El silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos los ruidos. Miles Davis
1.
Es posible marginar un sonido, no tenerlo en cuenta. El oído prioriza aquello que nuestra atención demanda, no es un acto consciente, sino la reacción a un estímulo sonoro. Ellos aún no lo saben, entonces les propongo que cierren los ojos y oigan. Recito la poesía en voz alta y, al finalizar, pido que me cuenten lo que han escuchado. La gran mayoría menciona al autor y opina sobre la poesía y su contenido, otros hacen hincapié en mi voz y unos pocos, en las formas de la lectura: la dinámica, los matices utilizados, el volumen y la marcación de los signos de puntuación. Enseguida pregunto si oyeron algo más y una joven levanta su mano tímidamente. Nos cuenta que la brisa se cuela a través de la ventana entreabierta y sacude la cortina y que el ruido del roce contra el marco se mantuvo durante el recitado. Agradezco a la muchacha y, con su ejemplo, inicio la charla sobre micrófonos, les explico que, a diferencia de nuestro oído, el mic registra todos los sonidos, todos, no discrimina, y es esencial aprender a escuchar. Después de graficarlo en el pizarrón, camino lentamente hacia la ventana. Las tablas del viejo piso de madera crujen a cada paso, me detengo y observo hacia el exterior, el murmullo de las voces en la calle y el escaso tránsito se perciben debido al silencio que parece reinar en el aula. Sus caras se iluminan contagiadas y algunos afirman con un movimiento de cabeza. El primer astronauta que salió al espacio abierto relató que al abrir la escotilla el silencio absoluto era abrumador, podía escuchar su corazón bombear y cómo los pulmones se inflaban y desinflaban con tal nitidez que su resonancia no lo dejaba pensar. El sonido, por lo menos en nuestro sistema solar, sólo sucede aquí en la Tierra. A través del aire se dispersa la armonía del sonido, también el incordio de los ruidos. El silencio real se encuentra en el espacio sideral, donde las ondas sonoras no pueden propagarse; por su acústica y hermetismo, el lugar más parecido es el estudio de radio.
Durante años utilicé el mismo ejemplo, aunque hace un largo rato que dejé de dar talleres; cuando enviudé ayudaron a distraerme y no pensar en Sole, a ocupar el tiempo que la tristeza ató a la aguja del reloj, luego preferí recluirme en casa escribiendo, o en el estudio frente al mic, leyendo cuentos, mediando la madrugada. He terminado de escribir algunos relatos breves que locutaré hoy en la radio y, entretanto las ideas se organizan, me pierdo en ese ayer que arrastra el viento hasta el balcón y lo arroja entre mis pies. La tarde se ha llevado sus grises y las tibias estrellas anuncian la hora de la Luna, que, perezosa, inicia la escalada, ensayando su mudez, aguardando a que los sonidos se escapen para alumbrar el silencio que chista su reto.
Locutores
Los enamorados escuchan la radio, también los que buscan un amor. Quienes no creen en el amor no la oyen, y los que se dan una última oportunidad llaman desesperados. El locutor lo sabe, por eso coloca su voz melosa y dice hablarles con el corazón. En la radio lo odian, por creído y embustero, pero él sabe que en la vida hay casamientos y divorcios, y juega a ser Cupido o el diablo según cómo se levante ese día. Porque los locutores duermen y sueñan, y también cagan por la mañana.
La mirada se adueña de un punto fijo en la baldosa. Recuerdo que la noche acababa cuando nos echaron del bar. Reíamos y hablábamos a los gritos, habíamos bebido mucho. Anna y Natalia se despidieron de nosotros y a la vez discutían sobre un intercambio de miradas provocadoras que, al parecer, una de ellas tuvo con una simpática pelirroja; a los pocos meses esos celos se mudarían a Ámsterdam. Todos vivíamos cerca y esa juntada se repetía los viernes y pocas veces los sábados, este era uno. Caminábamos abrazados y sonrientes, el clima era ideal para regresar a casa. El frescor venido desde el río despejaba nuestras alcoholizadas cabezas y el andar se tornaba placentero. Sabíamos que al llegar tendríamos sexo y luego dormiríamos hasta el atardecer. Disfrutábamos haciendo el amor ni bien entrábamos a casa, nos desvestíamos improvisando entre besos y abrazos llevados por el alba, que aclaraba el apartamento a desgano. La peregrinación iba desde el comedor a la habitación y de allí a la cocina o al baño, y frecuentemente terminábamos en el vestidor, ensayando poses y jugando a los amantes contorsionistas, observándonos al espejo, balbuceando promesas y groserías.
