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Clase abierta en Studio ConectARTE. · Foto: Victoria Gesualdi

Clase abierta en Studio ConectARTE.

Foto: Victoria Gesualdi

Pensar el cuerpo

La archicitada frase del filósofo neerlandés Spinoza “nadie sabe lo que puede un cuerpo” aparece como un eco en este reportaje que recorre, a partir de testimonios de bailarinas, las tiranías y las violencias del mundo de la danza clásica, pero también las alternativas de integración, en las que la potencia física, aún cargada de misterio, puede ayudarnos a vivir en un estado de creación.

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Niños de 8 y 9 años con torsos desnudos. Niñas con mallas rosas y un número sostenido por un alfiler sobre su pecho. Una maestra levanta sus piernas, manipula su elasticidad, rota los pies, les dice susurrando que la malla del año pasado era más linda. Le muestra a un jurado esos cuerpos, la longitud de sus brazos. Los esperan varias instancias de baile y técnica para un examen de admisión. Si logran entrar al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, tendrán que pasar un examen físico —aleatorio— en el que los pesarán y medirán su masa corporal, además de exigirles una rigurosa performance en su baile. De 20 estudiantes que ingresan en cada camada, a veces, sólo dos se reciben. Viajan desde diversas partes de Argentina y, además de alquilar un lugar para vivir, deben continuar sus estudios curriculares. De no poder abordar los gastos, muchos también trabajan. Estas imágenes y relatos aparecen en el documental Un año de danza, de Cecilia Miljiker, sobre el ingreso a la escuela del Colón en la ciudad de Buenos Aires, pero es la historia de muchas infancias, adolescencias y adulteces que dedican su vida a bailar y a pertenecer a esa institución y a otros ballets.

¿Qué hay detrás de un cuerpo elástico que simula ser un cisne y acerca una pierna a una oreja con una sonrisa resplandeciente, sobre un escenario impoluto de ballet con brillos y luces? ¿Es posible cultivar una inteligencia corporal cuando la educación de los bailarines de ballet se rige por la extrema exigencia y el alto rendimiento físico? ¿Qué se hace con la demanda de sostener un cuerpo delgado a cualquier costo?

Graciela Figueroa, maestra y coreógrafa multipremiada, directora de Río Abierto y fundadora del Espacio de Desarrollo Armónico, le dice a Lento: “Vamos a tener que esperar un poco a ver qué pasa con el tiempo con todas esas acrobacias impresionantes que les hacen hacer de chiquitos, los doblan para acá, para allá. Ojalá que encontremos la dirección para adquirir cosas nuevas, pero que sean también para la salud y la sabiduría interior, el cuidado en conexión”.

Para Figueroa y para exbailarinas del Teatro Colón de Argentina, repensar la idea de inteligencia corporal en los ballets resulta un desafío de largo alcance. Conlleva cambios que demandan con urgencia para que la exigencia pueda combinarse con una conexión amorosa con el cuerpo.

Deporte de riesgo

Aldana Vaulet es egresada del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón y fue bailarina de ballet desde los 8 hasta los 18 años.

—Al año siguiente de que entré al Colón me eligieron para trabajar en el ballet, yo estaba feliz. Hacía de ratita en grandes obras y tenía que correr con mis rodillas, que me sangraban, pero ni me importaba —le cuenta a Lento.

Pero esa emoción por pertenecer y crecer en el mejor teatro de ballet de América Latina se fue agrietando con el desgaste de su cuerpo, el estrés por sostener la delgadez extrema que le exigían los docentes y un mayor entrenamiento. Estos objetivos dejaron huellas en su cuerpo y su psiquis. Hasta los 28 años bailó en diferentes ballets de Argentina. A esa edad le diagnosticaron una desmineralización de sus huesos, falta de cartílago en el fémur y la cadera, dislocación de los tobillos y protuberancias en la columna, quizás influenciadas por el trastorno de la conducta alimentaria que sufrió durante años en soledad. Y ya nunca volvió a bailar.

Hoy Aldana tiene 31 años, dos niñas a su cargo y cursa el tercer año de la carrera de psicología. Ya no baila, pero para esta nota quiso mostrar sus antiguas posturas en una clase abierta y sesión de fotos que la dejó muy emocionada, según contó luego en sus redes sociales.

El pelo lacio castaño atado en una colita, ojos celestes, rasgos delicados sobre una piel de algodón, sin pliegues ni signos del paso del tiempo, acompañan sus manos de dedos largos, que cada tanto agarran su mandíbula y le dan tiempo a pensar una respuesta. Con un cuerpo esbelto y alto, nadie dudaría de que ese es el tipo de corporalidad que danzaría sin complicaciones en un ballet. Tras un silencio largo, luego de esta apreciación, Aldana lanza una mirada con cierta tristeza y bronca:

—Nunca es suficiente. Soy una chica que encaja en el molde de la bailarina clásica, pero los ojos de un maestro inscribieron otra mirada sobre mí y yo le creí. Nada alcanzaba. Y eso genera un montón de complicaciones porque para mantener esa hegemonía, que es muy estructural y específica, no te podés pasar ni tres kilos de más.

