La semana pasada soñé que mi jefe me anunciaba que iba a tener un bebé. Me quedaba boquiabierto porque sus hijas ya son grandes y no imaginaba que ese fuera un proyecto en su vida actual. Entonces me mostraba su celular y podía identificar un proyecto empresarial: se dedicaría a la importación de carne argentina en Francia. Esta empresa era su bebé. Al despertarme, esa escena me causó mucha gracia, seguramente porque reconocí varios elementos de intercambios que habíamos tenido (es un francés al que le gustan mucho los asados). Pero también porque me hizo pensar en que tal vez la carne argentina era la mía y en otras pistas que se abrían a partir del sueño. Al día siguiente, le mandé un mensaje de texto contándole en grandes líneas mi relato onírico y me respondió con un texto breve felicitándome por mi creatividad. Le respondí lo que me parecía obvio: que no había sido yo el creador de ese sueño, sino que fue una producción de mi inconsciente. Al rato, llegó mi esposa a casa y le conté el intercambio. Ella, sorprendida, me dijo que obviamente ese sueño fue una producción mía, que fui yo quien lo soñó y no otra persona. Sentí que tenía que hacerme cargo —un poco— de mis producciones inconscientes.
El gran descubrimiento de Sigmund Freud es que uno no manda en su propia casa, sino que lo hace el inconsciente. Esa idea revolucionó el mundo de la subjetividad. Un psicoanalista francés más contemporáneo, Jean Laplanche, partió de esa base, pero para complejizarla.
¿Debo hacerme cargo de lo que hago a pesar de mí? Esto abre dilemas éticos y morales. Y en un punto creo que mi esposa tiene razón.
Después de todo, si puedo asumir lo que hago de manera consciente —porque es algo que supuestamente elijo—, también debería asumir lo inconsciente. Conozco mi yo consciente: mis límites, mi cara, mi nombre, mi fecha de nacimiento, los nombres de mis padres y hermanas, sus personalidades, sus fechas de nacimiento, nuestro apellido; conozco nuestros contornos, nuestras fronteras, sé qué quiero y qué no quiero. Sin embargo, es cierto, como dice Freud, que mucho de lo que hago no lo elijo, al menos no conscientemente, sino que es elegido por una parte de mí a la cual no tengo acceso fácilmente. Y a pesar de mí.
En ese sentido, con sus críticas y deconstrucciones a lo largo de un siglo, el psicoanálisis sigue siendo vanguardista. Aunque los promotores actuales de la autoayuda y la psicología positiva suelan insistir en que uno puede controlar los pensamientos, las emociones y las conductas “erróneas”, la evidencia clínica no suele decir lo mismo. Seguimos sin ser jefes en nuestra propia casa, o al menos el inconsciente nos sigue haciendo jugarretas, algunas divertidas y otras dolorosas.
Freud propone dividir el funcionamiento psíquico en tres registros: el consciente, el preconsciente y el inconsciente. Y piensa estos “lugares” y sus fronteras a partir de funcionamientos diferentes. La conciencia es, grosso modo, lo que pienso ahora mientras escribo este texto. Asumir mis actos conscientes sería, en general, lo más sencillo. Sería fácil incluso si sólo fuese quien soy consciente de ser. Porque lo que hago conscientemente es lo que relativamente logro elaborar, pensar. Es el hecho de haber preparado un pastel de papa esta noche en la cena, es haber mirado El eternauta en la tele e incluso haber aceptado escribir este texto. Pero más allá de las fronteras de mi conciencia está el preconsciente: esas cosas que sé que son parte de mí o de mi historia, aunque no siempre me acuerde. Por ejemplo, todos los elementos que conozco, aunque me haga el distraído.
