El 26 de febrero de 2024, en la Amazonía ecuatoriana, un fragor rompió la tranquilidad del patio de la casa de Leonela Moncayo, de apenas 13 años. El aire se llenó de un humo blanco espeso, denso, con un olor metálico, áspero, parecido al de la pólvora o los fuegos artificiales. Al principio ella y su madre pensaron que se trataba de una fuga en una tubería de gasoil, una idea no tan ilógica en un territorio en el que el petróleo corre bajo los pies y delante de las puertas de las casas. Pero al salir a revisar, ambas comprendieron que lo que había sucedido no era un accidente. Era un mensaje.
Frente a su vivienda, ubicada en la provincia de Sucumbíos, al norte de Ecuador, encontraron los restos de un artefacto explosivo improvisado: caña de guadua, papel, un tubo de cartón. Una amenaza clara, un intento de intimidación dirigido a Leonela, la adolescente amazónica que se atrevió a denunciar al Estado ecuatoriano por violar el derecho a la vida y a un ambiente sano. La niña que, junto con otras ocho compañeras, logró una sentencia histórica para eliminar los mecheros petroleros que desde hace décadas envenenan la selva.
“Pensamos que era una tubería rota, pero cuando salimos vimos el humo blanco. Olía fuerte, como cuando revientan fuegos artificiales”, relata Leonela, una adolescente alta, de pelo largo y ojos que ríen, que desde pequeña conoce muy bien las problemáticas ambientales que azotan su tierra. Es hija de dos históricos defensores ambientalistas y de derechos humanos del territorio: Donald Moncayo y Silvia Zambrano, miembros de la Unión de Afectados y Afectadas por las Operaciones Petroleras de Texaco (UDAPT), la organización protagonista de un icónico juicio contra la multinacional Chevron-Texaco, un proceso que se ha extendido por más de 30 años, en el que han estado involucradas diversas cortes, tanto ecuatorianas como internacionales, y que ha tenido como eje central la contaminación ambiental y la falta de remediación de fuentes de agua subterránea y suelos afectados por los residuos tóxicos de la extracción petrolera realizada por Chevron-Texaco. Desde pequeña Leonela ha caminado con su padre en los “toxic tours”, recorriendo los pozos abandonados, los ríos contaminados, los cementerios del petróleo. Su infancia ha estado marcada por el humo constante de los mecheros, las enfermedades que silenciosamente se han llevado a vecinos y parientes, la rabia de ver cómo se destruye la selva.
“Pues yo era super chiquita, no sabía mucho, pero sí conocía lo que era un mechero porque, literalmente, tenía uno al frente de mi casa desde que nací. Lo quitaron un tiempo, pero luego lo volvieron a prender, sólo que ahora está como escondido. Este caso lo empezamos entre nueve chicas, todas de diferentes edades. Al principio fue difícil porque no sabíamos ni qué decir, todo era nuevo. Pero luego nos sentimos super orgullosas porque empezamos a entender más, muchas teníamos familiares con cáncer y fue duro ver cómo sufrían, los tratamientos, todo eso. Era muy triste ver todo eso”.
En el año 2020, cuando tenía apenas 9 años, Leonela se unió a otras ocho niñas de la región —Rosa Valladolid, Skarlett Naranjo, Jamileth Jurado, Denisse Núñez, Dannya Bravo, Mishell Mora, Jeyner Tejena y Kerly Herrera— y juntas presentaron una acción de protección contra el Ministerio de Energía y Recursos Naturales No Renovables y el Ministerio del Ambiente y Agua de Ecuador, con el respaldo legal de la organización UDAPT. La demanda denunciaba el impacto devastador sobre la salud y el ambiente provocado por los mecheros que queman gases de los pozos petroleros de la Amazonía.
Los mecheros son estructuras metálicas utilizadas por la industria petrolera para quemar el gas excedente que se libera durante la extracción de crudo. Esta práctica, conocida como gas flaring, es común en muchas zonas extractivas, pero en la Amazonía ecuatoriana se lleva a cabo desde hace décadas sin control ambiental, con consecuencias gravísimas: emisión continua de metano (uno de los gases de efecto invernadero más potentes), liberación de sustancias tóxicas como benceno, tolueno, formaldehído e hidrocarburos aromáticos policíclicos, contaminación del aire, el agua y el suelo y un notable aumento de enfermedades oncológicas y respiratorias en las comunidades locales.