Aldana habla de estereotipos corporales raquíticos, de un trabajo de preparación y rendimiento extremadamente exigente, constante, para pertenecer y continuar en el ballet del Colón y en otros de diferentes provincias de Argentina. Una demanda que, especialmente durante la etapa de crecimiento y desarrollo, tiene “un gran impacto negativo en lo hormonal, porque hay cuestiones fisiológicas que se ven interrumpidas u obstruidas. A largo plazo trae consecuencias graves y a corto plazo, mucho malestar y problemas psicológicos”, refiere.

Graciela Figueroa.

Graciela Figueroa.

Foto: Alessandro Maradei

Para el ingreso y durante la cursada del instituto del Colón los exámenes corporales llegan a ser hasta mensajes.

La exbailarina explica que no hay seguimientos ni nutricionistas a cargo. “Es el mismo docente el que te dice ‘bajá de peso’. La idea es: andate a tu casa y dejá de comer”.

¿Cómo apartar la danza de su vida cuando su cuerpo hablaba de otras necesidades pero su mente deseaba seguir bailando y su performance era elegida por otros ballets?

—Para mí, bailar es una forma de tramitar lo que sentís y lo que pensás. Es hacer revolución y conectar con lo más genuino. Pero cuando eso se ve condicionado por la mirada del otro, ahí es que empieza el problema.

Desde su cuenta de Instagram @aldivaulet y durante la entrevista, Aldana habla de la necesidad urgente de exigir la presencia de un equipo interdisciplinario que contenga y trabaje con les bailarines, para otorgarles herramientas con las que puedan trabajar de forma amorosa con su corporalidad y cuidarla junto a su psiquis. Entender su propia inteligencia, única e irrepetible.

—Si un niño o una niña quiere bailar o jugar a la pelota, los adultos responsables son quienes se encargan de cuidar los contextos de esas personas que están en formación y deberían tener herramientas. Entender que no se trata solamente de llegar al máximo o estar en primera o subir al escenario y ganar un premio. Porque los trofeos, cuando pasa el tiempo y no tenés rodillas o no podés caminar del dolor de cadera, los tirás a la calle.

Las lesiones crónicas de Aldana fueron madurando desde pequeña. Tiene los tobillos distendidos, no tiene meniscos en la rodilla derecha y hay protuberancias en su columna. Cuando perdió sensibilidad en una pierna y fue, una vez más, a la guardia médica a esperar una inyección para el dolor que le permitiera seguir bailando, le dijeron lo que luego le repetirían otros ocho médicos y especialistas que tratan con profesionales del deporte de alto impacto: “Se te está agrietando la cadera”.

—A los 28 años no pude bailar más y no sabía qué hacer.

Su madre le dijo que estudiara algo que le gustara, que la ayudaría con el cuidado de sus dos niñas. Hoy trabaja en el vivero de su abuela, que tiene 80 años, y lleva adelante una investigación sobre la temática que la marcó. Para eso se basó en una muestra de 1.000 casos de bailarines y exprofesionales de ballets de toda Argentina que arroja datos alarmantes: 95% de los participantes tiene el índice más alto de malestar en relación a su cuerpo y 93,5% tiene riesgo de padecer trastornos de la conducta alimentaria.

—No quiere decir que tengan un trastorno, pero sí que tienen ideas obsesivas o nocivas relacionadas con el cuerpo y con estereotipos que se pretende alcanzar.

Aldana siente la responsabilidad de hacer algo con esos datos. Tras visibilizar su investigación en curso, trabaja con diputados del Congreso de la Nación para lograr que los deportes de alto impacto tengan de forma obligatoria equipos interdisciplinarios que acompañen a los profesionales, como ocurre en algunas disciplinas y también en otros lugares del mundo.

Aldana Vaulet.

Aldana Vaulet.

—Distintos médicos y profesionales de la salud; endocrinólogos, tocoginecólogos, nutricionistas, psicólogos del deporte, médicos clínicos y pediatras se encuentran aportando datos sobre cómo afecta el alto rendimiento en la infancia y estamos trabajando en un proyecto de ley para que esto cambie.

La danza clásica, para Aldana, debería empezar a considerarse un deporte de alto rendimiento.

—Me parece fundamental empezar a equilibrar e identificar al cuerpo como un medio de comunicación al que hay que cuidar para que pueda expresarse y compartir con el mundo. Es un templo, sobre todo en etapas de formación. Que nuestra piel sea frontera con el mundo, pero que sea un lugar amable —apunta.

Ser Violeta

Una compañera de Aldana del instituto del Colón, Violeta Montes, de 32 años, fue una de las personas que aportaron sus vivencias, que forman parte de las estadísticas de la investigación en curso. Nacida en La Plata, provincia de Buenos Aires, ya no forma parte de ningún ballet. Ahora investiga sobre la danza, prepara una obra y da clases de pilates.

Entró al instituto del Colón en plena adolescencia: allí estuvo hasta los 18 años, para luego bailar en el ballet del Parque del Conocimiento de la provincia de Misiones, en el noreste argentino, y en la compañía privada de Iñaki Urlezaga.

—Yo siento que siempre fui travesti. Quizás no tenía forma de elaborarlo cuando era chica. Por eso, para mí la danza y el teatro fueron espacios que albergaron eso que yo no sabía cómo poner en palabras. Entrar por primera vez a un teatro cuando tenía 8 años fue una situación mágica y entendí que ese espacio iba a ser mi hogar y fue así, mientras que la sociedad me iba marcando, delimitando las cosas que se podían y las que no.

