“Así como nuestro cuerpo tiene cinco sentidos”, escribió un cura del siglo XVI, “hay cinco ventanas por las cuales ingresa en nosotros la muerte”. Si abriéramos esas ventanas, ¿qué otras cosas entrarían? El hedor a orina de una curtiembre. El tintineo de los cascabeles en los sombreros de las trabajadoras sexuales, un arrebato plateado y erótico. El murmullo de las hojas secas en los árboles de moras. Las ruedas de los carruajes contra los adoquines. Susurros femeninos en un agujero sobre el muro. El hervor de los gusanos de seda en una olla. Vapor y más hediondez. Hebras de seda entre los dedos: gotas de sangre en una mano pinchada por una aguja. Ínfimas bolitas de mazapán que se deshacen sobre la lengua. Rezos urgidos. Chismes morosos. El impacto de un mazo, el rebote de la pelota contra la pared de un claustro. El repiqueteo de unas piedras en una ventana. Castañas que se parten en las manos anchas de un vendedor ambulante. Rumor de barajas, dados que ruedan sobre la piedra. Risas al leer cartas, risas en la misa, risas desde el interior de la celda austera de un convento. El canto agudo y desenfrenado de unos chicos que resuena en la piazza, el cuchicheo de unas monjas.
Todos los historiadores aprenden a convivir con el anhelo de conocer aquello que ya ha desaparecido, pero quienes se ocupan de la historia de los sentidos persiguen el objeto arcaico más efímero que podamos imaginar: la percepción. Los archivos sirven para zanjar muchas preguntas, pero sin duda no son capaces de responder cómo sonaba la Italia del Renacimiento. O, para ser más precisos: podemos acceder a los sonidos del pasado únicamente mediante la teoría, gracias a la abstracción, a través de un intelecto siempre incompleto. Nos consta, por ejemplo, que las trabajadoras sexuales de Florencia debían, por ley, usar cascabeles en los sombreros, pero aquello que de verdad nos interesa saber (qué ruido hacían esos cascabeles, y sobre todo qué se sentía al oír ese anuncio) será, por fuerza, incognoscible.
Para esos historiadores interesados específicamente en la vida de las mujeres premodernas, el problema se complica todavía más. En la Florencia de los siglos XVI y XVII, una de cada cinco mujeres vivía tras los muros de alguna institución. Y en esos claustros imperaba una regla estricta: el silencio. Ya bastante difícil se nos hace oír las campanas, la música, las voces... ¿Cómo se escucha, entonces, en un archivo, el sonido de un grupo de mujeres silenciadas? ¿Hay algo ahí? Acaso un cuchillo que cae por torpeza al suelo de piedra del refectorio, una pausa fugaz en la masticación de las monjas. Tal vez lleguemos a oír el ruido de una escalera de madera, el último clanc de una llave en su cerradura, ya que la abadesa del convento de Murate llevaba una todas las noches para “ir a ver si alguien hablaba” antes de encerrar a las mujeres en sus celdas para pasar la noche.
Pero ¿qué sucede con esas mujeres? Su silencio era atronador; resonaba por toda la ciudad. Casi la mitad de las mujeres de la nobleza de Florencia vivía en claustros. La escritora veneciana del siglo XVII Arcangela Tarabotti sostenía que los padres “enterraban vivas [a sus hijas] en los conventos por el resto de sus días”. Lo sabía de primera mano: su padre la había obligado a entrar en un convento a sus dieciséis años. Una de cada cinco mujeres. Las estadísticas son fútiles, pero el sonido de esa ausencia se hace oír: las voces de esas mujeres no están en las cocinas, en los mercados, en las iglesias ni en las calles de Florencia; están, en cambio, silenciadas tras los muros de un convento.
