Una niña camina descalza. El espacio en el que se encuentra, un terreno agreste, escondido entre los eucaliptos que caracterizan al balneario Sauce de Portezuelo, en Maldonado, no es su hogar, pero en los últimos meses se ha acostumbrado a habitarlo como tal. Diez semanas atrás, su madre comenzó a participar allí en un curso de autoconstrucción entre mujeres. Un par de sábados y domingos al mes desde entonces, ambas acampan y comparten con una docena de personas reunidas con un mismo objetivo: aprender a hacer todo lo que se necesita para levantar, como mínimo, cuatro paredes.
Además de algunas carpas y una pequeña obra, en la sede de los encuentros hay una casa de barro, de forma octogonal, hecha en 2022 por Guaira y su compañero, Álvaro, con ayuda de amigos y conocidos. Junto a su hija, Elu, la pareja es anfitriona este año del proyecto encabezado por Florencia y Bettina Midón, dos hermanas dedicadas a la bioconstrucción que decidieron compartir sus conocimientos en el marco de Casa Iris, una “escuela de saberes orgánicos”. La propuesta apunta a la construcción de “un espacio vivo” basado en la contemplación de las características del entorno que lo rodea y las formas de vida de quienes vayan a utilizarlo. Para eso, se apoya en “principios de diseño bioclimático e instalaciones y técnicas constructivas naturales”.
Desde 2020, las docentes trabajan con mujeres con y sin experiencia en el rubro. El grupo es heterogéneo: profesionales y estudiantes que provienen de áreas diversas. Algunas están en contacto con la tierra desde hace años y para otras, esta es la primera vez. Quien las recibe, por ejemplo, cursaba materias en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República (Udelar) previo a mudarse al este en búsqueda de una vida menos productiva y más anclada en la presencia. Guaira formó parte del curso de Florencia y Bettina un año en que se hizo en Punta Negra y asegura que hacerlo le cambió la vida. “Fue un antes y un después para mí poder ser parte de una construcción de primera mano”, subraya.
La idea surgió de un pedido. Florencia había dejado Montevideo para residir en Santa Isabel de la Pedrera, donde se había construido una casa de madera que primero alquiló y a la que luego se mudó. En pocas palabras, su historia es la de una niña capitalina con familia en Tacuarembó que se crio entre la ciudad y el campo y que al crecer tomó la decisión de vivir cerca del mar, guiada por el disfrute que le generaba estar en la naturaleza. Dice que en su momento no sabía qué estudiar, que nada le llamaba la atención, y que mientras trabajaba como encargada de un local de ropa en un shopping se convenció de que tenía que hacer su casa. Así, ahorró hasta conseguir parte de lo necesario para irse al lugar en el que ahora reside.
Antes de instalarse del todo, viajó por Australia haciendo changas en el mundo de la construcción. De esa forma no sólo consiguió el dinero para concretar lo que se había propuesto, edificar su propio hogar, sino que aprendió cómo hacerlo. Al volver, su autonomía y su ímpetu motivaron a sus vecinas: ellas también querían saber usar herramientas y emprender tareas que hasta el momento no sabían cómo encarar. A partir de sus solicitudes, y aprovechando que el ritmo pandémico se prestaba para sentarse a escribir, Florencia planificó y le dio vida a este curso, que este año alcanzó su sexta edición.
“La primera vez fue muy a los ponchazos, muy práctico”, relata. No recuerda si fueron seis o siete las pioneras que hicieron un galpón de cuatro metros cuadrados en el fondo de su terreno, pero cuenta que todo se desarrolló más o menos como lo esperaba. Aun así, hubo algo que recién terminó de asentarse el año siguiente, con la incorporación de su hermana Bettina, recién egresada de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU) de la Udelar. “Era la pieza que faltaba en el puzle”.
Como Florencia, la más chica de las dos Midón le debe su presente a experiencias de su infancia. En particular, hubo una visita al Chorro de Agua Fría, una cascada ubicada en la sierra de Gauna, que la marcó. Era sólo una niña de paseo con sus padres, pero tuvo una sensación que se le quedó en el cuerpo. “Quiero vivir así, cerca de la naturaleza”, se dijo a sí misma. Y cumplió, yéndose al mismo balneario que Florencia. No sólo eso: durante su trayecto universitario, Bettina descubrió una forma de pensar el mundo que iba un poco más allá del lugar en el que estuviera. La permacultura, a la que llegó a través de un proyecto de extensión en su segundo año de carrera, le otorgó una perspectiva integradora que la llevó a percibirse como parte de la tierra que anhelaba.