Violeta transicionó cuando renunció al ballet, como si hubiera comenzado otra vida u otra forma de entenderla. La relación con su cuerpo fue construyéndose desde pequeña con sus referentes cercanos, su madre, su abuela, tías; en su hogar se sobrevaloraba la delgadez, principalmente como un símbolo de belleza y un valor de feminidad, de personas saludables. Por eso, el mundo del ballet no le resultó extraño.

—De hecho, reforzó ciertas cuestiones. Cuando empecé a profesionalizarme en el ballet, entendí que tenía que ser delgada y aparentar una cierta masculinidad, porque, bueno, me tocaba ese espacio.

Recibía constantes comentarios por su gordura y correcciones sobre los movimientos de los brazos porque eran “muy femeninos” y debió esforzarse para trabajar por las tardes, luego de las mañanas de estudio, porque su madre no podía afrontar más gastos.

—Me quedaba dormida en las clases, hasta que un gran profesor me dijo que no podía seguir así. Yo estaba extremadamente delgada, aunque eso me mantenía con buenas notas, y él me ayudó a audicionar en el ballet de Misiones.

Luego de dos años de trabajo en el ballet de Misiones y de haber participado en la compañía de Iñaki Urlezaga, la contrataron para hacer una gira por Israel y bailar El cascanueces en Buenos Aires.

—El primer día que empiezo a trabajar con Iñaki, se me acerca y me dice al oído: “Vos para trabajar conmigo tenés que bajar mínimo 15 kilos”. Yo pesaba 20 kilos menos que ahora, o sea, era muy delgado.

Sin embargo, Violeta recuerda su experiencia con Urlezaga como “espectacular en términos artísticos y de exigencia”.

—Empecé a trabajar con una persona que tenía muchas herramientas para ayudar a la gente a mejorar técnicamente y en la danza, pero me fui deteriorando mentalmente. Yo ya venía con problemas de alimentación desde el Colón, tenía una anorexia nerviosa.

Les pagaban poco, no podían sentarse en los ensayos, les descontaban dinero si olvidaban algún elemento.

—Todo estaba diseñado para mantener a la gente muy presionada y muy atenta a no perder el laburo, a no dejar de esforzarse, como una cosa medio McDonald's de la danza. A las giras vas sola. Estás en una habitación de hotel en Israel, tenés dinero en euros en el bolsillo; estás tan tomada por eso, hay tanta pasión en lo que hacés y querés tanto ese lugar que sabés que es un privilegio y que pocas personas lo tienen, que te dedicás. Yo me ahogué completamente.

Clase de movimiento vital expresivo dictada por Fernanda Paradela en la fundación Río Abierto Argentina.

Clase de movimiento vital expresivo dictada por Fernanda Paradela en la fundación Río Abierto Argentina.

Violeta también formó parte del ballet federal, que se conformó durante el mandato de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, pero durante la presidencia de Mauricio Macri, en 2018. Desde entonces, la joven reconfiguró su historia, su cuerpo y su identidad.

—Entré en una gran crisis existencial, usé mis ahorros para irme de mochilera a viajar. Y empecé a mirar a mi alrededor y a vivir un profundo desencanto. Ver a amigas vomitando en un baño antes de una función, por ejemplo, fue una de las cosas que me empezaron a pesar. Ya las sabía, las vivía en carne propia. Y no sólo lo corporal. Era un sometimiento sin fin. Nunca sos suficientemente flaca, buena, prolija, talentosa o virtuosa. Yo me entregué entera a la danza y ellos lo ven, saben cómo meterte el dedo en la llaga. Fue muy duro vivir esos años. Me acuerdo de que presenté una queja porque no podíamos pasar dos meses sin cobrar, teníamos que comer, y la directora del ballet de ese momento me dijo: “Pero a vos no se te nota que te falta para comer”. Y yo estaba cagada de hambre, ya vivía en situación de exigencia absoluta y me largué a llorar adelante de todo el mundo. Tenía 21 años.

Ya como Violeta encontró muchos espacios en los que trabajar el arte y la danza en relación con otras cuestiones, tales como preguntarse cuál es su deseo. Considera imprescindible y urgente el acompañamiento psicológico, y mucho más si no se cuenta con acompañamiento familiar. “Hay que garantizar condiciones para les bailarines”.

Un camino de integración

A los 9 años, Graciela Figueroa empezó a bailar con Elsa Vallarino, quien fundó Danza Libre de Cámara en Uruguay, un grupo de vanguardia de estilo contemporáneo. Al hablar sobre su educación, recuerda que “Vallarino exploraba nuevos lenguajes corporales y era muy integrativa. Hacía todo con música en vivo, participaban los mejores músicos de acá. Además, pintaba y estaba [Jorge] Galup en escenografía, que era un arquitecto maravilloso. Ella unificaba mucho”.

Con una polera amarilla flúor, una botella de agua en una mano y su pelo corto color gris, su cuerpo habla más rápido que sus palabras, que adquieren un tono tranquilo. Las manos tocan su cara, la botella, se doblan y se tocan entre sí. Su espalda recta se arquea por momentos, se mueve de un lado a otro mientras contesta preguntas y, aunque atenta a la charla, cada tanto, mira fuera de la computadora, vuelve su mirada fija a la entrevistadora y dice: “¿Cuál era la pregunta?”.

