Así como el Doctor Strange busca infructuosamente durante semanas el enclave místico Kamar-Taj, donde luego adquirirá el dominio sobre las dimensiones y otras supercherías, igual ocurre en la realidad si uno se propone encontrar el sosiego en esta urbe endemoniada. La diferencia es que aquí no se encuentra nunca... ¿y qué?

Una ciudad es, entre otras cosas, un cúmulo de símbolos y de normativas que permiten la coexistencia de esos símbolos, pero ¿qué hace el peregrino cuando se encuentra ante las murallas imaginarias de Katmandú, que cumple con el inventario de las urbes pero que lo ha arrojado casi azarosamente, con sus piezas unas sobre otras, con lo que se van así al bombo las normativas, el ordenamiento y la mar en coche? Aprende a disfrutar diferente.

En esta metrópoli, cuyos albores datan de hace más de 2.000 años, se apelotonan cerca de tres millones de personas. Su semblante de hormiguero se trastocó en 2015 por los 7,8 grados en la escala de Richter del terremoto que dejó cerca de 9.000 muertos (22 mientras escalaban el Everest) y ocho millones de afectados. Un sismo que ha tenido diversas réplicas a lo largo de la década, la última en enero de este año.

El desastre natural le dejó un encanto triste, la belleza de la ruina, de lo desahuciado, el digno lustre del cadáver de lo que fue.

Las representaciones de Katmandú, como la utopía del exotismo idílico en las canciones de Fito Páez, Skay, Luca Prodan, Pappo, Bob Seger y Cat Stevens, caen por su propio peso, son una herramienta fácil para rimar con palabras terminadas en ú.

El Tíbet es tranquilidad hecha pueblo, pero de este lado de los Himalayas todo es olor, color, ruido, mugre, caos, calor. El taxi mañanero que me lleva a la casa de mis anfitriones se desplaza como un pez entre las bocinas de esta ciudad chueca por los estragos del sismo que parece que hubiera ocurrido ayer. Su lenta recuperación se debe, entre otras cosas, a que Nepal es la tercera nación con menos desarrollo del mundo y, además, cuenta con un gobierno corrupto que ha malversado fondos donados por países desarrollados y organizaciones internacionales. Incluso la nafta que le regala China se la vende a la gente, lo cual no evita que la escasez sea frecuente, como también lo es la de electricidad. La visita de los viajeros es vital.

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Llego a la casa de Jenny, una guía sueca que vive con su novio nepalí (que ha sido porteador en excursiones de montaña) y su pequeña hija en Baluwakhani, un barrio humilde en las afueras, a la vera de un curso de agua que recoge residuos de todo tipo. Almorzamos momo de carne con pan horneado por ella. Esta deliciosa comida de origen tibetano es un dumpling de harina relleno, que se cocina al vapor y se acompaña con achar, un encurtido especiado con semillas de mostaza, pimienta de Sichuan, comino, cilantro, cúrcuma y chile. Me llama la atención que ella coma con las manos (adaptada al modo de los países asiáticos) y él, que es local, con cubiertos. Me cuenta que es a raíz de que un primo, que hace varios años vive en Europa, en su visita le preguntó si no le daba asco comer y limpiarse el culo con las manos, porque acá no se usa papel higiénico.

Más tarde, mientras yo mismo me limpio el culo con las manos, pienso en la conversación del mediodía y en que hubiese sido mejor implementar el papel en lugar de los cubiertos. Pero cada uno resuelve a su modo.

Después de desayunar, camino hasta la ruta por esta zona rural. Tomo un microbús a la céntrica Thames, toda brotada de transeúntes, miles de motos, bicicletas, bicicarros, camionetas en maniobras indescifrables y hermosos balcones que espían entre la maraña de cables los productos que exhiben las tiendas, las palomas y las ropas secándose.

A cada paso, y en los rincones más inverosímiles, surgen pequeñas pagodas del tamaño de un kiosco, adornadas con guirnaldas y con fieles rezando, prendiendo inciensos o realizando ofrendas, así como las coloridas sombrillas que usan los puesteros y, por supuesto, decenas de carteles en alfabeto nepalí que son una incógnita. Verduras, carnes echadas al sol y a las moscas sobre tablones de madera. Y si alguna pequeña grieta ha quedado vacía entre las grandes moles desgranadas por las inclemencias del terremoto, ya fue invadida por el arte callejero, que adorna y se mezcla con las huellas del dolor, intentando resignificarlo.

