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Foto principal del artículo 'Inteligencia en la hierba' · Ilustración: Gilda Martini

Ilustración: Gilda Martini

Inteligencia en la hierba

Algunos botánicos sostienen que las arvejas son capaces de un aprendizaje asociativo; otros, que las enredaderas tropicales tienen una suerte de sentido de la vista. Si las plantas son organismos sensibles, ¿qué postura ética, desde nuestra perspectiva, deberíamos adoptar?

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De los muchos libros publicados por Charles Darwin, el anteúltimo, escrito junto con su hijo Francis, está entre los más aburridos. El poder del movimiento de las plantas (1880) describe una serie de experimentos botánicos muy meticulosos que padre e hijo llevaron a cabo hacia fines de la década de 1870. En uno, por ejemplo, se dedicaron a adherir pequeños cuadraditos de cartón en las raíces de unos plantines para ver cómo reaccionaban. En otro, pegaron agujas en diversas partes de una planta, usando gotas de cera, para luego registrar el movimiento en una lámina de cristal.

Los Darwin ejecutaron esos experimentos varias veces en distintas especies vegetales. Para la prueba de los cartones, por caso, usaron porotos, arvejas, capuchinas, algodón, calabazas y plantines de castaños de Indias; para el procedimiento de las agujas utilizaron, entre otras plantas, repollos silvestres, Iberis sempervirens, fucsias, geranios, frambuesas, hiedras, azaleas y deucias. Cada especie recibió su propio apartado en el libro.

Hasta el propio Darwin, por lo visto, consideraba que la obra era tediosa. “Escribí un libro muy largo, y es una pena”, le dijo a Asa Gray, botánico de Harvard, en una carta fechada el 24 de octubre de 1879. En ese momento Darwin estaba corrigiendo el manuscrito, tarea que calificó de “tedio horroroso”.1

Pero, incluso en sus páginas más monótonas, Darwin se las ingenia siempre para resultar polémico. En el último capítulo, él y Francis sostienen que las plantas en macetas no deberían ser consideradas, bueno, plantas en macetas. Sugieren, en cambio, que debemos pensar en todas las plantas como si fueran agentes activos, capaces de percibir estímulos y de reaccionar en consecuencia. De acuerdo con los Darwin, las radículas (en esencia, las primeras raíces de las plantas) son de una importancia fundamental en ese sentido; al explorar el suelo, recaban información referida a condiciones como la humedad, que luego el plantín emergente usará para guiar su crecimiento. “No sería exagerado afirmar”, escriben, que los extremos de las radículas “funcionan como el cerebro en el caso de los animales más primitivos”.

Durante la mayor parte del siglo XX, esa idea darwiniana de que las plantas tenían algo equiparable a un cerebro fue soslayada por falta de rigor científico, o directamente porque se la consideraba una locura. Pero en el siglo XXI la noción volvió a ponerse de moda. El modo en que las plantas procesan la información se convirtió en un campo investigativo muy dinámico. Algunos botánicos sostienen que las arvejas son capaces de aprender de forma asociativa, un poco como el perro de Pavlov, y ciertos científicos aseguran que las enredaderas tropicales tienen una especie de sentido de la vista. En Italia hay un laboratorio dedicado íntegramente a la “neurobiología vegetal” (“El comportamiento de las plantas es tan sofisticado como el de los animales”, se afirma en el sitio web de la institución). Varios libros recientes proponen que los últimos descubrimientos referidos a la cognición de las plantas son tan reveladores que nos obligan a replantear nuestra visión sobre la vida misma. Según desde qué ángulo la analicemos, esa perspectiva puede resultar un estímulo o una rotunda tragedia.

***

Zoë Schlanger es periodista, y para escapar un poco de su trabajo cotidiano referido al calentamiento global empezó a investigar el comportamiento de las plantas. Mientras leía artículos sobre helechos y bananos tuvo la sensación, escribe en The Light Eaters, de que se estaba asomando a un “universo paralelo”. Cuanto más profundizaba en sus lecturas, más sorprendentes eran los hallazgos botánicos con los que se encontraba. Las plantas se comunican entre sí. Cuando las artemisias, por ejemplo, sufren el ataque de ciertos insectos, liberan unas sustancias químicas que animan a sus vecinas a reforzar las defensas. Aparentemente otras especies vegetales también captan esas señales; el tabaco silvestre reacciona a las advertencias de las artemisias generando sus propios químicos. Las plantas pueden, además, entablar una comunicación privada, exclusiva de su propia especie, valiéndose de sustancias que sólo ellas pueden interpretar.