Luego vino la técnica. Fue becada en 1965 para estudiar en The Juilliard School de Nueva York, Estados Unidos, que refiere como “una de las escuelas más famosas de danza y música”, en donde se encontró con la técnica de Martha Graham, José Limón y Merce Cunningham, grandes referentes de la danza moderna a nivel mundial.

Habiendo sido contratada por dos compañías de ballet de Nueva York y con la propuesta de fundar una propia, decidió volver a Montevideo y desarrollar su potencial en su ciudad natal. Previo a crear Teatro Uno junto con Alberto Restuccia (performer, dramaturgo y director), fundó el Grupo de Danza de Montevideo. En 1971 se trasladó con su grupo a Chile y fue contratada por el ballet nacional de ese país. Cuatro años más tarde, en 1975, se instaló en Río de Janeiro y creó el grupo de danza contemporánea Coringa. Dirigió varios espectáculos, algunos del ballet del Sodre.

Sobre su formación, recuerda la templanza de lo corporal y un insight entre la conexión de la danza con el afuera. “En la Juilliard School nos daban música, técnica de escenario. Había una mujer, Lulu Sweigard, que implementaba the thinking body, que quiere decir ‘el cuerpo pensante’. Hacíamos un ejercicio de limpieza corporal, de volver a esa sabiduría. Todo con imágenes; por ejemplo, te quedabas acostada como un traje vacío y ahí empezaba a trabajar todos los movimientos, desde las rodillas hacia el muslo, ‘planchabas’ la línea del traje o metías arena, como si estuviéramos curando el cuerpo para que pudiera descansar. Era muy importante esa materia porque la escuela era muy dura, muy exigente en lo físico”.

Clase abierta realizada por Aldana Vaulet en Studio ConectARTE de Buenos Aires.

Clase abierta realizada por Aldana Vaulet en Studio ConectARTE de Buenos Aires.

Mabel Elsworth Todd es la fundadora de lo que se conoció como Ideokinesis, una forma de educación somática que se volvió popular en la década del 30 entre bailarines y profesionales de la salud. Las ideas de Todd implicaban el uso de imágenes visuales creativas basadas en la anatomía y una voluntad conscientemente relajada para crear y refinar la coordinación neuromuscular. Lulu Sweigard acuñó el término ideokinesis y junto con Barbara Clark continuaron el trabajo de Todd, que fue publicado en su libro El cuerpo pensante (1937). Esta disciplina es considerada, por las escuelas de danza modernas, el estudio clásico de la fisiología y la psicología del movimiento. Este trabajo influyó en muchos profesionales de la conciencia somática y a menudo se cita junto con el método Feldenkrais, por su enfoque en la sutil influencia de la intención y la atención inconscientes.

“Yo creo que sin duda se puede combinar la exigencia con el aprendizaje de una inteligencia corporal y las sensaciones del cuerpo y la mente, pero hay que asumir que la gran cantidad de compañías de ballet del mundo lo que quieren es que rindan lo más posible en el escenario y sí, tienen fisioterapeutas y todo, pero se está considerando mucho, mucho el rendimiento físico y el casi acrobático; por eso es tan importante la edad, ya a los 30 los sacan”, reflexiona Figueroa, quien a sus 80 años recibió el Premio a la Trayectoria en Danza 2025 que otorga el Instituto Nacional de Artes Escénicas por su contribución a la cultura nacional en Uruguay.

El trabajo que llevan a cabo en la fundación Río Abierto, una red internacional que funciona en varios países del mundo (Uruguay, Argentina, España, Israel, Rusia, México, entre otros) bajo la dirección de Figueroa, indaga sobre las diversas inteligencias.

—Yo fui adquiriendo experiencia con la fundadora de Río Abierto, María Adela Palcos, licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Primero trabajamos la sincronización de todas las inteligencias, para que puedan alinearse, que puedan subir y bajar, pero su independencia también, porque la del cuerpo atrapa a la de la mente o se queda tensa, cae, no pasa para arriba, no se comunica con el pensamiento. Lo mismo sucede con gente que va con la cabeza antes que con el cuerpo.

El equipo de docentes de la fundación tiene un título largo: Coordinadores en Técnicas Psicocorporales, Transpersonales y Psicopersonales para el Desarrollo Humano. También trabajan lo transpersonal, la inteligencia que va más allá de la persona en conjunto con la danza. “Yo creo en las múltiples inteligencias, hasta la de las células, en los centros de energía y en que cada uno es una inteligencia y las hay diversas. En los ballets se cultiva más una”.

El sentido de bailar, el arte en general, para Graciela se resume en que es y fue algo que “me hacía bien para la vida”. “Me curaba de las complicaciones y los desafíos y me daba un estado de creación, en vez de uno de emergencia. Me salvaba. Pero, sobre todo, también me sentía menos bicho raro con los artistas. El arte me acogió de muy chica y me ayudó mucho a poder estar en la vida terrenal y familiar”.

Eurídice Ferrara es periodista argentina, escribe sobre temas sociales y de género. Trabajó en el diario Perfil y en la agencia Télam hasta su cierre.