Habíamos andado poco más de dos cuadras cuando un auto paró sobre un costado de la solitaria calle, descendieron dos hombres y se acercaron decididos. El de barba tupida nos hablaba estirando prudencialmente el brazo, nos pedía tranquilidad y, moviendo su otra mano dentro del bolsillo del abrigo, insinuaba que tenía un arma oculta. El otro hizo una breve pirueta con la navaja, se aproximó a Soledad y tomó su cartera. Ella se aferraba con las dos manos a las asas, intentando poner distancia con el arma, pero sin soltar su bolso. Intenté aproximarme a ella con los brazos alzados, mientras le pedía que le diese su bolso. Todo ocurrió muy rápido. El hombre de la navaja dio un paso a un costado y, en un movimiento calculado, incrustó la hoja en sus costillas y la retiró con violencia. Ella emitió un quejido apagado, soltó la cartera y se tocó el costado, un manchón de sangre tomaba forma en el abrigo, y al instante me miró absorta, estiró su mano hacia mí y se desplomó sobre el suelo. Yo dije algo, o grité, la escena se repite en mi cabeza, no recuerdo con exactitud, intenté acercarme a ella, pero el otro hombre se interpuso y, exultante, me ordenó que le entregase todo, sacó el arma del bolsillo y, sin pensarlo, me abalancé sobre la pistola, agarré sus manos y comenzamos a forcejear. Durante la refriega, vi al otro tipo arrancar la cadena del cuello de Sole, después robó su anillo de bodas y, raudo, se metió dentro del auto. Imágenes que cargo entre sueños o en momentos de silencio, recuerdo el sonido soso cuando caímos al suelo, torpes como bolsones de papas, entretanto nuestras manos se disputaban el revólver. El hombre maniobraba con fuerza y yo con desesperación, el arma brillaba junto a mi cabeza, pataleábamos en el piso, hasta que sentí la presión del frío metal contra la mejilla y de pronto el arma detonó junto a mi oreja, atontándome. Entonces me aflojé, el hombre se enderezó y vi la culata del arma descender sobre mi rostro, luego, la negrura.
2.
Silencio. El reverendo y sus labios gruesos repiqueteando una plegaria. Los familiares y amigos vestidos de negro, anteojos al tono, y yo detrás de los míos, sordo, observando como si fuese un invitado y no el viudo. Aún me dolía la cabeza y una gasa sobre la ceja cubría la cicatriz suturada. De a poco se acercaron a darme el pésame, veía las bocas gesticular, algunos me tomaron de las manos, las caras se arrugaban contrariadas y los ojos debajo de los cristales buscaban los míos. Eran ojos incómodos, pestañeaban más de la cuenta y se desviaban hacia los costados, sus labios se movían diciéndome algo, luego las pupilas tristes volvían momentáneamente hasta las mías y se despedían con una mueca melancólica. Vivo dentro de ese momento, estoy allí parado, me pregunto qué estarán diciendo, todo un ejercicio de lectura de labios, me consuelan, asiento con la cabeza. A pocos metros unos niños juegan, corren y ríen. Han encontrado una pequeña paloma muerta y saltan a su alrededor, una mujer se les acerca, les habla y se apaciguan. Antes de regresar junto a nosotros, uno de los niños se da la vuelta y patea con fuerza al pájaro. Ellos no comprenden la muerte, tampoco nosotros. La ceremonia finaliza, aún permanezco en el lugar y, aunque no puedo escuchar mi voz, doy las gracias a todos por venir y giro hacia el cajón, dentro está Soledad, maquillada y con sus ojos cerrados, pienso en hablar con ella, pedirle que no se muera, pero eso no sucederá. Así es como la escena quedó durante ocho años, dando vueltas en la penumbra de nuestra cocina, reflejándose en el café quieto, dentro de la taza de cerámica que compramos a los hippies en el parque una mañana que fuimos a buscar vinilos a los puestos de discos usados; esa misma cocina donde preparaba su jugo exprimido de naranja en bombacha, con mi camisa puesta, fumando y tarareando L'Internationale.
