Están por iniciar las vacaciones de invierno y los estudiantes circulan por los pasillos de la vieja casona del Prado, sobre la calle Hermanos Gil, a metros de la avenida Agraciada. La propiedad perteneció a la familia Céspedes y hoy es la sede de un liceo muy particular: Avanzar. En 2022 lo fundaron un grupo de padres y madres con hijos con distintos tipos de discapacidad y problemas de aprendizaje, cansados de tropezar con los límites del sistema en otros centros educativos. Desde la necesidad y sostenidos en la convicción, después de mucha investigación y buscar modelos de otros países, crearon un espacio distinto para sus hijos, uno en que no hicieran falta tantas explicaciones para ser aceptados, en que no sintieran que sobraban.

“Cuando pregunto, casi todos recordamos algún compañero con discapacidad en primaria, pero pocos se acuerdan de haber compartido clase con alguien así en el liceo. Porque hasta ahí llegan, después empiezan los talleres, quedarse en la casa, el aislamiento”, reflexiona Agustín Rebella, director de Avanzar.

Las familias se organizaron como una asociación civil y pusieron en marcha un centro educativo sin habilitación oficial, pero con un proyecto pedagógico muy pensado. Empezaron con clases en 2023 con sus 12 hijos como únicos alumnos y en 2025 ya son 45 estudiantes y el centro educativo está habilitado por Secundaria. Tiene tres niveles: séptimo, octavo y noveno (lo que eran primero, segundo y tercero de liceo). La edad mínima de ingreso ronda los 13 años y la máxima está en 26.

Las normas vigentes en Uruguay prevén que la educación sea inclusiva y que se realicen las adaptaciones “razonables” para ello. Pero para buena parte de las familias esto es más una utopía que una realidad. Lo común es la falta de accesibilidad e integración, discriminación y poca o nula empatía.

La inclusión suele quedar en los documentos y, en la práctica, el liceo representa un filtro para las personas con discapacidad. Los adolescentes pasan a un esquema fragmentado, con múltiples docentes, exigencias rígidas y contención escasa.

“Nuestro sistema educativo tiene cambios bruscos, uno va a jardinera y aprende jugando, pasa a tener 5 o 6 años y ya tiene que estar sentado en un pupitre cuatro horas o más. Después, cuando pasás al liceo, tenés 12 profesores o más y si llegás a la universidad, vuelve a cambiar todo. Son hitos muy duros”, comenta Lisandro Vales, padre de un alumno y uno de los fundadores de Avanzar.

Felipe durante la recorrida del centro.

Felipe durante la recorrida del centro.

Foto: Natalia Rovira

En Avanzar se ríe, se llora y se pelea. Hay noviazgos, grupos de Whatsapp, reuniones en casas de amigos. Lo que en otras infancias, adolescencias y juventudes se da por hecho aquí muchas veces es la primera vez que ocurre.

“No somos una clínica, somos un liceo”, dice Rebella con firmeza. Agrega que, si bien hay un énfasis en el trato personalizado, la prioridad es lo colectivo. Sentir que se tiene un amigo o una amiga, ir a un cumpleaños, tener un grupo de pertenencia son experiencias que a varios de estos adolescentes y jóvenes les fueron esquivas en las escuelas a las que concurrieron y que logran experimentar en este liceo.

José Goicoechea —otro de los fundadores de Avanzar— menciona con alegría y alivio el ejemplo de sus hijas mellizas. Ya el sábado están queriendo que llegue el lunes para volver a clases. También en vacaciones quieren volver.

“Hemos logrado que vengan felices. Para mí lo primero es que mis hijas estén contentas y se les nota, eso te lo puedo asegurar. Después lo otro —los contenidos, el aprendizaje— vendrá o no vendrá, vendrá más lento, vendrá más rápido, pero sin esto no hay nada más”.

Tener amigos

Goicoechea rememora momentos de la escuela de sus hijas con una mezcla de tristeza y resignación; ellas en general se sentían solas, habitualmente se daba que sus compañeros pasaban de grado y ellas seguían en el mismo, lo que se transformaba en una frustración porque “no se sentían capaces”. Se percibían distintas, más grandes que sus compañeros hasta físicamente, “y lo que más dolía era la soledad”. Volvían de la escuela tristes, porque no las invitaban a cumpleaños, porque en el recreo muchas veces estaban solas. En las escasas ocasiones en que las invitaban a actividades fuera de la escuela era porque conocían a los padres, quienes les decían a sus hijos que las tuvieran en cuenta. “Pero de forma natural, casi nunca”.

