Voy a empezar por una historia. Quienes la contaron (y fueron muchos) la ubicaron más o menos alrededor del año 1640.
Un pasajero sube a un barco en el puerto de Amberes. Entre los bultos de su equipaje, se destaca una caja de madera bastante grande. Podría ser un músico con su instrumento. Pero el hombre no tiene aspecto de músico y además no se oye ninguna melodía proveniente de su camarote. Sí se lo escucha hablar, a veces, por la noche, mientras cena solo. Algunos marineros dicen que también se oyen pequeños pasos dentro de la habitación, incluso cuando el hombre está en la cubierta, tomando el aire del mar del Norte. Pasan los días y los rumores se multiplican. El capitán empieza a sospechar que el pasajero tiene secuestrado a alguien dentro de esa caja o algo peor, así que ordena que revisen su camarote. Al abrir el baúl misterioso, los marineros encuentran una niña de madera que se mueve como si fuera real. En algunas versiones, esta requisa ocurre durante una tormenta y el capitán ordena que arrojen a la muñeca maldita por la borda. En otras, los marinos se deshacen de la autómata sólo porque les parece algo monstruoso, que no debería existir: la obra de un mago peligroso.
A primera vista, esta es una historia más de asombro y horror ante las máquinas. No sería memorable si no fuera porque desde 1699 en adelante fue contada como un episodio real en la vida de René Descartes. Biógrafos, historiadores y comentaristas la repitieron a partir de una fuente dudosa de esa época. Algunos sostuvieron que Descartes había construido la autómata para ilustrar su teoría del dualismo, para la que el cuerpo humano funciona como una máquina completamente escindida de la razón y los animales son, por eso mismo, entendidos como meros autómatas sin alma. Otros la explicaban diciendo que el filósofo había construido una niña mecánica para reemplazar a su hija real, Francine, muerta de escarlatina a los 5 años. Recién en 2017 el historiador Minsoo Kang se ocupó de desmentir esta fábula a partir de un laborioso análisis de fuentes y documentos.
Hay algo fascinante en los apócrifos: señalan zonas de la cultura en las que encontramos heridas, pliegues, controversias, salidas imprevistas de los modos de pensar dominantes. Me encanta que alguien haya imaginado a Descartes como un fabricante de autómatas (algunos se lanzaron a especular que también habría construido un gorrión volador, un faisán perseguido por un perro y un equilibrista que caminaba sobre una cuerda, a partir de un comentario suyo en un cuaderno). Tiene todo el sentido: si para existir como humanos sólo es necesario pensar, el cuerpo se vuelve una especie de vehículo vacío y la razón se transforma en un mero sistema operativo que puede, en teoría, ocupar cualquier recipiente.
La relación entre este sistema filosófico y los últimos desarrollos de las inteligencias artificiales (IA) es clara: ChatGPT y otros productos parecen ser la máxima expresión de una inteligencia fantasmal capaz de replicar e incluso de superar a la mente humana, una mente al fin liberada de la necesidad de un cuerpo. Eso explicaría nuestra fascinación y nuestro horror ante esta tecnología. Parece la concreción del sueño cartesiano.
Cada vez que tuvimos la ilusión de haber captado eso único que nos diferencia de otros seres vivientes (o sintientes, como se quiere ahora, en la época de la redundancia), las máquinas llegaron para cuestionarla. Para Descartes bastaba la razón como definición de inteligencia para separarnos del resto del mundo. Por supuesto, la biología hace rato que demostró que la inteligencia, en su sentido más primario (o sea, en términos de supervivencia), se define como la capacidad de aprendizaje y adaptación que tenemos todos los animales. Claro que el lenguaje articulado propio de los humanos —y el poder de abstracción que este permite— implicó un salto diferencial para nuestra especie, pero por un tiempo esa definición pareció devolvernos a la escala del mundo natural. La lección de humildad no duró nada. Las máquinas inteligentes que empezaron a desarrollarse a toda velocidad en los años ochenta hoy son capaces de aprender y adaptarse, lo cual nos obliga a repensar nuestra diferencia. Y en esa necesidad de volver a pensarnos, vuelven la soberbia y el delirio de inmortalidad. La pregunta por lo humano y su inteligencia esta vez se formula de modo diferente: ¿puede haber inteligencia fuera de la vida?, ¿puede hacerse real el sueño cartesiano de existir fuera del cuerpo? Mucha de la mejor ficción del siglo XX se escribió a partir de esas preguntas.
