Desde que levantamos la cabeza por sobre el bosque, mirando las estrellas y soñando con un nuevo hogar allí, mientras nuestros compañeros animales siguieron con sus narices abajo, en el suelo, hemos estado solos con quienes hicieron lo mismo, es decir, con nuestros compañeros humanos. Se estableció una comunidad de soledad y amarga esperanza (por qué, no se sabe). Los otros, llamados animales, se convirtieron en extraños. Otros, sin nombre y sin habla. En un momento dado nos dimos cuenta de que ya no nos entendíamos con lobos y ciervos, ¡qué pérdida! Los animales se nos volvieron mudos y posteriormente las tribus humanas también se volvieron mudas entre sí.
Jan Hartman, “Animals are good people too”, en Dialogue and Universalism. Traducción de Micaela Anzoátegui
En febrero me mudé a un monoambiente. Suelo decir, cuando me preguntan, que es la primera vez que vivo sola. Pero no es verdad. Fue un acuerdo tácito al principio y luego explícito que yo sería quien se llevaría a los gatos cuando dejáramos de vivir juntas con Emiliya, la amiga con la que compartí casa hasta hace unos pocos meses. La experiencia dista mucho de ser una apacible soledad. Se trata de una convivencia con otros seres, no humanos. A veces armoniosa, cuando nos acostamos los tres en el sillón a ver una película. Y otras, tortuosa. Escribo esto, de hecho, de forma entrecortada. Las interrupciones varían y van desde sacarle un “juguete” peligroso a alguno de ellos hasta levantar los libros que tiraron y alzarlos en mis brazos para acariciarlos.
El mes pasado circuló la noticia sobre el lanzamiento de la Diplomatura en Entrenamiento Felino de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires (UBA) para mejorar la convivencia con los gatos en el hogar. La publicación tiene más de 14.000 “me gusta” y rápidamente inició una polémica. “¿Qué convivencia? Soy esclava en esta casa”, dice una usuaria de las redes sociales. Los comentarios varían desde el agradecimiento por brindar una oportunidad para comprender a estos animales hasta las críticas a la UBA por impulsar iniciativas de este tipo en un contexto de desfinanciamiento de las universidades en Argentina.
Además de brindar “conceptos y metodologías que permitan una interacción y convivencia amable con sus gatos basada en bienestar animal y el entrenamiento positivo”, el programa de la diplomatura aborda problemas filosóficos y, en particular, pone de relieve la mirada antropocéntrica con la cual interactuamos con los animales no humanos. Esta idea del mundo se ha utilizado con frecuencia para justificar la explotación de recursos naturales y de los demás animales. Entonces me pregunté: ¿por qué la filosofía se interesa particularmente en los gatos?
“Estamos acostumbrados a entender el mundo centrándonos en nosotros mismos, en el ser humano, sus preocupaciones, su perspectiva, en definitiva, su forma de sentir, experimentar y comprender la realidad. Pero... el mundo no está habitado solamente por humanos, más bien coexisten muchas lógicas, propias de cada organismo”, dice la doctora en Filosofía y docente de la Universidad Nacional de La Plata Micaela Anzoátegui, una de las integrantes de la diplomatura.
Los gatos son traicioneros, egoístas, interesados, independientes, desobedientes, ariscos. La manera de pensar a los gatos, que nutre el contenido de memes y que replicamos habitualmente, está atravesada por el “antropomorfismo antropocéntrico”, dice Anzoátegui, lo que implica otorgar cualidades, sentimientos o intenciones humanas a los demás animales.
“Se dicen muchas cosas del gato porque hay una incomprensión al compararlo con los perros. Entonces eso es terrible, porque el perro tiene una historia evolutiva de al menos 35.000 años con el ser humano y el gato, de 9.000 años. Hay una incomprensión de la naturaleza del gato, de su forma, de su inteligencia, de su manera de socializar, etcétera”, agrega.