Las plantas se comunican, asimismo, con los animales. A veces lo hacen de manera franca, a veces no. Por ejemplo, cuando las orugas mordisquean las plantas de maíz, estas son capaces de liberar sustancias químicas que atraen a las avispas parasitoides. Las avispas ponen huevos dentro de las orugas y las matan, proceso que beneficia a ambas partes de ese diálogo. Las orquídeas araña sintetizan sustancias que imitan casi a la perfección las feromonas que liberan las avispas hembras. Estos químicos atraen a los machos, que intentan aparearse con las orquídeas. Las avispas no hallarán más que frustración, pero la planta quedará polinizada.

La especie Arabidopsis o “berro oreja de thale” es el ratón de laboratorio del mundo de la botánica. Los investigadores descubrieron que esta planta puede —por decirlo de algún modo— oír. Reacciona a las vibraciones que generan las orugas al masticar y es capaz de sintetizar compuestos que operan como repelente de insectos. Muchas otras plantas tienen, en las hojas, ínfimas estructuras pilosas denominadas tricomas; se sospecha que podrían funcionar como si fueran antenas.

¿Qué nos revelan estas estructuras y estas estratagemas sobre la vida íntima de las plantas? La respuesta de numerosos biólogos suele ser “poco y nada”. Este grupo de científicos asegura que esa vida interior directamente no existe y que, por ende, no hay nada que analizar. Otros afirman, en cambio, que esa postura no es más que un prejuicio (una suerte de sesgo antibotánico).

Con el tiempo, la pesquisa llevó a Schlanger hasta los laboratorios de varios científicos que trabajan a la vanguardia de algo denominado “revolución de la neurobiología vegetal”. En Bonn, la periodista habló con František Baluška, biólogo celular de origen eslovaco. Unos años atrás, en un artículo publicado en la revista Annals of Botany, Baluška y algunos de sus colegas aseveraron que distintas especies vegetales, entre ellas las arvejas y las venus atrapamoscas, responden a la anestesia “de manera similar a los animales y los seres humanos” (la versión en línea de un artículo de The New York Times referido al ensayo de Baluška incluye un time-lapse con imágenes de varias plantas de arvejas que primero agitan sus zarcillos y luego, súbitamente, se quedan inmóviles, tal como un paciente sobre una camilla bajo los efectos del éter).

Baluška está entre quienes piensan que las plantas sienten dolor. “Si un organismo no siente dolor, ignora el peligro y difícilmente logre sobrevivir”, dijo. También cree que las plantas son seres conscientes. En el caso contrario, ¿cómo es que pueden quedar inconscientes? “Me parece que la conciencia es un fenómeno muy elemental que empezó con la primera célula”, dice Baluška. “Sin conciencia es imposible percibir el entorno y actuar en consecuencia”.

En Berlín, Schlanger se entrevistó con Tilo Henning, un investigador dedicado a estudiar la Nasa poissoniana, planta originaria de los Andes peruanos. Esta especie produce unas flores increíbles, con forma de estrella, y es capaz de moverse con una rapidez asombrosa (al menos para el mundo vegetal): en cuestión de minutos, puede extender uno de sus estambres portadores de polen y llevarlo desde una posición horizontal hasta una vertical. Henning y sus colegas demostraron que esta planta altera el ritmo de ese movimiento en función de la frecuencia con la que espera recibir la visita de algún polinizador. Si las abejas se acercan muy seguido, la Nasa poissoniana alza sus estambres a intervalos breves; si esas visitas son erráticas, entonces la planta espera más tiempo. Si la frecuencia de las incursiones de las abejas cambia, la Nasa poissoniana ajusta el ritmo de forma acorde.

“Es obvio que son capaces de contar el tiempo que transcurre entre esas visitas y conservar esa memoria”, señala Henning. Si bien las plantas no tienen cerebro —ni, hasta donde sabemos, estructuras similares a neuronas—, aun así incorporan información y reaccionan a ella. “Esa es, para mí, la definición más básica de inteligencia”, asegura Henning.

