Moisés caminó por el desierto durante tres días.
“Eso sí me acuerdo bien. Cumplí 15 años a mitad del desierto, en una zanja, mirando el cielo estrellado. Bien bonito. El único regalo de cumpleaños que pedí ese día fue la oportunidad de abrazar a mi madre otra vez. Se lo pedí a Dios. Que me diera esa dicha de no ver a mi madre en una tumba, en una caja, de poderla abrazar. Eso es lo único que no se me puede olvidar”.
Moisés tiene 41 años y una lucha callada a cuestas. Habla de su viaje —ese viaje— mientras acomoda fuegos artificiales ilegales en una mesa plegable, a la espera del 4 de julio, en un barrio caliente del este de Los Ángeles. Con un ojo mira al cliente, con el otro al patrullero. Sabe que en cualquier momento puede caer una redada, una camioneta sin placas, un muchacho flaco con tatuajes que no perdona.
La historia de Moisés no es sólo suya, es la de miles, decenas de miles, cientos de miles, millones. Niños, adolescentes, jóvenes atrapados en ese umbral borroso entre la infancia y la adultez, obligados a tomar una decisión que nunca debería pesar sobre hombros tan pequeños: dejar atrás su hogar. Crecer de golpe, empujados por el entorno: la violencia del barrio, de la familia, del Estado; la guerra, el hambre, el abuso. Pero también arrastrados por algo que resiste: los sueños, la esperanza, el deseo íntimo de una vida mejor. El viaje empieza antes de partir, se extiende a lo largo del camino y continúa al llegar.
Moisés nació en Zihuatanejo, una ciudad mexicana del estado de Guerrero con playas paradisíacas sobre la costa del océano Pacífico. “Fue por mi mamá”, dice Moisés. “Ella estaba sola, estábamos solos. Y se empezó a juntar con una persona que supuestamente trabajaba para la policía federal”. Las cajas que llegaban a la casa —repletas de armas, de droga decomisada— parecían parte del trabajo. Pero la rutina se volvió sospecha y la sospecha, prisión. A él lo atraparon y la casa estaba a nombre de ella. Fue suficiente para encerrarla. Moisés tenía apenas 14 años.
Se fue a vivir a Petatlán, una ciudad cercana, con un primo de aquel hombre que vivía con su madre. Resultó que era sicario de un tal Rogaciano Alba, exalcalde de la ciudad, señalado como miembro del Cártel de Sinaloa. “Era un personaje muy poderoso. Él controlaba todo. Toda la gente con la que me relacionaba era lo malo”.
Moisés fue a despedir a un amigo a la terminal y acabó decidiendo irse él también. Le hablaron de trabajo en los campos de Carolina del Norte, de comida asegurada, de un cruce ya pagado. Lo intentó varias veces. Lo detuvieron otras tantas. Al final, lo abandonaron en el desierto.
La primera vez lo dejaron encerrado en un camión, en una estación de servicio de Amarillo, Texas.
Los coyotes —como se les llama a quienes cruzan a personas por la frontera— se asustaron porque, al parecer, había un retén de migración cerca y lo abandonaron. “Ese día estaba cayendo nieve. Empezamos a pegarle fuerte al contenedor. Recuerdo que estaba en la orilla de la puerta. En el fondo ya se oían murmullos, llantos, ya empezaban a desesperarse, pues, por la falta de aire. Gracias a Dios, la policía llegó rápido. Nos apuntaron con sus armas, pero nadie se podía mover, estábamos todos entumecidos del frío”.
Esa vez lo dejaron en Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, justo frente a El Paso, Texas. “Nos contaban que en esos tiempos estaba horrible, que levantaban gente, la mataban, que los cholos, que la pandilla. Pero nos encontramos mucha gente buena, nos ofrecían comida y todo. Pero la mayoría en nuestro grupo eran señores ya fuertes, yo era el único muchacho. Pero igual estaba alto, pues, nunca fui chaparro”. Tras descansar tres días, regresaron a Agua Prieta, en Sonora, el mismo punto por donde habían cruzado la primera vez, para intentarlo de nuevo.
Un autobús viejito lo dejó en medio del monte junto a una veintena de personas; el resto siguió su camino. “Había varios riachuelos, varias cercas, varios ranchos. Pasábamos una carretera, buscábamos otra y seguíamos. Tres días, tres noches”. Cargaba dos bidones con unos siete litros de agua, suficientes para un día bajo el sol del desierto. Cuando se le acababan, los rellenaba en molinos de los ranchos o en los abrevaderos para el ganado. “Hubo personas mayores de edad que tuvieron que quedar en el camino. A un señor le tuvimos que hacer bolita entre todos; dormimos abrazados, entre hombres, para soportar el frío. Al otro día, cuando el sol lo calentó, le dijimos ‘denos dos horas de ventaja, por favor, ahí está la carretera, se va y se entrega, pero ya que avancemos’. Pasaron muchas cosas, muchas cosas tristes”.