Los edificios mezclan sus estilos con la misma furia que la ciudad impregna cada recoveco, muchos de ellos sin revocar. Me pregunto si será como en Perú, donde las casas peladas no se consideran terminadas y por ello son eximidas de impuestos.

Pasa un hombre cargando una inmensa bandera nepalí, una de las más lindas del mundo, y más allá, veteranos sadhus (hombres santos) conversando animadamente; de repente, una manzana con fotos en los muros de quienes perdieron la vida allí.

Las calles de esta metrópoli son un poderoso mercado que ha copado todos los espacios, pero cuando uno levanta la vista se encuentra con bellezas labradas en madera engalanando ventanas, marcos, barandas y rejas de humildes residencias a medio caer. Las calles, por momentos, decantan en cruces inextricables que parecieran provocar un colapso del que salen airosas gambeteando como pueden.

Casas apuntaladas con madera tras ser dañadas por el terremoto de 2015, en la plaza Durbar de Katmandú, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, en enero de 2025.

Casas apuntaladas con madera tras ser dañadas por el terremoto de 2015, en la plaza Durbar de Katmandú, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, en enero de 2025.

Foto: Subaas Shrestha, NurPhoto, AFP

La gente vive el caos con calma. Las charlas en la mitad de la calzada, las risas, las treguas para el rezo y la meditación se abren paso con toda la naturalidad del mundo entre el ritmo urbano que fluye espeso sin cesar. Las vestimentas tradicionales se alternan con imitaciones de las marcas globalizadas.

Avanzo hacia la plaza Durbar, frente al señero edificio que fuera el Palacio Real y sus antiquísimos y baqueteados templos, algunos de madera, otros de piedra, pero todos apuntalados. Aquí son de mayor porte que entre las callejuelas y están acompañados de importantes esculturas de las diferentes deidades. Hay andamios por doquier, que hoy ya son parte del paisaje. Y esto, que a muchos viajeros les molesta, forma parte de la propia esencia de la ciudad: Katmandú es sucia en el sentido más amplio del término y por eso la amás o la odiás: tus fotos no van a tener nunca la belleza impoluta de la pagoda, el paisaje o la estatua, sino que siempre estarán el cartel desteñido y rotoso, el predio derruido cercado, el tipo durmiendo, el perro sarnoso, la maleza desprolija, las motos encimadas.

Así como hacen estos habitantes sin gentilicio en español, me echo a la sombra del templo hindú Kasthamandap (159 d. C.), del que toma el nombre la ciudad, escoltado por la estatua de Hanuman (el dios mono), que tiene la particularidad de estar construida enteramente en madera, sin ningún clavo, y por ahí se comenta que proviene de un único árbol.

La diosa niña

Y entonces llego a la casa de la Kumari, la única diosa viva, que toma forma de una niña. Las candidatas, exclusivamente de la casta Shakya, hace 700 años que pasan por un riguroso proceso de selección y, una vez que son consideradas la encarnación de la diosa hindú Taleju, comienzan una estricta, aislada y corta vida sagrada que se interrumpe con la primera menstruación o en caso de desacato, como una Kumari que, por viajar a Estados Unidos, es decir, por someterse a la obscena exposición pública, perdió su don por decisión de un tribunal.

Al ser una creencia de origen budista e hinduista, sacerdotes de ambas religiones y un astrólogo tienen que certificar que la virgen seleccionada posee, como Buda, los 32 lakshanas, atributos físicos y sicológicos: entre ellos, piernas de ciervo, voz clara como la de un pato, corazón de león, cuerpo semejante al árbol banyan (divino por su relación con el dios Brahma), cejas de vaca, dentadura y piel perfectas, una historia médica inmaculada, el pelo lacio, los ojos bien oscuros y una lengua pequeña y húmeda. La Kumari real de Katmandú, a diferencia de las otras (las hay en diferentes sitios del país), además, debe tener el mismo signo del zodíaco que el presidente de la república, para asegurar la buena ventura de la nación.

También se dice que tiene que superar varias pruebas que aseguren su valentía, como velar entre 108 búfalos muertos durante una noche, pero varias de ellas lo han desmentido.

En Nepal no olvidan aquella vez que, el último día de un extraño llanto continuado por seis días de la Kumari de Patan, el príncipe heredero asesinó a nueve miembros de su familia, incluyendo a los reyes, y luego se suicidó. Hoy ella trabaja en una oficina extendiendo préstamos financieros al público y, desde 2008, la monarquía ha sido abolida.