***

Junto con Baluška, Stefano Mancuso, botánico italiano, es uno de los miembros fundadores de la Society for Plant Neurobiology, que llevó a cabo su reunión inicial en el año 2005 (desde aquel momento, el grupo cambió de nombre y pasó a llamarse Society of Plant Signaling and Behavior). Mancuso es docente en la Universidad de Florencia, donde dirige el Laboratorio Internazionale di Neurobiologia Vegetale. En una entrevista reciente que le concedió a The Guardian, contó el proceso que lo llevó a considerar que, si bien las plantas tal vez no tengan cerebro, sí son seres con inteligencia. “Una de mis tareas durante el doctorado consistía en entender cómo hacía una raíz que crecía dentro de la tierra para esquivar un obstáculo”, contó. Y lo que descubrió fue que “la raíz cambiaba de dirección mucho antes de llegar a tocar el obstáculo. Era capaz de percibirlo y de encontrar un camino mejor. Aquella fue mi primera epifanía”.

En La nación de las plantas, Mancuso se imagina a sí mismo como una suerte de portavoz del reino vegetal. En ese escenario fantástico, sus camaradas verdes bosquejaron una constitución para plasmar los conocimientos adquiridos a lo largo de cientos de millones de años y lo eligieron a él para que se la entregue al Homo sapiens, una especie que ha estado en este planeta durante muchísimo menos tiempo. “Aprendan de aquellos que tienen más experiencia que ustedes”, piden los fotosintetizadores de Mancuso (el escritor Michael Pollan dijo que Mancuso es el “filósofo poeta” del movimiento de la inteligencia vegetal).

Según estos sagaces arbustos, los seres humanos son peligrosos precisamente por el modo en que piensan. Dependen de sus cerebros para organizar las ideas y para regular otros órganos. Y trasladaron a sus instituciones esa estructura verticalista: unos pocos líderes o jefes con poder tienen la potestad de tomar decisiones.

Las plantas, en cambio, poseen un patrón corporal mejor equilibrado. Si una hoja, una raíz o una rama sufre algún daño, habrá otras hojas, raíces o ramas que se harán cargo de la situación. Es por eso, entonces, que son capaces de modelar una forma organizativa intrínsecamente más resistente y ecuánime. “Las plantas son maestras en el arte de la cooperación, y mediante alianzas y comunidades lograron construir sociedades mutualistas en todos los entornos terrestres”, señala Mancuso.

No es de extrañar, entonces, que los integrantes de la “nación de las plantas” tengan mucho para decir sobre el modo en que se los ha representado (o más bien el modo en que se los ha malinterpretado). Deploran, por ejemplo, las metáforas sobre la “pirámide alimentaria”, que ubica los productos vegetales en la base y a los animales en los estratos superiores. Las plantas son las que hacen posible la existencia de los animales, ¿así que no sería más sensato invertir el orden? También se burlan de la noción de que el desplazamiento le otorgue a la fauna un estatus especial. De hecho, debería ser al revés: “Precisamente porque no cuentan con la capacidad de cambiar de lugar y de huir si algo se modifica en su entorno, las plantas deben ser, por fuerza, más sensibles que los animales”, sostiene Mancuso. En última instancia, el mensaje que la nación de las plantas quiere transmitirle al ser humano es uno solo: ¡abran los ojos! Al ritmo al que la gente está agotando los recursos, talando los bosques, elevando la temperatura del planeta y llevando a la extinción a tantas especies, no falta mucho para que la biósfera en su totalidad empiece a colapsar. “Creo que la mayor parte de la humanidad no es consciente de lo grave que resulta la situación”, escribe Mancuso. “O eso espero, al menos. Porque si no habría que pensar que la raza humana perdió todo el sentido del futuro”.

***

Si Mancuso es el filósofo poeta de la inteligencia vegetal, Paco Calvo es el filósofo a secas. Profesor en la Universidad de Murcia, España, Calvo dirige el Laboratorio de la Inteligencia Mínima, que se autodenomina “el primer laboratorio del mundo dedicado a la filosofía del comportamiento y la comunicación de las plantas”. En 2016, Calvo publicó un “manifiesto” de 35 páginas en el que sostiene que el estudio de la inteligencia vegetal demanda la misma clase de esfuerzo investigativo multidisciplinario que hizo avanzar, en el curso de las últimas décadas, nuestro entendimiento de la inteligencia humana.

En Planta Sapiens: The New Science of Plant Intelligence, Calvo recurre a muchos de los mismos estudios que se citan en The Light Eaters. Las plantas, afirma, responden a la anestesia. Reclutan aliados y se comunican entre sí mediante la emisión de compuestos orgánicos volátiles. Parecen tener la capacidad de anticipar el futuro. Por ejemplo, seguirán dirigiendo sus raíces hacia suelos salinos si la concentración de sal decrece, lo que indica que les espera un mejor panorama, pero, si el contenido de sal en el suelo se mantiene alto, cambian de dirección. Las plantas, escribe Calvo, “son máquinas predictivas con la capacidad de autocorregirse”.