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En 1427 había en Florencia cerca de quinientas monjas; hacia el año 1632 eran unas cuatro mil: una monja por cada diecisiete habitantes. Murate, Sant'Orsola, Sant'Onofrio: el censo de 1632 registra cuarenta y siete conventos. Los florentinos del Renacimiento vivían sometidos a un mercado matrimonial sumamente competitivo; las dotes eran tan onerosas que incluso familias con ciertos recursos a veces sólo podían casar a una de sus hijas. Para entrar a los conventos también había que pagar (algo que se conocía como “dote espiritual”), pero sin duda era más barato casarse con Cristo que con un florentino. De modo que los conventos de la ciudad se llenaron de hijas. A las mujeres de la nobleza esa clausura no parece haberles alterado mucho la vida: llevaban adelante los negocios familiares, compraban y vendían propiedades y ejercían el poder político desde adentro. Pero los conventos también admitían a muchas mujeres que no eran parte de esa élite: hijas solteras de familias comunes y corrientes cuyo honor el claustro debía preservar.
Y del otro lado de los muros no había únicamente monjas. En el siglo XVI se fundaron por toda la ciudad nuevas residencias católicas para mujeres y niñas. Estaba el Convertite, un hogar para trabajadoras sexuales arrepentidas; el Malmaritate, un refugio para mujeres “mal casadas” (desposeídas, abandonadas, heridas u obligadas a prostituirse); el Ospedale della Carità, para jóvenes pobres, y el Orbatello, para viudas indigentes. Estaba el Mendicanti, para mujeres pobres con hijos; el Santa Caterina, para niñas en riesgo de convertirse en trabajadoras sexuales, y el Innocenti, un hospicio que acogía a bebés abandonados y los criaba hasta la adolescencia. Durante la segunda mitad de ese siglo, y como parte de un movimiento mayor de purificación y renovación religiosa conocido como Reforma Católica, se extendió por toda Italia una amplia red de instituciones caritativas.
Tal vez lo que más se recuerda en la actualidad de aquella Reforma sea el Concilio de Trento: una serie de veinticinco sesiones con disputas ecuménicas en torno a ciertas cuestiones teológicas muy arduas que había agitado el cisma protestante. El pecado original, la salvación, los santos, la función de las imágenes e incluso el duelo: el Concilio, que comenzó en 1545, tardó dieciocho años en diferenciar y defender las creencias católicas de aquellas que planteaban sus rivales protestantes. Pero el movimiento fue mucho más allá de los misterios teológicos. Los participantes laicos se dedicaron con fervor a purificar, expandir y escenificar su credo mediante cofradías, ritos y rituales populares muy elaborados y el culto a diversos santos (oficiales y no oficiales). Las residencias para mujeres surgieron en el momento de la renovación religiosa laica y elitista y fueron un reflejo tanto de una espiritualidad mejorada que cobraba forma mediante la caridad como de un compromiso social igualmente intenso para reformar la moral sexual femenina.
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Pero ¿esas instituciones eran centros de caridad o eran cárceles? Las mujeres y las niñas dependían de los varones de la familia y resultaban particularmente vulnerables a los problemas económicos, la peste, el hambre y la guerra. Los hogares caritativos católicos las recibían y les daban de comer si estas mujeres eran incapaces de trabajar o no tenían parientes varones que pudieran asistirlas y cuidarlas. En ocasiones las mujeres entraban contentas, incluso entusiasmadas. En 1631, veintidós mujeres, algunas con hijos a su cargo, pidieron asilo en el Orbatello; había sólo seis habitaciones disponibles. Otras escapaban de la violencia doméstica y hallaron refugio en el Malmaritate. Una mujer joven, Lessandra, que se había criado en el Innocenti, quería trabajar pero no podía (la aquejaban varias enfermedades crónicas). Así que acudió al Orbatello, donde pidió “protección para preservar su virginidad”. El asilo era una suerte de padre sustituto para aquellas mujeres que no conocían la vida fuera de los muros de una institución residencial.
