1
La venda de los ojos es una chalina fina que la madre nunca usa, aunque es brillante y hermosa. Se la atan dándole dos vueltas sobre los ojos y luego la aseguran con un nudo en la nuca. Para marearla la giran diez veces, hacia un lado y hacia el otro. Después, le piden que cuente hasta cinco, quieta en su lugar, y corren por la casa para encontrar un escondite. La ven tambalearse de acá para allá, con las manos abiertas hacia adelante; parece boba. Así es que empieza cada ronda. La Josefina pregunta si ya están listos y todos dicen que sí a la vez para desorientarla, a ella le llega el sonido de todas las direcciones y entonces es como si no le hubiera llegado nada. Empieza a caminar, con los brazos extendidos, se mueve como se movería un sonámbulo en una película. No habla, trata de agudizar el oído, ecolocalizar a sus amigos y tocarlos con las dos manos para ganar el juego.
Los demás niños cierran los ojos y piensan en catástrofe y en dolor y en sus mascotas, padres y abuelos muertos, todo para que la carcajada no se escape. Esa es la única forma de poder quedarse serios, aunque después sientan culpa por matar y degollar y atropellar en fantasía. Duele la panza por aguantar y aunque cierran la boca parece que la risa sale por los poros, por todos los poros que se abren, millones de bocas microscópicas sudando risa bajita que vibra en el living y suena a motor lejano que no arranca. Están desparramados: bajo el sillón, detrás de la cortina de la ventana del frente, en el huequito que hay debajo de la mesada, entre los taburetes, abajo de la mesa.
Josefina avanza con los brazos para adelante. Esa es la gracia del juego. Se queda quieta. Escucha. El gesto detenido de su amiga les da risa. Lucas deja escapar un ruido mínimo de carcajada y Josefina se da vuelta en su dirección, medio encorvada, para darle dramatismo. Ese gesto es terrorífico. Rápido. Predador. El corazón les late fuerte a todos. Empieza a caminar y a pesar de que el niño quiere salirse de su escondite, volver a la protección que le daba el silencio, roza una bolsa de plástico y la primera mano le agarra el brazo. Grita de excitación y Josefina no duda. Le apoya la otra mano sobre el pecho, que da electricidad estática contra la lana del buzo de Lucas. El chispazo suena fuerte, los dos lo oyen, y entonces el niño es eliminado, y mientras pierde también grita me electrocutaste, tarada.
La ronda se reanuda. Milena cambia de posición y se mueve lento hacia un rincón más alejado. Se preocupan recién cuando Josefina da la vuelta al sillón. La cercanía con el fuego no les parece buena en ese estado. Hasta Mimi se despierta de su siesta y camina rápido hacia donde está su dueña. Ladra. Josefina la hace callar amenazándola con el brazo en alto y la perra baja las orejas que antes estaban alertas y rígidas. Ninguno quiere perder, pero Milena hace un ruido a propósito, como aclarándose la garganta, para alejarla de la estufa. La saliva dura le raspa y hace un gesto de asco. Porque no pasó nada, pero algo en la panza se siente mal. Como si tuviera nervios. Josefina se gira, rápido, siguiendo el sonido, pero su pierna torpe, la derecha, que siempre fue un poco más larga que la izquierda, se engancha con el borde de la estufa. Tropieza. Se va hacia adelante. Cae de cabeza. Pelo, piel, ropa, carne. El olor a quemado se expande en la sala en un segundo y llega al cuarto en el que duermen la siesta los padres, junto con el grito aguado. Mimi se abalanza a su dueña y ladra, ladra, ladra.