¿De dónde surge esta incomprensión? Durante mucho tiempo, el estudio sobre la inteligencia animal, sus comportamientos y sus emociones fue considerado absurdo por la ciencia. Y a lo largo de todo ese tiempo se insistió en desmarcar al ser humano del resto de los animales. “En la historia de las ideas del mundo occidental, si nos remontamos al origen de la filosofía y el pensamiento científico o protocientífico hace 2.500 años (la antigüedad clásica, los filósofos griegos), siempre estuvo ahí la pregunta por la diferencia: ¿qué nos hace distintos? ¿Qué tiene de particular el ser humano que lo diferencia de otros animales? Aunque en realidad la primera pregunta filosófica fue ¿qué es la naturaleza y cómo funciona?”, explica la investigadora.
Aristóteles, además de haber dejado grandes aportes en campos como la lógica, la retórica, la política y la ética, es considerado el padre de la biología. Fue el primero en sistematizar conocimientos sobre biodiversidad y se dedicó a entender el comportamiento y el cuerpo de los animales. “Si bien fue uno de los filósofos más importantes de la historia, se burlaban de él por dedicarse a los temas naturalistas que eran considerados no filosóficos o temas degradantes para el pensamiento”.
Esta idea del mundo que considera al ser humano como algo excepcional se radicalizó durante la Modernidad y la Revolución Científica, hace más de 500 años. “Aparece la idea de la inteligencia humana y de la mente como algo radicalmente distinto a otros seres que nos hace capaces de conocer el mundo y también de dominarlo. Esa idea lleva a un antropocentrismo exacerbado y considera que somos completamente excepcionales a otros seres”, dice Anzoátegui.
Herida narcisista
La teoría de la evolución de Charles Darwin trajo una ruptura con este pensamiento. Su tesis sobre la continuidad evolutiva de las facultades mentales y la expresión de las emociones rompió con la idea de la “excepcionalidad humana”. Darwin no postuló una diferencia esencial entre los seres humanos y el resto de los animales, sino sólo una diferencia de grado.
Sin embargo, durante más de un siglo los aportes de Darwin no fueron interpretados de esta forma. “La teoría de la evolución no se la terminaba de aceptar socialmente por todo lo que implicaba. Era muy conmocionante para mucha gente de la ciencia, de la teología, de la filosofía y de la sociedad en general pensarnos como animales y todos los cuestionamientos que eso traía para creencias religiosas y metafísicas de Occidente. Los neodarwinistas buscaron en la teoría de la evolución y en la biología justificar la excepcionalidad”, explica la investigadora.
Durante el siglo XX surgieron diferentes investigaciones que pusieron cada vez más en jaque la idea de la excepcionalidad humana. Durante las décadas del 60 y el 70, las observaciones de Jane Goodall, Dian Fossey y Birutė Galdikas desterraron el mito de que el Homo sapiens era el único ser cultural. La pareja de paleoantropólogos británicos Mary y Louis Leakey dedicó su vida a investigar de dónde surge nuestra especie y se interesó especialmente en el estudio de los simios para ver si encontraba rastros en ellos de la conducta de los primeros homínidos. Los Leakey enviaron a distintos investigadores hombres a registrar observaciones de primates, pero terminaron descartándolas por ser vagas y escuetas. Entendieron que estos investigadores, cargados de sesgos antropológicos de la época, no iban a dar cuenta de conductas que desafiaran la idea aceptada de la cultura como algo exclusivamente humano. Así, decidieron algo novedoso: pedirles esta tarea a dos mujeres que no eran antropólogas ni primatólogas. Goodall observó a las poblaciones silvestres de chimpancés en Gombe, Tanzania, y Fossey a los gorilas de las montañas Virunga. Luego, Galdikas estudió los orangutanes en la selva de Borneo, en Indonesia. Por primera vez, estas mujeres reconocieron que estos simios mostraban comportamientos sociales complejos, como “comunicación, uso y creación de herramientas, consumo ritual de alimentos, aprendizaje social, tradiciones y mucho más, evidenciando una similitud (casi) impensada”.1
A partir de 1970 y en particular en la década del 80 comienza a tener lugar el “giro animal”, un movimiento intelectual que cuestiona la relación entre los seres humanos y otros animales, cuyas ideas se remontan a las darwinianas. Entre los distintos investigadores de esta línea estuvo el estadounidense Stephen Jay Gould, gran divulgador de la obra de Darwin, quien aportó a difundir la idea de que no existe una jerarquía desde la evolución que ponga al ser humano en la cima. Así se desarrollaron cada vez más investigaciones empíricas sobre el comportamiento animal, sus capacidades de razonamiento, sus emociones y su inteligencia.