Para pensar en el preconsciente y tal vez porque escribo este texto para Lento, me acuerdo de un fin de semana de 2022 en el que viajé desde Francia a Montevideo para un congreso. Como no tenía mucho tiempo para ir hasta Argentina a ver a mi familia, mis dos hermanas fueron a Uruguay y pasamos tres noches en un mismo cuarto de hotel. Así, convivimos esos días sin nuestros padres, sin nuestras parejas e hijos. La situación fue inédita, graciosa, llena de cariño. Llegado un momento, tenía la impresión de que estábamos —como decía Laplanche— en pleno trabajo de perlaboración. La perlaboración es el trabajo a través del cual el contenido preconsciente pasa a la conciencia, cuando uno logra entender cosas de uno mismo al escucharse decir algo de una manera nueva.
Una de mis hermanas —no digo cuál para no delatarla— una noche se quejaba de cómo le hablaba su hija. Nosotros dos le dijimos —y nos reímos— que eso que contaba era muy parecido a cómo ella misma le hablaba a veces a nuestra madre cuando éramos chicos. Al otro día, caminando por la rambla, yo me lamentaba por estar mucho tiempo fuera de casa por trabajo y mis hermanas lo relacionaron con nuestro papá llegando muy tarde del trabajo o levantándose y yéndose antes que todos.
Aunque en un primer momento pareciera que lo que nos decíamos era desconocido, sin mucho esfuerzo podíamos reconocer esos elementos de nuestra historia: eran parte de nosotros sin haberlos elaborado completamente y algo de lo no elaborado se estaba repitiendo.
***
El tema del inconsciente, la producción de los sueños, los lapsus y muchos síntomas que nos hacen sufrir es más complejo. Porque hacerse cargo de lo que hacemos a pesar de nosotros es gracioso o embarazoso en el mejor de los casos (como con mis hermanas o con el sueño sobre mi jefe), pero doloroso o tortuoso en el peor, como en el caso de la psicopatología. Porque cuando el inconsciente mete la pata en nuestro cotidiano, suele hacer resonar en la conciencia de manera disfrazada elementos de nuestra historia que por algo habíamos olvidado, reprimido.
Porque cuando se trata de sufrir y persistir en el dolor, los síntomas que marcan el retorno de lo reprimido pueden llevarnos hasta la locura o al suicidio. Así, muchas personas, a pesar de haber escuchado pódcast que intentan enseñar la conciencia plena, el mindfulness o el modo de identificar los pensamientos automáticos negativos para someterlos a la realidad y esperar cambiarlos, siguen teniendo sus episodios maníacos, sus atracones bulímicos o sus adicciones. Pensar el sentido de esos síntomas en relación con las zonas esquivas de nuestro ser podría permitir desplegar el territorio de nuestra subjetividad.
Lo que agrega Laplanche a la división clásica freudiana de consciente, preconsciente e inconsciente es la explicación acerca de cómo se construye esa división y por qué quienes nos criaron dejan tantas huellas en la construcción de nuestra identidad y nuestro territorio personal, con ciertas fronteras conocidas, pero también con zonas que no son parte del territorio oficial de nuestra patria personal, sino lugares intermedios que acampan fuera de la conciencia pero que siguen estando dentro de nosotros.
Para pensar en la construcción de este territorio del inconsciente, Laplanche toma como punto de partida algo que él llama “la situación antropológica fundamental”. Es el hecho de que todos nacemos bebés y dependemos de los cuidados de los adultos para sobrevivir. En general son nuestros padres quienes nos cuidan, pero no siempre y no sólo. Lo que es seguro es que si nadie se ocupa del bebé, el bebé muere.
Quienes se ocupan del bebé le dan de comer, lo lavan, lo cambian. Pero al hacerlo, estos adultos no sólo hacen tareas de higiene automáticas, sino que agregan a los cuidados canciones, caricias, miradas. A través de eso que agregan, le envían al bebé —que luego será un niño y más tarde un adulto— muchísimos mensajes que pueden ser más o menos enigmáticos y que ellos no siempre controlan. De hecho, no sólo los padres envían mensajes a los bebés. Basta ver a un bebé en un cochecito en la panadería y observar la manera en que las personas se acercan para decirle lo lindo que es o si es más grande ofrecerle un pedazo de pan o un bizcochito de grasa. Los adultos que miran al nene o la nena haciéndole morisquetas y guiños lo hacen sin poder controlarse. Laplanche dice que los adultos buscan “seducir” al bebé y que estos mensajes vienen en parte de su propio inconsciente.