Calvo también sostiene que la gente subestimó la inteligencia vegetal porque las plantas son muy distintas a nosotros: “No las podemos mirar a la cara para entender qué les pasa por dentro”. Aun así, cree que deberíamos ser capaces de vincularnos con ellas de manera empática, de imaginar (parafraseando a Thomas Nagel) cómo es ser un bambú. En ese sentido, trae a colación el caso de los pulpos, que carecen, al igual que las plantas, de un cerebro centralizado pero que son, sin duda alguna, bastante inteligentes, y cita el ejemplo de Craig Foster, el cineasta sudafricano que registró su vínculo con una adorable criatura de ocho manos en su premiado documental Mi maestro el pulpo.

“Quizá podamos aprender algo de esa comunión entre un humano y un cefalópodo”, dice Calvo. “En muchos sentidos, el cerebro plural e hidrostático del pulpo no es tan distinto del patrón corporal fluido de una enredadera, a través del cual circula una conciencia particular”.

Hacia el final de Planta Sapiens, Calvo sugiere que las plantas se parecen un poco a las personas afectadas por el denominado “síndrome del enclaustramiento”. Los pacientes aquejados por esa dolencia están casi totalmente paralizados, pero sin embargo conservan la conciencia y son capaces de comunicarse con movimientos oculares. “En ese mismo punto estamos respecto de las plantas: tal vez el sufrimiento forme parte de su experiencia interna”, escribe.

Es acá donde la situación se pone espinosa. Como bien señala Calvo, “si las plantas son inteligentes y están al tanto de su entorno, no podemos hacer oídos sordos a ciertas consideraciones éticas”. ¿Pero qué implicaría tener que examinar, en su verdadera dimensión, esas consideraciones?

Aquellos que creen que parte de su responsabilidad ética consiste en reducir el sufrimiento de los animales pueden volverse veganos, y en general es lo que hacen (cualquier tipo de agricultura, vale señalar de todas formas, acarrea la muerte y el sufrimiento de los animales desplazados de su entorno, así que en realidad los veganos no deberían jactarse de eso). Pero ningún ser humano (o, para el caso, ningún animal) puede sobrevivir sin consumir plantas, sea de forma directa o indirecta. Como señala la nación de las plantas —vale decir, Mancuso—, todo lo que la gente come tiene su origen último en los organismos fotosintéticos. Si las plantas de pepinos y los bananos fueran seres sensibles, ¿cuál debería ser, entonces, desde nuestra perspectiva, la actitud ética correcta? Tal vez sea aceptable seguir comiendo semillas y cereales, aunque la cosecha no sería nada fácil. ¿Alguien ético podría segar un campo de trigo o de arroz? ¿Podríamos tan siquiera sembrar un campo de trigo o de arroz sabiendo que las plantas tal vez sufran el hacinamiento, digamos, o experimenten el pánico, aunque al estar encerradas en su silencio no sean capaces de expresarlo?

Calvo parece renuente a llevar esa lógica hasta las últimas consecuencias. Está dispuesto a llegar únicamente hasta la siguiente pregunta: “Si de pronto consideráramos a las plantas seres sensibles, ¿eso les otorgaría derechos que podrían limitar la explotación que hacemos de ellas?”. La gente, reconoce Calvo, no está apurada por analizar estas cuestiones.

La idea de que las plantas tienen conciencia o son inteligentes deja de ser divertida en cuanto se piensa a fondo todo lo que eso implica. Sí, una visión del mundo menos jerárquica que la nuestra debería admitir que la sensibilidad está distribuida a lo largo de todo el árbol filogenético. También debería dar por hecho que existe una distribución más extensa del sufrimiento. A la evolución no le importa mucho la ética; puede que las plantas entiendan esa idea aunque nosotros no. Medité sobre esta posibilidad el otro día mientras desmalezaba mi jardín. Uno tras otro, los brotes verdes iban terminando su vida dentro de una carretilla. Confieso que, después de haber leído los libros de Schlanger, Mancuso y Calvo, sentí el aguijoneo de la culpa. Pero seguí con mi labor.

Elizabeth Kolbert forma parte del equipo de redacción de The New Yorker. Su libro más reciente se titula H Is for Hope: Climate Change from A to Z (octubre de 2024).


  1. Para saber más sobre la correspondencia de Darwin, véase Jessica Riskin, “Every Creeping Thing”, The New York Review, 21 de marzo de 2024. 