Pero en general a las mujeres las obligaban a entrar. En 1598, Camilla di Silvestro fue acusada de adulterio y se le dieron dos alternativas: pasar diez meses en la cárcel o entrar en el Malmaritate, cuyos jardines estaban cercados por altos muros rematados con púas. (Un hombre fue condenado a cinco años de prisión por llevar una escalera de cuerdas al Convertite para ayudar a dos monjas a escapar). Esas instituciones de caridad eran también factorías protoindustriales, sobre todo de los rubros de la seda y los textiles. Las mujeres de esos conventos producían casi toda la seda de Florencia. Su labor solventaba los gastos operativos del lugar y era considerada un acto de benevolencia: esas habilidades les permitían mantenerse sin tener que caer en la prostitución. Pero el trabajo que realizaban era prácticamente esclavo y las instituciones que las confinaban obtenían de ello un gran rédito. En el Convertite, por ejemplo, más de una cuarta parte de los bienes de las mujeres que morían sin herederos terminaban en manos del hogar.
Esas instituciones estaban ahí para purificar la ciudad tratando de impedir el sexo ilícito. Encerraban a trabajadoras sexuales y a mujeres con matrimonios fallidos junto con solteras como Luchretia, que solicitó una habitación en el Orbatello “porque está embarazada y es una persona a la que eso le resulta escandaloso”. Los hijos de esas mujeres también suponían un problema. Luchretia ya era madre de “cuatro niñas y un varón que cada día les traerán una preocupación mayor a los magistrados”. Luchretia quería tener el bebé y llevar a sus hijos con ella al Orbatello, pero para otras muchas embarazadas la solución era bastante más cruenta: abandonar a sus recién nacidos en el hospicio Innocenti, donde las tasas de mortalidad infantil podían ser escandalosamente elevadas. El sistema quería redimir la perdición sexual de las mujeres, pero a veces el precio a pagar por esa redención era la libertad o la vida de sus propios hijos.
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En estas instituciones el silencio era la regla: una “mortificación absoluta y total de los sentidos”, tal como decía una guía para novicias. Ocluir bien los oídos, cegar los ojos, cubrir la piel; entrar en una oscuridad austera y silente. Tan sólo una purificación total lograría limpiar el alma de una mujer. En el refugio Malmaritate para esposas maltratadas, el libro con el reglamento estaba ilustrado con una xilografía de María Magdalena —la prostituta penitente que se aisló del mundo huyendo al desierto— cubierta sólo por sus cabellos. Para aquellas mujeres, el silencio no era la ausencia de sonido sino una presencia numinosa, la textura de sus días (una textura casi física), la materia de su redención. A Veil of Silence, de Julia Rombough, es una investigación sensible y profunda sobre los paisajes sonoros de aquellas instituciones para mujeres en la Florencia del Renacimiento tardío. La atención del libro está puesta en los esfuerzos que hacían por someterse a un silencio que era imposible de alcanzar.
Las reglas del Malmaritate indicaban que las mujeres debían estar “retiradas y en silencio”, ya que “la experiencia prueba que, cada vez que las residentes hablan con otras, se inquietan”. En el convento de Murate, cualquiera que en el refectorio “haga ruido al dejar caer un cuchillo u otra cosa al suelo debe ir a pararse frente a la abadesa y hacer una señal visible de arrepentimiento”. En el Convertite se les ordenaba a las trabajadoras sexuales penitentes que guardaran silencio mientras comían, leían o descansaban en sus habitaciones. En el convento de la Pietà les prohibían a las jóvenes cantar canciones de amor; quien quebrantaba esa regla debía besar los pies de las otras residentes del hogar. Sólo ciertos ruidos purificadores tenían el derecho de romper aquel silencio: campanas, rezos, música sacra.
Cada uno de los sentidos humanos era un resquicio en la coraza que protegía y separaba el cuerpo del mundo profano. El predicador Bernardino de Siena señaló que el gusto era “la primera puerta sensual capaz de conducir a la juventud hacia una vida de desenfreno sodomítico”; vale decir: nada de bolitas de mazapán, ni de tortas, ni de fruta confitada. Pero el sonido era más difícil de controlar o de eliminar y, por ende, más riesgoso para el alma. Siguiendo las ideas de Aristóteles, los primeros textos médicos modernos afirmaban que el sonido era “la fractura del aire” y que esas ondulaciones vibrantes se desplazaban desde el exterior del cuerpo hacia el interior profundo. Los sonidos del mal (chismes, madrigales, la voluptuosa polifonía) entraban en los vulnerables cuerpos femeninos y los profanaban. Quienes vivían en medio del bullicio citadino estaban “en la boca del lobo en lo referido a sus cuerpos”, escribió un abad.
