La última vez que había visto a Dakota, casi un año atrás, parecía estar bien. Hablaba, incluso sonrió dos o tres veces, algo que no había sucedido antes. En los encuentros anteriores se pasaba horas con la mirada clavada en el piso, inmóvil, sin interactuar, ni siquiera con su celular. Sobre el final de esa tarde, después de varias cervezas, me contó que hacía terapia con ketamina y que se sentía mejor. Era la primera vez que escuchaba algo así, esa combinación de palabras, terapia y ketamina.

Hace unas semanas volvimos a vernos. Me citó en un bar de Culver City, al oeste de Los Ángeles, un viernes a la noche. El lugar estaba repleto de gente y de pantallas. Jugaban los Lakers contra los Timberwolves el tercer partido de la primera ronda de los playoffs. Dakota eligió sentarse de espaldas a los televisores; yo, de frente. El último cuarto recién comenzaba y los Lakers perdían por seis. Cada jugada arrancaba gritos, aplausos, insultos.

—Odio los deportes —dijo apenas nos sentamos—. Me cuesta socializar en esta ciudad. Todos están obsesionados con los deportes. El otro día, en una reunión con un inversor, el tipo no paraba de hablar de béisbol o fútbol americano, no sé. Le tuve que decir que no me sentía capacitado para sostener ese tipo de conversaciones.

LeBron clavó un triple. El bar estalló de euforia.

—Pero este lugar me gusta porque tiene esto —agregó, señalando el código QR del menú—. No tengo que hablar con nadie. Me pone nervioso hablar con los mozos.

Dakota es fundador y CEO de una startup, o sea, una empresa tecnológica, o sea, una página web. Se trata de una especie de LinkedIn más entretenido —y con mucha inteligencia artificial, claro—. En el ecosistema de los “emprendedores” (así se llaman para no ser “empleados”) existen las aceleradoras: si un inversor cree que tu idea vale algo, te da dinero, mentoría y presión. Mucha presión.

Le roban la pelota a LeBron, los Timberwolves recuperan la posesión y el bar se lamenta. La cámara enfoca a Dončić en el banco, con la cara roja y una toalla blanca sobre su cabeza.

Uno de esos talleres —workshops les dicen— que le tocó hacer estaba enfocado en el autocuidado —self-care le dicen—. El estrés es parte del juego, son muchas horas de trabajo y mucha plata, les recomendaron estrategias para relajarse. Dakota dice que puede trabajar mucho, hasta 12 o 14 horas por día, que le cuesta parar y que en el taller le dijeron que les gustaba que trabajara mucho, pero que llegado un punto no era sostenible ni productivo. Le recomendaron rutinas de meditación, aplicaciones de respiración y también microdosis de ketamina y psilocibina, el componente activo de ciertos hongos alucinógenos.

—Así fue como empecé —me dijo—. Hace tres años. En ese taller nos recomendaron una aplicación y a través de ella conocí a una mujer en Santa Mónica. Si querés, te paso el contacto. Es buena onda. Igual, yo prefiero que me lo manden a casa. Así no tengo que hablar con nadie.

Mientras me contaba eso, un golden retriever —de esos rubios y peludos sacados de una publicidad de comida para perros— se me pegó a la pierna en busca de mimos. Le acaricié la cabeza, el lomo, la mandíbula. No quería irse. Yo no quería dejar de acariciarlo.

—Odio a esos perros —me dijo Dakota—. Son unos idiotas, no sirven para nada. Mi papá tenía uno. Capaz que es por eso que no me gustan. Igual tuve una infancia feliz. Crecí en Alaska. Él es de las pocas personas que realmente me entienden. De chico hacía cosas raras y él no decía nada. No es que aparecía en casa con una rata muerta, pero... cosas parecidas. Y no me juzgaba.

Me contó que sufre de ansiedad y depresión, que tiende a llevar las cosas al extremo, pero, según él, esa intensidad también le rinde en el trabajo.