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Pensar el cuerpo

La archicitada frase del filósofo neerlandés Spinoza “nadie sabe lo que puede un cuerpo” aparece como un eco en este reportaje que recorre, a partir de testimonios de bailarinas, las tiranías y las violencias del mundo de la danza clásica, pero también las alternativas de integración, en las que la potencia física, aún cargada de misterio, puede ayudarnos a vivir en un estado de creación.

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Niños de 8 y 9 años con torsos desnudos. Niñas con mallas rosas y un número sostenido por un alfiler sobre su pecho. Una maestra levanta sus piernas, manipula su elasticidad, rota los pies, les dice susurrando que la malla del año pasado era más linda. Le muestra a un jurado esos cuerpos, la longitud de sus brazos. Los esperan varias instancias de baile y técnica para un examen de admisión. Si logran entrar al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, tendrán que pasar un examen físico —aleatorio— en el que los pesarán y medirán su masa corporal, además de exigirles una rigurosa performance en su baile. De 20 estudiantes que ingresan en cada camada, a veces, sólo dos se reciben. Viajan desde diversas partes de Argentina y, además de alquilar un lugar para vivir, deben continuar sus estudios curriculares. De no poder abordar los gastos, muchos también trabajan. Estas imágenes y relatos aparecen en el documental Un año de danza, de Cecilia Miljiker, sobre el ingreso a la escuela del Colón en la ciudad de Buenos Aires, pero es la historia de muchas infancias, adolescencias y adulteces que dedican su vida a bailar y a pertenecer a esa institución y a otros ballets.

¿Qué hay detrás de un cuerpo elástico que simula ser un cisne y acerca una pierna a una oreja con una sonrisa resplandeciente, sobre un escenario impoluto de ballet con brillos y luces? ¿Es posible cultivar una inteligencia corporal cuando la educación de los bailarines de ballet se rige por la extrema exigencia y el alto rendimiento físico? ¿Qué se hace con la demanda de sostener un cuerpo delgado a cualquier costo?

Graciela Figueroa, maestra y coreógrafa multipremiada, directora de Río Abierto y fundadora del Espacio de Desarrollo Armónico, le dice a Lento: “Vamos a tener que esperar un poco a ver qué pasa con el tiempo con todas esas acrobacias impresionantes que les hacen hacer de chiquitos, los doblan para acá, para allá. Ojalá que encontremos la dirección para adquirir cosas nuevas, pero que sean también para la salud y la sabiduría interior, el cuidado en conexión”.

Para Figueroa y para exbailarinas del Teatro Colón de Argentina, repensar la idea de inteligencia corporal en los ballets resulta un desafío de largo alcance. Conlleva cambios que demandan con urgencia para que la exigencia pueda combinarse con una conexión amorosa con el cuerpo.

Deporte de riesgo

Aldana Vaulet es egresada del Instituto Superior de Arte del Teatro Colón y fue bailarina de ballet desde los 8 hasta los 18 años.

—Al año siguiente de que entré al Colón me eligieron para trabajar en el ballet, yo estaba feliz. Hacía de ratita en grandes obras y tenía que correr con mis rodillas, que me sangraban, pero ni me importaba —le cuenta a Lento.

Pero esa emoción por pertenecer y crecer en el mejor teatro de ballet de América Latina se fue agrietando con el desgaste de su cuerpo, el estrés por sostener la delgadez extrema que le exigían los docentes y un mayor entrenamiento. Estos objetivos dejaron huellas en su cuerpo y su psiquis. Hasta los 28 años bailó en diferentes ballets de Argentina. A esa edad le diagnosticaron una desmineralización de sus huesos, falta de cartílago en el fémur y la cadera, dislocación de los tobillos y protuberancias en la columna, quizás influenciadas por el trastorno de la conducta alimentaria que sufrió durante años en soledad. Y ya nunca volvió a bailar.

Hoy Aldana tiene 31 años, dos niñas a su cargo y cursa el tercer año de la carrera de psicología. Ya no baila, pero para esta nota quiso mostrar sus antiguas posturas en una clase abierta y sesión de fotos que la dejó muy emocionada, según contó luego en sus redes sociales.

El pelo lacio castaño atado en una colita, ojos celestes, rasgos delicados sobre una piel de algodón, sin pliegues ni signos del paso del tiempo, acompañan sus manos de dedos largos, que cada tanto agarran su mandíbula y le dan tiempo a pensar una respuesta. Con un cuerpo esbelto y alto, nadie dudaría de que ese es el tipo de corporalidad que danzaría sin complicaciones en un ballet. Tras un silencio largo, luego de esta apreciación, Aldana lanza una mirada con cierta tristeza y bronca:

—Nunca es suficiente. Soy una chica que encaja en el molde de la bailarina clásica, pero los ojos de un maestro inscribieron otra mirada sobre mí y yo le creí. Nada alcanzaba. Y eso genera un montón de complicaciones porque para mantener esa hegemonía, que es muy estructural y específica, no te podés pasar ni tres kilos de más.