La segunda vez lo abandonaron junto a un campo de maíz.
“Ahí estuvimos como tres días también. Sin agua, sin comida. Hasta que llegó un americano y dijo ‘amigos, amigos’, pero nadie quería salir, después no nos quedó otra. ‘Ahorita vengo’, dijo, ‘voy a pitar dos veces. Más veces no salgan’. Y fue y trajo dos burritos y una soda para cada uno, éramos como diez. Buena onda, un americano, nos ayudó mucho”. Sin comida, sin dinero y con el hambre golpeando fuerte, Moisés decidió entregarse otra vez a la Patrulla Fronteriza.
La tercera vez fue en San Simón, Arizona. “Yo de ahí ya no aguanté”, dice.
Un muchacho que había cruzado hacía poco, con una mochila llena de marihuana, se ofreció a guiarlos por las vías del tren hasta Tucson. “Ahí nos bajamos, nos persiguió un helicóptero que tiraba bengalas, después vino la migra con motos, rompimos unas mallas y nos salimos. Nos metimos debajo de un puente, ahí estuvimos unas horas. Después fui a un teléfono de caseta y llamé a mi hermana mayor, la que está aquí, la que te digo que ahora no sale porque tiene miedo”.
Al principio su hermana no le creyó. Pensó que era alguien queriendo estafarla. Moisés no le había contado que se había ido para el norte, su plan era trabajar en los campos. Luego ella habló con una persona y le dio la dirección exacta donde él se encontraba. “Y te digo: lo raro y lo bueno es que el coyote vivía ahí, a 20 minutos. Me dijo que contara el tiempo y que saliera de abajo del puente, que buscara tal carro y que subiera, que subiera rápido. Me llevó a un hotel a diez minutos donde tenía a mucha más gente. Me compró ropa, me bañé, me dio comida. Me mandó en autobús a Las Vegas, ahí trasbordamos para acá, para Los Ángeles. El coyote le cobró 800 dólares a mi hermana. Dios ya sabe por qué hace las cosas, o no, pero estuvo difícil. Estuvo difícil la cruzada”.
Niños solos
Medio millón de niños —553.322, para ser exactos— cruzaron solos, sin un adulto, la frontera entre México y Estados Unidos entre enero de 2015 y mayo de 2023, según información obtenida por The New York Times del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS, por sus siglas en inglés).
Desde los años ochenta, Estados Unidos intervino en Centroamérica financiando guerras para frenar insurgencias de izquierda. En El Salvador, donde la mayoría eran niños, muchos terminaron combatiendo. La violencia dejó 75.000 muertos y provocó un éxodo masivo hacia el norte. En Los Ángeles, los recién llegados se instalaron en el barrio Pico-Union y se encontraron con otro conflicto, el de las pandillas; para defenderse formaron una propia, la que terminaría por convertirse en la más grande y temida del mundo, la Mara Salvatrucha o MS-13. En los noventa, miles fueron deportados y la MS-13 dejó de ser una pandilla de barrio para transformarse en una red criminal transnacional con presencia en América Central, América del Norte y Europa que cuenta con más de 70.000 miembros.
Para llegar a Estados Unidos, la mayoría de los migrantes centroamericanos debe atravesar México. Lo que enfrentan ahí, en muchas ocasiones, es incluso más cruel que aquello de lo que huyen.
Cárteles, pandillas, coyotes, policías federales, soldados, funcionarios migratorios, vecinos armados: todos pueden ser una amenaza. México se vuelve un territorio minado de abusos y sus políticas migratorias —respaldadas por fondos estadounidenses— funcionan como una barrera brutal.
Las cifras estremecen. Entre 2006 y 2017 desaparecieron al menos 120.000 migrantes en territorio mexicano. Cada tanto aparecen fosas comunes cerca de la frontera. El 80% de las mujeres y las niñas migrantes sufren violencia sexual en el camino.
Cruzando la frontera, a veces la opción menos peligrosa es entregarse a la Patrulla Fronteriza. Pero si sos menor de edad y mexicano, como Moisés, eso no te protege. Una enmienda firmada en 2008 por George W. Bush permite deportar a niños provenientes de países limítrofes sin posibilidad de pedir asilo, sin reunificación familiar, sin proceso legal. Nadie se entera. Nadie reclama. La otra opción es cruzar el desierto: kilómetros infinitos de calor, silencio y muerte. La frontera entre Estados Unidos y México se ha convertido en una tumba abierta. Sólo en 2022, las autoridades encontraron 895 cuerpos.