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Foto principal del artículo 'Inteligencia en la hierba' · Ilustración: Gilda Martini

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Inteligencia en la hierba

Algunos botánicos sostienen que las arvejas son capaces de un aprendizaje asociativo; otros, que las enredaderas tropicales tienen una suerte de sentido de la vista. Si las plantas son organismos sensibles, ¿qué postura ética, desde nuestra perspectiva, deberíamos adoptar?

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De los muchos libros publicados por Charles Darwin, el anteúltimo, escrito junto con su hijo Francis, está entre los más aburridos. El poder del movimiento de las plantas (1880) describe una serie de experimentos botánicos muy meticulosos que padre e hijo llevaron a cabo hacia fines de la década de 1870. En uno, por ejemplo, se dedicaron a adherir pequeños cuadraditos de cartón en las raíces de unos plantines para ver cómo reaccionaban. En otro, pegaron agujas en diversas partes de una planta, usando gotas de cera, para luego registrar el movimiento en una lámina de cristal.

Los Darwin ejecutaron esos experimentos varias veces en distintas especies vegetales. Para la prueba de los cartones, por caso, usaron porotos, arvejas, capuchinas, algodón, calabazas y plantines de castaños de Indias; para el procedimiento de las agujas utilizaron, entre otras plantas, repollos silvestres, Iberis sempervirens, fucsias, geranios, frambuesas, hiedras, azaleas y deucias. Cada especie recibió su propio apartado en el libro.

Hasta el propio Darwin, por lo visto, consideraba que la obra era tediosa. “Escribí un libro muy largo, y es una pena”, le dijo a Asa Gray, botánico de Harvard, en una carta fechada el 24 de octubre de 1879. En ese momento Darwin estaba corrigiendo el manuscrito, tarea que calificó de “tedio horroroso”.1

Pero, incluso en sus páginas más monótonas, Darwin se las ingenia siempre para resultar polémico. En el último capítulo, él y Francis sostienen que las plantas en macetas no deberían ser consideradas, bueno, plantas en macetas. Sugieren, en cambio, que debemos pensar en todas las plantas como si fueran agentes activos, capaces de percibir estímulos y de reaccionar en consecuencia. De acuerdo con los Darwin, las radículas (en esencia, las primeras raíces de las plantas) son de una importancia fundamental en ese sentido; al explorar el suelo, recaban información referida a condiciones como la humedad, que luego el plantín emergente usará para guiar su crecimiento. “No sería exagerado afirmar”, escriben, que los extremos de las radículas “funcionan como el cerebro en el caso de los animales más primitivos”.

Durante la mayor parte del siglo XX, esa idea darwiniana de que las plantas tenían algo equiparable a un cerebro fue soslayada por falta de rigor científico, o directamente porque se la consideraba una locura. Pero en el siglo XXI la noción volvió a ponerse de moda. El modo en que las plantas procesan la información se convirtió en un campo investigativo muy dinámico. Algunos botánicos sostienen que las arvejas son capaces de aprender de forma asociativa, un poco como el perro de Pavlov, y ciertos científicos aseguran que las enredaderas tropicales tienen una especie de sentido de la vista. En Italia hay un laboratorio dedicado íntegramente a la “neurobiología vegetal” (“El comportamiento de las plantas es tan sofisticado como el de los animales”, se afirma en el sitio web de la institución). Varios libros recientes proponen que los últimos descubrimientos referidos a la cognición de las plantas son tan reveladores que nos obligan a replantear nuestra visión sobre la vida misma. Según desde qué ángulo la analicemos, esa perspectiva puede resultar un estímulo o una rotunda tragedia.

***

Zoë Schlanger es periodista, y para escapar un poco de su trabajo cotidiano referido al calentamiento global empezó a investigar el comportamiento de las plantas. Mientras leía artículos sobre helechos y bananos tuvo la sensación, escribe en The Light Eaters, de que se estaba asomando a un “universo paralelo”. Cuanto más profundizaba en sus lecturas, más sorprendentes eran los hallazgos botánicos con los que se encontraba. Las plantas se comunican entre sí. Cuando las artemisias, por ejemplo, sufren el ataque de ciertos insectos, liberan unas sustancias químicas que animan a sus vecinas a reforzar las defensas. Aparentemente otras especies vegetales también captan esas señales; el tabaco silvestre reacciona a las advertencias de las artemisias generando sus propios químicos. Las plantas pueden, además, entablar una comunicación privada, exclusiva de su propia especie, valiéndose de sustancias que sólo ellas pueden interpretar.