Las familias de estas niñas, que pasan esos años vestidas rigurosamente de rojo, con los labios pintados de colores brillantes y los ojos delineados de negro, a las que ni siquiera se les permite pisar el suelo por su carácter sagrado y quienes en las festividades deben bendecir a los fieles sin mostrar emoción alguna, se sienten honradas.

Esta tradición se encuentra en pugna en la actual sociedad nepalí, que se debate entre defender sus estatutos religiosos, vitales en un país tan castigado, y preservar los derechos de estas niñas que ahora, a partir del activismo de varias ex-Kumaris, se educan pero con un profesor privado sin salir de su casa.

Me quedo un poco frente a su balcón, su único nexo con la vida mundana, y juego a creer que le he visto las pupilas curiosas, a través de la persiana, a esa pobre niña a la que el designio le ha arrebatado la infancia, que en unos años deberá regresar a este lado de las cosas y socializar, usar calzado, hablar sin susurrar, prácticas que le son ajenas por el momento. Además, esas niñas cargan con el estigma de la creencia de que el hombre que se casa con una Kumari fallece después de un año.

Mi tranco flâneur me empuja por esta ciudad en pleno proceso de reconstrucción y llego a la zona de Patan, con calles enrevesadas y muros que se curvan para acompañarlas, templos y ruinas actuales. Y, claro, los puestos de cestería, los sacos que exponen las decenas de especias que identifican la gastronomía de la región, las coloridas arcadas que dan la bienvenida de un barrio a otro. Nomás dar vuelta la esquina, los picantes y los currys se cuelan en las fosas nasales; entre eso, algún hombre echado a la sombra, durmiendo la mona, guarecido del calor abrasador, que no da tregua. Más allá las fuentes, que son grandes piscinas con gradas de las que los habitantes recolectan agua.

Empiezo a volver a la tardecita. Los micros están repletos de gente, así que me tomo en Golfutar una camioneta colectiva hasta la ruta. Luego bajo por el camino y, aunque voy orientado, como está muy oscuro porque no hay alumbrado público, y con el celular muerto, pido ayuda a una familia. Una almacenera me deja cargar un poco el teléfono y llamo a Jenny, aunque no sirve de mucho. Finalmente, un niño y su padre me acompañan al puente que buscaba. Camino para encontrarme con el nepalí, que ha salido a buscarme en la moto, lo cual también cuesta por lo impreciso de las coordenadas. Finalmente llego a la casa, extenuado por tantas sensaciones a lo largo del día.

Jornada sincrética

Me viene a buscar un taxi a las 5.45 y me lleva a la estupa esférica Boudhanath, donde los fieles más variopintos están en pleno ritual kora, que consiste en dar rápidas vueltas en sentido horario, rezando y pasando con la izquierda las cuentas del rosario budista. Hacen de anfitriones el sonido envolvente de las oraciones, el aroma de los inciensos y las velas de mantequilla.

Este majestuoso monumento funerario, sin dudas uno de los más fascinantes de Nepal, contiene los restos sagrados de Kasyapa, sabio que paterna a la humanidad entera, y está coronado por los ojos de Buda, que miran hacia los cuatro puntos cardinales. Ver el amanecer aquí es emocionante y creo que, por primera vez, valoro la presencia de decenas de palomas que dibujan iluminadas siluetas. Con sus casi 40 metros de altitud, es una de las estupas más grandes del mundo y fue declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco. Representa un mandala y está rodeada de edificios, como una plaza cerrada escoltada por 108 figuras de Buda, número de buen augurio para la cultura tibetana. Hay una fuerte comunidad en la zona a raíz de la migración que hubo en los años cincuenta, cuando la gente debió huir del Tíbet a causa de la invasión china. El remate de la estupa se ha venido abajo y está en reconstrucción por parte de los propios fieles, que hacen una cadena humana pasando ladrillos hacia las alturas.

Camino por los alrededores visitando algunos de las decenas de coloridos monasterios (gompas), en los que jóvenes monjes, algunos niños aún, se encuentran ocupados en tareas de aseo o en el rezo. Me cruzo con un cortejo nupcial que incluye el desfile de una orquesta a base de clarinete, trompeta, tuba, redoblante y bombo, con un uniforme que parece una cruza de militar con taxista estadounidense de los años cincuenta. Atrás, una procesión de hombres de topi.

Niñas menores de 7 años, conocidas como las diosas vivientes Kumaris, esperan para ser veneradas por turnos en la plaza de un antiguo palacio para protegerse de la mala suerte y las enfermedades, en Katmandú, en setiembre de 2024.