Desde Descartes y la Ilustración, vivimos la ilusión de inmortalidad que prometen estas teorías de lo humano: si aceptamos que somos puro pensamiento, sólo nos queda vencer la mortalidad del cuerpo. Y una vez descartada la necesidad del cuerpo, seríamos eternos. Desde hace unos cinco años, esta ilusión vuelve a ganar adeptos con las promesas y las amenazas que plantean las IA y su combinación con los últimos hallazgos en las neurociencias. Veo todo el tiempo noticias sobre tecnólogos que prometen que en un futuro cercano podremos descargar nuestra conciencia a una computadora. Bueno, no todos: los que puedan pagarlo. En paralelo, los titulares clickbait tratan de vendernos la idea de que no envejecer es una cuestión de decisión personal (ver, por ejemplo, artículos sobre “los superagers”) y hay científicos que investigan el envejecimiento con miras a curarlo (sí, lo tratan como a una enfermedad más). Ahora que hay máquinas que pueden pensar “como nosotros”, parecería que debemos admitir nuestra derrota y dejar que el trabajo “inteligente” lo hagan los softwares mientras nosotros (nosotros es aquí la gran mayoría del mundo) nos ocupamos de los trabajos menos calificados para que los muy ricos cumplan su sueño de inmortalidad.
Cuerpo y democracia
El sueño cartesiano se cumplió y nos excluye social y filosóficamente: deja afuera todo lo que habíamos pensado como propio del ser humano. El nuevo modo “de vida” que se está gestando excluye, sobre todo, esa materia hecha de carne y huesos, de deseos, amores y frustraciones que veníamos despreciando desde la Ilustración. Quienes nos dedicamos al arte lo venimos diciendo desde siempre: no hay humanos sin cuerpo, al igual que no hay vida sin planeta. La ideología sobre la que se asienta el triunfo de la IA sobre lo humano no es inocente. Es la misma que en este mismo momento está reorganizando el orden mundial para que la democracia y sus ideales de equidad desaparezcan, la que está modelando a niños que no entienden lo que leen, sujetos con cuerpos (y mentes) atrofiados por el scrolling sin fin, gente con problemas de vista, dolores de tendones, de espalda, de cabeza, individuos que no entienden sus emociones y no saben qué hacer con ellas, comunidades enteras de personas que desconocen lo que es la belleza del silencio, el aburrimiento y la introspección y, peor aún, que ignoran la gracia de tener verdadera intimidad con otro ser humano. No es casualidad que esa ideología, representada por los nuevos plutócratas high tech, considere que el arte y las humanidades (cuando no directamente los profesores universitarios) son sus principales enemigos. Para esta ideología el triunfo de las IA es un capítulo más en la destrucción simbólica y real del orden democrático en el que la educación juega un rol central. Por eso ese triunfo se plantea con un argumento nuevo: no se trata ya de máquinas que piensan como nosotros (y por nosotros), sino de máquinas que, dicen, pueden “crear” como nosotros, de ahí que se las llame “IA generativas”.
La capacidad de crear, que parecía ser el último bastión de la inteligencia humana, ahora es devaluada con una saña nunca vista en la historia de la cultura. Si una máquina puede hacerlo igual, ya no sirven ni tu esfuerzo ni tu destreza ni los recursos destinados a la educación en esa área, nos dicen esos tecnócratas que, además, sólo piensan en términos de producto y no de experiencia y formación de subjetividades. Es un movimiento paralelo al de los jóvenes que suben videos a TikTok burlándose del arte plástico o de Roland Barthes. Al reino de lo cualquierista que planteó Beatriz Sarlo (en el que toda opinión es válida, pues se desprecia a los expertos) se le suma el reino de la falsificación. Inundar el mundo (virtual) de imágenes basura creadas a partir de la obra de miles de artistas es similar a lo que ocurre en el mundo editorial, en el que hace rato la literatura es sepultada por libros comerciales que no tienen nada que ver con el acto creativo. Esta confusión es muy productiva para esa ideología homogeneizante. Devalúa la experiencia artística hasta convencernos de que no la necesitamos. Es una operación orquestada, sobre todo, en torno a una definición errónea del verbo crear y a la falsa identificación de arte con entretenimiento. Ambas operaciones impactan en la definición de inteligencia y, por supuesto, en la de humano.