Hoy ve realidades distintas. “Acá hay chicos que nunca habían ido a un cumpleaños. Ahora están yendo, algunos incluso solos. Imaginate lo que significa para ellos, cuántos años pasaron en que vieron a sus compañeros ir y ellos no”.

Antes del proyecto Avanzar, Goicoechea había pensado, incluso, en que sus hijas estudiaran de forma particular en su casa. Contratar a un par de profesores dos días a la semana y socializar con la familia y en un club. “Hasta eso te planteás para que no sufran”.

“Para mí, más allá de todo lo que han aprendido acá en el liceo, lo más importante es que es la primera vez que tienen amigos”, afirma María Sara Nova, que también es madre de mellizos que son parte de Avanzar. Hace una pausa, respira hondo y dice que “toda la infancia, el jardín, la escuela... nunca tuvieron un amigo. Es fuerte decirlo, pero era así”.

Denisse Eguren, secretaria de la institución, charla con los alumnos en el patio.

Denisse Eguren, secretaria de la institución, charla con los alumnos en el patio.

Foto: Natalia Rovira

Con acompañantes y apoyos terapéuticos fuera del horario escolar —que incluyeron psicólogos, psicopedagogos, neuropediatras y fonoaudiólogos, entre otros profesionales—, sus hijos cursaron y terminaron la primaria. Comenta que desde que los mellizos comenzaron la escuela asumió que la manera de generar conciencia, de ayudarlos y ayudar al resto también a entender era participando activamente y por eso estuvo en la comisión de fomento de la escuela durante los seis años que sus hijos concurrieron. Construyó puentes.

“Entendía que esa era la forma, trabajando codo a codo con el otro, generando vínculos entre las maestras y la acompañante, entre la maestra y la psicopedagoga, llevando y trayendo informes, hablando con los otros padres”. Dice que, si bien la etapa escolar no fue nada fácil, sus hijos fueron logrando avances, pasando de año y adquiriendo conocimientos mínimos establecidos para cada etapa de desarrollo.

En la elaboración del proyecto pensaron hasta la disposición de cada salón (los pizarrones, las sillas, las mesas individuales y grupales) y la práctica fue modificando algunas cosas.

También se piensa el futuro. Para el año próximo, Nova y sus hijos se plantean la posibilidad de cambiar de liceo para iniciar el bachillerato, pero hasta el momento ella sólo supo de grupos de unos 30 alumnos, con pocos docentes que puedan hacer un esfuerzo y darles una propuesta diferenciada. Otra vez un sistema que no los contempla.

“A veces no es mala voluntad, es desconocimiento o falta de herramientas, porque ¿con qué prestás atención a 30 gurises a la vez?”. A esto suma la falta de accesibilidad física. “No se mira la globalidad de la discapacidad en realidad, como que cada uno mira una cosa, por ejemplo, hay una escuela de sordos, hay una escuela de ciegos, pero ¿y después? ¿El liceo y la facultad?”. 

Liceo de paso

Uno de los grandes debates en torno a Avanzar es el lugar que ocupa en el sistema educativo. ¿Es una institución que debería existir o un parche ante el fracaso del modelo inclusivo?

Virginia Cáceres era la presidenta del Consejo Directivo Central de la Administración Nacional de Educación Pública cuando Avanzar fue habilitado como liceo. Lo visitó en 2023 y los padres y las madres presentes recuerdan que reconoció que, aunque su línea de trabajo no promovía la creación de centros especializados, Avanzar era necesario, porque lo que dicen las normas aún no se cumple en la práctica.

Cáceres hace hincapié en que detrás de cada niño hay una familia preocupada, “que sostiene, que acompaña, que busca en el centro y en el hogar lo que le parece mejor para sus hijos, para que puedan tener una vida lo más autónoma posible. Porque te puedo asegurar que el miedo y la preocupación de cualquier familia que tiene un hijo o una hija con discapacidad es lo que va a pasar con ese chiquilín”. Afirma, además, que en el liceo un niño con discapacidad necesita una contención distinta, docentes preparados y con cercanía, a lo que se suman las dificultades que tiene la adolescencia como etapa de la vida y que la socialización con los compañeros es muy difícil. “Hay un desafío enorme para el sistema educativo porque Secundaria los expulsa”.

Rebella vive esa tensión a diario. Es docente en liceos públicos, defensor del sistema formal, pero también consciente de sus límites. “Sé que esto genera contradicciones, pero los debates son buenos. Si no hay debate, hay estancamiento”, dice.