Las plantas se comunican, asimismo, con los animales. A veces lo hacen de manera franca, a veces no. Por ejemplo, cuando las orugas mordisquean las plantas de maíz, estas son capaces de liberar sustancias químicas que atraen a las avispas parasitoides. Las avispas ponen huevos dentro de las orugas y las matan, proceso que beneficia a ambas partes de ese diálogo. Las orquídeas araña sintetizan sustancias que imitan casi a la perfección las feromonas que liberan las avispas hembras. Estos químicos atraen a los machos, que intentan aparearse con las orquídeas. Las avispas no hallarán más que frustración, pero la planta quedará polinizada.

La especie Arabidopsis o “berro oreja de thale” es el ratón de laboratorio del mundo de la botánica. Los investigadores descubrieron que esta planta puede —por decirlo de algún modo— oír. Reacciona a las vibraciones que generan las orugas al masticar y es capaz de sintetizar compuestos que operan como repelente de insectos. Muchas otras plantas tienen, en las hojas, ínfimas estructuras pilosas denominadas tricomas; se sospecha que podrían funcionar como si fueran antenas.

¿Qué nos revelan estas estructuras y estas estratagemas sobre la vida íntima de las plantas? La respuesta de numerosos biólogos suele ser “poco y nada”. Este grupo de científicos asegura que esa vida interior directamente no existe y que, por ende, no hay nada que analizar. Otros afirman, en cambio, que esa postura no es más que un prejuicio (una suerte de sesgo antibotánico).

Con el tiempo, la pesquisa llevó a Schlanger hasta los laboratorios de varios científicos que trabajan a la vanguardia de algo denominado “revolución de la neurobiología vegetal”. En Bonn, la periodista habló con František Baluška, biólogo celular de origen eslovaco. Unos años atrás, en un artículo publicado en la revista Annals of Botany, Baluška y algunos de sus colegas aseveraron que distintas especies vegetales, entre ellas las arvejas y las venus atrapamoscas, responden a la anestesia “de manera similar a los animales y los seres humanos” (la versión en línea de un artículo de The New York Times referido al ensayo de Baluška incluye un time-lapse con imágenes de varias plantas de arvejas que primero agitan sus zarcillos y luego, súbitamente, se quedan inmóviles, tal como un paciente sobre una camilla bajo los efectos del éter).

Baluška está entre quienes piensan que las plantas sienten dolor. “Si un organismo no siente dolor, ignora el peligro y difícilmente logre sobrevivir”, dijo. También cree que las plantas son seres conscientes. En el caso contrario, ¿cómo es que pueden quedar inconscientes? “Me parece que la conciencia es un fenómeno muy elemental que empezó con la primera célula”, dice Baluška. “Sin conciencia es imposible percibir el entorno y actuar en consecuencia”.

En Berlín, Schlanger se entrevistó con Tilo Henning, un investigador dedicado a estudiar la Nasa poissoniana, planta originaria de los Andes peruanos. Esta especie produce unas flores increíbles, con forma de estrella, y es capaz de moverse con una rapidez asombrosa (al menos para el mundo vegetal): en cuestión de minutos, puede extender uno de sus estambres portadores de polen y llevarlo desde una posición horizontal hasta una vertical. Henning y sus colegas demostraron que esta planta altera el ritmo de ese movimiento en función de la frecuencia con la que espera recibir la visita de algún polinizador. Si las abejas se acercan muy seguido, la Nasa poissoniana alza sus estambres a intervalos breves; si esas visitas son erráticas, entonces la planta espera más tiempo. Si la frecuencia de las incursiones de las abejas cambia, la Nasa poissoniana ajusta el ritmo de forma acorde.

“Es obvio que son capaces de contar el tiempo que transcurre entre esas visitas y conservar esa memoria”, señala Henning. Si bien las plantas no tienen cerebro —ni, hasta donde sabemos, estructuras similares a neuronas—, aun así incorporan información y reaccionan a ella. “Esa es, para mí, la definición más básica de inteligencia”, asegura Henning.