La imitación como maldad
Cuando tenía 18 años, en un acto de optimismo inusual en mí, me anoté en una carrera de dibujo y pintura que se dictaba en una escuela terciaria de la provincia de Buenos Aires. En una de las primeras clases, una profesora nos dio un cuestionario muy sencillo. Sólo recuerdo una de las preguntas porque lo que respondí estaba tan equivocado que me dio vergüenza. Me refiero a esa vergüenza que no se siente como un calor en las mejillas, sino como una tristeza del ser y que dura muchísimo más, porque es una herida en el pensamiento.
“¿En qué se diferencian los humanos y los animales desde el punto de vista de la creación?”, decía la pregunta. A mí nunca se me había ocurrido que los animales creaban (es obvio que lo hacen: desde la araña que teje su tela hasta el castor que hace una presa, pasando por el pájaro jardinero, la naturaleza está llena de creación), así que lo pensé dos segundos y escribí: “En que el animal crea por necesidad”. La profesora apenas me miró y dijo, muy seca, para toda la clase: “El ser humano también crea por necesidad. Cuando estaba agonizando, Miguel Ángel se hacía llevar en una camilla elevada para intentar terminar de pintar la Capilla Sixtina”. A mi lado, una verdadera artista plástica, tres años más joven que yo, dio la siguiente respuesta: “El ser humano puede ser original, el animal sólo repite patrones”. Y me maravilló.
Sé que no está de moda hablar de originalidad en el arte y eso es parte del problema. Desde los años sesenta, época en la que se decreta el comienzo de la posmodernidad, hemos aceptado que sólo podemos repetir lo que hicieron épocas pasadas. Modernidad y novedad. Posmodernidad y copia, dicen los críticos. Bien, yo me permito disentir, aunque argumentar esta postura llevaría más páginas que las que tiene esta revista. Basta decir que como escritora nunca me senté a escribir pensando que lo que hacía era mera repetición: eso sería ir en contra del impulso creativo. Por lo menos, tengo que sentir que lo que hago es diferente (a lo que hice antes y también a lo que conozco de la tradición con la que dialogo). Quizás eso no equivale a ser original, pero de ahí a pensar que el arte es mera repetición hay una gran distancia. Las combinatorias son infinitas. Y cada nueva generación de lectores demanda obras que le hablen a su sensibilidad y su presente. La deriva en contra de la originalidad pertenece a la envidia de los críticos, jamás a los artistas (al menos no a los que se precian de tales). La filósofa eslovena Renata Salecl habla también de cómo la hiperespecialización de la crítica alejó a la mayoría de la sociedad de la experiencia artística y derivó en su reemplazo por “lo cualquierista”. La responsabilidad de la crítica y de los artistas en esta crisis del pensamiento en torno a lo humano y las humanidades recién empieza a verse y creo que desandar ese camino será uno de los sitios más importantes de resistencia a las ultraderechas.
George Steiner escribió un ensayo bellísimo sobre la envidia en el que cuenta la historia de Cecco d'Ascoli, astrólogo, mago y poeta florentino que pasó a la historia como el principal detractor de Dante, es decir, como un envidioso profesional, con la particularidad de que su envidia tomó la forma de la imitación. D'Ascoli escribió una epopeya llamada L'Acerba en la que trató de superar a la Divina comedia con argumentos de lo que eran entonces las ciencias exactas, pero lo que logró es una composición mediocre en la que sólo destaca su soberbia. Como se sabe, la mera copia de las formas no alcanza para producir una obra genial. Steiner llama a esta operación “maldad imitativa”. Superar una obra implicaría lo contrario: hacer algo absolutamente diferente que volviera obsoleto ese original, que cambiara las reglas del juego por completo. Cecco d'Ascoli fue quemado vivo en la hoguera junto con todas sus obras en 1327, claro que no por su envidia, sino por otras razones (aparentemente por hacer cartas astrales que predecían la ruina de sus benefactores). Si cuento esta anécdota acá es porque creo que hay algo de esa emoción en el discurso en torno a las IA generativas, hay cierto disfrute maligno en decirle a un ilustrador o un escritor: “¡Ja! No valés nada, en breve serás reemplazado por ChatGPT”. Alguien sin talento puede, prometen estos tecnólogos, estar al nivel de un artista virtuoso gracias a una herramienta digital. La impotencia ante lo bello lleva a su falsificación. Y a su eventual destrucción, en un gesto que ni siquiera sigue la pulsión de Eróstrato, porque no es la búsqueda de fama lo que lo alienta sino el mero afán mercantil. Igual que los antiguos magos, los tecnólogos quieren convencernos de que basta con la imitación mediocre de la forma para destruir una obra que llevó años de esfuerzo, talento y estilo propio. Son los nuevos magos envidiosos, como antes lo fueron algunos críticos, si le damos la razón a Steiner. Nada como el talento y la originalidad para generar ese tipo de violencia imitativa.
