“Tenía 3 años cuando nos entregaron con una bolsita de ropa a una señora que recibía nuestra asignación y nos cuidaba. Pienso que tengo esos recuerdos porque fueron un gran trauma para mí”, recuerda Miguel cuando habla sobre su infancia. Un día, junto a su hermana de 17 meses y su hermano de 7 años, salió de su casa “sin saber lo que eso significaba”, algo que con el tiempo tomó dimensión, y notó “las faltas y las heridas que implicó esa situación”. A los 3 años se generan los primeros recuerdos; en muchos casos no son nítidos, por el contrario, suelen ser confusos o escasos, pero para Miguel son claros y dice que eso se debe, como le explicó a su psicóloga, a ese evento traumático que lo marcó para siempre.

Ese día se separó de su mamá biológica y pasó a vivir en adopción. Estuvo junto a sus dos hermanos hasta que el varón regresó con su madre, aunque “más que nada estaba con el abuelo”. En principio los adoptó una señora que vivía con su hijo, mayor que Miguel, y sus hermanos. Recuerda que “no era una familia pudiente y estable” ni mucho menos, “había muchas carencias y no teníamos atención psicológica” para procesar todo eso. A los 12 años pasó a vivir en diferentes hogares del Estado hasta que a los 18 egresó.

Los recuerdos de su infancia son muchos más que los del día en que dejó su hogar de origen. Con la señora que los cuidó, que en aquel momento tendría cerca de 60 años, tuvo una relación conflictiva. “Yo tenía preguntas que nadie nunca me explicó bien y lo que nos dijeron fue: ‘Tu madre no los pudo tener, los entregó al INAU [Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay] y acá están’. Eso yo lo gestioné siendo rebelde y llamando la atención, pasaba mucho tiempo dentro de mi cuarto”, agrega.

La supervisión que tuvo esos años fue la visita de lo que en los dos mil se llamaba asistente social, que, según Miguel, “fingía que estaba todo bien”, aunque para él no lo estaba. Se sentía triste, enojado y lleno de dudas, pero estaba solo. La escuela a veces era un refugio, pero también era “un espejo donde te dabas cuenta de que eras distinto para los otros. Entregaban el carnet y ella firmaba como tutora, ahí marcaba la diferencia y generaba comentarios de mis compañeros; sentía vergüenza”.

Miguel se preguntaba por qué había terminado en esa situación, la búsqueda de su identidad era constante. “Me la pasaba castigado encerrado en el cuarto, nunca me festejaron un cumpleaños, se les restaba importancia a esos días”. Si bien no expresa demasiados reclamos y tampoco sugiere culpas contra quien lo adoptó, sí apunta contra el sistema. “Entregaron a un niño a un hogar en el que no sabían lo que estaba pasando”.

Su madre biológica aparecía cada dos años, de visita, siempre con un hijo nuevo. Cuando creció, durante años Miguel escondió su infancia y su pasaje por el sistema. “Me armé una situación más digerible, decía que mis padres eran de otro departamento y que me mudé para acá [Montevideo]”, relata.

Sobre quienes crecieron en el INAU como él le interesa dejar “muy claro” que “no son niños presos con problemas de drogas, como se decía antes”, y lamenta que el Estado “actúe como bombero: llega cuando el incendio ya pasó”.

Uruguay es el país de América Latina con mayor porcentaje de niñas, niños y adolescentes que viven bajo la tutela del Estado durante su crecimiento y hasta la mayoría de edad. Según los últimos datos del organismo, a diciembre de 2024 se registraron 15.203 vinculaciones en los servicios de protección especial, lo que representa un aumento de 19% en comparación con las 12.814 que se registraron en 2019. Son más de 8.000 quienes viven totalmente separados de sus familias de origen, bajo la protección absoluta del Estado. Además, también creció la población atendida en centros parciales. El año pasado 147.144 niñas, niños y adolescentes fueron atendidos allí y hubo un total de 185.152 vinculaciones a algún programa, casi 3% más que en 2023, mientras que las adopciones bajaron: hubo 165 en 2023 y 141 en 2024.

Semillas

Según la psicología y las distintas disciplinas que abordan el crecimiento, la infancia se compone de eventos que nos forman como adultos. Los vínculos sólidos y duraderos, la seguridad y el afecto que nos brindan esas relaciones, las experiencias que se comparten y los aprendizajes que se transmiten, por lo general, por quienes componen la red de cuidado plantan una semilla en nosotros. Pero no siempre sucede. A veces, lo que somos y lo que nos compone en las ramas que nos crecen de adultos brota de la resiliencia de una infancia que se debe a una maestra que denunció, al recuerdo de alguien que demostró cariño y también a las experiencias del sistema que plantan, con fuerza, la idea de lo que nunca quiero ser.