“Al principio, con mis compañeras demandantes no nos conocíamos”, cuenta Leonela, que llega a las oficinas de la UDAPT luego de haber terminado su jornada escolar. “Éramos como unas extrañas, cada una venía de una comunidad distinta y no habíamos tenido ningún contacto antes del caso. Pero poco a poco, a través de los talleres, los encuentros y actividades que hemos compartido, comenzamos a conocernos de verdad. Ahora, cada vez que nos reunimos, siempre hay un espacio para nosotras: para hablar, reírnos, contarnos lo que ha pasado en nuestras casas, compartir cómo siguen afectándonos los mecheros. Esos momentos son muy especiales porque nos fortalecen y nos hacen recordar por qué empezamos esta lucha. Lo que más valoro es la unión que se ha creado entre nosotras. Aunque somos nueve chicas con personalidades diferentes, tenemos una conexión muy fuerte. Nos apoyamos, nos levantamos cuando una está triste o desanimada. Y cuando hacemos marchas o caminatas nadie nos calla. Caminamos con fuerza, con orgullo. Tenemos voz, tenemos energía y no vamos a parar”.
Taller de formación para adolescentes y jóvenes de la UDAPT.
Foto: Gennesis Almeida, UDAPT
Un fallo histórico
En julio de 2021, respondiendo a la acción presentada por las nueve niñas amazónicas, la Corte Provincial de Justicia de Sucumbíos emitió una sentencia muy importante en la historia judicial de Ecuador. El fallo reconoció que el Estado violó derechos fundamentales de las demandantes y de sus comunidades al permitir, durante décadas, la operación indiscriminada de mecheros en zonas pobladas de la Amazonía. En particular, la corte declaró la vulneración del derecho a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado, la afectación al derecho a la salud, especialmente de niñas, niños y personas vulnerables expuestas a la contaminación crónica por la quema de gas asociada a la extracción petrolera, y el incumplimiento del deber estatal de proteger los derechos de la naturaleza, reconocida también como sujeto de derechos en el marco de la Constitución ecuatoriana de 2008. Y es más: el tribunal ordenó como parte de las medidas reparatorias la eliminación progresiva de todos los mecheros activos, el apagado obligatorio de los mecheros más cercanos a zonas pobladas en un plazo máximo de 18 meses, la eliminación total del resto de los mecheros antes del año 2030 y la realización de estudios técnicos y médicos sobre el impacto del gas en la salud de las comunidades y en las fuentes de agua contaminadas.
“A veces la gente se confunde y piensa que todo esto lo hacemos porque nuestras mamás nos obligan o porque alguien nos dice qué hacer. Pero no es así. Esto lo hacemos porque nosotras queremos, porque lo sentimos de verdad, porque nos pusimos la mano en el corazón y dijimos: ‘Ya basta’. No queremos más daño, no queremos seguir viviendo así. Y también les pedimos a ellos, a los que tienen el poder, que se pongan una vez la mano en el corazón y miren todo el daño que han causado. Lo triste es que todavía hay personas que prefieren hacerse los ciegos, quieren tapar el sol con un dedo. Pero no lo vamos a permitir. Aunque nos tome años, no nos vamos a rendir. Hemos tenido apoyo, hemos crecido y sí, ha sido un camino largo, difícil, pero hemos aprendido muchísimo”.
Pero la historia del juicio Caso Mecheros no termina como debería. Al cumplirse el plazo de los 18 meses —en marzo de 2023—, el Ministerio de Energía y Minas y la empresa estatal Petroecuador anunciaron públicamente que habían eliminado 77 mecheros y apagado 35 más. Pero la UDAPT denunció que esas cifras eran engañosas o inexactas. Al menos 49 de los mecheros reportados como eliminados ya estaban inactivos desde antes del fallo judicial y en muchos casos las autoridades no apagaron los mecheros, sino que simplemente redirigieron el gas hacia otros ya existentes, manteniendo así los mismos niveles de contaminación. Lejos de avanzar hacia la erradicación, los datos disponibles muestran un retroceso alarmante: según informes de la Defensoría del Pueblo, el número de mecheros aumentó de 447 en 2021 a 486 en 2024. Es decir, 39 más en plena vigencia de la sentencia.