La permacultura, presentada generalmente como un sistema de diseño agrícola y social que apuesta al cuidado de las personas y del planeta por igual, orientó sus estudios y la condujo por caminos alternativos a los de sus compañeros. En vez de hacer el típico viaje, Bettina hizo un intercambio en Salvador de Bahía para cursar una materia sobre arquitectura en barro. Allí, viviendo en una favela, más rodeada de ticholos y cemento que de verde y azul, aprendió mucho de lo que ahora comparte. En especial, terminó de reconocer el poder de la comunidad, destacado como un valor fundamental por la mayoría de los adeptos a este tipo de construcción.
No es lo mismo hacer una casa entre tres o cuatro que hacerla entre 40. Tampoco lo es tercerizar la tarea que desarrollarla entre amigos. Esta idea, muy propia de la permacultura, se refleja en una costumbre que resume el espíritu de la disciplina: las mingas. El término, originario del quechua, se usa para referirse a jornadas de trabajo colectivo y voluntario en las que varias personas se reúnen para colaborar con el proyecto habitacional de otras. La premisa es que cada una aporte lo que pueda, sobre todo su mano de obra, y lo usual es que quienes reciben esa colaboración agasajen a sus compañeros con comida y bebida. Durante el curso, Florencia y Bettina animan a las mujeres a que aprovechen esta práctica e insisten en que aunque no lo hagan, la gente que trabaje en sus casas debe estar contenta. Si las ayudan conocidos, hay que recibirlos con abundancia de alimentos. Si contratan a obreros, hay que pagarles bien. Todos suman a la prosperidad del proyecto.
Lo que sucede al actuar en red pone de manifiesto la necesidad de la unión. En definitiva, para que un equipo funcione debe entenderse y para que eso suceda debe escucharse, según lo que comentan Florencia y Bettina. A modo de ejemplo, las directoras de Casa Iris señalan una práctica que se ha instalado entre las participantes del curso en Sauce de Portezuelo. Guiadas por Guaira, estudiante de un instructorado de biodanza, durante los fines de semana en los que se reúnen, antes de poner las manos en el barro, suelen hacer algunos ejercicios para cultivar la presencia y la integración. El punto es “cuidar a las personas”, afirma Florencia. “Abrir el corazón, abrir el sentir; contar cómo estamos es transformador”, añade su hermana.
De adentro hacia afuera
Si bien en el mundo existen viviendas de barro que datan del 8000 a. C., en Uruguay la construcción con tierra se instaló en la época colonial. Según se explica en el artículo “Arquitectura con tierra. Bioconstrucción en cooperativas de vivienda por ayuda mutua”, escrito por Virginia del Pino y Verónica Estramil, fue introducida por españoles y portugueses y adaptada por los criollos a las condiciones de nuestro territorio.
Las técnicas más utilizadas fueron “el terrón, el adobe y la fajina como materiales para levantar muros, los techos de quincho y los pisos de tierra extraída de nidos de hormigas cupí”. Alrededor de comienzos del siglo XX se popularizó la idea de que las edificaciones hechas con tierra alojan insectos que transmiten enfermedades. En consecuencia, “desaparecieron los ranchos de campaña como los saberes acumulados durante años y la transmisión oral del saber construir”.
De acuerdo con el texto de Del Pino y Estramil, sobre los años cincuenta emergieron en nuestro país las primeras investigaciones sobre las construcciones con tierra en el medio rural. Las autoras mencionan una publicación de la época, del centro de estudiantes de la FADU, en la que se planteaba que estas viviendas eran erigidas con materiales naturales y accesibles para los campesinos y que la técnica para hacerlo era “fácilmente adquirible por la experiencia”.
Algo de esa noción se refleja entre las participantes y las coordinadoras del curso de autoconstrucción. “Hacer una casa debería ser una más de las cosas que los humanos deberíamos saber hacer, como cocinar”, resume Bettina durante el almuerzo. Sentadas en ronda en el living de la casa de la familia anfitriona, ella y las mujeres que la acompañan reflexionan sobre la arquitectura con barro. Para varias, se vincula con algo ancestral. La palabra referida a los antepasados revolotea la conversación y se posa de manera diferente en cada una, pero en general aparece asociada con una dimensión del tiempo que dista de la que prima en la actualidad, por ser más armoniosa y menos apurada.
