Desde muy niño Lisandro sabía lo que quería. Y lo que quería era ser monaguillo, asistir a los sacerdotes en las misas y demás oficios católicos. Le gustaba imaginarse en esas ropas, la túnica larga y desenvuelta y la cota con finos bordados en los remates. Pero a Lisandro se le atravesó la metanfetamina, esa droga barata y sintética que está causando estragos como ninguna otra en México, y de manera preocupante en infancias y adolescencias.
—Es que mi mamá siempre iba todos los días a la iglesia, porque vivíamos cerca de una. Y pues yo, desde chiquito, como desde los 7 años, empecé a hacer de monaguillo —le dice a Lento Lisandro, moreno y bien peinado, hoy de 22 años, en una entrevista que concedió este junio en Cancún, Quintana Roo, el destino turístico de sol y playa más importante de América Latina.
Su madre es ama de casa y su padre, promotor de Lupita, una marca popular de comida chatarra. Son originarios de José María Morelos, el corazón de la zona maya de la entidad. Cuando Lisandro cumplió 7 años se mudaron a Cancún, como muchas otras familias indígenas, atraídos por la posibilidad de conseguir algún trabajo en la industria turística. Lo único que encontró el papá fue este empleo de venta de frituras en tiendas de abarrotes.
Apenas llegaron, Lisandro se ofreció como monaguillo en la iglesia cerca de su casa. Empezó como una estrategia de la madre para entretener a su hijo mientras ella rezaba, pero pronto se convirtió en un hábito. Así pasaron siete años: Lisandro preparando el altar, cargando la cruz y los cirios, manipulando el incienso, tocando la campanilla en los momentos solemnes y recibiendo las ofrendas que llevaban los fieles.
A los 14 años, Lisandro decidió viajar a la capital del estado para iniciar el proceso en el que se le revelaría si esto era algo pasajero o no, en el seminario menor de la diócesis para la prelatura de Cancún-Chetumal, al cuidado de los Legionarios de Cristo.
—Era muy bonito. Teníamos piscina. Había comodidades; tres o cuatro comidas al día. Era el seminario para ser sacerdote, para descubrir si tienes la vocación, pero pasaron seis meses y descubrí que no era lo mío, había mucha disciplina y no me gustaba, por eso terminé aquí —dice Lisandro desde uno de los incontables centros de rehabilitación ilegales que han proliferado en México en la última década, en el que lleva encerrado poco más de un año, compartiendo con otros niños con problemas de adicción, sobre todo al cristal.
Regresó a Cancún, se matriculó en la secundaria y un buen día sus compañeros de clase le ofrecieron marihuana. Le dio una calada y cinco minutos después ya disfrutaba de los efectos: la levedad del cuerpo y la risa desatada. Fumó y fumó y fumó toda la secundaria y la preparatoria, donde conoció a quien se volvería su novia. Ahí empezó un consumo mucho más fuerte, porque toda la familia de su novia usaba sustancias. La suegra y su pareja fumaban tabaco y marihuana y ella, además, era alcohólica crónica.
—Como estudiamos en línea, me la pasaba todo el día en su casa porque era la pandemia. Ahí en su casa llegaban los amigos de su mamá, de ellas, nos la pasábamos hasta las cinco de la mañana. Pero ellos ya se metían cocaína. Entonces, una vez un amigo de su mamá llegó y les invitó cristal [metanfetamina] porque ya no había coca; lo probaron y sí les gustó. Poquito después fue el cumpleaños de la mamá de mi novia y pidieron cristal y pues veían cómo yo me les quedaba viendo y ahí me dieron a probar y fueron diez días de fiesta. Y desde ahí nos enganchamos al cristal —recuerda Lisandro.
Metanfetamina por todos lados
No sabemos cuántas personas consumen drogas actualmente en México, qué tipo de sustancias, con qué frecuencia, el grado de adicción y cómo ha evolucionado el consumo de drogas sintéticas porque el censo oficial para ello, elaborado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, está desactualizado. El último disponible data de hace ocho años. Debió actualizarse en 2022, pero el entonces presidente, Andrés Manuel López Obrador, ordenó suspenderlo sin motivo aparente. Aunque en 2023 se iniciaron trabajos de levantamiento de información, la actual presidenta, Claudia Sheinbaum, informó el pasado enero que ordenó frenarlos porque se estaban elaborando con criterios incompatibles con ediciones anteriores.
Hay, sin embargo, algunas vías para hacernos una idea del nuevo panorama. En el informe más reciente del Sistema de Vigilancia Epidemiológica de las Adicciones de la Secretaría de Salud (SSA) se alerta que desde 2017 el alcohol, el tabaco y la marihuana están cediendo lugar al cristal, que se ha posicionado como la principal droga con la que se inicia el consumo en el país; es también ahora la droga de mayor impacto, aquella por la cual los usuarios deciden ir a algún centro de rehabilitación a pedir ayuda para tratar su adicción.
Otra vía son los Centros de Integración Juvenil (CIJ), órganos sectorizados de la SSA dedicados al tratamiento del consumo de drogas. Desde 2014 han brindado 320.000 atenciones a personas que acuden a ellos para pedir tratamiento para sus adicciones. De ellas, 82.000 acudieron por problemas con estimulantes como la metanfetamina.