Andrés Crelier, filósofo argentino e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, comenzó sus investigaciones en torno a algunas teorías filosóficas que sostenían que sin un lenguaje como el humano no puede haber capacidades de conocimiento. Este planteo tiene sus raíces en la relación que se estableció entre el concepto de racionalidad y el lenguaje desde la Antigüedad, lo que derivó en una tradición “diferencialista” que estableció una distancia grande entre animales humanos y no humanos. “Pero con el tiempo empecé a pensar que había algo que no estaba bien en ese planteo, especialmente porque existen ejemplos o contraejemplos de capacidades cognitivas o de pensamiento en criaturas que no tienen lenguaje”, le dice Crelier a Lento. Hoy este investigador se dedica a estudiar la atribución de pensamiento a animales no humanos y la posibilidad de pensamiento sin lenguaje.
Para él, una definición plausible de inteligencia tiene que hacer referencia a destrezas que, de algún modo, consisten en la solución de problemas por parte de la criatura en su entorno. Una definición que puede ser aplicable a animales humanos y no humanos. Además, reconoció que “adquirió mucho consenso últimamente que los animales no humanos tienen capacidades mentales” que los hacen capaces de resolver problemas y de establecer complejos vínculos sociales y afectivos, y además “se advierte una continuidad bastante grande en las capacidades mentales humanas y no humanas en los cerebros”.
El etólogo, doctor en Ciencias Naturales y guionista de historietas Ricardo Ferrari prefiere hablar de cognición a la hora de referirse a los animales, ya que el concepto de inteligencia se definió a lo largo de la historia “de manera que sólo la tengamos nosotros”. “Descubrimos que esa cognición está ligada con los sentimientos. Ahora no solamente sabemos que todos los seres tienen sentimientos, sino que los podemos medir. Y, si bien a lo largo del tiempo se habló de la inteligencia y los sentimientos como dos esferas separadas (‘tenés que razonar, no escuches tus sentimientos’), ahora sabemos que los sentimientos son los que organizan al ser. El animal se comporta para tener sentimientos positivos y evitar los sentimientos negativos. Es decir, todos los seres buscan el placer y evitan la angustia”, explica.
Estas ideas rompen con el antropocentrismo, que busca distinguir aquello que hace a los humanos diferentes al resto de los seres. “Primero éramos los únicos que teníamos lenguaje. Después se descubrió que el lenguaje lo aprendemos, no lo tenemos. Después éramos los únicos que hacíamos herramientas. ¡Jodete! Los animales hacen herramientas. Después, los únicos que hacíamos fuego. Vos tratá de hacer fuego donde estés sin un encendedor o fósforos. Y si le das encendedor y fósforos a un simio, hace fuego. Entonces, ese es el punto en el cual se rompe el antropocentrismo, cuando vos te das cuenta de que lo que creés que te caracteriza está en otros seres”, grafica Ferrari.
La teoría de la evolución de Darwin es considerada, de hecho, por Sigmund Freud como la segunda “herida narcisista” del ser humano, ya que lo despoja de su condición de criatura divina, hecha a imagen y semejanza de Dios, al situarlo como un eslabón más en la cadena evolutiva de la naturaleza. “Al ir descubriendo que algunas de las capacidades mentales, destrezas, etcétera, no están presentes solamente en humanos y a veces están presentes en mayor desarrollo en no humanos, eso nos quita el lugar central a los humanos”, reconoce Crelier.