—A veces siento que estoy en un bote en medio del océano, sin brújula, completamente perdido. No tengo idea de qué se supone que debería estar haciendo. Y el clima de Los Ángeles no ayuda. Siempre está soleado. Todos los días son iguales. ¿Cómo se supone que uno nota el paso del tiempo si siempre está todo igual? Ni una nube. Ni una estación. Todo se mueve rápido, pero nada cambia. Y, sin embargo, estoy siempre en el mismo lugar.

Los Lakers perdieron 109-116. La serie quedó 1-2 abajo. El bar enmudeció. Algunos empezaron a levantarse.

—Primero probé las pastillas de ketamina, pero no me hacían nada. Parece que tengo tolerancia alta. Así que fui a una clínica en Downtown y probé una infusión intravenosa. En un minuto, vi cómo la realidad se disolvía frente a mí. Una locura. Recuerdo pensar, mientras me desvanecía: “Alguien podría venir y sacarme los órganos y yo no podría hacer nada al respecto”. De hecho, sería un negocio redondo: ketamina y tráfico de órganos. Así que me relajé. Me entregué al momento. Creo que me hizo bien.

Con un tono neutro, sin mucha convicción, como si repitiera una idea que ya escuchó antes, habló sobre la disolución del ego, las nuevas conexiones neuronales, la promesa de reescribir patrones mentales. Palabras que aparecen una y otra vez en artículos, estudios y campañas publicitarias.

Después de un par de cervezas, me propuso ir a tomar un helado. Él pidió de vainilla, yo de frutilla. Cuando le preguntaron si quería sprinkles, eligió los de colores: “De arcoíris, por supuesto”.

Volviendo caminando a nuestros autos, insistió en que me bajara la aplicación Mindbloom y que le escribiera a la mujer de Santa Mónica por Signal, la aplicación de mensajería encriptada.

—Es buena. No tenés de qué preocuparte. A veces voy si quiero una microdosis de hongos o una más recreativa, o si estoy muy estresado. Como el fin de semana pasado: antes de salir para un campamento de la escuela de mi hija, le pedí una dosis alta. Ese día, antes de irme, la mujer me dijo que había creado una nueva religión y que había escrito un libro. Como una Biblia. ¿Qué me contás?

Renacimiento psicodélico

En la última década, las drogas psicodélicas han salido lentamente del limbo legal y del estigma cultural en el que quedaron atrapadas desde los años setenta, cuando fueron prohibidas casi por completo. La ciencia —que alguna vez se vio forzada a darles la espalda— las ha retomado con un nuevo impulso y hoy muchos expertos hablan sin reservas de un “renacimiento psicodélico”. El entusiasmo es tan grande como las promesas: tratar la depresión severa, el estrés postraumático, las adicciones o la ansiedad con sustancias que hasta hace poco eran sinónimo de fiesta, riesgo y alucinación.

En paralelo, esta ola de reapertura científica ha dado lugar a una nueva industria, ya valuada en miles de millones de dólares, y a una transformación cultural que hizo que su consumo pasara de lo marginal a lo aceptable, incluso deseable, en ciertos círculos. Hoy, ingerir una microdosis de LSD, psilocibina, ayahuasca, mezcalina, MDMA (también conocido como éxtasis) o ketamina —aunque estas últimas operan con mecanismos distintos— ya no remite necesariamente a una rave en los noventa, sino a una consulta en una clínica boutique, un retiro espiritual en el desierto o una sesión guiada por un terapeuta con una playlist low-fi y mantas tejidas a mano.

La mayoría de estos tratamientos se administran en fracciones mínimas de una dosis recreativa, con la promesa de mejorar el estado de ánimo, abrir nuevas rutas neuronales o desbloquear traumas antiguos. Y aunque los estudios clínicos son, en muchos casos, prometedores, todavía no son concluyentes. No existe un protocolo estandarizado ni un marco legal uniforme. En Estados Unidos, por ejemplo, la psilocibina fue descriminalizada y su uso es legal en ámbitos supervisados en estados como Oregón y Colorado, mientras que California avanza en la redacción de su propia legislación. El MDMA, por su parte, se encuentra en la última etapa del proceso de aprobación para su uso clínico.