Aldana habla de estereotipos corporales raquíticos, de un trabajo de preparación y rendimiento extremadamente exigente, constante, para pertenecer y continuar en el ballet del Colón y en otros de diferentes provincias de Argentina. Una demanda que, especialmente durante la etapa de crecimiento y desarrollo, tiene “un gran impacto negativo en lo hormonal, porque hay cuestiones fisiológicas que se ven interrumpidas u obstruidas. A largo plazo trae consecuencias graves y a corto plazo, mucho malestar y problemas psicológicos”, refiere.

Graciela Figueroa.

Graciela Figueroa.

Foto: Alessandro Maradei

Para el ingreso y durante la cursada del instituto del Colón los exámenes corporales llegan a ser hasta mensajes.

La exbailarina explica que no hay seguimientos ni nutricionistas a cargo. “Es el mismo docente el que te dice ‘bajá de peso’. La idea es: andate a tu casa y dejá de comer”.

¿Cómo apartar la danza de su vida cuando su cuerpo hablaba de otras necesidades pero su mente deseaba seguir bailando y su performance era elegida por otros ballets?

—Para mí, bailar es una forma de tramitar lo que sentís y lo que pensás. Es hacer revolución y conectar con lo más genuino. Pero cuando eso se ve condicionado por la mirada del otro, ahí es que empieza el problema.

Desde su cuenta de Instagram @aldivaulet y durante la entrevista, Aldana habla de la necesidad urgente de exigir la presencia de un equipo interdisciplinario que contenga y trabaje con les bailarines, para otorgarles herramientas con las que puedan trabajar de forma amorosa con su corporalidad y cuidarla junto a su psiquis. Entender su propia inteligencia, única e irrepetible.

—Si un niño o una niña quiere bailar o jugar a la pelota, los adultos responsables son quienes se encargan de cuidar los contextos de esas personas que están en formación y deberían tener herramientas. Entender que no se trata solamente de llegar al máximo o estar en primera o subir al escenario y ganar un premio. Porque los trofeos, cuando pasa el tiempo y no tenés rodillas o no podés caminar del dolor de cadera, los tirás a la calle.

Las lesiones crónicas de Aldana fueron madurando desde pequeña. Tiene los tobillos distendidos, no tiene meniscos en la rodilla derecha y hay protuberancias en su columna. Cuando perdió sensibilidad en una pierna y fue, una vez más, a la guardia médica a esperar una inyección para el dolor que le permitiera seguir bailando, le dijeron lo que luego le repetirían otros ocho médicos y especialistas que tratan con profesionales del deporte de alto impacto: “Se te está agrietando la cadera”.

—A los 28 años no pude bailar más y no sabía qué hacer.

Su madre le dijo que estudiara algo que le gustara, que la ayudaría con el cuidado de sus dos niñas. Hoy trabaja en el vivero de su abuela, que tiene 80 años, y lleva adelante una investigación sobre la temática que la marcó. Para eso se basó en una muestra de 1.000 casos de bailarines y exprofesionales de ballets de toda Argentina que arroja datos alarmantes: 95% de los participantes tiene el índice más alto de malestar en relación a su cuerpo y 93,5% tiene riesgo de padecer trastornos de la conducta alimentaria.

—No quiere decir que tengan un trastorno, pero sí que tienen ideas obsesivas o nocivas relacionadas con el cuerpo y con estereotipos que se pretende alcanzar.

Aldana siente la responsabilidad de hacer algo con esos datos. Tras visibilizar su investigación en curso, trabaja con diputados del Congreso de la Nación para lograr que los deportes de alto impacto tengan de forma obligatoria equipos interdisciplinarios que acompañen a los profesionales, como ocurre en algunas disciplinas y también en otros lugares del mundo.

Aldana Vaulet.

Aldana Vaulet.

—Distintos médicos y profesionales de la salud; endocrinólogos, tocoginecólogos, nutricionistas, psicólogos del deporte, médicos clínicos y pediatras se encuentran aportando datos sobre cómo afecta el alto rendimiento en la infancia y estamos trabajando en un proyecto de ley para que esto cambie.

La danza clásica, para Aldana, debería empezar a considerarse un deporte de alto rendimiento.

—Me parece fundamental empezar a equilibrar e identificar al cuerpo como un medio de comunicación al que hay que cuidar para que pueda expresarse y compartir con el mundo. Es un templo, sobre todo en etapas de formación. Que nuestra piel sea frontera con el mundo, pero que sea un lugar amable —apunta.

Ser Violeta

Una compañera de Aldana del instituto del Colón, Violeta Montes, de 32 años, fue una de las personas que aportaron sus vivencias, que forman parte de las estadísticas de la investigación en curso. Nacida en La Plata, provincia de Buenos Aires, ya no forma parte de ningún ballet. Ahora investiga sobre la danza, prepara una obra y da clases de pilates.

Entró al instituto del Colón en plena adolescencia: allí estuvo hasta los 18 años, para luego bailar en el ballet del Parque del Conocimiento de la provincia de Misiones, en el noreste argentino, y en la compañía privada de Iñaki Urlezaga.

—Yo siento que siempre fui travesti. Quizás no tenía forma de elaborarlo cuando era chica. Por eso, para mí la danza y el teatro fueron espacios que albergaron eso que yo no sabía cómo poner en palabras. Entrar por primera vez a un teatro cuando tenía 8 años fue una situación mágica y entendí que ese espacio iba a ser mi hogar y fue así, mientras que la sociedad me iba marcando, delimitando las cosas que se podían y las que no.