***

Junto con Baluška, Stefano Mancuso, botánico italiano, es uno de los miembros fundadores de la Society for Plant Neurobiology, que llevó a cabo su reunión inicial en el año 2005 (desde aquel momento, el grupo cambió de nombre y pasó a llamarse Society of Plant Signaling and Behavior). Mancuso es docente en la Universidad de Florencia, donde dirige el Laboratorio Internazionale di Neurobiologia Vegetale. En una entrevista reciente que le concedió a The Guardian, contó el proceso que lo llevó a considerar que, si bien las plantas tal vez no tengan cerebro, sí son seres con inteligencia. “Una de mis tareas durante el doctorado consistía en entender cómo hacía una raíz que crecía dentro de la tierra para esquivar un obstáculo”, contó. Y lo que descubrió fue que “la raíz cambiaba de dirección mucho antes de llegar a tocar el obstáculo. Era capaz de percibirlo y de encontrar un camino mejor. Aquella fue mi primera epifanía”.

En La nación de las plantas, Mancuso se imagina a sí mismo como una suerte de portavoz del reino vegetal. En ese escenario fantástico, sus camaradas verdes bosquejaron una constitución para plasmar los conocimientos adquiridos a lo largo de cientos de millones de años y lo eligieron a él para que se la entregue al Homo sapiens, una especie que ha estado en este planeta durante muchísimo menos tiempo. “Aprendan de aquellos que tienen más experiencia que ustedes”, piden los fotosintetizadores de Mancuso (el escritor Michael Pollan dijo que Mancuso es el “filósofo poeta” del movimiento de la inteligencia vegetal).

Según estos sagaces arbustos, los seres humanos son peligrosos precisamente por el modo en que piensan. Dependen de sus cerebros para organizar las ideas y para regular otros órganos. Y trasladaron a sus instituciones esa estructura verticalista: unos pocos líderes o jefes con poder tienen la potestad de tomar decisiones.

Las plantas, en cambio, poseen un patrón corporal mejor equilibrado. Si una hoja, una raíz o una rama sufre algún daño, habrá otras hojas, raíces o ramas que se harán cargo de la situación. Es por eso, entonces, que son capaces de modelar una forma organizativa intrínsecamente más resistente y ecuánime. “Las plantas son maestras en el arte de la cooperación, y mediante alianzas y comunidades lograron construir sociedades mutualistas en todos los entornos terrestres”, señala Mancuso.

No es de extrañar, entonces, que los integrantes de la “nación de las plantas” tengan mucho para decir sobre el modo en que se los ha representado (o más bien el modo en que se los ha malinterpretado). Deploran, por ejemplo, las metáforas sobre la “pirámide alimentaria”, que ubica los productos vegetales en la base y a los animales en los estratos superiores. Las plantas son las que hacen posible la existencia de los animales, ¿así que no sería más sensato invertir el orden? También se burlan de la noción de que el desplazamiento le otorgue a la fauna un estatus especial. De hecho, debería ser al revés: “Precisamente porque no cuentan con la capacidad de cambiar de lugar y de huir si algo se modifica en su entorno, las plantas deben ser, por fuerza, más sensibles que los animales”, sostiene Mancuso. En última instancia, el mensaje que la nación de las plantas quiere transmitirle al ser humano es uno solo: ¡abran los ojos! Al ritmo al que la gente está agotando los recursos, talando los bosques, elevando la temperatura del planeta y llevando a la extinción a tantas especies, no falta mucho para que la biósfera en su totalidad empiece a colapsar. “Creo que la mayor parte de la humanidad no es consciente de lo grave que resulta la situación”, escribe Mancuso. “O eso espero, al menos. Porque si no habría que pensar que la raza humana perdió todo el sentido del futuro”.

***

Si Mancuso es el filósofo poeta de la inteligencia vegetal, Paco Calvo es el filósofo a secas. Profesor en la Universidad de Murcia, España, Calvo dirige el Laboratorio de la Inteligencia Mínima, que se autodenomina “el primer laboratorio del mundo dedicado a la filosofía del comportamiento y la comunicación de las plantas”. En 2016, Calvo publicó un “manifiesto” de 35 páginas en el que sostiene que el estudio de la inteligencia vegetal demanda la misma clase de esfuerzo investigativo multidisciplinario que hizo avanzar, en el curso de las últimas décadas, nuestro entendimiento de la inteligencia humana.

En Planta Sapiens: The New Science of Plant Intelligence, Calvo recurre a muchos de los mismos estudios que se citan en The Light Eaters. Las plantas, afirma, responden a la anestesia. Reclutan aliados y se comunican entre sí mediante la emisión de compuestos orgánicos volátiles. Parecen tener la capacidad de anticipar el futuro. Por ejemplo, seguirán dirigiendo sus raíces hacia suelos salinos si la concentración de sal decrece, lo que indica que les espera un mejor panorama, pero, si el contenido de sal en el suelo se mantiene alto, cambian de dirección. Las plantas, escribe Calvo, “son máquinas predictivas con la capacidad de autocorregirse”.