Y sin embargo el sonido también podía servir para purificar. En Génova, durante la peste negra, “la gente cantaba a la misma hora superponiéndose al estruendo universal de las campanas, y a continuación la artillería de la ciudad y todos los barcos del puerto respondían como si fueran un segundo coro”.
En un hospicio para niños huérfanos en el sur de Francia en el que los menores morían a un ritmo alarmante, los administradores usaban pólvora para purificar con explosiones el aire enfermo. Era posible ahuyentar tormentas eléctricas con disparos capaces de “disipar las nubes”. La vida urbana estaba inevitablemente contaminada por el sonido; los primeros autores modernos recomendaban retirarse a la campiña, donde no había “deshollinadores ni zapateros que gritaran, changarines ni vendedores que hicieran ruido, madamas y prostitutas que se ofrecieran y engañaran, magos y encantadores que hechizaran, brujas y adivinos que vociferaran sus predicciones”.
El sonido era algo envolvente y convocante, un estímulo para la mente y los sentidos. Un predicador dominico de Florencia aconsejaba tratar los oídos como si fueran “conchas marinas, que están siempre cerradas excepto al amanecer”.
Ciertas sensaciones agradables eran buenas para la salud. Las charlas con amigos, la comida y el vino; escuchar los dulces trinos de las aves en las pajareras, “contemplar los cultivos”. Pero esas eran las sensaciones disponibles en un entorno rural, donde los aristócratas huían del ruido urbano. En las ciudades, controlar el sonido era una forma de controlar a la población. En San Pier Maggiore, un convento pudiente, repleto de hijas de aristócratas, las monjas se quejaban “del gran escándalo” que armaban durante todo el día en la plaza los que jugaban “a la pelota”. La ciudad instaló un anuncio en la puerta de la iglesia: ortolani (verduleros), artigiani (artesanos) y plebes (no hace falta traducir esto) tenían prohibido jugar a la pelota. Pero a las monjas les encantaba organizar ahí sus banquetes, acontecimientos siempre elegantes y ruidosos. El golpe de los mazos durante un partido de pall-mall era un ruido plebeyo; el tintineo de la cristalería fina, un sonido devoto y ceremonioso.
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Para muchas de las mujeres que vivían en esos claustros casi no había diferencia entre la introspección y el aislamiento torturante. No lograban tolerar el silencio y trataban de huir. Ginevra di Baccio Perini fue una mística visionaria que habitó en claustros. No conseguía “adaptarse a la vida religiosa”, se quejaba sor Giustina Niccolini, y “nos privaba a todas del silencio [...] lo que resultaba un tormento tanto para ella como para nosotras”. Una mujer llamada Sandrina trepó los muros del Convertite con dos compañeras más y terminó en prisión. Otras mujeres simplemente ignoraban las reglas y hacían ruido. Conversaban durante la misa, llevaban a sus hijos con ellas y cantaban canciones vulgares mientras trabajaban con la seda. En un convento particularmente disoluto, un confesor recibió una reprimenda por “charlar y cotillear” con sor Nannina y sor Aurelia hasta “la una o las dos de la mañana”. En el Convertite, las mujeres recibían cerezas de sus amantes y planeaban el modo de escapar.
Las mujeres debían hacer de la ciudad el desierto de Magdalena, pero la ciudad no era un desierto. Las monjas del convento de Candeli les escribieron a sus superiores para quejarse de “los gritos, los ruidos y otras palabras malsonantes que las monjas toleran durante toda la noche [...] causados por las prostitutas que viven en Vía Pilastri y cerca del convento; se las perturba y se las acosa”. En 1620, una monja describió los sonidos “malignos” que debían padecer sus hermanas durante la noche entera con las siguientes palabras: “Mis monjas están infectadas por las palabras indignas y las obscenidades que deben oír”. Todo aquello amenazaba con penetrar en los cuerpos de aquellas mujeres cuya salvación espiritual estaba en juego.