Taller de formación para adolescentes y jóvenes de la UDAPT.
Foto: Gennesis Almeida, UDAPT
“La verdad, aquí en Ecuador la justicia no existe para el gobierno. Han pasado tantas injusticias y nadie da respuestas. Yo no digo que sea imposible lograr algo, pero si no nos escuchan aquí, vamos a ir hasta las cortes internacionales si hace falta. Porque esto no se puede quedar así. Hay mucha gente que sigue sufriendo por culpa de los mecheros: enfermedades graves, cosas que ni los médicos entienden. Y el daño al medioambiente tampoco se lo vamos a perdonar. Justicia tiene que haber, como sea. Siempre lo decimos: no nos vamos a callar. Nadie nos va a callar hasta que logremos lo que queremos. Nuestro objetivo es claro: la eliminación total, al 100%, de los mecheros. Que dejen de violar nuestros derechos, que cumplan con su responsabilidad y que reparen el daño que le han hecho al medioambiente. Y eso se lo repetimos una y otra vez al gobierno y a las petroleras, porque ellos siempre están de la mano. Pero nosotras también estamos unidas y no vamos a parar”.
Para entender lo que ocurre hoy en la selva ecuatoriana es necesario retroceder un siglo. La fiebre del petróleo en Ecuador comienza oficialmente en 1920, pero es en 1967 cuando todo cambia. Ese año el consorcio estadounidense Texaco-Gulf descubre vastas reservas en el norte de la Amazonía e inaugura el primer pozo, Lago Agrio 1. La aparición del petróleo fue celebrada como una promesa de modernidad. El primer barril extraído fue llevado hasta la capital, Quito, en una procesión festiva, desfilando entre civiles y autoridades como si se tratara de una reliquia del progreso. Aquella procesión marcó el inicio de una nueva era para Ecuador: a través de las trochas —senderos abiertos en la selva para permitir el paso de maquinaria pesada— llegaron decenas de miles de colonos, atraídos por la esperanza de riqueza y por una política estatal que promovía la colonización de la Amazonía. El objetivo era claro: civilizar un territorio considerado salvaje, bárbaro, inestable. La selva pasó a ser objeto de conquista, integrada a un proyecto nacional de desarrollo que privilegiaba la explotación intensiva de los recursos naturales. Además del petróleo, llegaron la industria maderera, la ganadería extensiva, el monocultivo y la minería. Una economía extractiva se impuso sobre la economía ancestral de los pueblos originarios. Pero esa integración territorial no fue regulada por el Estado. Fue delegada a las multinacionales, sobre todo extranjeras, a las que se entregaron amplias porciones de selva sin consultar a las comunidades nativas. Los contratos de extracción reprodujeron los mecanismos coloniales: Ecuador —a pesar de su riqueza petrolera— siguió siendo un país empobrecido, del cual se exportan materias primas a bajo costo. Lago Agrio hoy en día sigue siendo un bastión de la extracción. Es acá que Leonela nació y creció, expuesta tanto a la belleza y la majestuosidad de un bosque primario que aún conserva vestigios de su potencia como a la antropización, la actividad petrolera y minera y todo lo que estas arrastran consigo.
“Yo sé de dónde vengo, sé lo que tengo que cuidar. Toda mi vida está aquí. Mi historia, mi familia, mi lucha... todo. Y por eso siempre voy a seguir defendiendo mi tierra, mi Amazonía. A veces me acuerdo de cómo era esto cuando era más pequeña. Antes llovía casi todos los días, ¡éramos una zona super húmeda! Pero ahora hay sequías, el calor está más fuerte, y eso no pasaba antes. ¿Por qué? Por culpa de los mecheros, por la contaminación, por el cambio climático. Y eso nos está haciendo muchísimo daño. En mi casa hay un río, pero ya no me puedo bañar ahí porque está contaminado por el petróleo. Tampoco tengo agua potable ni agua limpia. La única que puedo usar es el agua de lluvia, y ni siquiera es buena. Tiene un sabor raro, como a metal, algo así. Eso no es vivir bien, eso no es tener el derecho al buen vivir como se supone que deberíamos tener todos”.