Por eso, aunque Avanzar se define como un “liceo de paso” —nadie está allí para siempre—, su existencia abre preguntas. ¿Cuántos adolescentes más necesitan un espacio así? ¿Qué pasa con quienes no tienen padres que puedan crear un liceo? ¿Qué ocurre con los que no pueden pagar una cuota?

Mientras tanto, el día a día sigue, madres y padres gestionan, docentes adaptan contenidos, adolescentes y jóvenes crecen. Hay estudiantes con asistentes personales —terapéuticos y pedagógicos— y desde el liceo se intenta que ese acompañamiento también sea inclusivo: que colabore en clase, pero que deje espacio para la socialización.

Kevin Olivera toca el piano para sus amigos.

Kevin Olivera toca el piano para sus amigos.

Foto: Natalia Rovira

Rampas educativas

El modelo pedagógico del liceo Avanzar está basado en el diseño universal de aprendizaje, en que los estudiantes puedan acceder a todos los contenidos. No se trata de bajar el nivel, aclaran, sino de enseñar de otra forma. “Lo mismo que se hace con una rampa para que alguien en silla de ruedas entre a un edificio hay que hacerlo con una ecuación para que pueda ser comprendida”, explica Rebella. Añade que la idea es que el centro educativo se adapte a sus estudiantes y no al revés, lo que en la práctica es difícil de sostener en otros liceos. “Por lo general, el estudiante tiene que encajar en un formato rígido. Para muchos eso funciona, pero para esta población no”.

El crecimiento del liceo es visible, pero el desafío económico para quienes lo sostienen sigue siendo diario. La cuota mensual ronda los 23.000 pesos; con lo que recaudan pagan los salarios del equipo docente y de otros empleados. Para el resto de los gastos hacen diversas actividades en busca de obtener fondos, que van desde ferias americanas y cenas shows a buscar donaciones.

En Avanzar hay reglas diferentes a las de otros liceos. Son jornadas de cuatro horas en la mañana. Se cursa la mitad de las asignaturas previstas por Secundaria, lo que implica menos profesores por grupo y más vínculo entre docentes y estudiantes. De tarde hay talleres, salidas didácticas y orientación para manejarse en la ciudad, actividades pensadas para una mayor autonomía en la vida cotidiana.

En las aulas hay entre ocho y 13 estudiantes por grupo. El equipo educativo está conformado por 22 personas: docentes, una psicóloga y personal de apoyo. La relación entre cantidad de adultos y estudiantes es casi de uno a dos; lo que parece un imposible en cualquier otro liceo es una necesidad en este.

Además del ciclo básico tradicional, el liceo tiene un espacio llamado EFAE (Espacio de Fortalecimiento y Acompañamiento Educativo) en el que se prepara a los jóvenes que aún no están listos para comenzar séptimo año. Tienen clases de 45 minutos y recreos en los que conviven con el resto de los estudiantes. En este espacio, los estudiantes están con una maestra o una profesora cuatro horas cursando diferentes niveles hasta que puedan comenzar el liceo. Entre quienes concurrieron hubo dos alumnos que no habían terminado la escuela pero pudieron aprobar el examen de Primaria e ingresaron a Secundaria. Para Rebella fue muy positiva esa experiencia, ya que reincorporaron al sistema educativo a personas que lo habían dejado.

Algunos estudiantes tienen mucha autonomía, incluso van solos en ómnibus al liceo; otros necesitan más cuidados, por lo que los llevan y los traen, mientras que otros tienen una dependencia mayor y requieren un acompañante que esté con ellos en el liceo. Progresar en la autonomía de cada alumno es uno de los principales objetivos del liceo. Por esto mismo, un grupo de padres y madres está pensando en el después de Avanzar, mediante un proyecto de inserción laboral para quienes egresen.

Actividad recreativa.

Actividad recreativa.

Foto: Natalia Rovira

Crear comunidad

Es lunes de vacaciones de invierno y Nova y Adriana Barrientos —madre de un exalumno de Avanzar— están en la sede del liceo trabajando de manera honoraria poniendo al día asuntos administrativos. El edificio está en silencio y esperan a un electricista. Antes, recorrieron varios kilómetros para buscar ropa que les donaron para una feria americana.

A diferencia de otros centros, Avanzar funciona en gran medida como un entramado comunitario; las madres y los padres de los alumnos en general vienen de experiencias duras, algunas traumáticas, y están presentes no sólo en el sostén económico, sino también en el funcionamiento cotidiano.