Violeta transicionó cuando renunció al ballet, como si hubiera comenzado otra vida u otra forma de entenderla. La relación con su cuerpo fue construyéndose desde pequeña con sus referentes cercanos, su madre, su abuela, tías; en su hogar se sobrevaloraba la delgadez, principalmente como un símbolo de belleza y un valor de feminidad, de personas saludables. Por eso, el mundo del ballet no le resultó extraño.

—De hecho, reforzó ciertas cuestiones. Cuando empecé a profesionalizarme en el ballet, entendí que tenía que ser delgada y aparentar una cierta masculinidad, porque, bueno, me tocaba ese espacio.

Recibía constantes comentarios por su gordura y correcciones sobre los movimientos de los brazos porque eran “muy femeninos” y debió esforzarse para trabajar por las tardes, luego de las mañanas de estudio, porque su madre no podía afrontar más gastos.

—Me quedaba dormida en las clases, hasta que un gran profesor me dijo que no podía seguir así. Yo estaba extremadamente delgada, aunque eso me mantenía con buenas notas, y él me ayudó a audicionar en el ballet de Misiones.

Luego de dos años de trabajo en el ballet de Misiones y de haber participado en la compañía de Iñaki Urlezaga, la contrataron para hacer una gira por Israel y bailar El cascanueces en Buenos Aires.

—El primer día que empiezo a trabajar con Iñaki, se me acerca y me dice al oído: “Vos para trabajar conmigo tenés que bajar mínimo 15 kilos”. Yo pesaba 20 kilos menos que ahora, o sea, era muy delgado.

Sin embargo, Violeta recuerda su experiencia con Urlezaga como “espectacular en términos artísticos y de exigencia”.

—Empecé a trabajar con una persona que tenía muchas herramientas para ayudar a la gente a mejorar técnicamente y en la danza, pero me fui deteriorando mentalmente. Yo ya venía con problemas de alimentación desde el Colón, tenía una anorexia nerviosa.

Les pagaban poco, no podían sentarse en los ensayos, les descontaban dinero si olvidaban algún elemento.

—Todo estaba diseñado para mantener a la gente muy presionada y muy atenta a no perder el laburo, a no dejar de esforzarse, como una cosa medio McDonald's de la danza. A las giras vas sola. Estás en una habitación de hotel en Israel, tenés dinero en euros en el bolsillo; estás tan tomada por eso, hay tanta pasión en lo que hacés y querés tanto ese lugar que sabés que es un privilegio y que pocas personas lo tienen, que te dedicás. Yo me ahogué completamente.

Clase de movimiento vital expresivo dictada por Fernanda Paradela en la fundación Río Abierto Argentina.

Clase de movimiento vital expresivo dictada por Fernanda Paradela en la fundación Río Abierto Argentina.

Violeta también formó parte del ballet federal, que se conformó durante el mandato de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, pero durante la presidencia de Mauricio Macri, en 2018. Desde entonces, la joven reconfiguró su historia, su cuerpo y su identidad.

—Entré en una gran crisis existencial, usé mis ahorros para irme de mochilera a viajar. Y empecé a mirar a mi alrededor y a vivir un profundo desencanto. Ver a amigas vomitando en un baño antes de una función, por ejemplo, fue una de las cosas que me empezaron a pesar. Ya las sabía, las vivía en carne propia. Y no sólo lo corporal. Era un sometimiento sin fin. Nunca sos suficientemente flaca, buena, prolija, talentosa o virtuosa. Yo me entregué entera a la danza y ellos lo ven, saben cómo meterte el dedo en la llaga. Fue muy duro vivir esos años. Me acuerdo de que presenté una queja porque no podíamos pasar dos meses sin cobrar, teníamos que comer, y la directora del ballet de ese momento me dijo: “Pero a vos no se te nota que te falta para comer”. Y yo estaba cagada de hambre, ya vivía en situación de exigencia absoluta y me largué a llorar adelante de todo el mundo. Tenía 21 años.

Ya como Violeta encontró muchos espacios en los que trabajar el arte y la danza en relación con otras cuestiones, tales como preguntarse cuál es su deseo. Considera imprescindible y urgente el acompañamiento psicológico, y mucho más si no se cuenta con acompañamiento familiar. “Hay que garantizar condiciones para les bailarines”.

Un camino de integración

A los 9 años, Graciela Figueroa empezó a bailar con Elsa Vallarino, quien fundó Danza Libre de Cámara en Uruguay, un grupo de vanguardia de estilo contemporáneo. Al hablar sobre su educación, recuerda que “Vallarino exploraba nuevos lenguajes corporales y era muy integrativa. Hacía todo con música en vivo, participaban los mejores músicos de acá. Además, pintaba y estaba [Jorge] Galup en escenografía, que era un arquitecto maravilloso. Ella unificaba mucho”.

Con una polera amarilla flúor, una botella de agua en una mano y su pelo corto color gris, su cuerpo habla más rápido que sus palabras, que adquieren un tono tranquilo. Las manos tocan su cara, la botella, se doblan y se tocan entre sí. Su espalda recta se arquea por momentos, se mueve de un lado a otro mientras contesta preguntas y, aunque atenta a la charla, cada tanto, mira fuera de la computadora, vuelve su mirada fija a la entrevistadora y dice: “¿Cuál era la pregunta?”.