Al llegar a Estados Unidos, los migrantes que logran sobrevivir deben enfrentar la maquinaria burocrática del sistema judicial, la explotación laboral, la pobreza, la discriminación y la violencia, otra vez. Lo que se encuentran del otro lado, en muchas ocasiones, es incluso más brutal que aquello de lo que huyen.
Cuando son detenidos, los encierran en centros conocidos como “la hielera”. Les llaman así porque están manejados por el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés, que se traduce al español como “hielo”) y por las temperaturas heladas, las mantas térmicas metálicas, los sándwiches congelados que reciben dos veces al día. Aunque por ley no pueden permanecer más de 72 horas allí, muchos pasan varios días o semanas en esas condiciones. Luego su custodia pasa al HHS, que los entrega a patrocinadores o familiares, tras estadías en refugios privados en los que también se han documentado abusos.
Entre 2017 y 2021, más de 4.600 niños fueron separados de sus familias en la frontera por el gobierno estadounidense. Al menos 1.360 siguen sin ser reunidos con su familia, de acuerdo con un informe de Human Rights Watch. En muchos casos las autoridades se negaron a entregarles información a sus padres. Según el derecho internacional, esa omisión no es sólo negligencia, puede constituir desaparición forzada y tortura. Y todo esto sucede bajo el amparo del Estado, en nombre de la seguridad fronteriza.
Un mes después de entregar a un menor migrante a un familiar o un patrocinador, el gobierno debe hacer un seguimiento telefónico. Pero entre 2021 y 2023 no logró contactar a 85.000 niños. Un estadio Monumental de River lleno de niños que no se sabe dónde están.
Desde 2017, la mayoría de estos niños son entregados a adultos que no son familiares. Los refugios están saturados y la prioridad es liberarlos rápido, aunque eso implique saltarse controles. Abogados y trabajadores sociales estiman que dos de cada tres terminan trabajando a tiempo completo. Para mandar algo a su familia allá lejos, para saldar la deuda con el coyote que lo cruzó o para devolverle al patrocinador el precio de haber sido aceptado en este país. Algunos empacan productos para multinacionales como General Mills, limpian fábricas para Target, cargan cajas para Whole Foods, ensamblan autopartes para Ford y Hyundai, todo mientras aún deberían estar en la escuela.
Moisés, con 15 años recién cumplidos, trabajó dos años en un lavadero de autos en Los Ángeles. Sostenía a su madre, que estuvo cinco años presa, a su abuela y a su hermanita; también contribuía en la casa de su hermana mayor, donde vivía.
Un menor de edad que quiera permanecer legalmente en Estados Unidos puede solicitar asilo o acogerse al estatuto de inmigrante juvenil. Pero para eso necesita un abogado y plata para pagarlo. Si no, dependerá de que alguna organización sin fines de lucro lo represente. Hasta 2014, tenían un año para prepararse; Obama redujo ese plazo a 21 días. El objetivo era claro: acelerar las deportaciones. Durante sus dos mandatos, deportó a tres millones de migrantes —más que ningún otro presidente en la historia— sin que siquiera hayan pisado una corte.
Un presente de miedo
—¡Escucha, la chota, la chota! —dice Moisés por radio.
—Pasa la patrulla —le contestan por el walkie-talkie.
—Dice que son federales —contesta una voz de mujer.
“Ese güey es marino. Él ya abrió la tambora de su carro. Él fue marino. Trae un chingo de armas en su carro. Está loco el güey. Tiene un arsenal ahí”, me dice Moisés señalando a un hombre parado en la esquina. Se comunican por radio, por señas. También patrulla la zona.
—¿Maras? —le pregunto.
—Claro, de la Mara Salvatrucha. Esto parece una zona de guerra, de verdad —dice bajando la voz.
De fondo suena a todo volumen una versión remixada de “Sweet Dreams” de Eurythmics con Annie Lennox.
Moisés está en su puesto de fuegos artificiales —donde también vende cervezas micheladas los fines de semana—, como lo hace cada año desde hace tiempo, en un tramo de vereda del Piñata District. Es el primer año que sus hijos se unieron al negocio y se armaron otro puesto en la esquina de la misma cuadra. “Al segundo día les cayó la policía y les sacó todo lo que tenían en la mesa. ‘Bienvenidos al negocio, mijos’, les dije”, y soltó una carcajada.
El Piñata District son pedacitos de México, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala amontonados en tres cuadras de Downtown Los Ángeles, a sólo cinco minutos del estadio de los Lakers. Los fines de semana apenas se puede caminar bajo las sombrillas de colores y los toldos, esquivando gente, nubes de carne asada, de aceite quemado cocinando chicharrones, torres de altoparlantes que escupen corridos, rancheras, mariachi, norteño; suena “La puerta negra”, de Los Tigres del Norte, después Los Tucanes de Tijuana y Los Buitres de Culiacán Sinaloa.
