My skin began to turn red. America, “A horse with no name”

La enfermedad, como los gastos inesperados, el antojo de ir al baño en casa ajena o el adiós de la novia para irse con otro, llega en el peor momento.

El dengue apareció tres días antes de empezar el viaje que venía organizando desde un año atrás, aprovechando un lapso libre al final de una maestría.

La ruta que tanto repetí en mi cuaderno, con tiempos y distancias en mapas impresos en papel, reservas de vuelo, escalas, traslados terrestres y hospedajes, terminó siendo una letanía en el delirio de la fiebre. Entre el sueño y la vigilia, sumados al dolor de músculos y el ardor del roce de la piel contra las sábanas, es lo más cercano al infierno que he padecido.

Mi madre, mis hermanas, mi novia y mis colegas del hospital decían que era una imprudencia, que en Perú se siente morir de sed, que el golpe de calor podría exacerbar la fiebre y tantas cosas más; nada que un ciclo de cinco días de prednisona, el antiinflamatorio más potente con efectos extendidos a nivel sistémico, no lograse cortar.

La última noche dudé. Las voces internas decían “no hubiera comprado el pasaje”, “mejor invertir ese dinero en otra cosa”, “basta de andar conociendo pueblos”; fue cosa de aferrarme a la almohada hasta que sonara el despertador, apretar los dientes y darme una ducha fría para, nuevamente, tomar la carretera.

Ayuno casi total en el vuelo, lo típico en esta época, sin importar la línea aérea ni las horas a bordo, con bocadillos deprimentes a precios imposibles y con el agua racionada. La fiebre fue oportuna esta vez y me hizo dormir de largo.

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Aterrizar en Lima da la idea de llegar a una fábrica gigante de galletas: todos los techos, las paredes, los edificios, los parques y los campos deshabitados son de color ladrillo recién salido del horno.

Juan, compañero de la universidad, me espera a la salida del aeropuerto. Después de un primer abrazo tras 12 años sin vernos, vamos a su auto y le pido dos favores: comprar agua y cambiar dólares. Sonríe; no es la primera vez que un visitante le pide agua con urgencia.

Mercado Santa Rosa, muy cerca de la terminal, para resolver ambos asuntos. Pregunta por mi preferencia de almuerzo: no tengo ninguna, y mientras yo cuento monedas y billetes, él pide un ceviche de pescado con leche de tigre y una jarra de chicha morada, elíxir que no dejaré de beber ni un día en Perú.

Comemos y nos ponemos al día con las preguntas de rigor tras tantos años, pagamos y, ya anocheciendo, empieza el desafío de manejar en ese tráfico. Como buena capital latinoamericana, Lima es caótica y hostil: choferes sacudiendo los brazos, buses frotándose los cristales unos contra otros sin respetar los semáforos ni los pasos de cebra y los peatones salvándose como hormigas en un encontronazo entre elefantes.

La última parte me la pierdo. Repliego el asiento en horizontal hasta hundirme de nuevo en la fiebre por dos horas. Juan me despierta llegando al hotel, baja mis bultos y se despide. Le faltan otras dos horas para volver a casa.

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Amanecer en Miraflores. El prejuicio latinoamericano de visitar un país mestizo me sorprende en mi primera caminata: bulevares amplios a la orilla del mar en una urbe tropical y salsera, casi Miami o Cartagena. Avanzo entre piezas de Tito Rojas, Tito Nieves, Willie Rosario, Cheo Feliciano o la India llenándose el pecho con la letra de “Mi mayor venganza”. Mis ojos siguen los pies sobre sandalias, piernas robustas color caoba y faldas cortas que se mecen al ritmo de la salsa, eliminando mi predisposición a ver cholas con sombrero y trenzas largas, faldas típicas hasta los tobillos y niños sobre sus espaldas envueltos en mantas tradicionales.

Parque del Amor, donde muchas parejas de cualquier edad y cualquier preferencia de género hacen justicia al nombre del lugar, en sintonía con la estatua de los amantes sin tapujos que lo preside.

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Encuentro con Jaime, con quien he intercambiado correos, en la Casa de la Literatura Peruana. Vamos por un pisco sour, cóctel patrimonio de la costa pacífica del continente y que, a estas alturas, no se sabe si es peruano o chileno. Más allá del origen, a lo largo del viaje pude catar suficientes para definir con cuál me quedo, aunque no pienso revelarlo. Le consulto sobre autores de su país difíciles de encontrar; él me recomienda otros y una visita al jirón Camaná a ver librerías de segunda mano.