“Es mucho esfuerzo, pero lo hacemos porque acá vemos felices a nuestros hijos y eso vale todo”, dicen Nova y Barrientos.

Goicoechea recuerda que cuando alquilaron la casa “estaba detonada” y hubo que hacer arreglos y pintarla, así como organizar ferias americanas y otras actividades para recaudar fondos. Nova agrega que cuando fue por primera vez se dijo: “Ojalá no sea acá”. Pero acota que terminó siendo una buena opción porque el lugar tenía otras características positivas, como los salones amplios, las aberturas grandes y una entrada que facilita el desplazamiento en silla de ruedas, por ejemplo.

Buscan tener relación con liceos de la zona. Rebella es docente en el liceo 16 y al laboratorio de esa institución concurren los alumnos de Avanzar para realizar algunas prácticas, en tanto que la jura de la bandera la hacen en el liceo 54, sobre la avenida Agraciada.

En la misma línea, Vales valora el esfuerzo que hacen las familias para mantener el centro educativo abierto y señala que se saben privilegiados de que sus hijos accedan a una educación que tantos otros niños en situación de discapacidad no tienen. Para que el liceo funcione coinciden en que es fundamental el compromiso que tiene el equipo de trabajo, que incluye a docentes, una psicóloga y otros funcionarios.

“Tienen la camiseta puesta, nos han acompañado estos años, están super comprometidos con la institución, se matan adaptando las tareas porque tenemos que lograr el equilibrio entre lo que exige Secundaria y lo que realmente pueden adquirir nuestros estudiantes”.

En un momento de la entrevista con Lento, se escucha una melodía de piano. Es un estudiante que aprendió mirando tutoriales en YouTube, primero en el teclado de su computadora y luego en el piano donado que hay en un pasillo cerca de la entrada del liceo. Rebella cuenta que hace poco se enteraron de que el muchacho aprendió a tocar ese instrumento de forma autodidacta.

Pero no todo es color de rosa en el día a día. Hay alumnos que a veces se descompensan. Como cada caso es diferente, requiere una atención distinta. Si los desbordes se dan en los primeros días de clase, las maneras de encararlos tienen un fuerte componente de ensayo y error y de la información previa que hayan intercambiado con las familias. A veces dejarlos solos ayuda a que mejoren su estado, en otras un chiste o pedirles colaboración en una tarea también reduce la tensión.

Crearon un protocolo para estos casos y allí se resuelve si es necesario llamar a los padres del alumno o es una emergencia médica. También deben prestar atención a la interacción entre el alumnado fuera del ámbito educativo. Por ejemplo, en los cumpleaños o en los grupos de Whatsapp, algo que al principio les daba muchas dudas. Creían que tendría sus dificultades y las tiene. Así como charlan y se ríen, se enojan y se pelean como cualquier grupo de adolescentes.

Juan Andrés, Ivanna, Felipe, Lucía y Cecilia en la huerta.

Juan Andrés, Ivanna, Felipe, Lucía y Cecilia en la huerta.

Foto: Natalia Rovira

Padres y madres sonríen y confiesan la alegría que les da cuando ven que luego del horario de clases sus hijos interactúan desde sus casas por mensajes y videollamadas con compañeros de clase, algo que antes no les había ocurrido.

La dimensión social de la vida de estos jóvenes está invisibilizada.

Otra característica que tiene este liceo es la participación de los alumnos en asambleas, un espacio que consideran importante y en que se toman algunas decisiones que complementan lo curricular y aportan a su autonomía. “Si yo voy a un lugar donde soy tenido en cuenta, donde puedo participar, donde tengo un sentido de pertenencia, probablemente pueda aprender más cosas”, dice Rebella. “Creemos mucho en la construcción colectiva”, agrega. “Esto es como un equipo de fútbol: si nos va bien es porque los que están en la cancha, que son los docentes, lo hacen bien. Y si nos va mal, el responsable soy yo, como un director técnico. Por suerte nos viene yendo bien, con algún tropezón, porque es natural en la vida”.

“No lo inventamos nosotros, no descubrimos nada. Esto es más viejo que el agujero del mate. Hay otra forma de aprender. Y con ensayo y error aquí lo estamos consiguiendo”, dice Barrientos.

Eduardo Delgado es periodista. Trabaja en TV Ciudad y escribe en la diaria sobre temas sociales y culturales.