Más allá de las fronteras
El caso de las nueve niñas amazónicas no es sólo una demanda judicial: es una demanda colectiva que cruza ríos, montañas y fronteras y genera interrogantes cruciales para nuestra contemporaneidad. Las voces y los rostros de Leonela y las otras se han convertido en un símbolo de resistencia no sólo en Ecuador, sino en toda América Latina, donde las luchas por el territorio, la salud y el ambiente se entrelazan con las heridas coloniales y con un presente marcado por el extractivismo. Este conflicto no es únicamente legal ni técnico. Es, en esencia, un conflicto entre generaciones y visiones del mundo. De un lado, una lógica que considera la naturaleza un recurso inagotable, útil sólo en la medida en que puede ser extraído, vendido, explotado para sostener una economía nacional frágil, dependiente del petróleo. Del otro lado, una generación joven que exige lo más básico: el derecho a respirar, a beber agua limpia, a comer alimentos sanos, a no enfermar, a vivir.
Mechero, abril de 2025.
Foto: Gennesis Almeida, UDAPT
“Todas nosotras vivimos en el campo y hemos visto cómo la naturaleza sufre con todo esto: los árboles, los ríos, los animales... todo está cambiando por culpa de las petroleras y por los permisos que les da el gobierno. Dicen que existe un Ministerio del Ambiente, pero no hacen nada. No cumplen. Y lo mismo pasa con el Ministerio de Energía y Minas: tienen obligaciones que no han cumplido. Los mecheros siguen ahí. Dijeron que los iban a eliminar, pero no lo han hecho. Al contrario, parece que hasta han aumentado. Le hemos hecho tanto daño que ahora la naturaleza está reaccionando. Como jóvenes, es nuestra responsabilidad cuidarla, porque es lo que tenemos para vivir: el aire, el agua, los alimentos. Tenemos que reparar lo que se ha destruido y no rendirnos. Todo se puede lograr con respeto y con fuerza. ¡La naturaleza necesita que la defendamos ya! Y por eso seguimos luchando, porque nadie más va a hablar por nosotras si no lo hacemos nosotras mismas”.
Las voces de estas jóvenes que emergen de la selva quieren reescribir el relato dominante. Están desmontando la narrativa del sacrificio ecológico en nombre del desarrollo. Están diciendo “ya basta” y lo están haciendo con claridad, con argumentos, con responsabilidad, a pesar de su joven edad.
“No queremos que sigan destruyendo lo que ha vivido por tantos años lleno de vida y colores. A veces desde fuera nos ven como ‘la selva verde’, pero las que vivimos aquí sabemos que ya no es así. Con toda esta contaminación, con los mecheros y el petróleo, ya no es la misma selva. Yo, sinceramente, ya no la llamo ‘selva verde’... ahora para mí es la selva negra. Porque así se siente: oscura, contaminada, triste. Y eso duele”.
La vida de estas jovencísimas mujeres parece estar ya indisolublemente ligada a la lucha contra los mecheros. En su esfuerzo por lograr que se cumpla la sentencia de 2021, llevan cuatro años entregándose sin descanso a encuentros públicos, marchas y manifestaciones. El 22 de febrero de 2024, durante una sesión en la Asamblea Nacional del Ecuador, una de ellas, Jamileth Jurado, tomó valientemente la palabra, detuvo el debate parlamentario y denunció públicamente el incumplimiento de la sentencia que ordena el cierre de los mecheros. Acusó a la entonces ministra de Energía y Minas, Andrea Arrobo, de ignorar la gravedad de la situación ambiental y sanitaria en las provincias amazónicas. Sus palabras rompieron el silencio institucional y encendieron la atención mediática a nivel nacional.