Lo más dramático de esto es que una tercera parte de esa población adicta a los estimulantes (27.000) se trata de niñas, niños y adolescentes.
Hay que considerar que esta cifra sólo refleja a las personas que acudieron a pedir ayuda. Hay un subregistro, en tanto que existen otros miles de niñas, niños y adolescentes con adicción que desconocen los servicios de los CIJ y que nunca han recibido atención profesional institucionalizada. Es el caso de Lisandro y también de otros niños y jóvenes con los que convive en el centro de rehabilitación privado en el que lo encerraron, como a Guillermo.
Guillermo tiene 15 años y desde hace un año y medio depende de la metanfetamina. Su consumo, como en el caso de la mayoría de los menores de edad con los que he platicado, empezó muy accidentalmente: en el parque de su casa, en la colonia Villas del Mar, una de las más violentas del sureste de México, había un grupo de jóvenes que se reunía para matar el tiempo y consumir sustancias. Tenía 13 cuando le compartieron tabaco, alcohol y luego marihuana. Y un día, sin saber bien qué era, probó el cristal, al que se enganchó de inmediato, por lo altamente adictivo que es. Cuando sus padres supieron de su consumo, lo corrieron de su casa.
—Me quedaba a dormir ahí en un carro que estaba abandonado. Me acuerdo que era un Pointer rojo viejito.
Tenía 13 y ya vivía en situación de calle. Tenía 13 y abandonó la escuela. Tenía 13 y no pudo despegarse más de la metanfetamina. Ni su familia, ni los vecinos, ni el Estado le tendieron la mano. La única ayuda que ha recibido ha sido de este centro de rehabilitación clandestino al que su papá lo trajo con engaños y contra su voluntad después de un año de haberlo dejado a su suerte en la calle.
Ernesto Quiroz, psicólogo adscrito a la SSA de Quintana Roo con décadas de experiencia en tratamiento de jóvenes con adicción, advierte de los peligros en el neurodesarrollo de las infancias usuarias de drogas. “El lóbulo frontal del cerebro aún no está desarrollado del todo y el consumo de drogas afecta este desarrollo. Mientras más jóvenes, más propensos a desarrollar adicción”, dice el funcionario.
Por su parte, Corina Giacomello, investigadora de la Universidad Autónoma de Chiapas, consultora en organismos internacionales y especialista en infancias y drogas, evidencia la falta de inclusión de esta población en las políticas de drogas y de derechos de niñas, niños y adolescentes. “Ni en la Convención sobre los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes de la ONU ni en la Ley General de [los Derechos de] Niñas, Niños y Adolescentes de México está considerada esta población como una de alto riesgo”, le dice a Lento.
Tanto en el tratado internacional como en la ley nacional sólo se contempla a los menores de edad cuando están involucrados en temas de producción o tráfico de sustancias, pero no cuando son usuarios de drogas. Eso se evidencia, enfatiza Giacomello, en el hecho de que, pese al aumento de menores de edad con problemas de adicción, no existen programas específicos para ellos ni una política pública clara que los contemple.
Para tener una idea de lo grave de esta situación está la siguiente información: desde 2013 se han registrado más de medio millón de ingresos a urgencias por trastornos derivados del consumo de sustancias psicoactivas, de acuerdo con datos del Observatorio Mexicano de Salud Mental y Adicciones. De ese total, cerca de 50.000 son niñas, niños o adolescentes que llegan con trastornos derivados del consumo de drogas psicoactivas. Y un dato más alarmante: en ese mismo período se cuentan casi 500 casos de recién nacidos en urgencias con afectaciones por drogas.
En resumen, en la última década se cuentan un total de 77.000 niñas, niños y adolescentes adictos a narcóticos que pueden provocar, cuando el consumo es prolongado, trastornos como psicosis, ansiedad, confusión, insomnio, disminución de la función cognitiva e incluso muerte por sobredosis, según el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas de Estados Unidos. Toda una generación que, pese al problema cada vez más en aumento, no encuentra ni un solo centro público de rehabilitación especializado en tratamiento de infancias y adolescencias en México. Los que existen son de iniciativa privada. Y la mayoría de ellos opera en la clandestinidad, como ocurre en el caso de donde se encuentran Lisandro y Guillermo.
Juan Carlos y su centro para menores
Juan Carlos Rendón no tenía ningún estudio profesional y ni se diga de un modelo de atención o de negocio cuando fundó el primer centro de rehabilitación especializado para niñas, niños y adolescentes en Quintana Roo. Con lo único que contaba, dice este hombre de 40 años, era su propia experiencia de haber sido adicto a múltiples drogas, haberlas dejado de tajo y el ferviente deseo de ayudar a otros como él.
