un apartamento duplica el salario medio.
Las aseguradoras evitan cubrir viviendas en zonas de incendios, ofrecen montos insuficientes o cobran precios inalcanzables. En Altadena y Pacific Palisades, las pólizas se duplicaron o se triplicaron, lo que obligó a muchos a cancelarlas antes de los incendios. En 2024, State Farm, una de las compañías de seguros más grandes del país, les retiró la cobertura a más de 70.000 californianos en áreas de alto riesgo.
Casas y autos quemados entre los escombros tras el incendio en el Pacific Palisades Bowl Mobile Estates, en Pacific Palisades, el 13 de enero.
Durante cuatro días, la ciudad estuvo cubierta de humo y cenizas, pero esta vez no sólo provenían de árboles, sino de dos barrios enteros incendiados, que liberaban químicos tóxicos no medidos por los índices de calidad del aire. La exposición a estos compuestos puede causar graves problemas de salud, aunque sus efectos aún no se conocen del todo. Además, las cenizas y los desechos llegaron al océano, con lo que impactaron tanto en las playas como en la vida marina de la paradisíaca costa de California. Científicos han detectado restos del incendio a 160 kilómetros de la costa, lo que genera preocupación por el impacto ambiental a largo plazo en estos ecosistemas.
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En Los Ángeles hay barrios llamados Little Tokyo, Koreatown, Little Ethiopia, Historic Filipinotown, Little India, Little Bangladesh, El Salvador Community Corridor. Mi primer apartamento en la ciudad estaba en Little Armenia, entre Thai Town y Los Feliz, en pleno Hollywood. Mis vecinas eran, por supuesto, armenias, muy ancianas y simpáticas, que no hablaban una palabra de inglés y no lo necesitaban, no sólo porque su comunidad está compuesta por casi medio millón de armenios, sino porque muchos inmigrantes pueden sobrevivir en esta ciudad durante toda su vida sin necesidad de hablar otro idioma. Las comunidades de inmigrantes son autosuficientes. Un filipino en Los Ángeles puede pasar toda su vida hablando tagalo, comiendo bibingka y sinigang, trabajando, yendo a la escuela y a la iglesia con sus compatriotas, sin necesidad de mezclarse con el resto de la ciudad. A diferencia de la densidad compacta de Nueva York, la inmensa extensión de Los Ángeles permite la existencia de burbujas culturales, pequeños mundos dentro de la ciudad donde las comunidades conservan la esencia de sus países de origen como si el tiempo y la distancia no hubieran logrado desarraigarlas.
En LA —se pronuncia “eléi”—, como se le dice a la ciudad, según el último censo, se hablan 224 idiomas. Hace unas semanas, después de recoger a mi hijo de la escuela fuimos al parque y me puse a charlar con dos de las madres de sus compañeros. Ambas son indígenas zapotecas de Oaxaca, donde el español no es la primera lengua. Una decía que su madre se niega a hablar español, mientras que uno de sus hijos prefiere el inglés, pero que en su casa se habla zapoteco y un poco de español. A su vez, las dos provienen de distintos pueblos en los que se habla una variedad distinta de zapoteco apenas comprensible para la otra. Una me confesó que durante el primer año acá lloraba todos los días porque quería volver a su pueblo. El padre de otro compañero de escuela de mi hijo también es mexicano y su esposa, española, pero sólo hablan inglés en su casa.
Emigrar es una renuncia con la esperanza de construir algo nuevo, mejor. Al emigrar no se pertenece al lugar adonde uno llega, y después de un tiempo, progresivamente, se deja de pertenecer al lugar de donde uno salió. Emigrar es vivir en el limbo. Al menos durante unos años.
Hay algo aterrador, pero también fascinante, en ser testigo de la destrucción total de algo, en observar cómo algo se transforma y qué emerge de esa alquimia. Creo que me gusta vivir en esta ciudad.
Agustín Paullier (Montevideo, 1985) es fotoperiodista y editor. Trabaja como editor de fotografía para la Agence France-Presse para América del Norte desde Los Ángeles, antes para América del Sur. Es cofundador de la revista de fotografía Materia Sensible, de la que fue editor.