Daniela ingresó al INAU a los 8 años porque una maestra denunció que se encontraba en condiciones inadecuadas mientras vivía con la mamá. Tímidamente cuenta que tiene tres hermanos, una hermana mayor que ella y dos hermanos varones. El menor ingresó al instituto y al mismo hogar junto a ella, mientras que el segundo hermano, que en aquel momento era bebé, fue adoptado.

“Al principio fue horrible porque me alejaban de mi casa, de mi hogar, pero con el tiempo entendí que me salvaron la vida y que era más lindo de lo que parecía”, recuerda. “En mi casa sufría mucho y en el hogar entendí que también había cosas buenas. Al comienzo no sabía qué era ese lugar, estaba asustada, nadie me explicó”. El desarraigo de su casa y de su madre biológica empezó antes del día que se la llevaron. Arrancó en lugares en los que le hacían “preguntas íntimas” y donde ella lo contaba todo porque “para mí era normal, aunque todos me miraban porque eran cosas que yo había naturalizado pero que a los demás los sorprendía”, dice. A los dos años de haber dejado su casa preguntó qué había pasado. Recuerda que cuando le dijeron sobre la denuncia de la maestra “ya dudaba, porque ella también le hacía muchas preguntas”.

El vínculo con el resto de los niños en el hogar “fue lindo”. Daniela recuerda que tenían horarios establecidos para todo. “En parte me sentía mucho más tranquila y no quería volver atrás”, recuerda. Sobre su referente en el centro, que era también la de su hermano, dice: “La amo con el alma, fue la que más me cuidaba, era como mi madre, tenía la responsabilidad de que fuera a la escuela y de nuestras cosas; seguimos en contacto aunque pasaron más de 11 años”.

Los ratos de integración y los momentos que disfrutó junto a su referente terminaron a los 13 años. Ahí pasó a un centro para adolescentes y lo recuerda como un desastre. “Pasás de un lugar en el que te sentís querido a uno en el que corrés peligro, circulaban sustancias. Mi llegada fue un caos porque justo estaban en un momento crítico en el centro y te podían robar, pegar”. Como si fuera poco, en el mismo momento se separó de su hermano, que fue trasladado a otro lugar, porque necesitaba otros cuidados. Daniela tuvo siempre tan presentes las situaciones violentas que vivió con su madre que volver con ella nunca fue una opción.

Con los años aprendió que sólo contaba consigo misma. La esperanza de integrarse a una nueva familia no duró más que un instante y fue cuando tenía 16 años y recibió la llamada de una familia que la ilusionó pero que finalmente eligió adoptar a niños. “Lo acepté, con mi crecimiento me dije que fue lo que me tocó, no me planteaba preguntas; sabía que no contaba con mi familia, quería crecer y contar conmigo porque no había nadie esperándome cuando saliera. Tenía el ejemplo de los egresados del centro que pedían pan afuera, yo veía eso y no lo quería para mí”.

“De mi infancia me quedó eso, una resiliencia importante; me adapto fácil a cosas complejas, sé encarar situaciones de violencia de manera tranquila. Vi todo lo que no quería ser de grande”, agrega Daniela. “Mi mamá fue a verme algunas veces, ahora no sé dónde está”.

Al igual que Miguel, del amparo del Estado lamenta “no saber lo que es la estabilidad, tener el cariño de un padre, un tío” y saber que “te podés encariñar con alguien más y cuando cumplís los 18 años no lo ves más”. De sus pares remarca el abuso de psicofármacos. Es el primer recuerdo que le viene. “Les daban una pastilla para que se durmieran y al otro día todo era igual”.

Miguel y Daniela cuentan sus historias, pero hasta un límite. La huella de haber crecido bajo el amparo de una institución está latente y, si bien ninguno de los dos reniega de su origen, recordar no siempre es fácil porque aparecen más preguntas que todavía no pueden responder.

Poner vendas

Un porcentaje bajo de quienes crecen bajo el amparo del Estado son finalmente adoptados. La burocracia, las preferencias y las condiciones son, entre varios otros aspectos institucionales y personales, los motivos por los que el proceso demora años. Muchas infancias transcurren y terminan a la espera.