Cuatro días después, el 26 de febrero, se verifica el atentado delante de la casa de Leonela y el clima se vuelve cada vez más tenso. El 12 de marzo del mismo año, cinco de las niñas —Jamileth, Denisse, Rosa, Dannya y Mishell— fueron retenidas mientras viajaban en autobús hacia Quito, donde tenían previsto participar en una nueva manifestación. Las autoridades les impidieron continuar alegando restricciones logísticas y administrativas, pero el gesto fue percibido como un intento de obstaculizar su derecho a la protesta. A pesar de todo, al día siguiente, el 13 de marzo, las jóvenes lograron llegar a la capital y encabezaron una marcha frente a la Corte Constitucional. Exigieron, una vez más, la aplicación plena de la sentencia de 2021. Exigieron justicia para su tierra, para el aire que respiran, para el agua que beben. Exigieron que el Estado ecuatoriano ponga fin, de una vez por todas, a la contaminación provocada por los mecheros. Y ahora las chicas ya no son nueve sino 15: en 2024 se unieron seis jóvenes más, pertenecientes a pueblos ancestrales de la Amazonía. Sus nombres son Lency Lucitande, Wita Ñihua, Jessinia Piaguaje, Briana Aguinda, Dayra Shirap y Katherine Mendua.
“Mi mamá siempre me dijo que la palabra no puedo no existe, y eso es algo que tengo muy claro. Siempre les digo a otros jóvenes: ‘Si ven una injusticia o algo que está mal, no se queden callados. Sí pueden hablar, sí pueden hacer algo’”.
Leonela.
Foto: Gennesis Almeida, UDAPT
El futuro ya está aquí
El 3 de enero de 2025, la relatora especial de las Naciones Unidas sobre la situación de personas defensoras de derechos humanos, Mary Lawlor, presentó ante el Consejo de Derechos Humanos de ese organismo un informe titulado “No sólo somos el futuro: niñas, niños y jóvenes que defienden derechos humanos”, en el que menciona específicamente el caso de las nueve niñas y resalta su valentía frente a un sistema institucional que ha minimizado su lucha y ha intentado silenciarlas, incluso mediante acciones intimidatorias como el atentado ocurrido frente a la casa de Leonela en febrero de 2024. Lawlor advierte que las niñas, los niños y los jóvenes defensores no reciben apoyo suficiente de parte de organizaciones tradicionales de derechos humanos; son ignorados o deslegitimados por la sociedad civil adulta, los gobiernos y los medios; no son consultados en decisiones que los afectan directamente (como políticas ambientales, educación o salud); trabajan, en muchos casos, a nivel comunitario y sin respaldo institucional, lo que los vuelve más vulnerables a represalias, estigmatización y aislamiento. Enfrentan los mismos riesgos que los defensores adultos: son frecuentemente víctimas de discursos denigrantes y degradantes que ponen en duda su credibilidad, motivaciones y conocimientos; están expuestos a violencia digital como doxing, vigilancia, amenazas en redes sociales; en contextos autoritarios o extractivistas se los acusa de estar “manipulados”, “adoctrinados” o “instrumentalizados”, lo que aumenta la hostilidad y el peligro físico que enfrentan. “Estos discursos estigmatizantes —afirma Lawlor— pueden poner en peligro la vida y la integridad de los jóvenes defensores y constituyen una forma de violencia política basada en la edad”.
“Mira, la verdad ahorita no tengo así un superplan de proyecto o algo, pero eso no quiere decir que voy a dejar la lucha. ¡Jamás! Puede que más adelante me toque irme a estudiar a otra ciudad, a otro lugar, pero eso no significa que voy a olvidarme de mis raíces. Yo sé de dónde vengo, sé lo que tengo que cuidar. Toda mi vida está aquí. Mi historia, mi familia, mi lucha… todo. Y por eso, aunque esté lejos, siempre voy a seguir defendiendo mi tierra, mi Amazonía”.
Nadia Angelucci es periodista, autora y directora de televisión. Vive en Roma, pero cada vez que puede viaja a América Latina, continente que ama profundamente y donde ha vivido, en Ecuador y Uruguay. Colabora con varios medios italianos y uruguayos, como L'Espresso, Radiotelevisione Italiana, TV2000, la diaria y Lento.