El mapa legal es irregular y está salpicado de zonas grises en las que conviven el entusiasmo científico, las buenas intenciones y, también, los oportunismos. Allí donde no hay regulación, florecen clínicas informales, guías autoproclamados y un mercado en expansión que promete sanación, introspección o expansión de conciencia, según la demanda. A ese vacío normativo se suman los riesgos del desconocimiento y las falsas expectativas.

Durante décadas, consumir una de estas sustancias fue visto como un acto temerario, casi prohibido. Un salto al vacío mental con posibilidad de vértigo y colapso. Las alucinaciones —esa alteración radical de la percepción— funcionaban como advertencia. Pero en pequeñas dosis, el relato cambió: ya no es un viaje, sino una herramienta; ya no es perder el control, sino recuperar el equilibrio. Las experiencias son cada vez más variadas, y también están cada vez más normalizadas.

Todo esto sucede en un país en el que casi 10% de la población padece depresión y cerca de 30% de los adultos ha sido diagnosticado con algún trastorno mental a lo largo de su vida, según una encuesta de Gallup hecha en 2023. Ante un sistema de salud mental saturado y poco accesible, la promesa psicodélica no sólo resulta seductora: también parece urgente.

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La ketamina, sintetizada por primera vez en un laboratorio en 1962, nació con un fin puramente clínico: anestesiar sin comprometer el ritmo cardíaco. Pronto se convirtió en una herramienta clave en quirófanos y campos de batalla —durante la guerra de Vietnam, se la administraba a soldados heridos por su eficacia para disociar cuerpo y mente sin deprimir funciones vitales—. En 1970, la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA, por sus siglas en inglés) la aprobó oficialmente como anestésico. Desde entonces, se ha utilizado en humanos y animales por igual.

Décadas más tarde, el escenario cambió. En 2019 la FDA le dio luz verde a la esketamina, un derivado químicamente similar, comercializado en forma de espray nasal bajo el nombre Spravato, específicamente para tratar casos severos de depresión resistente a otros tratamientos. Aunque la ketamina tradicional está legalmente aprobada y puede ser prescrita por médicos, no cuenta con una autorización explícita para tratar trastornos mentales. Este detalle técnico, combinado con un vacío regulatorio, ha abierto una puerta lateral por la que ha entrado una industria entera. En la práctica, lo que esto significa es que las clínicas que la administran —mediante infusiones intravenosas, inyecciones intramusculares o cápsulas orales— tienen vía libre para definir sus propios protocolos terapéuticos. Se promueve como solución para un amplio espectro de padecimientos: depresión, ansiedad, estrés postraumático, adicciones. Pero nadie regula cómo se comunica esto al público. La normativa vigente limita la publicidad de fármacos a las farmacéuticas que los fabrican, pero no alcanza a los proveedores que los recetan. En ese margen florecen las exageraciones, se diluyen los riesgos y, en algunos casos, se fabrican evidencias que aún no existen.

Hoy se estima que hay entre 500 y 750 clínicas de ketamina operando en Estados Unidos. Y el negocio está lejos de tocar techo: en 2023, el mercado fue valorado en 3.400 millones de dólares, y se espera que esa cifra se duplique en menos de cinco años. La ketamina ya no es sólo un anestésico quirúrgico: es una promesa terapéutica, una mercancía emocional y, para algunos, un nuevo lenguaje de salvación.

El Centro de Terapia Psicodélica de California

En una casa de fachada discreta del barrio residencial Larchmont, justo detrás de los estudios Paramount, en Los Ángeles, funciona el Centro de Terapia Psicodélica de California. Allí se llevan adelante tratamientos con ketamina y ensayos clínicos con psilocibina y MDMA. Brooke Balliett, cofundadora del centro, directora clínica y terapeuta familiar y de pareja, me abre la puerta blanca con una sonrisa igual de blanca. Nos disculpamos al unísono por el retraso —ella por no haber llegado en hora, yo por los diez minutos de demora— y le echamos la culpa al tráfico. Las nueve de la mañana es muy temprano para un miércoles en Los Ángeles.