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Jirón por callejón, garúa por neblina, he ido o he visto en vez de fui o vi, pasado perfecto por pasado simple, como si la acción permaneciera en desarrollo, rasgos que delatan el habla peruana.

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Llegada a Cusco, 20 horas de bus, 4.000 metros cordillera arriba. Falta de aire al caminar. Salchipapas desayuno, almuerzo y cena, combustible barato para las piernas. Turismo global entre montañas. Plazas imperiales, rebelión ante el opresor, Tupac Amaru va y viene entre pasillos de piedra haciendo sentir emoción, tristeza y rabia al mismo tiempo. “Y no podrán matarnos”.

Machu Picchu. Más montaña, ahora en tren, bordeando el río Urubamba; más salchipapas, más turismo, más piedra. Amistades que nacen sobre los rieles, facilitadas por el cannabis y el alcohol, romances y despedidas de soltera en tierra de nadie sin fotos ni llamadas ni registro de ningún tipo.

Hay dos opciones para recorrer el sitio: tener mucha pierna o tener mucha plata. La primera, caminar dos horas de la hidroeléctrica a Aguas Calientes (Machu Picchu pueblo) y dos horas más, montaña arriba, hasta las ruinas; la segunda es pagar los traslados, en tren primero y autobús después, para llegar arriba sin transpirar más de la cuenta y hacerse la foto para Instagram.

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Cusco-Arequipa, otro día en bus. Las rutas latinoamericanas, anárquicas y a veces suicidas sin importar el país ni la ciudad de salida o de llegada, dan lo mismo. Más calor a cada kilómetro, el aire escasea hacia el sur.

El sillar, piedra blanca y porosa, materia prima para las paredes en el centro de Arequipa, absorbe la luz del sol sin nubes que se le opongan y la convierte en sed, que empieza a ser la sensación predominante.

Caminata por el centro, puente Bolognesi. Menú a siete soles, poco más de dos dólares, la mejor comida hasta ahora: sopa de verduras, volcán de merluza, paila de frijoles blancos con arroz y papas (ya no salchipapas, demasiadas en Cusco), chicha morada a libre demanda, té de coca y postre de frutas en miel.

A pocos pasos del comedor, una librería de segunda mano, amenaza para el que pretende viajar ligero. Ojeo apretando los dedos para no husmear más allá de lo que mi mochila puede alojar, tentado por autores imposibles de encontrar en mi país. Eludo lo que puedo hasta que doy con dos tomos de tapa dura, ediciones del diario El Comercio, como si fueran los dos lados del corazón peruano que late dolorido en sus lectores: una antología de Julio Ramón Ribeyro y otra de César Vallejo.

Mario Vargas Llosa, el arequipeño más célebre, pero que nunca tuvo mayor relación con su ciudad natal y apenas le donó parte de su biblioteca, los conecta a ambos con el dolor por su país, Ribeyro en la narrativa y Vallejo en la poesía: basta cotejar dos textos, Los gallinazos sin plumas del primero y Paco Yunque del segundo, para sentir la herida infantil de todo el continente.

Vargas Llosa, decíamos. Visita obligada a su casa natal en el 101 de la avenida Parra, con jardín amplio acorde al abolengo de sus ancestros, escalera elegante y salones divididos con puertas de madera fina. La biblioteca está en la plaza, lejos de aquí, apenas hay estampas promocionales de giras y una sala de video en la que se proyectan entrevistas que recrean las principales vivencias, tanto suyas como de sus personajes: los cadetes del Leoncio Prado, Santiago Zavala, Pedro Camacho, las servidoras de La Casa Verde y las vecinas que quieren acabar con ellas.

Más allá de cualquier debate sobre Vargas Llosa, insisto en su valentía para jugarse todas las cartas por una carrera de escritura en un continente que, casi un siglo después, sigue siendo hostil para cualquiera con vocación de artista, para no resignarse a ser un profesional enamorado de la literatura, sino un escritor de verdad.

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Hotel desastre en Arequipa. El aire acondicionado falla, además de gotear al lado de la cama, y el baño resulta inmundo. Planeaba pasar tres noches aquí y hacer base para visitar el volcán Misti y el cañón del Colca, pero una es suficiente. Salgo a primera hora hacia Tacna, la última ciudad de Perú, desesperado por la sed y buscando un aire menos hostil.