Calvo también sostiene que la gente subestimó la inteligencia vegetal porque las plantas son muy distintas a nosotros: “No las podemos mirar a la cara para entender qué les pasa por dentro”. Aun así, cree que deberíamos ser capaces de vincularnos con ellas de manera empática, de imaginar (parafraseando a Thomas Nagel) cómo es ser un bambú. En ese sentido, trae a colación el caso de los pulpos, que carecen, al igual que las plantas, de un cerebro centralizado pero que son, sin duda alguna, bastante inteligentes, y cita el ejemplo de Craig Foster, el cineasta sudafricano que registró su vínculo con una adorable criatura de ocho manos en su premiado documental Mi maestro el pulpo.

“Quizá podamos aprender algo de esa comunión entre un humano y un cefalópodo”, dice Calvo. “En muchos sentidos, el cerebro plural e hidrostático del pulpo no es tan distinto del patrón corporal fluido de una enredadera, a través del cual circula una conciencia particular”.

Hacia el final de Planta Sapiens, Calvo sugiere que las plantas se parecen un poco a las personas afectadas por el denominado “síndrome del enclaustramiento”. Los pacientes aquejados por esa dolencia están casi totalmente paralizados, pero sin embargo conservan la conciencia y son capaces de comunicarse con movimientos oculares. “En ese mismo punto estamos respecto de las plantas: tal vez el sufrimiento forme parte de su experiencia interna”, escribe.

Es acá donde la situación se pone espinosa. Como bien señala Calvo, “si las plantas son inteligentes y están al tanto de su entorno, no podemos hacer oídos sordos a ciertas consideraciones éticas”. ¿Pero qué implicaría tener que examinar, en su verdadera dimensión, esas consideraciones?

Aquellos que creen que parte de su responsabilidad ética consiste en reducir el sufrimiento de los animales pueden volverse veganos, y en general es lo que hacen (cualquier tipo de agricultura, vale señalar de todas formas, acarrea la muerte y el sufrimiento de los animales desplazados de su entorno, así que en realidad los veganos no deberían jactarse de eso). Pero ningún ser humano (o, para el caso, ningún animal) puede sobrevivir sin consumir plantas, sea de forma directa o indirecta. Como señala la nación de las plantas —vale decir, Mancuso—, todo lo que la gente come tiene su origen último en los organismos fotosintéticos. Si las plantas de pepinos y los bananos fueran seres sensibles, ¿cuál debería ser, entonces, desde nuestra perspectiva, la actitud ética correcta? Tal vez sea aceptable seguir comiendo semillas y cereales, aunque la cosecha no sería nada fácil. ¿Alguien ético podría segar un campo de trigo o de arroz? ¿Podríamos tan siquiera sembrar un campo de trigo o de arroz sabiendo que las plantas tal vez sufran el hacinamiento, digamos, o experimenten el pánico, aunque al estar encerradas en su silencio no sean capaces de expresarlo?

Calvo parece renuente a llevar esa lógica hasta las últimas consecuencias. Está dispuesto a llegar únicamente hasta la siguiente pregunta: “Si de pronto consideráramos a las plantas seres sensibles, ¿eso les otorgaría derechos que podrían limitar la explotación que hacemos de ellas?”. La gente, reconoce Calvo, no está apurada por analizar estas cuestiones.

La idea de que las plantas tienen conciencia o son inteligentes deja de ser divertida en cuanto se piensa a fondo todo lo que eso implica. Sí, una visión del mundo menos jerárquica que la nuestra debería admitir que la sensibilidad está distribuida a lo largo de todo el árbol filogenético. También debería dar por hecho que existe una distribución más extensa del sufrimiento. A la evolución no le importa mucho la ética; puede que las plantas entiendan esa idea aunque nosotros no. Medité sobre esta posibilidad el otro día mientras desmalezaba mi jardín. Uno tras otro, los brotes verdes iban terminando su vida dentro de una carretilla. Confieso que, después de haber leído los libros de Schlanger, Mancuso y Calvo, sentí el aguijoneo de la culpa. Pero seguí con mi labor.

Elizabeth Kolbert forma parte del equipo de redacción de The New Yorker. Su libro más reciente se titula H Is for Hope: Climate Change from A to Z (octubre de 2024).


  1. Para saber más sobre la correspondencia de Darwin, véase Jessica Riskin, “Every Creeping Thing”, The New York Review, 21 de marzo de 2024. 

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