Hoy, esas cuadras lucen desiertas. Las planchas apenas calientan, las piñatas cuelgan como advertencias y los rostros de los vendedores ambulantes miran con desconfianza a cada transeúnte, oscilan entre la sospecha y la urgencia, con miedo a que quien se acerque no venga a comprar sino a detenerlos y con desesperación por vender algo antes de que caiga el sol.
Entre el 6 de junio y el 8 de julio, el Departamento de Seguridad Interior arrestó a 2.792 personas en el área de Los Ángeles. El despliegue incluyó a agentes del ICE, la Patrulla Fronteriza, la Guardia Nacional y marinos del Ejército.
Primero buscaron a quienes tenían antecedentes penales, luego fue el color de piel, un uniforme de trabajo, un acento. Desde entonces, las detenciones ocurren en cualquier parte: en lavaderos de autos, en restaurantes, en ferreterías, frente a escuelas, hospitales, parques. A jardineros mientras cortaban el pasto. A mujeres que vendían fruta en un carrito. El obispo de San Bernardino excusó a sus fieles de asistir a misa tras las redadas en dos propiedades de la diócesis. Hay quien ya no va al cementerio a dejar flores a sus muertitos por miedo. Se cancelaron clases de natación en parques públicos por miedo. Una madre no fue a la graduación de su hija por miedo.
El objetivo es claro: sembrar el terror. Generar trauma, paralizar. Hacer del miedo una herramienta de control y del sufrimiento, un espectáculo político. Y en buena medida lo lograron.
“Está de locos. Yo tengo que pagar renta, las cuentas; trabajo por necesidad, no me queda otra que salir. Está muy difícil la vida. Y va pa largo. Y es cierto, pues a todos nos está arruinando. Muchos no han venido hoy. Pues yo la estoy buscando. Pero la mayoría tiene miedo. Pánico. Todos somos indocumentados, la mayoría aquí. Con la pólvora es muy peligroso. Tienen mucha gente amañada. Ayer llegaron y le robaron a una muchacha mucha mercancía con pistolas. Pero no se puede reportar nada, uno no puede hacer nada. Cada vez se ponen más intensos los de la 13”, dice Moisés.
Al despedirme, mientras saludo a Luis, quien lo asiste en las ventas, lo señala y me dice:
—Este también cruzó de pequeño, pregúntale.
—Sí, con 15 años también. Hace tres años ya —dice Luis, un chico con la cara aún marcada por el acné.
Luis es de Jutiapa, Guatemala, cerca de la frontera con El Salvador. Decidió irse para ayudar a su familia y buscar un futuro mejor. Salir adelante, dice. Su madre tenía miedo de que viajara solo pero la familia de su padre, que murió cuando él tenía 1 año, le pagó el viaje.
Unas muchachas lo llevaron en avión hasta Tijuana.
—Me tocó tirarme del muro —dice—. Ahí mismo, por la playa. Me lo crucé casi de noche. Yo solito crucé. Me agarró la migra del otro lado. Al principio nomás me investigaron y me encerraron en un cuarto así, frío. Ya nomás me dieron como un pan así todo frío, como una salchicha. Ahí estuve como dos semanas. No sabía si era de día o de noche, yo ni sé que dormía porque estaba cerrado, no se miraba nada. Después me sacaron de ahí y me llevaron a un albergue en Texas. Ahí había un montón de niños de mi edad. Ya salíamos a jugar, nos daban de comer y todo eso. Atendían más bien en el albergue. Duré como dos meses ahí, pero pues me sentía bien porque tenía todo. Tenía comida, tenía ropa, donde bañarme, baño. Ya tenía amigos, ya me distraía más. Tenía consultero, como alguien que te está hablando. Después me dejaron por aquí en Los Ángeles, vine en bus, ellos me entregaron a mi abuelo que está aquí, también mis tíos, mis primos. Con mi mamá siempre estoy comunicado, le llamo todos los días. Y cuando puedo le ayudo y todo —dice Luis.
Y agrega:
—Ahora no me queda otra que salir a trabajar. A ver cómo se compone ahorita la situación esta. A ver si se compone. A ver qué pasa.
Agustín Paullier (Montevideo, 1985) es fotoperiodista, periodista y editor. Trabaja como editor de fotografía en la Agence France-Presse para América del Norte desde Los Ángeles, antes hizo lo propio para América del Sur. Cofundó la revista de fotografía Materia Sensible, de la que fue editor.