Hay amenaza de cierre en la frontera con Chile, a 400 kilómetros, con salidas irregulares. El único bus confirmado se ha vendido completo, con baldes volcados en el pasillo para ser usados como asientos. Consigo el último pasaje.

Partimos a las diez, estimamos seis horas para llegar. Dejo divagar la mirada por la ventana y empiezo a sentir el peso de diez días sin ver verde, algo muy duro para alguien que ha nacido entre bosques y montañas. Dormito hasta que el ayudante del chofer anuncia problemas con el sistema eléctrico y la desconexión del aire acondicionado, el único aliento contra los 40 o quizás más grados Celsius que se perciben afuera.

Apenas termina el aviso, varios niños de pecho lloran y el olor de sus pañales embarrados se hace sentir; debido al fallo eléctrico el baño del vehículo está clausurado y las ventanas son selladas, así que no se puede lanzarlos fuera.

Deben ser las dos de la tarde cuando el bus se detiene en mitad de la nada, con orden de bajar: el cortocircuito impide continuar. Busco dónde hacer pipí, un árbol cualquiera. No hay. Decido aguantar.

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Libros del desierto, empezando con la Biblia; desde la expulsión de Adán y Eva, y luego los 40 años de Moisés y su pueblo errando, bajo el peso intimidante de un suelo sin caminos, un horizonte sin árboles y un cielo sin nubes, ambiente propicio para generar a los monoteísmos más potentes de la historia: el judaísmo a través de Moisés, el islam con Mahoma y el cristianismo, todas doctrinas de origen semita obligadas a doblar las rodillas ante un clima inclemente.

Más modernos y más “ligeros”: Annemarie Schwarzenbach y Muerte en Persia, Paul Bowles en El cielo protector, Dino Buzzati y El desierto de los tártaros, todos alrededor de 1940, década agria ante el futuro yermo tras la Segunda Guerra Mundial, cuyo espíritu se resume en El extranjero, de Albert Camus, que coincide en época y cuyo argumento también explota con Meursault desesperado entre el sol y la arena ardiente. Más reciente, el recorrido doloroso del británico William Atkins por lugares áridos del planeta, entre los que no está este.

Otro autor ineludible es Charles M. Doughty, con su Viajes por Arabia desierta, publicado en 1888 y merecedor de elogios casi de inmediato. Más allá de describir el horizonte inabarcable y las noches estrelladas, Doughty da en el clavo que suelen fallar muchos viajeros insertando diálogos con la gente que va encontrando mientras describe el modo de vida local, ya sean las maniobras para instalar o recoger las caravanas, los hábitos alimentarios o el funcionamiento de las servidoras en los harenes y cómo van atendiendo a los patrones al tiempo que son madres de los niños que, inevitablemente, surgen allí, detalles que distinguen al simple descriptor de paisajes o al narrador ombliguista del verdadero autor de viajes.

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Dos horas a orillas del asfalto. Planicie absoluta alrededor, rocas y dunas sin variación de color, tampoco un arbusto o un chirivisco en el que acogerse unos minutos. Tierra abierta, no hay tregua al calor ni a la fatiga. De un sopapo bebo el agua que tenía racionada para el día y siento más deseos de orinar. Sigo buscando un árbol para la vista y para cubrirme. Tampoco se ve un horizonte, se agotan las posibilidades de la imaginación.

Sin lugar para mear, me giro de espaldas y dejo caer el chorro que la tierra no sabe atesorar, borrándolo en tres segundos. La inexistencia de cualquier rastro vital, energía que consume cualquier forma de vida apenas en minutos, a lo sumo en horas.

Lo único esperable es que el viento acumulado por años y siglos degrade a las montañas a rocas, a las rocas en piedras, a las piedras en piedras menores y luego en arena hasta polvo, garantía final para eliminar cualquier rastro de vida y así confirmar que aquí nunca hubo ni habrá posibilidad ni de agua ni de verde.

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La sed, necesaria para el equilibrio del organismo por un mecanismo que integra cerebro, riñones, corazón y pulmones, se convierte acá en un castigo. T. E. Lawrence, otro autor ineludible del desierto y admirador ferviente de Doughty, la consideraba “una dolencia activa, cuya agonía no era larga, pero sí muy dolorosa”.

La degradación progresiva del terreno se extiende al individuo, triturando a través de la boca seca y los ojos hundidos, desmoronando cualquier ánimo.