Junto con los estudios sobre la afectividad empezó a ser contemplada la noción de conciencia en los animales no humanos, algo que hasta hace pocas décadas se consideraba un estudio fuera de una discusión seria en los ámbitos científicos. Con investigadores pioneros como Thomas Nagel y su artículo “¿Qué se siente ser un murciélago?”, surgieron distintas posiciones en relación con la posibilidad de que animales no humanos tengan conciencia y autoconciencia. Algunas posiciones son escépticas y consideran que no pueden tener conciencia, otras son gradualistas o intermedias y creen que se debe dar una serie de criterios, mientras que otras abrazan la idea de que los animales no humanos tengan conciencia. En este sentido, Anil Seth, profesor británico de Neurociencia Cognitiva y Computacional de la Universidad de Sussex, critica la “trinidad” indisoluble que se estableció históricamente, desde el pensamiento de René Descartes, entre lenguaje, inteligencia y conciencia. “El hecho de que estén juntos en nosotros no significa que vayan juntos en general”, dijo en una entrevista con la BBC.
Para Crelier, la discusión sobre la conciencia “tiene una faceta práctica, en el sentido de que podemos tomar precauciones sobre el trato de animales no humanos, las cuales pueden llegar a volcarse en la legislación, como ha sucedido en algunos países”. Es el caso, por ejemplo, del equipo de trabajo del filósofo británico Jonathan Birch, para el cual existe evidencia relevante que apunta a que distintas criaturas poco emparentadas evolutivamente con los humanos son capaces de “sintiencia”, es decir, de experimentar dolor, sufrimiento y placer e incluso de tener conciencia en algún sentido. Las conclusiones de este trabajo llevaron al gobierno británico a incluir en 2022 dentro de la Ley de Bienestar Animal a los animales cefalópodos (pulpos) y los crustáceos decápodos (cangrejos, langostas) —más allá de los vertebrados—, luego de revisar cerca de 300 artículos científicos.
Pensar a los animales no humanos desde una perspectiva antropocéntrica puso obstáculos a la hora de entender sus comportamientos y la relación que establecen con los seres humanos. De ahí que, por ejemplo, durante la Edad Media se haya organizado una matanza de gatos masiva por asociarlos a la brujería, lo sobrenatural, lo pagano y el diablo.
Tratar a los demás animales desde una perspectiva humana ignora las diferencias que existen entre los distintos grupos animales y las singularidades que tienen. “Cuando antropomorfizamos al gato y lo tratamos como a una persona, le quitamos lo que ‘lo hace gato’, sus necesidades específicas [...]. En filosofía diríamos que, así, lo desproveemos de su otredad: entender que es otro, alguien diferente a mí, con su propio punto de vista”, dice la investigadora Anzoátegui. Así, uno de los mitos extendidos en relación con los gatos, que los caracteriza como animales “independientes”, refuerza la idea de que no necesitan cuidado e ignora el sufrimiento que les produce el abandono.
“El gato es un ser con el que estamos emparentados, con el que tenemos algunas continuidades, pero también es un ser específico, con sus propios intereses. Tiene su propia forma de entender el mundo, de ubicarse, de representar la realidad. Bajo nuestra pretensión más antropomórfica, muchas veces le adjudicamos características que no tienen nada que ver con el gato, sino que hablan más de nosotros”, dice Anzoátegui.
Cuando la convivencia con gatos se hace difícil en mi monoambiente, se me cruzan deseos de darlos en adopción. Pienso en la culpa que siente una madre cuando le cae mal su propio hijo o cuando tuvo unas ganas efímeras de haberlo abortado. Pero también pienso en que si su comportamiento no se escapara de mi control, no habría convivencia más que conmigo misma ni motivos para escribir sobre ellos.
Agustina Ramos es periodista argentina y se dedica a temas vinculados a género y de interés general. Trabaja en la agencia Presentes y en medios públicos.
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Micaela Anzoátegui (2021), “Una arqueología de las culturas no-humanas”. Endémico 1 (8), 76-81, en Memoria Académica. Disponible en https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.15339/pr.15339.pdf. ↩