El interior del centro podría ser confundido con una casa decorada con buen gusto: butacas enfrentadas, un sillón cómodo, pisos de madera, tapices en tonos pastel y ocre, estanterías llenas de libros. Balliett lleva dos décadas como terapeuta y diez años especializándose en el uso de psicodélicos. Con la voz pausada de quien ha repetido el discurso demasiadas veces, explica que su trabajo consiste, en parte, en destilar conocimientos ancestrales y espirituales —tradiciones que han utilizado estas sustancias durante milenios— para traducirlos al lenguaje, muchas veces estrecho, de la ciencia médica moderna. Como proveedora, insiste, su obligación es que los tratamientos estén basados en evidencia y no en intuiciones o modas.

Antes de iniciar cualquier terapia, los pacientes pasan por un proceso de evaluación y preselección: una entrevista de 90 minutos con un médico y un terapeuta para repasar su historial clínico, síntomas, salud física y mental. Se descartan casos con antecedentes de psicosis, trastornos de personalidad o esquizofrenia. La ketamina puede elevar la presión arterial durante el viaje, por lo que cada dosis requiere monitoreo. “Sinceramente, creo que aún no conocemos la mayoría de los riesgos físicos o psicológicos”, reconoce Balliett.

Cada sesión se extiende por varias horas —en duración se acerca más a una intervención quirúrgica que a una consulta terapéutica clásica— y su estructura varía según el protocolo aplicado. Algunos se basan en evidencia científica, otros no. “Estamos en una etapa en la que los ensayos buscan comprobar la seguridad y afinar las formas de prescripción, no tanto definir un marco psicoterapéutico claro. Aún no sabemos cuál es la mejor combinación de drogas y enfoques. Eso llegará con el tiempo”.

La inyección intramuscular es, en su experiencia, la forma más rápida y efectiva. Un tratamiento habitual incluye dos sesiones semanales durante tres o cuatro semanas, seguidas de una etapa de “integración”, en la que el terapeuta ayuda al paciente a procesar la experiencia y anclar los efectos neurológicos en su vida cotidiana. Que no quede sólo como una experiencia aislada, sino como una bisagra.

En este universo terapéutico se repiten términos como neuroplasticidad y neurogénesis —formas técnicas de hablar de conexiones neuronales nuevas capaces de modificar hábitos, emociones o trastornos—. Algunos pacientes describen la experiencia como una reconfiguración del cerebro. Balliett lo ilustra con las manos abiertas, los dedos extendidos: “Si observás cómo actúa la ketamina sobre una neurona bajo un microscopio, verás que los extremos de los nervios crecen y se ramifican. Con la psilocibina, las imágenes muestran regiones del cerebro conectándose de formas que no lo harían sin la droga”. Se abre una ventana, dice, no sólo durante el viaje, sino también días, semanas e incluso meses después, en la que es posible cambiar patrones profundamente arraigados. “A diferencia de los psicofármacos tradicionales, que filtran o regulan neurotransmisores, los psicodélicos pueden generar rutas completamente nuevas. Es un abordaje fundamentalmente distinto, y tal vez más poderoso, para tratar trastornos mentales y neurológicos”.

Una de las principales interrogantes en torno a este tipo de terapias son los riesgos de su uso prolongado. En un país marcado por la crisis de los opioides, donde millones desarrollaron adicciones a fármacos prescritos por médicos, el recuerdo está fresco. “Es responsabilidad del proveedor educar al paciente sobre los riesgos reales. Aunque, siendo honestos, todavía no los conocemos del todo”. Las drogas psicodélicas, aclara Balliett, no generan adicción en los términos clásicos del alcohol o los opiáceos. Pero la ketamina, en contextos no regulados ni supervisados, puede volverse una vía hacia la dependencia. Sus efectos duran meses, pero luego se disipan. “Si no les das a las personas acceso libre a la droga, es mucho menos probable que se vuelvan adictas”, dice Balliett.