Triturar, degradar, desintegrar, desmoronar, derrumbar. Todos, excepto uno, verbos que empiezan con de de desierto.

Veo una roca. Voy por ella para sentarme y, según me acerco, descubro que el desierto es engañoso: lo que se ve a mano se aleja, haciendo flexibles el tiempo y la distancia. Camino media hora y la roca, que parecía estar a pocos pasos, no aparece; dudo de si en verdad la vi o es una alucinación por el golpe de calor.

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Cuatro de la tarde. Tras varias horas, el bus funciona otra vez. Abordamos y seguimos directo para llegar, hacia las siete, a Santa Rosa, puesto fronterizo peruano. Hago la fila, sello el pasaporte y salgo, transitando la zona intermedia para llegar al puesto Chacalluta, del lado chileno. Papeleo sin demora, entro sin complicación, doy dos pasos y confirmo la amenaza: bloqueo de ruta por protesta de camioneros que rechazan el cobro de multas acumuladas. Caminata sobre la cinta gris de asfalto que rompe la monotonía ocre para llegar a Arica, la primera ciudad del norte chileno.

Nadie sabe cuánto tomará llegar al punto en que ya circulen los vehículos. Dos horas, dicen los más optimistas, quizás tres o cuatro. Avanzo con mi mochila a cuestas y el último reflejo del sol me deja ver un rótulo verde a la derecha de la pista: “R-5, km 2090”.

Dos mil noventa kilómetros hasta el Palacio de la Moneda, en el centro de Santiago. ¿Alguien en estos tiempos y con ese clima ha caminado esa distancia?

Avanzo y se hace de noche. Me paso el bulto para adelante de a ratos, otras veces lo bajo al suelo y me siento encima, maniobras mochileras para estirar la espalda, las piernas y el corazón en los tramos más cansados.

Camino cerca de una pareja de estadounidenses de Texas, sucursal del infierno en Norteamérica; nada de esto les sorprende. Me convidan galletas de sal, como si no hubiera suficiente en el ambiente. Acepto, herido por el hambre, sin agua para bajarlas ni ventas en muchos kilómetros.

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Primera noche en Chile, bajo el espectáculo del cielo estrellado. Según oscurece, aprendo cuán helado puede ser el desierto, a pesar de haberme tostado un par de horas antes. Protestas en la carretera, tensión al sur y al norte del continente. No es el único conflicto compartido; pasa igual con el trabajo infantil, el desempleo, la política clientelar, problemas comunes que requieren soluciones comunes. Mientras, seguimos luchando por salir adelante, cada uno por su cuenta, de espaldas uno contra otro.

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Nueve de la noche, noche cerrada. La falta de sombra se convierte en desamparo contra el viento, que puede rebasar los 100 kilómetros por hora, arrastrando vehículos, casas, y no digamos caminantes. Para una idea, las dunas, manifestación máxima del viento desértico, pueden elevarse hoy en un sitio y en una noche borrarse para aparecer donde no había nada.

Heródoto cuenta, en el libro III de su Historia, cómo Cambises, rey guerrero, tuvo la destrucción de los egipcios como campaña permanente, enviando expediciones para acabar con ellos. Nunca lo logró, ya fuera por la lluvia en Tebas o por la mayor resistencia de los cráneos egipcios, atribuible, según el texto, al hábito de rasurarse la cabeza y tener mayor temple por la exposición directa a los rayos de sol. El episodio más delirante del relato es la desaparición de 50.000 soldados digeridos por la arena. Heródoto lo menciona de prisa y ha sido tema de debate entre historiadores modernos, que no terminan de definir si, en efecto, una tormenta acabó con ellos o si el mismo Cambises creó el mito para justificar otra derrota. Poco después, enloqueció y mató con sus propias manos a Apis, un becerro divino, y luego a su hermano y a su esposa, antes de suicidarse.

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Olvidar el reloj y no medir el tiempo, maniobra de supervivencia. Después de un par de horas llegamos al punto habilitado a los vehículos. Hago otra fila por un taxi hacia la terminal de Arica para tomar, a medianoche, el bus hacia Antofagasta, 700 kilómetros más. Abordo la primera carcacha que me hace cupo con mi mochila grande, la mediana y el bolso lateral sobre las piernas.