Las instituciones, sin embargo, nunca eran absolutamente impenetrables. Las mujeres seguían ofreciendo sexo desde el interior del Convertite; los hombres arrojaban piedras a las ventanas y arreglaban encuentros en la puerta. Algunas chicas que se habían mudado del hospicio infantil Innocenti al Orbatello usaban las habitaciones que ahí se les ofrecían como sede para el comercio sexual ilícito. Las administradoras ubicaban a las residentes más jóvenes en recámaras internas y a las viudas en las que daban a la calle, creando así una especie de muralla de virtud femenina madura. Los conventos estaban rodeados de calles, plazas y barrios llenos de mujeres que ofrecían sexo. Los varones adinerados pasaban por delante de los conventos cuando iban a visitar a las prostitutas y el estruendo de las ruedas de los carruajes sobre los adoquines perturbaba a las monjas. Pasaba lo mismo con los cascabeles que tintineaban en los sombreros. Alguien escribió que soñaba con “cortarles la lengua” a todas las trabajadoras sexuales.
Los conventos y los hogares de asilo también tenían infraestructuras muy deterioradas. Era muy caro conservarlos adecuadamente mantenidos y fortificados. En general tenían muros delgados, o de baja altura, o bien agujereados en las paredes; portones sin vigilancia, ventanas y puertas abiertas. El jardín de un convento colindaba con un bosquecito de moreras que era muy popular entre los jóvenes; solían juntarse bajo los árboles y sometían a las monjas a “blasfemias y otras palabras sumamente escandalosas”. (Quizá lo que atraía a los chicos no eran tanto las moras sino esas monjas remilgadas). En un convento que quedaba junto a una curtiembre se daba un problema similar: el olor molestaba a las residentes y los operarios que trabajaban ahí “les tocaban las manos y hacían otras cosas incómodas” a través de las ventanas abiertas, “directamente como si las monjas no vivieran enclaustradas”. Esas instituciones buscaban purificar el alma encerrando los cuerpos, por más que resultara casi imposible.
Bajo el gobierno de Cosimo I de Médici, Florencia empezó a interesarse por algo que Rombough llama “la regulación sónica”. La ciudad sancionó leyes que prohibían celebrar reuniones cerca de institutos y conventos de mujeres y tirar piedras a las ventanas; los magistrados prohibieron también los juegos con pelotas, dados o cartas en plazas cercanas y desalojaron a las trabajadoras sexuales de calles y plazas; a los niños se les prohibió jugar y cantar en las calles de los conventos. Hacia finales del siglo XVI, la ciudad empezó a instalar placas de piedra en los muros de esas instituciones; allí estaban grabadas las leyes. La de San Silvestro dice:
Los honorables señores Otti prohíben a toda persona jugar cualquier clase de juego, armar bullicio o tumulto, orinar o cometer otro acto impropio [...]. Se prohíbe también a las prostitutas o a las mujeres deshonestas de toda clase permanecer o vivir cerca de este convento, en un radio de 100 braccia a la redonda, so pena de tener que abonar 200 liras.
Quedan ochenta y seis placas así en la ciudad. Sólo tres están colocadas frente a instituciones religiosas masculinas.
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La ironía histórica radica en que sólo es posible reconstruir una letanía de sonidos del Renacimiento a partir de esos intentos por acallarlos. Como bien señala Rombough, las placas, las quejas y las leyes no son registros del silencio sino de los sonidos. ¿Qué logran recuperar quienes estudian la historia de los sentidos a partir de registros como esos? Algunos sostienen que las sensaciones son una construcción cultural; el cuerpo y el mundo premodernos eran tan distintos que, aun si recuperáramos el significado de aquellos cascabeles, jamás podríamos reconstruir el modo en que se percibía ese tintineo. Si bien Rombough no aborda ese problema de manera directa, igualmente hacia el final del libro yo ya me había hecho una impresión muy vívida del paisaje sonoro premoderno. La erudición de la autora logra transmitir el vínculo poderoso que hay entre la imaginación y los sentidos, que es sin duda una de las experiencias humanas compartidas esenciales.