Al rato llegaron los hombres encargados de llevar el cajón y el cura se acercó, me habló, observé su boca gesticular, los pelos de su nariz. El afeitado reciente y desprolijo le había dejado diminutas cicatrices sobre un costado del mentón. Pareció decir algo sentido, carraspeó y tosió dos veces (no sé el motivo, pero imaginé sus pulmones medio podridos), palmeó suavemente mi hombro buscando alguna reacción y asentí, después todos nos retiramos de la capilla y, sin decir nada, me alejé caminando por las callejuelas del cementerio.
El silencio era constante y los grises del lugar no desentonaban con las holgazanas nubes, un poco más abajo, los pájaros posados en las ramas altas de los pinos y, a unos metros, las cruces y las estatuas encima de las bóvedas completaban el encuadre desolador. Sobre las sombrías paredes de los nichos comunales, los ramilletes marchitos y las estampitas con imágenes de santos le agregaban colorido al paisaje, y en un banco frente a ellos me senté durante horas a pensar en Soledad, en ella y en los muertos y su permanencia en un lugar que, sin dudas, yo nunca hubiese elegido. De pronto todo había cambiado, mi desequilibrio interno pedía quietud e intentaba comprender los acontecimientos recientes y medir sus consecuencias. El presente se derrumbaba, las ilusiones y los sueños, los planes a futuro, lo construido hasta ese instante y todo a su alrededor se esfumaba, los sabores y los colores, los aromas y los sonidos, y puedo asegurar que la primera pérdida significativa fue la sensación de la frescura en la mañana. Mi mirada se quedó ese día habitando el musgo añoso de las paredes del cementerio, y en cada visita servían de ancla cuando los recuerdos revolvían el pasado y los pensamientos se perdían entre el moho y la humedad de la cal.
Con el paso de los días fui remontando, tironeado por un mismo recuerdo. Ella siempre decía eso sobre resurgir de las cenizas y, empujando a regañadientes, retomé mis tareas; de la misma forma fue recuperándose mi oído, el tímpano estaba intacto, y mi recepción auditiva se sensibilizó de tal forma que en ocasiones consigo distinguir los sonidos primarios que componen la voz, puedo percibir en sus matices el sentir de la persona. Graciela asegura que la voz emitida desnuda el interior, y así los escucho, y en parte me avergüenzo de este fisgoneo esporádico e inevitable, por eso prefiero estar solo o interactuar en la radio con el oyente, en lo posible sin diálogos. El operador de consola, algún productor de turno, Malena, también Quispe (el portero del edificio donde vivo), dos o tres vecinos, la cajera china en el supermercado... y no recuerdo quién más, con ellos intercambio palabras. Si pudiese elegir sólo hablaría frente al mic, cuando se enciende la luz roja del cartel y anuncia, en mayúsculas, que estoy al aire. En la madrugada, miles viven donde las bombillas amarillean, encienden la radio y regulan sus perillas para escuchar mis cuentos breves y, como fieles poseídos honrando un rito íntimo, llaman por teléfono y dejan sus mensajes.
Cuento
El locutor de radio lee un cuento al aire. Lo sabe de memoria, sin embargo, lo lee. El oyente ha escuchado el relato en otras oportunidades, e igualmente se emociona y sorprende con el final. El locutor lee el cuento como si no lo conociese, juega con sus matices y se permite sonreír. A veces equivoca el decir y se le lengualatraba, mientras los personajes de la fábula se burlan de él, corren y pintan la tristeza con aerosoles, huyen de la patrulla policial entre carcajadas, y durante las marchas protestan y queman contenedores de basura, rescatan dragones y se enamoran, se alegran, se enojan, y vuelven a nacer y morir, una y otra vez, dentro del oyente.
Marcos Grajales (Montevideo, 1970) es escritor, periodista, locutor y guionista de cine y televisión. Reside en Buenos Aires desde 1982. La novela La locutora comunista será publicada próximamente por la editorial HUM.