Después, madres corriendo y gritando y ambulancia y hospital y retos y culpa y llanto y castigo eterno. Los niños tratan de recrear los momentos del después del miedo. Lo que escucharon en el pasillo del hospital son sólo palabras sueltas que no terminan de relatar ningún evento: tercer grado, quemada, operación, cieguita, reconstruir, carita arruinada, pobrecita, desgraciada. Escucharon también algo más que les pareció una mentira. Que iban a llevar a Josefina al Centro Nacional de Quemados para hacer lo que se pueda. Nunca habían oído hablar de ese lugar y pensaron, todos, que no hay tanta gente quemada como para que haya un lugar sólo para quemados, y que eso seguro indicaba la mentira que la madre de la Jose andaba contando porque sin querer le arruinaron su chalina hermosa, cuyos restos tuvieron que despegar de la cara de su hija.
***
El hermano la mira. El día en el que Josefina vuelve a la casa, él se asusta tanto que lloriquea y su madre lo reta. Hasta la Mimi la desconoce al principio y le ladra con el lomo erizado, hasta que su padre le pega una patada y ella aúlla y se queda afuera, en el patio. La madre lo obliga a abrazar a su hermana y las lágrimas se le pegotean al cuello de Josefina, que apenas le devuelve el abrazo. A la madre le pregunta en la noche, cuando todos ya se durmieron, si es que a su hermana se le va a curar la cara. La madre lo abraza y no le dice nada. Él piensa qué raro. También Josefina está rara. Ya no le dice más qué me mirás, feo, aunque él no haga otra cosa que clavarle los ojos en la piel desconocida de la cara. Además, ya no va a la escuela ni juega ni canta. Aunque para él, las cicatrices son lo peor. Dan asco. Asco es una palabra que él conoce, aunque es chico. Las letras se le abultan en la boca cuando mira a su hermana, que ya no puede devolverle el gesto.
Porque las cicatrices dan asco. Y el asco es algo que se aprende temprano.
***
A los niños no los dejan verla. La madre de Josefina dice siempre que está dormida, que se está desinfectando las heridas, que no tiene ánimos. Pero los niños insisten. Se clavan en la puerta por horas, golpeando las palmas y esperando algo, un aviso, una ventana entreabierta, un saludo, un permiso para entrar y verla. Pero no. La mamá de Mile dice que así es mejor, que no hay que andar rogando. También dice que es absurdo el ocultismo y que un juego es un juego y no se puede culpar a los niños porque ellos no tienen la culpa de nada.
Un día vieron cómo la subían al auto. El enjambre de ojos posados en el borrón del cuerpo ocultado a medias por un poncho con capucha. No más vestidos ni ropa linda. La Josefina reducida a un cuadrado de tela marrón. Todos juntos levantaron la mano en un saludo, pero su madre la metió rápido en el auto y eso fue todo. La última vez que pudieron acercarse a un avistaje.
2
La Mimi nos traía el olor del humo. Parecía que en la casa de ellos el fuego no se hubiese apagado nunca. Nos turnábamos para olerla. Hundíamos las narices en los pelos negros y duros del lomo y ahí estaban la llamarada, la piel chamuscada y el plástico derretido contra el hueso. A la perra le hacía gracia la ronda que se armaba contra ella, cabezas hundiéndose en su pelaje, y movía la cola y volvía sin falta al menos una vez cada semana. Nosotros zumbábamos alrededor de la casa de la Josefina, con culpa, pero cada vez con más curiosidad. Una rendijita abierta de alguna cortina era motivo suficiente para organizarnos en una guardia incansable.
Pero Josefina no aparecía.
Después de las vacaciones de invierno la escuela volvió y todo el mundo preguntó por ella y nosotros no dijimos nada, porque así nos dijeron nuestras madres que teníamos que hacer. Ni una palabra, ordenaron. Y ni una palabra dijimos, aunque nos mirábamos cuando alguien preguntaba, tosiendo o tirando un lápiz para desviar la atención.
Yo extraño a Jose más que el resto. Dice mamá que eso es porque los demás son varones y que los varones sienten menos. Pero fui yo la que hice el ruido para alejarla de la llamarada. Y no sirvió. Y eso me hace doler la panza de noche y vomitar cuando me levanto de nervios por encontrarme a su madre o a su hermano o a alguien que me pregunte dónde está y qué le pasó y yo no pueda explicar bien y entera ninguna de esas dos cosas.