Durante la pandemia, el gobierno flexibilizó las reglas de la telemedicina para facilitar el acceso remoto a consultas y tratamientos. Esa norma, extendida desde entonces, benefició a muchos pacientes, pero también les abrió la puerta a empresas que comenzaron a recetar medicamentos con liviandad. Coincidió con la aprobación del derivado de ketamina por la FDA y con su creciente popularidad. “Fue la tormenta perfecta para el boom psicodélico”, dice Balliett. “Varias startups vieron la oportunidad y dijeron: ‘Podemos mandar ketamina por correo y hacer dinero’. Con el respaldo del capital de riesgo, la tecnología y la biotecnología, saltaron sobre el negocio”.

Un tratamiento completo en esta clínica ronda los 5.000 dólares; cada sesión cuesta unos 600. Las opciones por telemedicina ofrecen lo mismo a mitad de precio. La dosis de ketamina no cuesta más de un dólar.

Cuando le pregunté si le preocupaba que estas empresas —con aplicaciones, perfiles de Instagram y sitios web— estuvieran vendiendo la ketamina como una solución mágica para cualquier problema, su respuesta fue curiosa: “Lo que me preocupa es cómo los medios cuentan estas historias. La gente quiere oír relatos milagrosos o desastres ruinosos. Pero la mayoría encuentra algo de alivio, o ninguno. Y no se hace daño”. Siempre me llama la atención con qué facilidad alguien se atribuye saber qué es lo que la gente quiere oír y termina culpando a la prensa por lo que no encaja en su relato.

Diagnósticos

Dakota me había recomendado Mindbloom, una de las principales plataformas de telemedicina en Estados Unidos, que ofrece tratamientos con ketamina a domicilio en 35 estados. Su promesa: alivio para la ansiedad y la depresión desde la comodidad del hogar. Intrigado, abrí la página web.

Un video en loop me recibió con una estética de felicidad cuidadosamente coreografiada. Una mujer salta y sonríe frente a un niño mientras ambos explotan burbujas con las manos. Un hombre de barba prolija y remera ajustada levanta la mirada hacia la copa de unos árboles. Un señor de pelo blanco, plácido, mira por la ventana desde un sillón antes de seguir escribiendo en una libreta sobre su rodilla. Otra mujer, acostada, se ajusta un antifaz. Auriculares envolventes le cubren la cabeza. Sonríe. Un eslogan en letras amarillas aparece: “La medicina psicodélica está aquí”. Una cifra también en amarillo informa que en esa plataforma han realizado 644.462 sesiones y contando. Un botón me interpela: “¿Sos un candidato?”. Hago clic.

Un chatbot, Bloombot, se activa con amabilidad programada: “¿Cómo podemos ayudarte?”. Entre las opciones predeterminadas —precio, cobertura médica, funcionamiento de la plataforma— elijo “otra cosa” y escribo: “Me siento desesperado, muy deprimido y ansioso. ¿Qué debo hacer?”.

Pasaron algunos minutos. Finalmente apareció Jenny, una operadora humana —o eso parece—. Me pide disculpas por la demora y solicita mi correo electrónico y número de teléfono. Luego mi nombre, “para poder dirigirme a vos correctamente”. Me explica que Mindbloom trata a personas con ansiedad y depresión, pero también otros “desafíos relacionados”. Como primer paso, me sugiere hacer una “evaluación personalizada”. Si califico, puedo crear una cuenta o simplemente hacer clic en “Comprar programa”. Así de sencillo. Jenny insiste: “Realmente quiero ayudarte. Que tengas un hermoso día”.

Decido seguir. No por desesperación, sino por curiosidad. Quiero ver qué tan lejos puede llegar uno con sólo declarar que está sufriendo. ¿Qué tan rigurosa es la evaluación?

La llamada “evaluación personalizada” dura apenas tres minutos. Al iniciar, el test me pregunta por mi rango de edad. Luego, sin transición, aparece un testimonio de Leslie L., quien le otorga cinco estrellas a su experiencia. Dice que hace un año apenas podía funcionar y que Mindbloom le salvó la vida. Siguiente.