Creció en El Crucero, un barrio bravo de Cancún. Fue pandillero. Se involucró desde muy joven con las drogas. Fue adicto a la heroína, la cocaína y la marihuana. Pasó por cuatro tipos de centros de rehabilitación: un Alcohólicos Anónimos, uno cristiano en el que le hablaban de lo mal que veía Dios el consumo de drogas, otro clandestino donde lo torturaron y en el cuarto fue, por fin, en el que encontró un trato humanista, una casona en un campo amplio a donde todos ingresaban de manera voluntaria; los trataban bien y les enseñaban a mantener el huerto en el que crecían las frutas y las verduras con las que preparaban sus alimentos. “A mí me corrieron de ahí porque arranqué una sandía sin el permiso de los encargados”, dice Juan Carlos entre risas.
Ahora es un recuerdo chistoso, pero entonces fue dramático. Por fin sentía que había mejorado y lo corrieron sin nada más que unas monedas para que regresara a su casa. En el trayecto de regreso, Juan Carlos recuerda que fue tanto su coraje que se prometió a sí mismo dejar las drogas y fundar centros como ese último, donde ayudaran a jóvenes con problemas de adicción. Empezó en un salón con sillas de plástico, anuncios en cartulinas y los borrachitos de alrededor. Así pasó una década hasta que se animó a rentar dos casas, una para recibir a adultos con adicción y en la otra sólo a menores de edad, que es donde estamos; me pide que omita el nombre de este centro porque opera sin permisos de la federación.
Cada año, calcula Juan Carlos, allí se atiende a unos 300 niñas, niños y adolescentes con adicción, sobre todo a la metanfetamina. El tratamiento, explica, consiste en suspender el consumo de tajo, ponerles rutinas de actividades diarias para el mantenimiento del centro, algo de ejercicio, sesiones de psicología en grupo y rezos por la noche. Ante la omisión del Estado, este tipo de centros operan así, ignorando la evidencia científica, sin basarse en programas o políticas públicas, sólo siguiendo la fe.
En México el servicio de atención a las adicciones se empezó a privatizar en el sexenio del expresidente Felipe Calderón (2006-2012) y desde entonces ese proceso no ha parado. Hoy México tiene una red pública conformada por más de 400 centros de tratamiento y prevención, a la que se le suman otros 2.000 centros privados. Pero esos son sólo los que tienen registro ante la Comisión Nacional de Salud Mental y Adicciones (Conasama), el órgano rector en la materia, encargado de repartir permisos a centros de rehabilitación, pero también de supervisarlos y vigilarlos.
Existe todo un universo de establecimientos que no cuentan con papeles de la Conasama, pero que operan bajo el pretexto de que han conseguido permisos de funcionamiento por parte de la autoridad municipal o estatal, que son autorizaciones genéricas, como las que tramita cualquier otro negocio, ya sea una taquería o una tienda de abarrotes.
Adicionalmente están los anexos clandestinos, que operan sin el aval de ninguna autoridad y en los que se cometen sistemáticamente torturas y demás violaciones a los derechos humanos, como ha documentado la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
De monaguillo a narcomenudista
Bastaron esos diez días de fiesta en la casa de la familia de su novia para que Lisandro desarrollara adicción a la metanfetamina, que no pudo dejar en los subsecuentes dos años. Fue tanta la adicción que se dio de baja en Aztlán, una universidad de poca monta de Cancún en la que cursaba contabilidad y finanzas. Salió entonces a buscar trabajo y se empleó como auxiliar contable en una empresa de paquetería.
—Me acuerdo que para la entrevista dejé de consumir dos o tres días, para disimular. Y ya cuando entré me preguntaron que por qué iba tanto al baño, cada hora. Les decía que porque tenía problemas de la panza, pero pues era porque me iba a drogar —dice Lisandro.
Su salario se repartía entre el consumo y la renta de un pequeño cuarto.
—Como vivía ya solo y como conocía a la gente que me vendía la droga, empezó a llegar cada vez más gente a pedirme para que yo les consiguiera la droga, porque mi contacto me vendía más barato. Una dosis, que es una piedrita así, chiquita, blanca o transparente, me la dejaba en 100 pesos y la revendía en 150 pesos. Llegó el punto en que me dijo: “Oye, vas muy bien con las ventas”. Y me regaló dos piedras, para que yo las vendiera o me lo consumiera. Me dijo que me juntara 7.000 pesos para que ya me vendiera más droga, que me iba a contactar con la patrona [la jefa de plaza] para que yo ya empezara a trabajar de eso —dice Lisandro.
Aceptó, pero poco le duró el negocio. A su casa llegaron tipos armados, que nunca supo de parte de quién venían, y le dieron una golpiza: una advertencia para que dejara de jugar al narcomenudista y se fuera de ahí. Lisandro volvió a su casa y les contó a sus papás, que le pidieron ayuda al padre de la iglesia en la que fue monaguillo, quien les recomendó anexarlo. Lisandro estuvo de acuerdo y lo trasladaron a un centro de rehabilitación cerca de su casa, el que fundó Juan Carlos Rendón.
A Lisandro, que ya había renunciado a la Iglesia, lo obligan a rezar cada noche por su rehabilitación.
Ricardo Hernández es periodista mexicano que hace crónica, pódcast, fotografía y documental. En los últimos años se ha especializado en contar historias sobre infancias, lo que le ha valido varios premios en su país.