Niñas menores de 7 años, conocidas como las diosas vivientes Kumaris, esperan para ser veneradas por turnos en la plaza de un antiguo palacio para protegerse de la mala suerte y las enfermedades, en Katmandú, en setiembre de 2024.

Foto: Sanjit Pariyar, NurPhoto, AFP

Desayuno en Nir's Toast Bakery & Restaurant, una organización sin fines de lucro que apoya a escuelas en el este del país y además da cursos de cocina gratuitos, para facilitar una herramienta laboral. La seriedad del emprendimiento me hace acordar, por antítesis, a la edulcorada y reduccionista película Katmandú, un espejo en el cielo (2011), en la que una maestra española asume el rol de heroína creando una escuela para niños pobres, dándoles de comer, dándoles trabajo a sus madres, impulsando el rescate de una alumna de una red de trata y luchando contra una sociedad pintada como ignorante y terca, bajo el concepto de que uno es pobre porque quiere, olvidando considerar las circunstancias. Lo interesante es que ella, hemos dicho maestra, nunca hace el mínimo esfuerzo por aprender de la cultura que, mal o bien, la acoge.

No queda lejos a pie el templo hinduista dedicado a Lord Shiva, Pashupatinath, el más grande del país y uno de los cuatro más importantes de Asia dedicados a este dios. El aroma a carne quemada proviene de las piras que se están realizando en plataformas elevadas, a orilla del río Bagmati, sobre paja húmeda, que garantiza que los cuerpos queden cubiertos por un denso humo blanco. Los familiares aguardan a la sombra, por horas, hasta la consumición casi total, para luego esparcir las cenizas en el río.

Este enorme complejo religioso, de origen casi mítico, que comprende pagodas, crematorios, monumentos, mercados y el Briddhashram (hogar de ancianos), es destino de peregrinos de todo el mundo. Coronado en oro y con cuatro puertas de plata, a los no hinduistas no se nos permite el acceso al interior del templo principal.

Aquí, cada día implica una estricta rutina que incluye el lavado de las estatuas, la ofrenda del desayuno a Shiva, las oraciones, los puyas y el Bagmati Ganga Aarti, ritual de ofrenda muy popular en India en torno al río diosa que conocemos como Ganges. Y entre medio los monos residentes, alguna cabrita y jolgoriosos sadhus en fuertes tonos.

La densa presencia de la muerte es algo difícil de explicar, pero, a diferencia de lo que me pasó en Auschwitz, donde la atmósfera también está impregnada de muerte, acá el significado es otro, no sólo porque no es un espacio de tortura y exterminio, sino porque para el hinduismo la muerte no tiene la terrible connotación que tiene para el mundo occidental y se la considera simplemente un trámite de tránsito.

Tras bajar del caos de un micro, voy al Parque del Buda Amideva, con sus tres grandes estatuas, una de ellas la más grande de todo Nepal. Allí sobran las excusas para detenerse, entre sus pintorescos elementos de rezo y objetos de adoración. Por ejemplo, hay gente que te vende monedas para que las arrojes a una fuente en la que hay una representación de Siddharta Gautama.

Y entonces el templo budista hinduista Swayambhunath, de más de 1.500 años, conocido como Templo de los Monos por la abundancia de simios que lo pueblan, que serían la evolución mítica de los piojos que poblaban la cabeza de un hombre santo, fenómeno que se habría dado en este sitio. Ubicado en una colina, desde aquí se tienen unas fantásticas vistas de Katmandú. Después de ascender la extensa escalera, hay ruedas de oración, una estupa rematada por una magnificente punta dorada, santuarios y puestos de artesanías y reliquias.

La intensa jornada acaba en un sublime chow mein con búfalo. Se me arremolinan Doctor Strange, la maestra española salvando pobres, Fito, Pappo, la dulce Kumari con sus piernas de ciervo jugando sola en su cuarto, la ciudad letrada de Ángel Rama echando espuma por la boca, la muerte que me dejó tan compungido allá por Cracovia, las camisetas de Messi, y sé que los ecos de esta experiencia disonante difícilmente dejen de acompañarme.

Mañana vendrán el orgasmo fotográfico en Bhaktapur, luego la vivencia transformadora que será la caminata de 15 días por el circuito de los Annapurnas, pasando por los 5.400 metros del Thorong La, Lumbini —donde nació Buda— y la selva del Parque Nacional de Bardiya, donde me esperan elefantes, rinocerontes y tigres en su hábitat natural. Y más allá la India y mil sensaciones más. But no matter, the road is life.

Pablo Trochón es escritor, profesor de Literatura, magíster en Literatura Latinoamericana y viajero.