Aurora, Alejandra y Florencia adoptaron a cinco hijos del sistema. A su manera, con sus tiempos y abrazando las diferencias, repararon mucho esas infancias. Entre la adopción de Aurora y la de Alejandra y Florencia hay por lo menos 20 años de diferencia. Dentro del sistema muchas cosas cambiaron, los niños y las niñas ya no se entregan a alguien que reciba la asignación y los cuide, como en el caso de Miguel, pero lo importante permanece: la demora de los procesos y la espera de las infancias.

Aurora y su marido se anotaron para adoptar en el año 2000 porque no podían ser padres biológicos y lograron hacerlo en 2004. “Tuvimos una bebé que otras familias no aceptaron por sus características”, recuerda Aurora, y agrega que en aquel momento por lo general se adoptaba a bebés de hasta 1 año y la minoría por el INAU, el resto por “otros medios”. Lo que se decía en aquel entonces “era que los niños venían mal, pero, contrario a lo que incluso los técnicos del INAU a veces dicen, nuestros niños tienen dolores y traen sufrimientos porque la pasaron mal, pero son deseosos de amar, de querer”, agrega.

Sobre su hija dice que fue hablando de a poco, como poniendo vendas. “Ella no quería hablar mucho del tema y no se puede forzar a hablar, aunque tampoco negar”. Aurora comenzó a notar que los niños preguntaban sobre la panza y el embarazo, pero su hija no. “Le mostré revistas con mujeres embarazadas y aun así no decía nada. Le decíamos que éramos felices, que nos habíamos convertido en familia, pero ella no decía nada, hasta que un día vimos una foto de una de mis primas embarazada, con mi hija a upa, sobre la panza. Ese día me preguntó por qué, se acercó, me abrazó y me dijo: ‘Yo quería estar en tu panza’. Ahí supe que había entendido”.

“La senté en mi falda y le dije que siempre estuvo en nuestro pensamiento y en nuestro deseo, la abracé, le pedí que cerrara los ojos, la apoyé en mi pecho y le pedí que conectara con la idea de que entraba en mi cuerpo. Eso la calmó por un tiempo, no volvió a preguntar”, relata Aurora. A partir de esa experiencia, el vínculo entre su hija y su origen sólo tuvo acercamientos. “Al tiempo le expliqué que su mamá biológica no supo cómo cuidarla y que el Estado las separó para que no sufriera eso. Fueron nuevos elementos para que ella supiera que su mamá no la descartó, sino que no pudo”.

Las palabras de su mamá seguro le quedaron dando vueltas, pero, no convencida aún, volvió a su origen a través de un juego. “A los 6 años comenzó a jugar a la adopción. Se iba caminando lejos, decía que se metía dentro de un jardín con muchas plantas y que allí nos encontrábamos. Luego caminaba marcha atrás hacia mí, chocaba conmigo y me preguntaba si la quería adoptar. Lo jugó muchas veces, necesitaba que se lo confirmara, hasta que un día le pregunté si no le parecía que ya la había adoptado muchas veces”, recuerda Aurora. Más adelante el juego cambió e intuyó que tenía hermanos. Un tiempo después “jugaba a que el hermano la llevaba a la escuela antes de ir al liceo, pero ella hasta ese momento no los conocía, no lo supimos hasta sus 12 años”.

Durante su infancia no habló sobre la adopción en la escuela, pero un día, camino hacia allí, le preguntó a Aurora dónde estaría su mamá biológica o “la mujer que me tuvo en la panza”, como le decía. Más adelante, a los 10 años, le preguntó cómo sería su mamá. “Le dije que se mirara al espejo y que seguro tenía mucho de ella, eso la alivió y le sacó una sonrisa”, recuerda.

En un momento empezó a identificarse con su familia adoptiva. “Su cabello tiene rulos, cuando la bañaba noté que con sus dos manos los aplastaba y le pregunté por qué, me dijo que no le gustaban. Le dije que mi hermana, su tía, cuando era chiquita tenía los mismos rulos. Le mostré una foto y nunca más se los aplastó”, recuerda Aurora con entusiasmo. Con el tiempo, Aurora y su hija identificaron que padecen ansiedad. Un día, mientras conversaban, su hija le dijo: “Yo pienso que nos encontramos porque nadie me iba a entender como vos en esto que nos pasa”.