El programa del curso presenta un enfoque que va en esa dirección. Desde la primera edición, Florencia hizo hincapié en la importancia del autoconocimiento, porque “la autoconstrucción viene de adentro hacia afuera”, e introdujo una herramienta que para ella fue fundamental: la contemplación de su período menstrual. Gracias a la lectura del libro Luna roja, de Miranda Gray, un best seller que reflexiona sobre la naturaleza cíclica de las mujeres, la coordinadora del proyecto comenzó a descubrir la potencia que tiene escuchar a su cuerpo. “Antes estaba menstruando y me forzaba a hacer, hacer, hacer, y no me daba cuenta de que estaba muy cansada, de que necesitaba acomodar mi agenda y hacer un parate en ese momento”, explica. Así, tras reconocer cómo su energía variaba según la fase del ciclo en la que estuviera, incorporó la costumbre de tenerlo en cuenta a la hora de construir.
De la misma manera son abordadas las estaciones del año. En el diseño bioclimático la premisa es adaptarse a los ritmos y las condiciones del entorno para trabajar con mayor eficiencia. Se trata de usar los recursos que ofrece la tierra a nuestro favor. El barro, por ejemplo, tiene la particularidad de que es un material que conserva bien la humedad. Una casa hecha a partir de él será fresca cuando toque el calor y cálida durante el frío. Aparte de los materiales, es importante atender la ubicación: conocer las características del suelo y tener en cuenta por dónde sale y se esconde el sol. Estos son pasos básicos para pensar la disposición en el espacio, tanto del hogar en sí como de sus ambientes.
Pero no todo lo que imparten en este curso tiene que ver con la naturaleza. Las hermanas también enseñan a planificar una obra desde cero teniendo en cuenta el dinero disponible para invertir en ella, así como a usar las herramientas habituales de construcción. Según cuentan, muchas de las mujeres con las que han coincidido se han acercado interesadas por este punto. “Les ha pasado de querer aprender a usar una motosierra y que un varón les diga: ‘No, esto es muy peligroso’”, asegura Florencia. Situaciones del estilo han provocado que se sientan “minimizadas o avergonzadas” al compartir con hombres, y es por eso que “quieren aprender sobre construcción de parte de una mujer”.
También “les hace mucha ilusión construir juntas”, añade Bettina. Y destaca: “El proceso es muy poderoso”. Su afirmación es confirmada por las demás. A un fin de semana de terminar la edificación que las convoca, las ahora constructoras resaltan que aunque agradecen los conocimientos adquiridos y la posibilidad de tener una mayor independencia en los proyectos en los que pretendan embarcarse, lo que más han disfrutado ha sido la integración del colectivo y sus implicancias.
El tiempo de la naturaleza
Este año fue el primero en el que Florencia y Bettina llevaron adelante dos cursos en simultáneo. Además del de Sauce de Portezuelo, las Midón convocaron a otro grupo de mujeres en el balneario en el que viven. Asimismo, tuvieron en su equipo una nueva incorporación: Diana, la hija de Florencia, nacida en setiembre de 2024. Al contrario de lo que podría esperarse, para ella se trató de la edición “más suave y ligera” de todas. La razón, reflexiona, es el nivel de organización y planificación que les ha otorgado la repetición de la experiencia.
Ahora, la soltura que manejan las motiva a hacer algunos cambios. Para empezar, comienzan a considerar la idea de llegar a localidades a las que no apuntaron hasta el momento, saliendo de la costa y trasladándose hacia el norte y el oeste del país. A su vez, evaluarán la posibilidad de iniciar dos cursos más en primavera, otra vivencia que sería una novedad. Por último, no descartan extender la convocatoria a hombres y armar un plan para públicos mixtos. La opción apareció del mismo modo que al principio: por un pedido que se reitera. “Un vecino me decía que tiene muchas ganas de hacer el curso, porque las mujeres tienen otra forma de transmitir las cosas”, dice Bettina.
Las puertas a la transformación están abiertas, suceda lo que suceda. La clave será siempre escuchar su sentir, algo sobre lo que han aprendido construyendo. “El tiempo que vivimos cuando nosotras tenemos que hacer nuestra casa no es el mismo que cuando alquilamos y montamos una forma de vida que está desconectada del tiempo de la naturaleza”, plantea la menor de las hermanas. “Me gusta estar en contacto con el agua, con el frío, con el calor, con la luna llena y la luna nueva, con el sol. Quiero saber dónde está el norte. Quiero ver cómo crecen las plantas”, continúa, hablando de “acompasarse”. En definitiva, cuando una se alinea con lo que la rodea y se entrega al movimiento natural de las cosas, el camino se ablanda. “Como la savia de adentro de los árboles, que sube y que baja, y como nuestra sangre, que sube y que baja, que se mueve y que sale, cuando conectamos con nuestra intuición, con nuestra sabiduría, sabemos adónde tenemos que ir y cómo estamos yendo”, concluye.
Agustina Tubino es periodista. Firma habitual en la diaria, escribe de temas culturales y sociales.