“¿Qué te trae a Mindbloom hoy?”. Las opciones: ansiedad, depresión, ambas u otra cosa. Selecciono “ansioso y deprimido”. Siguiente. El sistema responde con entusiasmo: “Podemos ayudarte con eso”. Maya C. asegura que su ansiedad se evaporó y califica el tratamiento como milagroso. Siguiente.

Advertencia: “Mindbloom no es para todo el mundo. ¿Alguno de los siguientes puntos aplica a usted?”. No soy menor de edad ni estoy embarazado, no soy esquizofrénico ni psicótico, tampoco intenté suicidarme en el último año. Siguiente.

Nivel de satisfacción con mis relaciones personales: de 0 a 5. Elijo 1. No quiero sonar dramático, pero sí convincente. Siguiente. “La mejora de la salud mental suele repercutir positivamente en las relaciones personales”. Daniel O. dice que la aplicación salvó su matrimonio y confiesa que su transformación fue increíble. Siguiente.

Hábitos saludables: otro 1. Aunque probablemente un 2 sea más honesto. Siguiente. “La ketamina puede ayudar a tu cerebro a formar nuevas conexiones neuronales. Estos beneficios pueden hacer que el cambio de hábitos sea más accesible y duradero”. A Robert S. le cambió la vida, sus reacciones son diferentes, su mente fue “remapeada”. Otro milagro. Siguiente.

“¿Tengo una clara dirección y/o propósito en mi vida?”. Sólo voy a decir que por ser consistente con mi falso diagnóstico fui con el 1 otra vez. Siguiente. “Seleccione todas las opciones que describan sus problemas de salud mental actuales: tengo problemas de autoestima, paso gran parte de mi tiempo rumiando, me ha costado mucho superar la pérdida de un ser querido, me cuesta encontrar la alegría en mi vida, tengo una sensación general de sentirme atascado o ninguno de estos se aplica a mí”. Por suerte nadie cercano ha muerto recientemente. Siguiente.

El veredicto llega rápido. El programa recomendado se llama “Destrabarse”. Según Mindbloom, me va a ayudar a reavivar la motivación, abrazar un propósito y encontrar alegría cotidiana. Soy un “excelente candidato”. Están emocionados de empezar este viaje conmigo. Sólo tengo que crear una cuenta y hablar con un guía que me ayudará a establecer intenciones y agendar una reunión virtual.

Pero antes, claro, hay que pagar.

Ofrecen distintos planes. El más básico: seis sesiones por 209 dólares cada una. También hay un paquete de tres meses por 1.254 dólares. Hasta ahí llegué.

Promesas de salvación

Uno puede elegir cómo consumir la ketamina: en pastillas, con una inyección subcutánea o a través de una infusión intravenosa. El tratamiento llega en una coqueta cajita de tela —amarilla, por supuesto— que incluye una libreta para llevar un diario, una lapicera a juego, un blíster del mismo color, un manual, un antifaz que prometen que es “el más cómodo del mundo” y un aparatito para controlar la presión arterial. En una de las fotos promocionales que, como era de esperarse, más tarde me encontraría en Instagram, aparecen dos columnas: en una, un frasco naranja de pastillas tradicionales para la depresión; en la otra, el elegante set de Mindbloom. Porque si el empaquetado es lindo, nada parece tan malo.

El sitio web está plagado de frases que combinan lugares comunes de la autoayuda, la jerga de startups y el entusiasmo de un vendedor ambulante: “La terapia verbal y las pastillas diarias no funcionan. Te merecés el nuevo estándar en salud mental”. “La ketamina es mejor, más rápida y segura”. “Los medicamentos convencionales dan resultados convencionales”. “Desbloqueá el poder de la ketamina”. “Medicina transformadora de la mente”.

Aunque el tratamiento se hace en solitario y desde casa, prometen que uno será parte de “una comunidad positiva que se ayuda mutuamente a sanar y crecer”. Porque, después de todo, no hay deseo más básico que el de pertenecer. Somos animales sociales, necesitamos sentir que formamos parte de algo, sobre todo en tiempos en los que la soledad se ha convertido en una epidemia silenciosa.