Pero entiendo que el concepto de originalidad es demasiado ambicioso, así que propongo que pensemos en uno más modesto, que pensemos en la creatividad y en su relación con la inteligencia. Desde hace años, la escritora e investigadora Irene Klein y yo tenemos un proyecto de investigación en la Universidad de Buenos Aires que estudia la creatividad. Siempre nos preguntan cómo podemos definir un concepto tan subjetivo. Y la respuesta es: aceptando que lo es. En este estudio, reunimos a un grupo de profesores que enseñan escritura creativa y consensuamos entre todos una definición de creatividad. Decidimos que para evaluarla en los textos de nuestros alumnos la consideraríamos “la habilidad para alejarse del lenguaje acartonado, los patrones, los estereotipos y los clichés culturales asociados a un determinado tema o género literario”. Por supuesto, la creatividad es uno de los componentes de la inteligencia humana, al igual que la imaginación. Es difícil analizar ambos elementos por separado. Pensando en la vida cotidiana, si aceptamos que la inteligencia es capacidad de aprendizaje, adaptación y cambio, las soluciones creativas son aquellas “inesperadas”, las que producen avances mayores con gastos mínimos de energía. Y a esto hay que sumarle que cuando hablamos de arte, el acto creativo es indisociable de la emoción. La emoción es, de hecho, el componente misterioso de todo texto literario, es el que distingue una obra auténtica de la mera imitación.
La verdad emocional de un relato no se puede falsificar: es una verdad del cuerpo, no viene de la mente, no respeta tal escisión. Conmover es algo que todavía no vi que puedan lograr las máquinas puestas a escribir relatos, como tampoco pueden hacerlo los escritores mediocres. Sí pueden copiar patrones, estereotipos y lenguaje acartonado para producir textos “entretenidos”, como esos libros huecos a los que se llama all plot books. Nada que ver con la expresión artística.
Volviendo a esa investigación, a nosotras nos interesaba evaluar cuánto aprendían nuestros estudiantes, pero resulta que esta definición de creatividad (literaria) es una herramienta excelente para evaluar lo que hacen las IA generativas. Porque incluso un texto del menos creativo de mis alumnos supera a ChatGPT y sus amigos en este ámbito. Hace poco dije esto en un congreso y me respondieron que era porque yo no pago para acceder a la versión más nueva de ChatGPT, que parece que te escribe como Joyce o Flaubert tras dos clics. Yo les pregunté por qué les parecía tan amenazante la mera copia, pero no obtuve ninguna respuesta más allá de la fascinación o el horror, es decir, la misma reacción que tuvieron los marineros en la historia de la falsa autómata de Descartes. ¿Será que detrás de esos académicos fascinados con la imitación está la sombra de la envidia de Cecco d'Ascoli? Que la máquina degrade al fin obras de genios inalcanzables es, tal vez, el sueño inconfeso de algunos comentaristas que se estrellan una y otra vez contra esos monumentos de la cultura resistentes a todo esfuerzo analítico.
A mí la imitación no me impresiona. Si una persona viniera a uno de mis talleres con una novela escrita de modo absolutamente joyceano o flaubertiano, yo le sugeriría que empezara de cero haciendo otra cosa. Porque todavía creo que hacer arte es tratar de hacer algo distinto a lo previo, que no nos queda sólo el camino de la repetición. Copiar es fácil, únicamente requiere entrenamiento. Hacer algo nuevo no. La cuestión es si la IA puede dar ese salto hacia la nada que es la vida tomando un texto para transformarlo en algo que respira, que nos interpela porque ilumina algo de la experiencia humana que permanecía en las sombras. Hay que ver si puede hacer algo así y, sobre todo, si nos va a interesar leerlo. Por ahora, creo que nadie quiere leer de nuevo Ulises o Cien años de soledad reversionados a partir de un prompt ingenioso. En cuanto al futuro, me preocupa mucho más lo que está ocurriendo con la inteligencia humana a partir del uso desmedido de las tecnologías que el improbable reemplazo de los artistas por la IA.
Betina González es escritora y docente universitaria argentina. Escribe novelas, ensayos y cuentos. Ganó los premios Clarín y Tusquets, entre otros galardones.