Lo más difícil de recuperar son las voces y las palabras de las mujeres. Aquí van algunos de los términos descriptivos más usados en las fuentes: sonidos malignos, cháchara, susurros, lenguas pérfidas; blasfemias, vilezas, palabras deshonestas, malvadas y escandalosas. Sí, pero ¿qué decían esas mujeres? ¿Cuáles eran esas palabras tan peligrosas que ni los escribas se animaban a registrar en detalle? Reconozco esos velos y esas elisiones a raíz de mi propia investigación en archivos italianos de la misma época; me costó mucho hallar un modo satisfactorio de eludirlos. El discurso de las mujeres (sobre todo el de la vida privada, como los chismes o las confesiones dichas entre susurros) ha escapado a la transcripción exacta, como si fuera imposible traducir, con tinta y papel, una conversación fugaz.
Los historiadores interesados en la vida de las mujeres concuerdan en que esos silencios en los archivos no son meramente producto del desdén o un descuido de los escribas, sino más bien una damnatio memoriae cometida adrede. En los estatutos del Malmaritate dice: “Debemos reducir sólo a la memoria lo que estas mujeres han sido”. Era el pasado sexual indebido de aquellas mujeres lo único que les daba a esas instituciones de caridad su razón de ser y eran sus vidas sexuales lo que querían hacer desaparecer. En el caso de los conventos, lo que se buscaba prevenir era una sexualidad que no se subsumiera al control del matrimonio. Cuando esas instituciones exigían un silencio absoluto, en realidad lo que querían era silenciar quiénes eran y qué habían sido esas mujeres. El secreto más inefable de todos era la sexualidad femenina; sólo si logramos escuchar el significado de ese silencio podremos empezar a comprender la historia, parcialmente elidida, del deseo femenino.
Por supuesto que las mujeres también anhelaban el claustro; pedían asilo en instituciones de caridad, abandonaban a sus recién nacidos en hospicios, les legaban bienes en sus testamentos a los conventos, encerraban a sus hijas, a sus nietas, a sus hermanas. Las mujeres, y no tan sólo los hombres de la élite, participaban en esa supresión del deseo. No es ningún misterio. La represión de la sexualidad ilícita de las mujeres era fundamental para la sociedad católica del primer modernismo y las mujeres eran parte de esa sociedad, eran parte de su época. La cárcel de una mujer podía ser el santuario espiritual de otra. Pero aunque la participación femenina en esas instituciones que las silenciaba tenga motivos entendibles, nunca deja de sorprenderme cuán habitual y extendido estaba que contribuyeran tanto con su propio encierro, con su propia opresión.
En 2019 pasé todo un caluroso mes de junio investigando en los archivos del Innocenti. Una mañana llegué un poco más temprano, me senté en los escalones de acceso, bajo esos arcos austeros diseñados por Brunelleschi, y esperé a que el archivo abriera sus puertas. Vi madres y padres empujando cochecitos de bebé, tomados de la mano o con chicos en el asiento trasero de alguna bicicleta. Recién ahí me di cuenta de que ahora en el lugar funcionaban una guardería y un colegio preescolar. Los chicos conversaban, se reían, lloraban, y sus padres los consolaban. Las ruedas de los cochecitos repiqueteaban contra la piedra del suelo. Las voces de los miles de niños abandonados allí en épocas remotas, así como las de sus madres, ya no existen: fueron acalladas dos veces, primero por el silencio de la institución y después por el silencio de los siglos. Pero lo que se deja oír podría actualizar y volver real todo lo que se ha perdido.
Erin Maglaque es historiadora de la Universidad de Sheffield. Está escribiendo una historia del cuerpo femenino. Este texto es una reseña de A Veil of Silence: Women and Sound in Renaissance Italy (Un velo de silencio: las mujeres y el sonido en la Italia del Renacimiento) de Julia Rombough. Harvard University Press, 243 páginas. Traducción: Juan Nadalini.