La ambigüedad del lenguaje es uno de los activos más valiosos del universo wellness: cuanto más imprecisa la terminología, más maleable se vuelve el mensaje. Esa vaguedad calculada permite que cada promesa se amolde con precisión quirúrgica a la fisura emocional de turno —una inseguridad, una carencia, un anhelo profundo— y se instale ahí, disfrazada de solución personalizada.

Mientras tanto, las empresas de telemedicina que comercializan ketamina a domicilio intentan presentar las experiencias de sus usuarios como evidencia científica. En sus sitios, destacan estudios y cifras, aunque muchas veces fuera de contexto o sin los controles mínimos que exige la investigación clínica. Mindbloom, por ejemplo, asegura que 89% de sus pacientes reportó mejoras en sus síntomas. Lo que no aclara con igual énfasis es que la mitad no completó los seguimientos y que no hubo grupo de control con placebo, un estándar básico en estudios de eficacia. Nue Life cita una frase de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría sobre los “efectos rápidos y contundentes” de la ketamina, pero omite una advertencia clave del mismo documento: “Desaconsejamos firmemente la prescripción de ketamina para su autoadministración en el hogar”.

Desde que completé la prueba en Mindbloom, las publicidades me persiguen en las redes sociales. Ketamine Uplift promete liberarme de la depresión mientras un modelo sonríe en la playa junto a un perro. Better U Care me dice “merecés sentirte mejor” con imágenes de una mujer que podría estar promocionando pasta dental. Joyous ofrece microdosis acompañadas de videos de gente riéndose y tirando pop al aire. Innerwell asegura que 87% de sus pacientes se ha curado, pero su cuenta de Instagram está vacía.

La avalancha de promesas continúa con aplicaciones de coaching emocional y neurofelicidad con nombres intercambiables —Ahead, Mindway, Open, Liven— y eslóganes cada vez más abstractos: “La neurociencia muestra cómo hackear biológicamente tu felicidad”.

Es en ese territorio difuso —y a menudo nebuloso— donde se cruzan las clínicas de ketamina y el vasto mundo del wellness, en el que la frontera entre el bienestar y la terapia psicodélica se vuelve cada vez más porosa. La llamada “industria del bienestar”, que mueve cerca de dos trillones de dólares sólo en Estados Unidos, abarca desde gimnasios boutique hasta spas de lujo, pasando por dietas milagrosas, retiros de yoga, tratamientos holísticos y un ejército de coaches del alma. Todos comparten una estética pulida y un lenguaje seductor, diseñado para prometer transformación personal. Ahora, a esa constelación de servicios se suma la ketamina, ofrecida no sólo como tratamiento médico, sino como una experiencia más en el camino hacia la “mejor versión de uno mismo”.

En el universo de la terapia asistida con psicodélicos hay un mantra que se repite como ley sagrada: set and setting. Set alude al estado mental con el que uno entra en la experiencia —las expectativas, el ánimo, los fantasmas que se arrastran—; setting, al entorno que la contiene, el espacio físico en que todo ocurre. En esta práctica, la preparación mental y la escenografía no son detalles: son parte del tratamiento.

El relanzamiento cultural de la ketamina —un rebranding que comparte escenario con otras sustancias antes marginadas— ha contribuido a suavizar su imagen, desplazándola del terreno de las fiestas clandestinas al de las salas clínicas con luz tenue y playlists curadas. La ketamina, presentada ahora como un atajo hacia la salud mental, no está exenta de riesgos ni de preguntas sin respuesta: su seguridad y eficacia como herramienta clínica siguen siendo objeto de estudio y los límites de su aplicación están lejos de estar del todo claros.

Tener que estar bien

El auge del bienestar puede leerse, en parte, como un síntoma de los vacíos del sistema de salud y del tejido social en su conjunto, ambos cada vez menos capaces de cuidar realmente a las personas. Frente a la imposibilidad de acceder a una atención médica adecuada, muchos terminan explorando rutas alternativas: desde suplementos milagrosos hasta microdosis de ketamina. Pero en el fondo, el modelo no cambia. El bienestar se convierte así en un producto más y la salud —o su promesa—, en algo que se compra. La carga recae, una vez más, sobre el individuo, ahora convertido en consumidor de su propio alivio. 