Un día antes de mi cumpleaños la Mimi llegó con un collar nuevo y un pedazo de papel pegado con cinta rosada. La agarramos con Pedro para sacárselo y él aprovechó para rascarle el lomo. Mimi se tiró al suelo y nos mostró la panza oscura. Su pelo negro se volvió gris de polvo de tierra. Dejamos de prestarle atención cuando leímos la nota, que decía con letra torpe, pegada y torcida:
Júntense, cierren los ojos y déjenme ver
Josefina
Buscamos por todos lados alguna otra letra o indicación y no encontramos. Nos aburrimos fácil, pero olimos la hoja por turnos. Al agitarla nos llegaba el residuo. La olimos como tantas veces olimos a Mimi y el olor seguía ahí, impregnado a la celulosa de árboles hechos de fuego. Soñamos con esas ocho palabras. Los acertijos difíciles no sirven para nada. No llevan a ningún otro lado más que a la frustración y eso pensábamos. Que la madre de Josefina nos estaba haciendo una broma. Que al final sí que merecíamos al menos un pedazo de escarmiento.
Leímos. Releímos. Nos quedamos con las palabras nomás. Sin ninguna vuelta.
Calculamos el momento perfecto. La tarde de mi cumpleaños, cuando la fiesta terminó, nos juntamos en el fondo de mi casa, al lado del galpón. Mamá estaba preparando la merienda cuando releímos la nota y volvimos a no entender. Estábamos juntos. Incluso Mimi había pasado toda la tarde entre las piernas de mis tíos, mendigando migas. Dije capaz es nomás cerrar los ojos para que ella venga. Y como todos solían hacerme caso, cerramos los ojos y gritamos Jose, ya está, ya está. Pero no pasó nada. Nos miramos. Nadie llegó y mamá nos llamó porque la leche ya se había hervido. El grito sonaba al fin de algo. Nos quedamos sin tiempo. Yo tenía la decepción adentro del cuerpo y no supe decir nada, además no queríamos demorar para que la leche no se llenara de nata.
Lucas se hizo el bizco y Pedro le pegó una piña en el brazo. Yo le dije que no es gracioso, que si pasa un aire puede quedar bizco para siempre y que eso no es nada lindo. Pero Lucas se distrajo y señaló a Mimi, que se me acercó caminando rígida. Mirándome como si fuera a morderme en la cara. Pero era Mimi. Y Mimi no hacía eso. Lucas se rio distinto. Con nervios. Le dije chst, Mimi, quieta, sentada. Pero ella no movió la cola ni se sentó. Tampoco me mordió. Me miró fijo, tanto rato que mi madre nos volvió a llamar amenazando con dejarnos nata en la chocolatada. Pero nadie se movió. Cuando Mimi terminó de verme siguió con Lucas y después con el resto. Entró a mi casa y fue a mi cuarto. Se subió a mi cama. La cola, dura. También las orejas y los ojos. Y yo ya supe desde que se me acercó que la náusea del día siguiente iba a ser mucho peor que la del día anterior o la de cualquier otro día. Y lo supe antes incluso de verle los ojos a la perra y de darme cuenta de que el marrón del iris se iba haciendo de a poco cada vez más diáfano.
“La gallinita ciega” forma parte del libro Larvas. Tamara Silva Bernaschina (Minas, 2000) es autora de Desastres naturales (2023), su primer libro de cuentos, galardonado en 2023 con dos premios Bartolomé Hidalgo: el de Narrativa y el Revelación. Al año siguiente recibió el Premio Nacional de Literatura en la categoría Ópera Prima. Su novela Temporada de ballenas (2024) recibió una mención de honor en el Concurso Literario Juan Carlos Onetti. Su último libro de cuentos, Larvas (2025), fue publicado por la editorial española Páginas de Espuma (Madrid, 101 páginas).