Llego a la terminal 20 minutos antes de la salida, lo justo para un bocado. Compro un botellón de agua sin gas y, después de sacarme de la espalda la mochila, me acerco al primer kiosco. Un cartel anuncia los sándwiches, todos con nombres desconocidos. Avanzo en la fila, releo y cuando llego al mostrador, la mujer me pregunta cuál quiero. No lo sé. Nota mi extrañeza y golpea el mostrador. Pregunto qué es un Aliado, un Completo, un Barros Luco, un Barros Jarpa o un Chacarero. La mujer se impacienta, bufa, se limpia la garganta, reseca tras todo el día trabajando bajo el aire acondicionado, y grita: “Weón, teníh que escoger qué vai a pedir antes de hacer la fila. ¿Quién sigue?”.

Doy un paso al costado mientras la fila avanza. Por la espalda me aborda un tipo cuyo acento no es chileno para explicarme, uno por uno, qué contiene cada sándwich. Agradezco el gesto, aunque a estas alturas cualquiera será bueno. Vuelvo a la fila, pido el primero y el segundo de la lista, pago y, mientras caminamos hacia la puerta de abordaje, el hombre me cuenta que es ingeniero industrial originario de Medellín, que lleva un año trabajando en las minas de Antofagasta, a donde los chilenos no quieren ir, y que está haciendo trámites para traer a su esposa y su hijo.

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Despierto en algún punto de la ruta al sur, paralela al Pacífico, que por momentos se deja ver, lo que refresca un poco la mente.

Iquique, Puerto Patillos, Quillagua, Quillagüita y Marielena, paradas intermedias que congelan el alma en medio del calor por su espíritu fantasma. Pongo los pies en la tierra afuera del bus, deseando tocar el mar como un alivio efímero para el cuerpo, cada vez más reseco. En cambio, esas caminatas de diez minutos alrededor de la estación me doblegan ante otro golpe ineludible: el silencio.

La falta de vida es falta de ruido. Silencio inmenso sin que nada pueda romperlo, ya sea un aullido animal, un árbol que se raja o una caída de agua, ni nada que devuelva el eco de la voz o una palmada; es incluso más hiriente que el dolor de espalda y las nalgas dormidas tras tantísimas horas de viaje. El grito del silencio es desesperante, su constancia aturde al transmitir tanto diciendo nada, derrumbando más al que transita por acá. El desierto seguirá tragándose a todos los que se vean obligados a cruzarlo para salvar su vida, aunque puedan perderla acá sin registro de haber existido alguna vez

Yo, por dicha, ando de paso y por gusto propio, con un destino definido, con papeles en regla y con la posibilidad de comprar agua helada. ¿Qué pasa con los migrantes ilegales que huyen de sus países, colombianos, venezolanos y bolivianos atravesando este desierto, hacia el sur, o los centroamericanos en Sonora, hacia Estados Unidos, sometiéndose a experiencias extremas, atravesando el vacío hacia otra zona todavía más vacía? ¿Existe la esperanza en un lugar donde no hay límites ni fronteras ni vale la pena medir el tiempo?

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Mediodía, todavía lejos de Antofagasta. Van 48 horas sin una sombra natural. Más al sur, más hiriente es el sol con su luz salada, sin nada que se le interponga, tatuando su rastro sobre la piel, ulcerándola y llegando hasta el hueso.

Abundan los altares fúnebres a orillas de la ruta, pequeñas capillas de cemento con una reja que protege fotos y velas en el interior, coronadas con una cruz. Ignoro si son muertos chilenos que trabajaban por aquí o, quizás en mayor número, migrantes de países vecinos camino a Santiago.

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Hace rato hablaba de los problemas comunes en las sociedades latinoamericanas y la suma de tramos y días en bus me hace detectar otra problemática grave, casi insoportable para el viajero: el mal gusto para seleccionar películas en las rutas largas. El patrón violento y comercial fabricado en el segmento más bajo de Hollywood es una constante: cazadores de brujas, exorcismos, disputas entre cárteles, francotiradores o militares retirados que retoman las armas para rescatar un avión o un crucero secuestrado por terroristas rusos o árabes. Esta vez me topo con una maratón de Steven Seagal, montaña de músculos y de piruetas de defensa personal con un título imperdible de los años noventa: Marcado por la muerte. Muy oportuno en medio del desierto.

Leonel González de León (La Antigua, 1982) es médico y escritor, colaborador habitual de Lento y la diaria. Este texto —un fragmento inconcluso de algo que sigue hasta el sur de Chile— es parte de un proyecto de libro de viajes por América del Sur que sigue a Los frutos no se acaban. Viajes por Guatemala, de próxima aparición.