El evangelio del pensamiento positivo parte de una premisa seductora pero cruel: que cada individuo puede ser lo que quiera, siempre que lo desee lo suficiente. Bajo esa lógica, si algo malo te sucede, la responsabilidad recae enteramente sobre tus hombros. La pobreza, la enfermedad, el agotamiento emocional, incluso la tristeza, se leen no como síntomas de un entorno adverso, sino como fracasos personales. Quienes no logran mantener una mente serena y un cuerpo tonificado son rápidamente etiquetados como perezosos, faltos de disciplina o emocionalmente débiles.

Esta versión diluida de la meritocracia es profundamente individualista y superficial. Premia el autocontrol estético y penaliza el sufrimiento visible. Poco importan las condiciones estructurales: que tu salario no alcance para vivir, que la violencia te encierre en tu casa o que el país se incline peligrosamente hacia el autoritarismo. El consejo es siempre el mismo: respirá profundo, meditá, repetí afirmaciones frente al espejo. Como si el mundo pudiera corregirse cerrando los ojos. El malestar, lejos de ser atendido, se anestesia con mindfulness, jugos verdes y un contador de calorías que, más que salud, mide obediencia.

El deseo de bienestar es, en esencia, humano. ¿Quién no quiere ser feliz? El problema comienza cuando ese deseo se convierte en mandato. En una sociedad en la que no hay espacio para la tristeza, la angustia o el malestar sin ser etiquetado como disfuncional, lo que se impone no es salud, sino una forma sofisticada de negación colectiva. Y, paradójicamente, una sociedad obsesionada con sentirse bien a toda costa suele ser una sociedad profundamente enferma.

Cuando se habla de terapias psicodélicas, los entusiastas no tardan en citar Las puertas de la percepción, aquel célebre ensayo en el que Aldous Huxley narra su experiencia con la mescalina como una expansión de la conciencia, una apertura sensorial hacia lo sublime. Los escépticos, sin embargo, suelen remitirse a otra obra del mismo autor, escrita años antes: Un mundo feliz. Allí, el futuro no llega como una pesadilla distópica llena de violencia, sino como una sociedad tan feliz —tan artificialmente feliz— que nadie siente la necesidad de rebelarse. La población, organizada en castas rígidas, vive sumida en un estado de conformismo químico sostenido por el soma, un alucinógeno de diseño que suprime el malestar, neutraliza el pensamiento crítico y aplana cualquier deseo de cambio. La felicidad, en ese universo, no es conquista, es anestesia. Y la libertad, apenas un recuerdo vago de otro tiempo.

Una distopía no necesita ser gris, ni brutal, ni explícitamente represiva para consolidarse. Puede, de hecho, ser confortable, estéticamente cuidada y funcional para la mayoría. Puede ofrecer café de especialidad, delivery en minutos, plataformas de streaming y aplicaciones de meditación guiada. En ese paisaje domesticado, la opresión no se percibe como tal: se desliza disfrazada de eficiencia, de autocuidado, de bienestar obligatorio. Y mientras la vida cotidiana transcurre con relativa comodidad, la resistencia se vuelve escasa, casi innecesaria.

La satisfacción inmediata de todos los deseos no conduce a una vida plena, sino a una felicidad superficial, casi infantil, que disfraza la comodidad de control. En ese estado de gratificación constante, el pensamiento profundo se vuelve innecesario, las ideas nuevas pierden impulso y las pasiones intensas —esas que movilizan cambios— se desvanecen. El resultado es una estabilidad anestesiada: orden sin conflicto, calma sin conciencia. Una paz comprada al precio de la lucidez.

Agustín Paullier (Montevideo, 1985) es fotoperiodista, periodista y editor. Trabaja como editor de fotografía en la Agence France-Presse (AFP) para América del Norte desde Los Ángeles, antes para América del Sur. Cofundó y fue editor de la revista de fotografía Materia Sensible.