Así, todos crecimos escuchando a otros diciéndonos “qué lindo que sos”, “no me hinches los quinotos”, “dejame en paz”, “qué rápido que aprendés”, “tu hermano es más rápido”, “tu hermana dibuja mejor” o lo que sea. Pero muchos otros mensajes no tienen palabras, sino que son gestos, caricias, canciones, sonidos, miradas. De bebés recibimos infinidad de mensajes que produjeron en nosotros toda una serie de reacciones en nuestro cuerpo y, a medida que fuimos pensando y hablando, despertaron una serie de enigmas.
El bebé, entonces, según Laplanche, poco a poco va traduciendo o intentando traducir esos mensajes. Ese trabajo de interpretación va a ir progresivamente construyendo las fronteras de su identidad, de su yo. Y es eso que traduzco desde niño lo que construye mi conciencia, el terreno en el cual sé quién soy.
Este trabajo de traducción y retraducción es un poco lo que hicimos con mis hermanas en 2022 en Montevideo —y lo que hacemos cada vez que pensamos elementos de nuestra historia solos o con los demás y no sólo con un psicoanalista— y resignifica elementos que estaban ahí, aunque más o menos olvidados. Hermenéutica es el nombre de este trabajo. La palabra viene del griego ἑρμηνευτικὴ τέχνη y refiere al arte de interpretar y también de explicar o traducir. O sea, la hermenéutica es el arte de la interpretación, de la explicación y la traducción de la comunicación escrita, verbal e incluso no verbal. Así, según Laplanche, a lo largo de nuestra vida vamos tratando de entender lo que nos dijeron que éramos, en qué lugar nos pusieron, nuestros límites, nuestras fronteras, nuestras potencialidades y limitaciones.
Pero, atención: todos aquellos mensajes que el bebé o el niño no logra traducir constituirán su propio inconsciente. De este material no traducido o no traducible se nutrirán ciertas conductas, sueños y actos fallidos a lo largo de toda su vida. Como el sueño sobre mi jefe, posiblemente.
Esto fue una revelación para mí: me sirvió para entenderme a mí mismo y sobre todo a mis pacientes. A menudo ellos creen que lo que los hace sufrir viene del exterior de sus fronteras, que lo que les pasa no tiene nada que ver con ellos. Y con el tiempo, más el trabajo de perlaboración, suelen descubrir que ellos mismos participan de un modo u otro en la reproducción de aquello que los hace sufrir. ¿Por qué otra vez repito esto que me hace mal? ¿Por qué otra vez me encuentro en este lugar que me hace sufrir o hace sufrir a los demás? ¿Por qué sueño lo que sueño? ¿Soy yo o es ese inconsciente que me habita? En realidad, como mi sueño sobre la importación de la carne argentina, mucho de lo que nos hace sufrir viene de alguna parte de nosotros mismos inaccesible a nuestra conciencia, pero dentro de nuestro territorio. O sea, detrás de una barrera, pero dentro de sus fronteras.
Traducir los mensajes enigmáticos que me mandaron otros —mis padres, pero también mis maestras, mis primos, mis vecinos— es, entonces, el trabajo de toda una vida y, como toda traducción, nunca se termina. Porque siempre quedan restos no traducibles que constituyen mi inconsciente. Porque siempre podemos traducir mejor, de manera más justa, más refinada, más sofisticada. Este trabajo de traducción y retraducción de los mensajes de los cuales fuimos destinatarios es apasionante y, como todo trabajo que echa luz sobre la oscuridad, tiene un potencial emancipador: poder ser yo mismo más allá del lugar en el que me pusieron.
Patricio Nusshold es psicólogo y profesor de Psicología Clínica en la Universidad Paul-Valéry Montpellier 3 de Francia. Investiga sobre la relación entre el trabajo y el sufrimiento.