Infancias extendidas

Alejandra les dio una familia a adolescentes a los que, al igual que a tantos otros, se les pasó la niñez sin que nadie los adoptara. Sin embargo, ve en ellos y en su cotidianidad los niños que fueron y que aún son.

“La niñez no es una etapa absolutamente delimitada. En mis hijos y en todos los adolescentes, cuando aparece en sus vidas una figura fuerte, sea materna o paterna, veo que extienden su infancia porque por fin aparece alguien. Aunque los conocí con casi 13 y 16 años, me muestran cómo eran de niños porque todavía lo son. Está lleno de primeras veces. Un día que fuimos a una tienda mi hija me dijo que por primera vez alguien la acompañaba a comprarse un pantalón, la miraba y la esperaba”, dice Alejandra.

Para ella la adopción siempre fue un plan A y adoptar a adolescentes también. “Tienen una infancia cuando llegan a nuestra vida con cierta edad y eso requiere tener bastante cintura. Hablar de su infancia es cuando ellos pueden, no cuando quieren. Para que se sientan queridos los tenés que abrazar con la historia y ayudarlos a ir sanando, nadie va para el INAU porque los padres obtuvieron una beca en Harvard, lo que pasó primero se lo tiene que contar a sí mismo y es un relato que con los años puede ir cambiando también”, cuenta Alejandra desde su experiencia.

Para ella sus hijos todos los días pasan por todas las edades. “En un gesto, un mimo, una mirada o un ataque de bronca. Cuando veo a mi hija haciendo deberes estoy viendo a la niña de 8 años que no conocí. Hay que ampliar la mirada porque los niños grandes no sólo traen traumas, no sólo pasaron cosas malas: vivieron de todo, tienen valores que veo en mis hijos y muchos de sus amigos que aún esperan por una familia. Si querés adoptar a un bebé para evitar un problema, sólo se pospone, porque en unos años, de niño, va a preguntar de dónde viene”.

Hijos de todos

Florencia es mamá de dos hijos que adoptó cuando eran bebés. “Nos parecía que tenía sentido el encuentro de dos partes que, en algún punto, se necesitaban”, recuerda. Para ella fue un camino interesante que comenzó antes porque traía ideas y experiencias por voluntariados previos con infancias. “Nuestras infancias pasaron por violencia y negligencia importante, no llegan al sistema por ser huérfanos”, aclara.

Después de tres años de proceso, integraron a su familia a dos hermanos. Para ella “la clave está en pensar en el niño y en si tenés la capacidad para acompañar a una persona que por un período prolongado o breve sufrió la separación de su familia, la primera vulneración a la que se expone. Todos tienen una historia y tenés que tener la capacidad y el compromiso de aguantar las balas y acompañar ese proceso; tienen historia aunque sean bebés y hay que abrazarlos desde el primer día”, dice.

A través de sus hijos, Florencia comprobó que la institucionalización es crecer bajo un trato masivo, estandarizado. “Mi hijo se despertaba a la madrugada para un cambio de pañal que no necesitaba, pero como en el hogar a esa hora los cambiaban a todos, él lo esperaba”.

Sobre el origen, más allá de la edad en la que se los integre, dice que “la herida de la separación va a estar. La familia biológica en algún punto va a ser una parte del proceso; en su nueva familia el niño busca y quiere saber qué pasó, ponerles cara, saber quiénes son sus familiares”, cuenta Florencia, porque también lo comprobó.

“Si bien tenemos una foto del día que nos conocimos, contamos y naturalizamos lo que ellos dicen. Un día mi hija estaba mirando un dibujito animado y un personaje estaba embarazada y me dijo que ella había estado dentro de mi panza también. Le contamos de nuevo su historia y siguió mirando la tele”.

Para Florencia, hay que preparar a los hijos adoptados con mucha naturalidad. “No les vamos a ahorrar el dolor y el sentimiento de que algo tenía que salir mal para que seamos familia, pero podemos quitar un drama extra quizá. Cuando tenga 6 años me va a preguntar diferente, cuando tenga 12 va a querer saber aún más y voy a sumar información en la medida en que crezca”.

Florencia repite, una y otra vez, que “estas infancias serán mañana los compañeros, las parejas de los hijos de todos, porque son de todos, y pensando en el mañana y desde las posibilidades de cada uno es que, desde nuestro alcance, debemos hacer algo por su crecimiento”.

Federica Pérez es periodista. Escribe sobre salud en la diaria y colabora con Lento sobre temas sociales.