Luego vino la técnica. Fue becada en 1965 para estudiar en The Juilliard School de Nueva York, Estados Unidos, que refiere como “una de las escuelas más famosas de danza y música”, en donde se encontró con la técnica de Martha Graham, José Limón y Merce Cunningham, grandes referentes de la danza moderna a nivel mundial.

Habiendo sido contratada por dos compañías de ballet de Nueva York y con la propuesta de fundar una propia, decidió volver a Montevideo y desarrollar su potencial en su ciudad natal. Previo a crear Teatro Uno junto con Alberto Restuccia (performer, dramaturgo y director), fundó el Grupo de Danza de Montevideo. En 1971 se trasladó con su grupo a Chile y fue contratada por el ballet nacional de ese país. Cuatro años más tarde, en 1975, se instaló en Río de Janeiro y creó el grupo de danza contemporánea Coringa. Dirigió varios espectáculos, algunos del ballet del Sodre.

Sobre su formación, recuerda la templanza de lo corporal y un insight entre la conexión de la danza con el afuera. “En la Juilliard School nos daban música, técnica de escenario. Había una mujer, Lulu Sweigard, que implementaba the thinking body, que quiere decir ‘el cuerpo pensante’. Hacíamos un ejercicio de limpieza corporal, de volver a esa sabiduría. Todo con imágenes; por ejemplo, te quedabas acostada como un traje vacío y ahí empezaba a trabajar todos los movimientos, desde las rodillas hacia el muslo, ‘planchabas’ la línea del traje o metías arena, como si estuviéramos curando el cuerpo para que pudiera descansar. Era muy importante esa materia porque la escuela era muy dura, muy exigente en lo físico”.

Clase abierta realizada por Aldana Vaulet en Studio ConectARTE de Buenos Aires.

Clase abierta realizada por Aldana Vaulet en Studio ConectARTE de Buenos Aires.

Mabel Elsworth Todd es la fundadora de lo que se conoció como Ideokinesis, una forma de educación somática que se volvió popular en la década del 30 entre bailarines y profesionales de la salud. Las ideas de Todd implicaban el uso de imágenes visuales creativas basadas en la anatomía y una voluntad conscientemente relajada para crear y refinar la coordinación neuromuscular. Lulu Sweigard acuñó el término ideokinesis y junto con Barbara Clark continuaron el trabajo de Todd, que fue publicado en su libro El cuerpo pensante (1937). Esta disciplina es considerada, por las escuelas de danza modernas, el estudio clásico de la fisiología y la psicología del movimiento. Este trabajo influyó en muchos profesionales de la conciencia somática y a menudo se cita junto con el método Feldenkrais, por su enfoque en la sutil influencia de la intención y la atención inconscientes.

“Yo creo que sin duda se puede combinar la exigencia con el aprendizaje de una inteligencia corporal y las sensaciones del cuerpo y la mente, pero hay que asumir que la gran cantidad de compañías de ballet del mundo lo que quieren es que rindan lo más posible en el escenario y sí, tienen fisioterapeutas y todo, pero se está considerando mucho, mucho el rendimiento físico y el casi acrobático; por eso es tan importante la edad, ya a los 30 los sacan”, reflexiona Figueroa, quien a sus 80 años recibió el Premio a la Trayectoria en Danza 2025 que otorga el Instituto Nacional de Artes Escénicas por su contribución a la cultura nacional en Uruguay.

El trabajo que llevan a cabo en la fundación Río Abierto, una red internacional que funciona en varios países del mundo (Uruguay, Argentina, España, Israel, Rusia, México, entre otros) bajo la dirección de Figueroa, indaga sobre las diversas inteligencias.

—Yo fui adquiriendo experiencia con la fundadora de Río Abierto, María Adela Palcos, licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires. Primero trabajamos la sincronización de todas las inteligencias, para que puedan alinearse, que puedan subir y bajar, pero su independencia también, porque la del cuerpo atrapa a la de la mente o se queda tensa, cae, no pasa para arriba, no se comunica con el pensamiento. Lo mismo sucede con gente que va con la cabeza antes que con el cuerpo.

El equipo de docentes de la fundación tiene un título largo: Coordinadores en Técnicas Psicocorporales, Transpersonales y Psicopersonales para el Desarrollo Humano. También trabajan lo transpersonal, la inteligencia que va más allá de la persona en conjunto con la danza. “Yo creo en las múltiples inteligencias, hasta la de las células, en los centros de energía y en que cada uno es una inteligencia y las hay diversas. En los ballets se cultiva más una”.

El sentido de bailar, el arte en general, para Graciela se resume en que es y fue algo que “me hacía bien para la vida”. “Me curaba de las complicaciones y los desafíos y me daba un estado de creación, en vez de uno de emergencia. Me salvaba. Pero, sobre todo, también me sentía menos bicho raro con los artistas. El arte me acogió de muy chica y me ayudó mucho a poder estar en la vida terrenal y familiar”.

Eurídice Ferrara es periodista argentina, escribe sobre temas sociales y de género. Trabajó en el diario Perfil y en la agencia Télam hasta su cierre.

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